Esta es la adpatcion de uno de mis fics preferidos ,espero les guste.

Creadora Stamie.

Respira

Las pesadillas son extrañas. A veces puedes comprenderlas, pero otras veces te perturban hasta llegar a hacerte creer que hay algo en tu cabeza que no funciona como debería. Mis pesadillas comenzaron a finales de abril de este año. Al principio a penas recordaba escenas sueltas, imágenes inconexas a las que no les daba importancia, pero poco a poco era capaz de ir rellenando los huecos, de escarbar en las lagunas y reconstruir el sueño cada mañana, día tras día de una forma más precisa, hasta el punto de que había noches en las que no estaba del todo segura de si estaba despierta o durmiendo.

Mis sueños se hicieron tan vívidos, tan reales, que me asustaba, me daba miedo cerrar los ojos cada madrugada porque temía ver las caras que una y otra vez afloraban de entre las sombras para paralizarme, para impedirme correr y no ser alcanzada. Nada tenía sentido y yo me limitaba a quedarme clavada en el suelo, sin poder moverme, viendo el horror sucediendo justo delante de mis ojos, sin poder, sin querer impedirlo. Y cada noche una cara fugaz y parpadeante, que aparecía y desaparecía, un fuego abrasador, una explosión y oscuridad, silencio roto sólo por mi respiración entrecortada y luego miedo….

Ahora, tras casi cinco meses a penas logro recordar ni la mitad de mi película, pero hay lago que no he podido olvidar, y ese algo es la cara de ese chico, angulosa y perfecta, pálida, blanquecina y a la vez cálida y suave, sus ojos, centelleantes, verdes como esmeraldas y su cabello rubio… Pero es eso, sólo eso, el chico de mis pesadillas, alguien que, por muy perfecto que sea, sólo es augurio de sufrimiento.

Llegué a temer tanto el quedarme dormida que bebía litros de café para mantenerme despierta cada noche, tratando de estudiar, pero era imposible. Mis ojos se cerraban de manera involuntaria, me temblaban las manos y me estremecía con cada pequeño ruido a mi espalda. Tenía miedo, miedo de algo irreal, de algo que sólo estaba en mi cabeza… comencé a creer que estaba loca y no era la única.

Evitar el contacto, encerrarme en mi cuarto, no dormir, temer cada ruido, cada movimiento, cada sombra… no era sano, no me mantenía cuerda. Dejé de comer, dejé de salir y si no dejé de respirar fue sólo porque era algo que mi cuerpo necesitaba y llevaba a cabo de forma involuntaria. Recuerdo claramente cómo mi padre tiró abajo la puerta de mi cuarto, cómo me encontró agazapada en una esquina, sangrando, desorientada y temblando ¿Por qué? Eso sí que no lo sé.

-¿Por qué no puedo recordar nada de lo que pasó aquella tarde?- le pregunté una vez más a mi psiquiatra.

-Verás, Bella…- comenzó, suspirando, como si cada palabra pesara más que la anterior, como si su explicación estuviera destinada a no gustarme en absoluto- Hay algo en tu cabeza, algo que no logras desenterrar, que te está perturbando poco a poco. Eso mismo por lo que sufres tanto te está bloqueando.

-¿Me estoy volviendo loca?- preguntaba lo mismo en todas las sesiones, perder la cabeza me aterraba incluso más que cerrar los ojos y volver a vivir todo aquel horror de mis sueños.

-Ya hemos hablado de eso cientos de veces, Bella, no estás loca- ¿Y entonces qué me pasaba?- Tus pesadillas, tu tendencia a aislarte y tus pequeñas lagunas son parte de la depresión que te ha ido absorbiendo en los últimos meses…-y ahora venía la parte de 'Y por ellos creemos conveniente que…'

La única gran idea que se les había ocurrido a mis padres y a mi psiquiatra era mandarme lo suficientemente lejos como para no tener que preocuparse por mí, confiando en que la naturaleza siguiera su curso y amueblara de nuevo mi cabeza, pero yo no lo veía tan bien como ellos.

Dieciséis años viviendo en la misma ciudad, en la misma calle, en la misma casa. Trece años en el mismo colegio, con la misma gente, con la misma vida… ¿por qué romper con todo?¿Por qué enviarme lejos? Separarme de quienes me importaban. Me sentía tan culpable de haber sido yo quien había llegado a eso que sentía unas ganas horribles de desaparecer, dejar de existir… y entonces miraba mis antebrazos y sólo una imagen de aquella tarde cruzaba fugaz mi cabeza, la imagen de la cuchilla apretada contra mi piel…

-¿Lo tienes todo?- me preguntó mi madre desde la escalera, cámara de fotos en mano.

-Sí- musité, sin mirarle. Me sentía avergonzada de haberla hecho sufrir, de no haber pensado en sus sentimientos ni un solo instante, cuando trataba de mirarla sólo me venía a la cabeza la visión de su cuerpo arrodillado al lado de la cama del hospital, llorando, sufriendo impotente mi absurda decisión

-Siento no poder ir con ustedes, pero el viaje es largo y no sería nada cómodo parar cada diez minutos para que yo pudiera vomitar.- Estaba teniendo un embarazo horrible, náuseas matutinas, vespertinas y nocturnas, dolor y mareos, antojos constantes. Hacer doscientos cincuenta kilómetros de coche para ir y otros tantos para volver no era aconsejable.

-No te preocupes, cielo- dijo mi padre, sonriendo- Bella y yo estaremos bien, tu cuida del bebé mientras yo no estoy- El bebé, el parásito que crecía dentro de mi madre dispuesto a salir al mundo a robarme mi lugar, a desplazarme y lograr que me olvidaran… un no nato tan despiadado que me daba miedo tenerlo como hermano. Quizás estaba mejor más lejos, para evitarme convivir con su diminuta sonrisa.

-Dame un beso cariño- me pidió mi madre, bajando apresurada las escaleras. Me agarró la cara con ambas manos para obligarme a mirarla, pero yo me resistí, torciendo el gesto. No sirvió de nada, no desistió hasta que la miré- Esto es por ti, mi cielo… no pienses que queremos alejarte- quise responder que ya era tarde, pero era incapaz de responder mal a mi madre, a una cara menuda y angelical, con los ojos vidriosos y azules como el cielo, mirándome con un cariño inmerecido que era capaz de embriagarme y confundirme hasta domar mi mal carácter.

Apoyé mi mano en su mejilla derecha y me acerqué para besar la izquierda, no fue necesario que me agachara o que me pusiera de puntillas, medíamos exactamente lo mismo.

-Déjame sacarte una última foto- suspiré, pero no me negué. Mi madre era fotógrafa, se dedicaba sobre todo a fotografiar bodas, bautizos y comuniones y raras veces se separaba de sus cámaras- Quiero poder mirar tu cara cada día.

-Tienes miles de fotos de la niña- dijo mi padre, impaciente.

-No del día de hoy- me coloqué ante la puerta de la entrada, todavía cerrada y forcé una mueca de lejos parecida a una sonrisa. El flash me hizo parpadear y hubo que repetir la foto… podíamos haberla repetido mil veces, mi paciencia nunca se agotaba tratándose de ella.

-Ya está bien- sentenció mi padre, acercándose a mamá para besarle rápidamente y pasar la mano por su barriga, prominente y tensa, llena de vida y de rabia.- Estaré de vuelta esta noche.

Salí de casa llevando conmigo sólo una pequeña bolsa de mano, el resto de mi equipaje, a excepción de una maleta que llevaba mi padre en la mano, ya estaba en el coche. Él salió casi tras de mi, tras cuchichear algo con mi madre, y metió ese último bulto en el maletero.

-Ponte el cinturón- me pidió, mientras él hacía lo propio.

-No me gusta llevarlo- protesté.

-Ya, pero si me paran la multa no la vas a pagar tú, así que póntelo- Genial, lo importante no era mi seguridad, era la multa, muy alentador.

Me retorcí para dejar mi bolsa de mano en el asiento trasero del coche antes de apresar el torso de mi cuerpo con el cinturón de seguridad mientras sentía como el coche se estremecía al girar la llave en el contacto. Papá maniobró para salir del hueco entre el monovolumen de los Harris y nuestro oportunamente mal situado buzón.

-Ya sé que tu madre te lo ha dicho mil veces y que las mil te has mordido la lengua a pesar de no creerle, pero no hacemos esto para desentendernos de ti, hija- dijo serio, con la mirada fija en la carretera.

-Pues no lo parece- con él sentía la libertad suficiente para poder protestar, él era fuerte, no era delicado con mi madre, la dulce Rene, la mujer en cinta. Sentía que podía descargar mi frustración contra él sin que le doliera, pero no era así, porque cada reproche, cada mal todo, cada mueca eran cómo un puñal.

-Lo hemos intentado de todas las menaras, pero nos lo has puesto difícil. Te has negado ha hablar, a decirnos lo que te pasa…

-No es cierto ¿Es por eso, por no hablar? ¿Es un castigo por no ser capaz de saber lo que me pasa?- Nadie se daba cuenta que yo era quien más sufría ignorando todo lo que me ocurría, quien más impotencia sentía al no poder expresar lo que sentía… no, nadie podía entenderlo.

-¡No es un castigo!- exclamó mi padre, furioso- Es una medida preventiva, una última oportunidad. Aire libre, campo, caras nuevas… te gustará.

-Me gusta el aire viciado, el césped artificial y las caras con las que he crecido… no trates de pintarlo como un lugar de cuento porque es sólo una prisión- dije mirando el salpicadero, negando efusivamente con la cabeza mientras apretaba la mandíbula.

-Es eso o el hospital. Tú decides.

-¿No hay una opción C?- Como por ejemplo quedarme en casa con mi familia. Él suspiró, yo cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás. Sabía la respuesta a esa pregunta…

Cuántos temas de conversación pueden tocarse en 250kilómetros de viaje… cuánto silencio, cuánta tensión es capaz de soportar una persona. Me negué a seguir hablando el resto del viaje y lo único que conseguí fue respaldar la teoría de mi padre, la teoría del silencio.

Carretera y más carretera, árboles y piedra y cada cinco kilómetros los teléfonos de emergencia situados al otro lado de las vallas de protección. Tres horas y media de coche respetando los límites de velocidad, maniobrando por carreteras mal asfaltadas y soportando las ganas de parar el coche para gritarme y darme el bofetón que sin duda merecía. Mi padre era un titán con la voluntad de Buda, siempre lo había sido, pero yo era capaz de crispar hasta la última de sus terminaciones nerviosas con una sola mirada. Era lógico que me enviaran tan lejos.

-No quiero que te bajes del coche- dije mientras atravesábamos la verja de entrada del colegio.

-¿Vas a llevar tú sola todo el equipaje?- no podía, no al menos en un solo viaje. Ojala lo hubiéramos enviado todo por mensajería…- Supongo que estás en la edad en la que no quieres que tus compañeros te vean con tu viejo- dijo con un tono jovial que restaba importancia a los problemas y tensión al reducido ambiente del coche.

-No digas 'viejo', es ridículo- dije con una media sonrisa- Pero quiero ahorrarme la última discusión y el beso en la frente y la absurda despedida.

-Está bien, procuraremos que sea frío.

Tragué saliva e intenté no mirar, pero era imposible, era demasiado imponente como para poder ignorarlo. Más majestoso de lo que parecía en las fotos del folleto. En pie desde 1782, albergue de huérfanos, de enfermos y de presos de guerra durante casi 130 años. Reformado en 1910 para albergar el magnífico colegio privado de Greenwood.

Había docenas de coches aparcados en la entrada, tres autobuses que traían a todos aquellos que no habían venido acompañados de su familia y carritos cargados de maletas, carritos como los de los aeropuertos.

Bajé del coche y la brisa me despeinó. Hacía un día impecable, no había una sola nube en el cielo y el sol brillaba, cegador, sin que el calor fuera insoportable. Esa brisa se agradecía de vez en cuando. Pero yo estaba fría, helada, como si la sangre no lograra llevar a mis manos y mis pies, como si escalofríos recorrieran minuto sí, minuto no mi espinal dorsal. Mientras descargábamos mis maletas del coche una mujer mayor se acercó, sonriendo.

Eleonor Hutchinson, la directora del centro, oportunamente retocada con photoshop para los folletos informativos.

-Buenas tardes- dijo sonriendo amablemente, forzando una simpatía que estaba claro no me profesaría a lo largo del curso- Usted debe de ser la señorita Swan y usted su padre.

-Efectivamente- dijo mi padre, acercándose para estrecharle la mano a la directora.

-Nos alegramos mucho de que hayan elegido Greenwood Place para la educación de su hija…- cada palabra había sido ensayada y repetida hasta la saciedad, un discurso estándar dedicado a todas las familias con hijos novatos. Tan falsas que podías echarte a reír sin que ella tuviera derecho de reprocharte nada.

Cogí mi bolsa de mano y una de las maletas y mi padre y yo seguimos a la directora hasta la entrada. Allí uno de los profesores apuntó mi nombre en una lista y luego colocó una pegatina en cada maleta de mi equipaje con mi nombre y mi número de cuarto. Se suponía que cuando llegara a mi celda las encontraría allí… quizás hasta se hubieran deshecho de medias y cinturones para evitar accidentes.

Y ahora a esperar, eso era todo lo que sabía. Cuando escuchara mi nombre debía entrar en el colegio y seguir a la muchedumbre.

-Quedamos en que sería lo más frío posible- musité, sin querer mirar a mi padre mientras el suave viento descolocaba mi pelo. Me lo até en una coleta por hacer algo, ya estaba harta de saborear mi champú.

-¿Le negarás un beso de despedida a tu padre?- chisté y negué con la cabeza, enfadada- A tu madre no se lo negaste- Suspiré y di un paso hacia él, en puntillas, para aceptar un beso rápido en la mejilla.

No podía evitar sentir que todos me observaban y, en cierto modo, era verdad. Los niños pequeños, los desafortunados críos de doce años no eran una novedad, la chica de dieciséis, la intrusa de penúltimo curso sí lo era.

Escuché mi nombre por megafonía, alto y claro, como lo pudo escuchar todo el mundo. Isabella Marie Swan.

-Recuérdamelo una vez más antes de abandonarme- comenté con cierto sarcasmo- ¿Por qué Marie de segundo nombre?

-Como si no lo supieras- mi padre me descolocó el cabello, deshaciendo aún más mi angosta coleta. Lo hacía a posta, le encantaba que me soltara el pelo.- ¿Tienes todo, verdad?

-Sí- estaba harta de repetirlo y de repasarlo- Tengo el móvil, el portátil y las tarjetas- comunicación y dinero y también un montón de chocolatinas que mi madre me había metido en una de las maletas.-Tengo que irme.

Me alejé deprisa de él, sin volver la vista atrás, con las manos dentro de los bolsillos de mis vaqueros desgastados, un par de tallas más grandes de la que me correspondían, sujetos a mis caderas y lejos de caer a los tobillos gracias a un cinturón de cuero marrón con una desgastada hebilla color cobre.

Al entrar en el colegio un escalofrío me recorrió todo el cuerpo y todo pareció dar vueltas a mi alrededor. Sentí lo mismo que sentía al cerrar los ojos cada noche, sentí miedo, pánico, y no era el pánico de mi primer día, de enfrentarme a lo desconocido, era un miedo real, un mal presentimiento. Se me puso la carne de gallina y me maldije por no haber llevado conmigo una chaqueta, tan sólo una liviana camiseta sin mangas de raso bicolor. Y entonces recordé que lo más sensato sería pagar mi móvil o al menos quitarle el sonido y al sacarlo del bolsillo vi que tenía un mensaje.

"Duerme y come. Tq. Angela"

Sonreí de lado y negué con la cabeza, al menos uno de mis lejanos amigos aún me recordaba y se preocupaba a pesar de mi mal comportamiento de los últimos meses. A pagué el teléfono y seguí a los rezagados hasta un gran salón de actos. Quise fijarme en el camino que seguimos para poder repetirlo sin perderme, pero estaba demasiado absorta en mis pensamientos, tratando de desterrar de mi cabeza las malas vibraciones que me transmitía el colegio.

Me senté entre una pelirroja y un chico de gafas, no podría describirlos con precisión porque a penas me paré a mirarlos. Mantenía la vista fija en la tribuna donde estaban la directora y varios, supongo, profesores más del colegio.

-Un año más- comenzó la mujer, con tono firme y discurso memorizado- comenzamos un nuevo curso, un nuevo periodo lectivo lleno de nuevas experiencias y nuevos conocimientos esperándoos…- blablablá. Me daba exactamente igual lo que dijera, me daba igual que de repente se pusieran a arder las cortinas de terciopelo granate de las ventanas o que un ovni aterrizara en el jardín, todo me era indiferente. Tras, quizás, diez o quince minutos de discurso la voz aguda y clara cambió, una voz grave y jovial comenzó a hablar.

Enseguida logró atraer mi atención. Era un hombre joven, probablemente no superaba la treintena o, de hacerlo, lo llevaba con buen plante. Era alto, esbelto sin llegar a resultar débil en apariencia, moreno y con gafas. De lejos era imposible apreciar el color de sus ojos, inexplicablemente grandes y risueños. No, alguien así no podía dedicar su vida a la docencia.

-Y por ello, este año ingresa en el cuadro de honor del colegio Greenwood el alumno Edward Cullen- escuché las palabras 'excelentes calificaciones', 'delegado' y 'encomiable'. Que maravilla, seguro que sus padres estaban muy orgullosos…

Me acomodé como pude en mi silla, totalmente indiferente con mi anatomía, era imposible no sentir dolor tras demasiado tiempo en la misma postura. Ojala no hubiera llegado a levantar la vista de nuevo, porque no me gustó nada lo que vi.

Rostro anguloso, tez pálida, cabellos dorados y ojos, probablemente, verdes. No, era imposible, era demasiado parecido a aquel chico de mis pesadillas, el ángel negro de mis sueños. Clavé mis ojos en él, sin darme cuenta de que me había embargado el terror, de que mi cara estaba rígida y había dejado de respirar. Él lo notó y me miró, incrédulo, frunciendo el ceño, extraño. No salí de mi extraño trance hasta que la pelirroja me dio un codazo.

-Respira- musitó. La miré con mala cara, suficientemente mala para que no volviera a dirigirme la palabra al menos, en lo que durara la reunión.

Cuando volví la vista a la tarima, la directora le entregaba al chico una especie de llave tamaño gigante con un lazo púrpura. No sabía lo que significaba y tampoco me importaba demasiado, me centraba en relacionar mis malos augurios con el increíble parecido de aquel chico con el desconcertante personaje de mi sueño. Miré al suelo y pronto noté unos ojos mirándome fijamente y miré hacia la izquierda.

El chico de gafas tenía sus pequeños ojos almendrados clavados en mis antebrazos. Me sentí incómoda, muy incómoda. Yo ya me había acostumbrado a las cicatrices y mis padres habían aprendido a ignorarlas, pero eso no las había echo desaparecer y los demás aún podían horrorizarse al verlas. Volví a maldecirme por no llevar una chaqueta y el gafas dejó de mirarme en cuanto se dio cuenta de que me había percatado de lo descarado que estaba siendo.

Subsistí al menos otros veinte minutos con las manos entre las rodillas y los brazos tensos y juntos, ocultando mis marcas en una postura muy artificial, pero en cuanto la gente comenzó a levantarse para, al fin, ir a los cuartos para instalarse, salí como un rayo de aquel salón. Quería ir caminando, pero me agobiaba, me sentía observada y avergonzada y me daba igual causar una mala impresión, yo tenía que salir de allí. Pero la puerta estaba justo al lado de las escaleras de la tarima y tenía que pasar a SU lado para salir.

Deseé ser lo suficientemente rápida, deseé que estuviera demasiado ocupado recibiendo elogios y felicitaciones de lo que parecía ser su club de fans, pero desear algo no suele ser suficiente. Él se las arreglo para deshacerse de ellos y cuando ya creí haberme librado de él, noté como una mano fría e insegura me agarraba sin ejercer mucha presión y, a pesar de que mis heridas habían cicatrizado, no pude evitar esbozar una mueca de dolor.

Lentamente me di la vuelta, esperando no toparme frente a frente con él, pero ahí estaba y sí, sus ojos eran verdes, los ojos verdes más bonitos que había visto nunca.

-Disculpa ¿nos conocemos?- preguntó extrañado, entrecerrando los ojos y negando sutilmente con la cabeza, como tratando de reconocerme. Tragué saliva, incómoda y negué.- ¿Segura? Porque creo que te he visto antes en alguna parte.

No soltaba mi brazo y sólo sus dedos, largos y fríos tapaban mis marcas. Nos miramos, como se mira a alguien que resulta tan conocido y tan extraño a la vez y antes de que pudiera decirle nada sus amigos se abalanzaron sobre él y el tuvo que soltarme.

-¡Eh! Nada de empezar antes de las clases- genial, creían que estaba ligando conmigo.

-Cierra la boca, Nigel- dijo él, sonriendo entre dientes, enderezándose tras librarse de los brazos que su amigos, que lo habían hecho doblarse mientras le rodeaban por el cuello.- Sólo estaba hablando con…- se detuvo, supe por qué se detuvo, pero estaba congelada mirándole y no pude hacer nada.

Sus dos ojos esmeralda se clavaron en mi antebrazo y lo dejaron mudo, aterrorizado en vez de sorprendido, como si lo que le diera miedo no fuera verlo, si no VOLVER a verlo. Había un tinte oscuro de familiaridad en su rostro que me hizo estremecer. Cuando quise darme cuenta todos miraban lo mismo.

-¡Joder!- dije entre dientes, dándome la vuelta apresurada. Lo mejor era llegar a mi nueva celda con cama de plaza y media y baño individual y destrozar algo de valor para tranquilizarme.

Salí disparada, dispuesta a no dejarme detener por nadie, contando con que todos se apartaran de mi camino, pero alguien se despistó y chocamos hombro con hombro bruscamente. Ambas dimos media vuelta y cuando la miré un flash me cegó, como cuando mi madre me había fotografiado antes de marcharme, pero vi algo más que una luz blanca, vi otra cara, SU cara, la cara de mis sueños, o al menos otra de ellas.

Volví a sentirme desorientada y observada y al girarme de nuevo me vi frente con frente con negro sobre blanco. Los ojos más negros y profundos sobre la tez más pálida que la nieve, enmarcada por una melena lisa y oscura como la noche y otro flash me cegó. Otra cara. Otra pieza olvidada en los últimos cuatro meses a base de somníferos y terapia.

Oficialmente era la chica más rara de ese pasillo, atrapada entre la gente de mi edad que salía y los chicos un año mayores dispuestos a entrar. Sumida en un extraño episodio psicotrópico, un viaje a ninguna parte que comenzaba y terminaba girando sobre mis talones.

-¿Estás bien?- preguntó la chica de ojos negros con una voz fría e indiferente, plagada de rabia, asqueada.

Traté de respirar, pero sentí que me ahogaba y las figuras a mi alrededor se desdibujaron y vi una luz blanca, una especia de rayo que atravesaba a la chica para frente a mí y me dirigía directamente hacia la salida. El rayo se difuminó poco a poco, dejando una estela de pequeños puntitos brillantes. No sé lo que eran, no sé por qué estaban ahí, pero salieron disparados y tras ellos salí yo, corriendo como alma que llevaba el diablo, jadeante.

Aparté a todo el mundo a mi paso, ignorando sus quejas, siguiendo la estela de puntos blancos que me llevaron de nuevo fuera del colegio. Paré en seco y me doble, posando mis manos sobre las rodillas flexionadas y traté de respirar profundamente, de aliviar la sensación de ahogamiento llenando mis pulmones de aire limpio, pero estaba tan acelerada de que era incapaz de tomar suficiente aire. Traté de enderezarme y el sol me cegó.

-¿Estás bien?- escuché la voz de alguien detrás de mi, pero no me giré. No era la voz de Edward, era la del docente treintañero, que llegó corriendo detrás de mí.- Isabella ¿qué te pasa?

En ese instante no me pregunté por qué sabía ya mi nombre, ni por qué me había seguido. Ignoré los murmullos del resto de alumnos a nuestras espaldas y cedí al fin a los deseos de mi cuerpo. Mis piernas fallaron y mis ojos se pusieron en blanco, me desvanecí pero no llegué a tocar el suelo. Alguien ahogó un grito y escuché al profesor repetir mi nombre varias veces antes de enviar a alguien a pedir ayuda. Durante unos segundos escuché toda sus voces a mi alrededor, sin lograr ver nada, pero me desconecté de puro agotamiento. Abrumada. Rendida.