Año 225 Después de la Colonia.
Atrás han quedado las guerras entre las Colonias y la Tierra, porque la Tierra se está destruyendo... Cercano el año 199, parte de la población de la Tierra y parte de las Colonias ha emigrado a Maamo Mai, un nuevo planeta descubierto en el Sistema solar. Con una política ambientalista y ecologista, tres acaudaladas parejas de la Tierra (Yurimaru y Haiko Oni, de Japón, Pietro I y Alejandra Vladislav, de Rusia, y Jacques y Sophie Liet, de Francia) han invertido en el acondicionamiento del nuevo planeta para que las poblaciones puedan establecerse, por lo cual han sido proclamados reyes de cada uno de los tres territorios de Maamo Mai.
Todo parece estar tranquilo y la paz, ampliamente deseada y conseguida con tanto esfuerzo, parece eterna.
Pero la paz no dura para siempre, porque hay fuerzas ocultas que manejan sus planes en las sombras. Fuerzas que se valen del abrigo de la noche, de las estrategias en secreto. Y gracias a tres ingenieros superdotados, esas fuerzas se mueven hacia el inevitable conflicto... Pero los ingenieros tienen un as bajo la manga.
Misión 001. Los niños que desaparecieron.
Base militar de Nusu, en el extremo sur de Asilimia. 5 AM
Eran casi las cinco de la mañana. Los dos jovencitos más pequeños dormían tranquilos, cada uno en su cama, mientras el mayor se bañaba. La chica tenía el pelo largo y algo crespo, de color castaño oscuro, desparramado por la almohada, mientras descansaba con una expresión adusta en su rostro de piel dorada. El chico de la cama contigua (una cucheta en la que él dormía abajo) tenía el pelo larguísimo y lacio, muy renegrido, piel pálida y blanquecina y se hallaba ya en el quinto sueño... cuando unos ruidos se escucharon desde la mesita de noche, que hicieron que la muchacha abriera al instante los ojos, unos ojos de azul francia, claros y penetrantes.
En un rápido movimiento, se incorporó y se sentó en la cama, dando una fuerte patada en el costado de su compañero dormido, con toda la intención de despertarlo.
–Arriba, baka –dijo autoritariamente mientras tomaba uno de los handy que descansaban sobre la mesita y encendía la luz, acomodándose el flequillo despeinado.
–Mnn... –murmuró el otro, desperezándose y cubriéndose los cansados ojos de celeste cielo de la luz potente–. ¿Qué hora es...?
–¿Qué más da qué hora sea o deje de ser? –respondió ella agriamente, aunque sin modificar emoción alguna en su semblante impasible. A pesar de tener quince años, como su compañero, parecía que por dentro era mucho más vieja–. Te he dicho que te levantes. Haz lo que te digo –acercando el handy a sus labios, pulsó un botón y habló–. Aquí Yuy. ¿Qué ha ocurrido? Hemos recibido una señal y escucho ruidos de mobile suits allá en el deck de carga. ¿Hay una tarea y no nos han avisado? Over.
–Yuy... –se oía con interferencias, pero era el teniente líder del escuadrón al que los tres habían sido transferidos– ... no debes alarmarte, es sólo... de prueba... sido asignados para acompañar unos cargamentos en... puerto... Sigan en descanso, su... sencia no es requerida por ahora. Over.
–¿Acompañar unos cargamentos? –la chica pensó por dos segundos antes de seguir hablando. Finalmente aceptó la versión, al parecer, porque su siguiente mensaje luego de pulsar nuevamente el botón fue–: Copiado. Nos quedaremos aquí. Over and out.
Desde el baño, cuya puerta se había abierto cuando la chica dejó el handy sobre la mesa iluminada, vino un delicioso aroma; el tercero en discordia entró a la habitación, con el cabello mojado sobre su ropa recién puesta. Era alto y largo, con un pelo lacio y negro que le llegaba hasta los hombros y brillantes ojos azules.
–¿Qué ha pasado, Mimi? –preguntó, sentándose en la cama del otro chico, que había vuelto a dormir a pesar de la luz.
–Nada. Escuché una señal en el handy y creí que había algo que hacer. Pero he consultado con el teniente a cargo y me ha dicho que no nos requieren por ahora.
El joven miró a la chica con aire de duda en su cara pálida, y cuando se percató de que ella le estaba hablando, ya hacía rato que estaba diciéndole otra cosa.
–... de todas formas, no creo que sea nada importante. De lo contrario, nos habrían llamado.
–¿Y tú qué haces despierta a esta hora? Aún falta una hora para entrar en servicio –preguntó el joven, mirándola con expresión amorosa.
–Es que... como ella es un robot y no puede dormir, los demás... no debemos dormir tampoco... –musitó el chico de la cama, dándoles la espalda.
–¡No hables así de Mimi, Duo! –lo regañó el otro, riéndose.
–Déjalo, primo. No entiende nada –dijo Mimi con tono enojado, pero con la misma cara de nada de antes. Se volvió a meter bajo las sábanas y les dio la espalda. Sintió una presión en la cama y unos brazos que la rodearon y la levantaron del colchón en un abrazo amoroso–. Ku–Kual... –musitó, mirándolo de reojo.
–Tú eres una chica hermosa, ningún robot –le susurró su joven primo al oído–. Eres la chica más hermosa del universo y eres mi prima, así que eres toda mía, jmjm...
Mimi no dijo nada, pero sonrió mínimamente mientras Kual le daba un beso en la mejilla.
–Ahora apaga la luz así dormimos al menos una hora más... –pidió el muchacho, subiéndose a su litera. Cuando Mimi estiró la mano y presionó la perilla para apagar el velador, una explosión se oyó afuera, a metros de la barraca donde ellos estaban.
Mimi se volvió a incorporar como movida por máquina, y esta vez encendió la luz de la habitación al levantarse.
–¡No! –exclamó Kual, estirándose desde la cama y apretando la mano de Mimi para apagar la luz–. No te delates. No sabemos qué ha sido eso.
Incluso Duo se había puesto de pie. Kual se bajó de la cama y los tres se apretaron junto a la ventana, tratando de ver a través de las tablas de la persiana metálica exterior.
–La explosión vino de la zona del deck de carga –dijo Mimi, entornando los ojos–. Voy a ver qué ocurrió.
Ya estaba poniéndose los pantalones del uniforme, cuando Kual la sujetó por la muñeca derecha.
–No, Mimi –su rostro estaba muy serio, y aunque no se pudiera ver su expresión, su voz era autoritaria–. Soy tu oficial superior y te ordeno que no vayas. Si así tengo que impedirte que salgas, así será. Quédate aquí, te lo ordeno.
–De acuerdo –espetó Mimi, desvistiéndose.
Apostados nuevamente en la ventana, Duo hizo girar un centímetro las persianas desde adentro, y pudieron ver que la explosión y el fuego que quedaba de ella no estaban siendo apagados por nadie... y que los mobile suits que estaban en llamas eran los suyos.
–¿Quién hizo esto...? –murmuró Kual, con los ojos muy abiertos.
–Quien haya sido, esperaba que estuviésemos ahí –dijo Mimi, muy segura de aquella conjetura.
Duo sintió un escalofrío.
–¿Esperaba que estuviésemos allí...? –repitió, con voz temblorosa.
–No le veo otra explicación. ¿Quién haría estallar los suits, a menos que deseara que no pudiéramos usarlos? En cuyo caso, sería una ridiculez, porque fácilmente podemos hacernos de otros. Mobile suits no son precisamente cosas que falten en esta base.
–En eso tienes razón –reconoció Kual, algo alarmado, aunque no deseaba mostrarlo–. Denme sólo unos minutos para pensar... –dijo en voz baja, alejándose de la ventana. Duo cerró la persiana del todo y los tres se sentaron en la cama de Mimi, la más próxima a la ventana, en completa oscuridad. Pero no importaba la falta de luz... porque Mimi podía ver, al igual que Duo y Kual, el brillo de sus manos, el recorrido de sus venas, en la más absoluta negrura.
Base militar de Sikio, en el extremo noroeste de Alama. 9 PM
Sombras oscuras y reflejos a la luz plateada del satélite de Maamo Mai (que también se llama "Luna") marcaban la hora del cielo en la tierra, en el silencio y la quietud de aquella noche que avanzaba.
Los únicos tres habitantes en la base, los únicos que quedaban luego de aquella salida de emergencia del resto de los soldados, se hallaban tranquilamente en su cuarto, chequeando cosas en las computadoras portátiles, ordenando sus pertenencias o simplemente echados en sus camas.
A las nueve de la noche casi no había movimiento en la base... no más que esa explosión que había destrozado por completo los tres únicos suits que quedaban en la zona de los hangares.
Los tres soldados "olvidados" se detuvieron en seco en lo que estaban haciendo. Uno de ellos, el más alto, apagó la luz inmediatamente, y los tres se apretaron junto a la ventana en la habitación oscurecida.
–Quien haya sido, seguro esperaba que hubiésemos salido también –sentenció la chica del medio, la segunda en altura y la más llamativa, debido a su pelo verde y desordenado.
–¿Quién querría matarnos, Sifuri? –preguntó la más pequeña, una chica con cara de niña, cuyo pelo corto y naranja vibraba en los ojos debido a la fuerza del color, aun en las horas sombrías y oscuras de la noche.
–Silencio, chicas –pidió el más alto, el chico de pelo largo y negro, cuyo flequillo recto le ocultaba los ojos color madera–. Puede seguir por aquí.
Los tres permanecieron unos instantes en silencio, apostados junto a la ventana; y al ver que nada se movía afuera, el chico cerró la persiana.
–Tenemos que largarnos de aquí –dijo, agitando su pelo largo mientras se lo ataba en una coleta baja, encendiendo la luz. Alto y musculoso, llevaba una camiseta larga que le llegaba más abajo de la cintura, y anchos pantalones oscuros. La luz del techo rebotaba sobre su piel trigueña–. Azmania, Sifuri, vistan de civiles. Llévense sus uniformes si lo desean, pero por ahora será mejor que nadie nos vea con ellos.
–Sí, Nani –respondieron ambas a un tiempo.
Azmania, la pelirroja, tenía ojos brillantes de un verde claro, casi inocente, sobre su piel rosada y tersa, que creaban una extraña luminosidad. Toda ella era colores vibrantes. Se calzó sus botas negras hasta las rodillas, deslizó su vestido amarillo a lo largo de su cuerpo y ya estaba lista, sólo debía recoger su ropa de los cajones. Sifuri, que tenía ojos del mismo verde y era pálida a más no poder, tenía el pelo lacio y también verde, pero encrespado en las puntas, con un largo mechón cruzando su rostro. Era más alta que Azmania y más robusta, aunque seguía siendo delgada ya que sólo tenía quince años. Azmania también tenía quince, pero su "escasez de músculo", como solía decirle Nani, venía de que era muy delicada y pequeña. Sifuri se puso sus pantalones anchos color violeta oscuro, una musculosa blanca, chaqueta azul y borceguíes negros, y se colgó la bolsa al hombro.
–Muy bien, chicas. Chequeen mentalmente que no les falte nada.
–Revisado –dijo Sifuri, casi mecánicamente.
–Revisado... supongo –dijo Azmania, susurrando la última palabra para que Nani no la oyera.
–Salgamos de aquí –ordenó el chico, que llevaba unos pantalones cortos de jean, unas zapatillas color rojo oscuro y una camiseta de mangas largas roja con bordes dorados. Se colgó el bolso al hombro y lideró la salida, conduciendo a sus subordinadas por un camino a escondidas entre las barracas, para que nadie los viera.
–Nani –exhaló Azmania, algo agitada por la rápida caminata–. ¿No deberíamos hablar con la doctora antes de hacer nada...?
Nani se detuvo, le quitó el bolso de las manos y se lo colgó al otro hombro.
–Eso vamos a hacer, Azma. Primero debemos salir de aquí y ponernos a salvo.
Azmania dijo un "Sí" sin aire y siguió a los otros cuesta abajo, hacia el sureste, hacia donde terminaban las montañas y comenzaba el desierto. Sifuri caminaba rápidamente, sin cansarse, sin protestar, sin decir una palabra. Su mente iba más lejos. Estaba tratando de ubicar, entre todas las presencias del mundo, a su mentora.
Base militar de Ninakujenda, en el extremo suroeste de Aidin. 3 PM
A las tres de la tarde, con un sol que rajaba la tierra, un chico pequeño y delgado, de pelo largo y renegrido atado en una trenza al costado izquierdo de su cabeza, peleaba insistentemente contra una chica, una chica que le superaba casi una cabeza y media en altura. Su piel oscura, color chocolate, resplandecía con un destello azulado bajo el sol, y su pelo violeta, brilloso y lacio, se agitaba sobre su cabeza y su espalda mientras esquivaba los golpes de su compañero.
–¡Ya! ¡Ya! –gritaba el chico, cuyos ojos achinados eran de un celeste refulgente–. ¡Déjame alcanzarte!
–¡Eso será sólo en tus sueños más locos! –se divirtió ella, arrastrándose por el suelo y rodando a su alrededor para finalmente tirar una patada desde su posición y derribar al chico, quien cayó de espaldas.
Acostados juntos, de cara al sol sobre el pavimento ardiente, se miraron de costado y se rieron a carcajadas.
–Eres excelente, Mati –dijo el chico, acomodándose la musculosa blanca y limpiándose mientras se incorporaba. Sus pantalones anchos, de color azul oscuro, se habían bajado a pesar del cinturón, y se le veían los interiores blancos.
–Se te ven los calzones, querido –le espetó ella, riéndose, tomándolo por el hombro y arrastrándolo hasta el suelo de nuevo.
–¿Y qué? –dijo él, con sonrisa cómplice–. Tú ni siquiera llevas calzones.
La chica se miró el cuerpo tendido sobre el asfalto... llevaba una especie de bikini negro, cuya parte superior no tenía breteles. En las caderas se apretaba un cinturón negro con hebilla de plástico verde claro, botas cortas y negras de tacos pequeños con cordones verdes y guantes del mismo verde claro. En las largas piernas musculosas, llevaba cintas del mismo verde.
–Oh, perdí mis gafas –murmuró ella, tocándose la frente. Sus ojos de azul pruso se entornaban al mirar al cielo cuando una larga figura apareció encima, haciendo sombra.
–Aquí están tus gafas, querida –dijo la figura, estirándole los anteojos de cristal verde y forma elíptica.
–Gracias, querido –dijo la chica, tomando el objeto suavemente.
–¿Qué hacen aquí afuera? –preguntó–. Con este calor, están sudando bajo el sol.
–Estábamos practicando, querido –respondió el chico más pequeño, cruzado de piernas y con las manos bajo la cabeza.
–Pues arriba los dos –ordenó, irguiéndose, el más alto–. Adentro. Ahora.
–¿Qué sucede, Kumi? –preguntó la chica, levantándose.
–Sólo obedezcan –fue toda la respuesta del muchacho, que empezó a caminar hacia el recinto que los tres compartían.
El pelirrojo Kumi guiaba la marcha con expresión austera; sus ojos claros, de un celeste límpido, estaban entornados, y sus cejas arqueadas en expresión de duda mezclada con sospecha. Su pelo, color guinda, brillaba como una pregnante mancha roja y brillante sobre su piel pálida. Iba vestido simplemente con una camiseta de mangas largas de color azul oscuro y unos jeans claros, desteñidos. Zapatillas negras completaban el atuendo.
Una vez que estuvieron adentro, el chico más pequeño se echó en su cama, sacándose las zapatillas negras sólo con el movimiento de sus pies, y cuando Matiti ya estaba acercándose a su propia cama, Kumi cerró la puerta. Instantáneamente, cuando la puerta hizo su ruido normal, una terrible explosión se oyó afuera, en el área de los hangares.
La chica y el pequeño se pusieron de pie al instante, pero el pelirrojo se apretó de espaldas contra la puerta, indicándoles con un gesto que hicieran silencio.
Luego de uno o dos minutos en la más tensa quietud, Kumi pareció aflojarse, mas la expresión de su rostro era ahora de completa tranquilidad; algo vacía, pero tranquila.
–Sung, ponte las zapatillas –ordenó al muchacho–. Mati, ponte aunque sea unos pantalones y una chaqueta. Quiero que ordenen sus cosas y estén listos para que nos vayamos lo más pronto que podamos.
–¿Pero qué pasa? –preguntó Sung, con cara de molestia, mientras se ataba de nuevo los cordones–. ¿Porqué debemos huir?
–Cuando estemos tranquilos, hablaremos con más calma.
–Yo ya estoy lista, sólo debo acomodar mi ropa –dijo Matiti, atándose el cabello en una coleta alta. Llevaba unos jeans ajustados negros y una campera de algodón verde.
–Quítate los guantes, y por favor guarda mi ropa –le pidió a la chica, lanzándole su bolsa–. Ahora regreso.
Kumi se fue silenciosamente mientras los otros se miraban algo desconcertados. Un minuto después, el pelirrojo entró de nuevo.
–No hay nadie aquí. Todos se han ido –dijo, acercándose a Matiti y ayudándola a guardar la ropa–. Sólo eso no comprendo.
–Yo no entiendo nada. ¿Qué pasa aquí? –reclamó Sung, algo enojado–. ¿Qué demonios ha explotado?
–Nuestros mobile suits. Estallaron en pedazos.
Sung lo miró abriendo mucho los ojos.
–A mí me dijo la teniente que los demás soldados habían sido requeridos para acompañar un avión que se dirigía a la capital... –dijo Matiti, pensativa–. Le pregunté porqué nosotros no íbamos, y me dijo que no necesitaba pilotos hábiles para una misión sin importancia.
–Y si no era de importancia, ¿para qué se han ido todos? –fue la siguiente pregunta de Sung, que se relajaba un poco ahora.
–Porque nosotros debíamos estallar... no importa qué estuviésemos haciendo... Nosotros debíamos explotar en llamas –sentenció Kumi, con su misma cara de nada, aunque su tono no era completamente mecánico.
–Pero si no hemos salido... –empezó Matiti.
–Aquí hay algo oculto –murmuró Sung, mientras se colgaba la bolsa al hombro.
–Salgamos de aquí –ordenó Kumi, mientras abría la puerta y los otros marchaban seriamente detrás suyo–. (Necesito tiempo para pensar –se dijo–. Tengo muchos cabos que atar... y unas preguntas que hacer.)
Una hora transcurrió en todos los relojes, en todas las ciudades y los pueblos de Maamo Mai.
A las seis de la mañana, en Sisi, la capital de Asilimia, una pareja se estaba preparando para salir cada uno a su trabajo. Cuando Heero Yuy entró en la cocina dispuesto a hacerse un café, halló a su esposa de pie frente al televisor encendido, estática, paralizada. La mujer dejó caer su taza de té, que se hizo añicos en el suelo y manchó del oscuro líquido sus zapatos caros y sus medias de lycra blancas.
–¡Relena! –Heero se acercó a ella.
–Oh, dios... –murmuró Relena, apoyando una mano sobre sus labios, y sintiendo como las lágrimas le ganaban rápidamente–. ¡Oh, Heero! –y se abrazó a su marido, llorando destrozada.
Cuando Heero levantó la vista hacia el televisor, un escalofrío recorrió su espalda.
–... ha transcurrido una hora desde que la explosión se produjo. Cuando el grupo de soldados que ocupaba esta barraca, liderado por el teniente Víctor Rodríguez Vásquez, había partido en una tarea regular, de manera misteriosa estallaron tres mobile suits pertenecientes a tres soldados que no habían salido aún...
En la pantalla se mostraban fotos de los soldados.
–... a quienes se ha identificado como Kual Peacecraft Noin, de dieciocho años, Duo Maxwell Schbiker y Mimi Yuy Peacecraft, de quince años ambos. No ha quedado resto material de los tres jóvenes, se ha concluido luego de una hora de exhaustiva búsqueda que no hay rastro de ellos...
Heero soltó a Relena y abandonó la cocina, sintiendo como si su interior estuviese lleno de astillas de vidrio. En la sala, sobre la repisa de la chimenea, había dos grandes marcos, uno dorado y el otro plateado, con dos fotografías diferentes en ellos. En el más grande, de bordes dorados, se veía el rostro de un muchacho de doce o trece años, rubio a más no poder y de grandes ojos celestes. Su expresión era de sincera alegría y tranquilidad. Una cinta negra cruzaba la diagonal izquierda superior, como indicando un luto sutil... La otra fotografía, en el marco más pequeño y plateado, mostraba a una niña de cinco o seis años, de cabellos largos y crespos color castaño oscuro, de ojos azul francia y expresión de indiferencia.
–Hemos perdido a los dos... –murmuró Heero, tomando el marco plateado con manos temblorosas. Su hija siempre se había parecido a él, así como el muchacho era idéntico a Relena.
–Primero Meredith... ahora Mimi... –dijo Relena, tratando de tragarse las lágrimas pero sin lograrlo.
–Deberemos colocarle una cinta negra a ella también –señaló Heero, ahogando una risa falsa, y sintiendo que su garganta se cerraba como si lo estuviesen ahorcando.
En la residencia Peacecraft, en las afueras de Sisi, una consternada Lucrezia Noin atendía el teléfono, mientras su esposo paseaba al bebé por la habitación que él y su mujer compartían.
–¡¿Hable...? –exclamó Lucrezia, desesperada.
–Lu... crezia... –escuchó. La voz ahogada de Relena Peacecraft se oía distante y apagada.
–¿Tú también lo has visto, Relena...? –lloró Lucrezia, dejándose caer lentamente, arrastrándose por la pared–. Dime que no es cierto... ¡Dime que no es cierto!
–Lo es... Oh, Lucrezia, ¡lo es! –lloró Relena a su vez, apretándose el rostro con la mano libre.
–Vengan a casa, por favor... –pidió la mujer de cabellos negros–. Por favor...
El teléfono sonando despertó a Hilde Schbiker, que estaba con un ojo abierto y otro cerrado, lista para levantarse en cuanto fuese hora de irse a trabajar. Su esposo se arrastró sobre ella, y tomando el auricular, contestó.
–Sí... –masculló, algo dormido.
–Duo, habla Heero.
Por un instante, a Duo Maxwell le pareció que había retrocedido treinta años. Aquella voz seria e inexpresiva seguía sonando igual.
–Ah... cómo estás... –murmuró algo nervioso, aún sobre Hilde, que luchaba para respirar.
–Enciende la televisión y ve el canal de las noticias –le ordenó Heero imperativamente–. Si cuando acabes aún tienes fuerzas para levantarte, te esperaremos en la mansión Peacecraft, en las afueras de Sisi.
Y, sin más, colgó. Duo dejó el auricular en su lugar, algo extrañado, y con un alarmante hormigueo en la columna.
–¿Quién era...? –preguntó Hilde, revolviéndose entre las sábanas.
–Heero Yuy –contestó Duo, tomando el control remoto de su mesita de noche. Apuntó al televisor y lo encendió. Buscó el canal que le había indicado su ex compañero, y cuando apareció la transmisión, sintió que se le formaba hielo en la garganta y en la boca del estómago.
En la pantalla, una foto de su hijo ocupaba el espacio, mientras el locutor no cesaba de repetir que eran tres los muertos, contándolo a él.
–Hilde... Hilde... –sacudió a su esposa por el hombro.
–Mnñequé... –murmuró ella, restregándose los ojos.
–Mira... –fue todo lo que pudo decir. Cuando Hilde se incorporó, ahogó un grito.
–¡No! –exclamó, arrodillándose y gateando hasta el final de la cama–. ¡No, no mi pequeño!
En Alama, en el sur de las llanuras de Kuogenza, eran las diez de la noche. El cielo estaba hermoso y radiante de estrellas, pero en aquella carpa de circo, todo era silencio.
El lugar estaba desierto... el dueño había mandado a todos los empleados a descansar, puesto que por una semana no habría funciones. En la puerta de lona se veía un cartel escrito a mano en el que, con letras grandes, se leía: "Cerrado por duelo".
Catherine Bloom estaba sentada junto a la red del escenario, con la espalda apoyada en uno de los postes que la mantenían alzada sobre el suelo. Tenía un traje de lycra turquesa entre las manos, y lloraba en silencio. Nunca se había sentido tan devastada.
En el trailer donde la familia vivía y se trasladaba, el dueño del circo estaba de pie junto a una mesa, en la cual un pequeño televisor brillaba incesantemente sobre la oscuridad reinante, mostrando tres fotos y repitiendo tres nombres.
–... Nani Une, de dieciocho años, Sifuri Barton Bloom y Azmania Raberba Winner, de quince. Aún no se han hallado sus restos, pero luego de una hora de búsqueda infructuosa, no se tienen señales de los jóvenes...
El hombre puso la mano sobre un botón y lo apagó, dejando que la negrura del trailer se pareciese a la que sentía en su interior, dejando que se tragara calladamente sus lágrimas.
–Sifuri...
Casi la misma escena podía trasladarse a una enorme mansión emplazada en medio del desierto de Salama, la capital de Alama. Esta mansión estaba llena de arcos moros y de mosaicos islámicos, con una hermosa fuente en el hall y más de cien habitaciones.
Pero el dueño de la mansión había pedido a sus criadas que llenaran la fuente de pétalos de rosas negras y que mantuvieran los televisores apagados, para no ver nada más. Tanto era el dolor que sentía...
–Sidi Quatre, ¿no va usted a cenar? –preguntó la jefa de las criadas, entrando suavemente a la habitación del dueño.
–No, Suleika. No puedo ni siquiera beber agua –respondió tristemente su patrón, sin poder ocultar su dolor–. Déjame solo, por favor...
Suleika se retiró cerrando muy despacio la puerta, y Quatre tomó un portarretratos de forma elíptica que descansaba en la mesita junto a la cama. En la fotografía se hallaba él, quince años más joven... sosteniendo un bebé precioso, de piel rosada y cabellos anaranjados.
–Mi princesa... Lo he perdido todo, todo...
Quatre Raberba Winner se desparramó sobre la cama, mirando al cielorraso con ojos llorosos.
A las cuatro de la tarde, el sol estaba fuerte en las playas de Tisini, en el extremo oeste de Aidin. Por esta razón, regresando estaba una pareja bastante peculiar... la mujer era alta y rubia, con largas trenzas doradas y ojos achinados y claros, y su marido era algo más chico que ella, con el cabello negro tirante y lacio atado en una coleta bastante larga. Sus ojos rasgados y negros se entornaban para protegerse del sol.
Cuando entraron en la vivienda, Sally Po se dejó caer holgadamente en un sillón de la sala, encendiendo el televisor.
–No puedes vivir sin el canal del clima, ¿verdad? –le reprochó su marido en tono jocoso, mientras buscaba algo frío que beber en la heladera de la cocina.
–No, amorcito. Quiero ver si repiten esa película que estaba viendo en la mañana...
Pero el zapping quedó cortado cuando pasó por el canal de noticias nacional.
–Wufei... –llamó, casi sin aire.
Su esposo llegó rápidamente, con una lata de cerveza en la mano.
En la pantalla del televisor se proyectaban imágenes de una explosión en una base, mientras el locutor relataba los hechos pausadamente.
Cuando pasaron las fotos, por enésima vez, de los tres muertos, Wufei Chang dejó caer la lata al suelo y cayó él mismo de rodillas, con la cabeza sobre el regazo de su mujer.
–Las víctimas, a quienes se ha identificado como Kumi Khushrenada, de diecisiete años, Matiti Dekim, de dieciséis, y Sung Chang Po, de quince, aún no han sido encontradas...
–Sally... no puede ser cierto, no puede...
–Oh, nuestro hijo... ¡Nuestro pobre niño...! –lloraba Sally, abrazando a Wufei.
–... y después de todo, era de esperarse...
La hermosa mujer que se hallaba frente a la laptop se miraba las uñas, perfectamente pintadas y limadas, mientras sus interlocutores se movían pixelados en la pantalla de la computadora.
–Querida Takayama, ¿me puedes poner atención? No soy tan bonito como tus uñas, pero... –empezó el anciano de grandes gafas oscuras, bigotes grisáceos y cabello canoso desordenado.
–Te estoy oyendo. Lo que yo te digo es que era de esperarse... Ella no se aguantaría. Lo raro es que no lo haya hecho en público.
Levantó la cabeza, con su pelo azul, largo y lacio, atado en una coleta alta. Un mechón se interponía en su rostro de piel tersa, ocultando uno de sus ojos azules. Llevaba una bata blanca y debajo una blusa negra de escote en V, falda violeta oscuro corta hasta las rodillas, medias de lycra color lila y zapatos de taco alto clásicos, de color negro. En su pequeña habitación se apretaban la cama, el escritorio, la silla y un ropero que llegaba hasta el techo, aunque mucho no costaba ya que no era un recinto muy amplio. Sobre la cama se agolpaban sus maletas.
–No sé si lo hubiese hecho en público –opinó el otro hombre, mucho más joven que el que aparecía en la otra ventana. Tenía ojos color miel y cabello negro y largo hasta los hombros, con algunos mechones cayendo sobre su rostro–. Ella siempre ha sido muy precavida. Pensaba en todo.
–De todas formas –dijo el anciano–, ella está muerta. Los que cumplen sus órdenes son sus subordinados... La gente en la que ella confiaba.
–Yo no estaría tan segura –dijo la mujer, volviendo a sus manos.
–Tú la mataste, Takayama –empezó el hombre más joven, con una expresión de sospecha.
–Sí, lo sé. Seki lo sabe. Tú lo sabes, Nagano. Ustedes me vieron. Pero me parece extraño que haya sido hasta ahora. Los engranajes se han puesto en marcha hoy, hace una hora aquí en Alama. ¿Por qué ahora, y no antes? Hedda lleva veinte años muerta. ¿Por qué nadie hizo nada cuando la asesinamos?
Nagano, el joven, se quedó pensando en ello. Seki, el anciano, se cruzó de brazos un momento y luego oyó algo detrás suyo, porque se dio la vuelta.
–Queridillos, deberé dejarlos. Tengo algo que atender. Pronto nos contactaremos de nuevo.
Y sin decir más, su ventana se cerró.
En el instante en que Takayama iba a decirle algo a Nagano, oyó pasos afuera de su habitación. Observó a su compañero a través de la pantalla, y con un gesto de su rostro se despidió, bajando la tapa de la computadora.
Takayama empuñaba un arma, apoyada en la puerta. Esta era de metal, igual que las paredes, y se abría con un sencillo código numérico. Pero la mujer había olvidado asegurar la entrada... Cualquiera que pulsara el botón podría entrar, sin necesidad del código numérico. Apretó la oreja contra la puerta, sintiendo el frío del metal en la piel. Cuando estaba a punto de presionar el botón de acceso, que era igual al que estaba en el panel del pasillo, oyó una voz grave:
–¿Minami Takayama...?
Takayama sintió que el alma le volvía al cuerpo, y se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
Sintió casi alegría de escuchar aquella voz amiga... pero el miedo y el recelo aún seguían en su mente, y no dijo nada. Podría ser una trampa... hasta que sintió algo en la cabeza, como una espiral dando vueltas por su mente, llena de imágenes y voces y sonidos conocidos. En aquel momento estuvo segura.
Del otro lado de la puerta, aquellas tres personas miraban con insistencia la puerta metálica que continuaba cerrada. Sifuri tenía los ojos cerrados, en una tranquila y concentrada expresión, tratando de invadir una mente ajena, tratando de mandar sus propios recuerdos y vivencias a la cabeza de la persona que ocupaba aquella habitación. Y entonces la puerta se abrió.
–¡Mis niños! –exclamó, con una radiante sonrisa–. ¡Están vivos!
Dio unos pasos afuera y abrazó a los tres chicos con una emoción casi maternal.
–Entren, entren –y los chicos entraron. Sifuri se quedó de pie junto a la ventana, Azmania se sentó en la cama y Nani se paró al lado de la puerta mientras la doctora se sentaba en la silla junto al escritorio.
–Lala Takayama, ¡no sabe cómo la he extrañado! –dijo Azmania, levantándose nuevamente para arrodillarse junto a Takayama y abrazarle la cintura–. Desde que nos trasladaron a esa fea base...
–Han pasado dos años, sí, mi querida, yo lo sé –contestó la doctora, acariciando el pelo brillante de Azmania.
–Han sido días muy aburridos sin usted –murmuró Nani con una sonrisa torcida, apoyándose en el borde del escritorio junto a la silla de la doctora.
–Sifuri, querida, ven aquí –le dijo Takayama con los ojos iluminados.
Sifuri obedeció y se sentó en la cama, frente a Takayama.
–Es bueno volver a verla, doctora –dijo finalmente la chica, apoyando la mano sobre la rodilla de la mujer.
Luego de unos segundos, Takayama miró a Nani, interrogándolo con la mirada. Ya había visto las noticias, pero quería saberlo de boca de sus protegidos.
–Alguien hizo explotar nuestros mobile suits mientras el resto de la tropa se encontraba fuera –dijo Nani con aire serio–. Tenemos la hipótesis de que, sin importar que hubiésemos salido o no con la tropa y con el teniente Bob Geldoff, nosotros tres debíamos estar en los suits en aquel momento... Otra conjetura hubiera sido incoherente. Siendo mobile suits lo que más abunda en la base, sería algo estúpido destruirlos con la esperanza de que no los usáramos.
–Además de que nos podemos valer perfectamente, con o sin suit –apuntó Sifuri, retirando la mano.
–Eso sí, por supuesto, denlo por descontado –se apresuró a decir Takayama, con un aire que parecía decir "Cómo no, si yo los entrené".
–Yo me he quedado pensando, lala... ¿Quién podría haber querido matarnos? Quiero decir... no hemos hecho daño a nadie... –dijo Azmania, con aire triste.
–No todavía –murmuró Takayama, con una mano sobre la cabeza de Azmania, que seguía arrodillada a su lado, y la otra apretando sus labios con dos dedos.
–¿No todavía? –Azmania separó la cabeza del regazo de Takayama, y la miró directo a los ojos–. ¿Qué quiere decir con eso?
–Chicos, han hecho muy bien en venir a verme. No podían continuar ni un minuto más en aquel lugar.
–¿Qué es lo que no sabemos, doctora? –preguntó Sifuri, con su aire tranquilo.
–¿Ustedes conocían el Proyecto de la Guardia Imperial? –fue la pregunta de Takayama.
–No –dijeron los tres al unísono, mirándola.
–(Claro... lo iban a anunciar la próxima semana) –pensó la doctora, mordiéndose el labio inferior, como cada vez que algo la inquietaba.
–Doctora –dijo Nani fuertemente, para devolver a la mujer a la realidad.
–Ah, sí, disculpen, queridos. El Proyecto de la Guardia Imperial es una idea que se desarrolló, en secreto, entre los Reyes de las tres naciones. Yo, y dos colaboradores míos, fuimos los responsables de comunicar a los Reyes acerca de un peligro que, si bien aún no se ha movido, está allí, esperando para actuar.
–¿Qué peligro? –preguntó Nani, interesado.
–Es una larga historia. No tengo tiempo ni ganas de contárselas ahora –dijo Takayama, algo ofuscada–. Pero deben confiar en mí como lo han hecho hasta ahora. Quizás, más adelante, cuando pueda ordenar los hechos de manera que puedan comprenderlos en su dimensión, se las contaré. Y no, Sifuri... No puedes entrar en mi cerebro para saberlo.
–No lo iba a intentar –respondió la aludida, algo contrariada por el comentario. Si había alguien a quien respetaba y a quien nunca invadiría, ésa era la doctora Takayama.
–Bien. Como les decía, mis colaboradores y yo advertimos a los Reyes acerca del peligro que ellos corrían, y les planteamos una solución muy buena y muy práctica a sus problemas –se dio vuelta hacia la mesa, levantó la tapa de la laptop y la encendió.
Los tres jóvenes miraban desde detrás de su hombro, impacientes, expectantes. Sifuri también... No lo demostraba, pero en su interior estaba muy interesada por saber qué ocurría.
Takayama abrió una carpeta y le dio doble clic a un archivo de video... Y entonces sus tres "niños" se quedaron absortos y boquiabiertos.
En aquella película de video, hecha casi en su totalidad en 3–D, se proyectaban imágenes y vistas de 360º de unos mobile suits gigantes, monstruosos, poderosos, diferentes a todos los suits que hubieran visto antes. Pero a la vez eran hermosos... Tenían delicadas formas femeninas y sutiles curvas, y se veían ligeros y veloces, a pesar de las capas de metal.
–Estos, mis queridos, se llaman "Gundam" –comenzó Takayama, advirtiendo con gusto la sorpresa de los tres muchachos.
–¿Gun... dam? –pronunció Nani, con los ojos muy abiertos.
–Están hechos de Luna Gundanium –dijo Sifuri, con la mirada algo ampliada, pero manteniendo siempre su austeridad.
–Exactamente, Sifuri –aprobó Takayama.
–Pero... Lala... Allí hemos visto tres Gundam –le dijo Azmania, mirándola, muy pálida y sorprendida.
–Sí –dijo Takayama, cerrando los ojos en una expresión de satisfacción–. Uno para cada uno.
–¡¿Son para nosotros? –exclamó la chica, asombrada.
–¿Y para quién más si no, mi princesa árabe? –se rió la mujer.
–¿Un Gundam? –preguntó Sifuri, demostrando un vago dejo de inquietud–. Doctora, ¿usted está completamente segura de que seremos capaces de pilotar un Gundam?
–¿Por qué me lo preguntas? –inquirió a su vez Takayama–. ¿No estás segura de la calidad de mi entrenamiento?
–No, no cuestiono eso –respondió la chica en tono frío–. Pero usted y yo sabemos que un Gundam no es como un mobile suit normal.
–Exactamente, mi cielo –Takayama se dio vuelta hacia ella–. Exactamente.
Unos segundos de silencio siguieron a esta palabra pronunciada por la doctora. Una sensación de intranquilidad se apoderó de los tres muchachos. El entrenamiento de la doctora Takayama había sido arduo, muy duro y muy exigente. La mujer era una perfeccionista que se afanaba en lograr que tuvieran marcas perfectas, puntuaciones perfectas, rendimientos perfectos. ¿Habría estado entrenándolos para pilotar un Gundam? Esa pregunta giraba en la cabeza de los tres jóvenes.
–Doctora –dijo Nani un instante después–. Usted ha dicho hoy que los Gundam eran la solución que usted planteó a los Reyes. ¿Por qué requerirían de tres Gundam? Usted ha dicho también que hay un peligro latente, pero aún no se ha manifestado; ¿cómo saber con qué combatirlo?
–Sé cuál es ese peligro, Nani. Y sé cómo combatirlo.
Ante la mirada de escepticismo de Nani, Takayama comprendió al fin que los tres chicos no se irían sin respuestas.
–Está bien. Les contaré cómo empezó esto.
Al ver que la ventana de Takayama desaparecía de su pantalla, Nagano se relajó un poco en su asiento. Se estiró, mirándose las zapatillas negras. Debajo de la bata blanca llevaba una camiseta de mangas largas color verde oscuro y jeans negros. Pero la tranquilidad le duró poco. Oyó un suave golpe en su puerta (su habitación era muy similar a la de Takayama), y se acercó a ésta con su cuchillo fuertemente apretado en la mano.
–¿Sí...? –se atrevió a preguntar, tratando de parecer tranquilo.
–Shiina Nagano... Habla con la cereza –dijeron del otro lado. Una risita se oyó afuera, y Nagano no pudo contener una carcajada.
Abriendo la puerta rápidamente, metió a los chicos dentro de la habitación y los miró con ojos de padre. Abrazó brevemente a Kumi y a Sung, y mantuvo el abrazo con Matiti por unos instantes más. Hacía dos años que no los veía.
–Pensé que habían muerto... –dijo, soltándola y sentándose de nuevo en su silla. Los chicos se sentaron en la cama y lo miraron–. Ahora veo que los años de trabajo han dado su fruto.
Tenía frente a sí a tres chicos fuertes, capaces, llenos de voluntad. Cuando llegaron a él, no eran más que basura, no eran más que marginados... Él los había convertido en guerreros, en luchadores de valor.
–Doctor Nagano, supongo que estará enterado de todo –dijo Kumi, mirando a su mentor con los ojos celestes muy calmados.
–Sé algo –admitió Nagano con aire preocupado–. Me enteré muy por arriba en las noticias, y saben que los canales de televisión no son muy confiables... Temía que hubieran muerto, me tomó por sorpresa.
–A nosotros también –dijo Sung.
–Pero lo mejor es que ahora todo el mundo pensará que ustedes murieron. Y ésa es una ventaja que sabremos aprovechar.
–¿A qué se refiere, doctor? –preguntó Matiti.
–Chicos, ¿alguien les dijo algo acerca del Proyecto de la Guardia Imperial? –los ojos color miel de Nagano se llenaron de brillo.
–No –dijo Kumi–. Nos trasladaron a esa base hace dos años y desde el momento en que fuimos separados de usted no hemos hecho nada ni tenido contacto con casi nadie, a excepción de la teniente Martina Hachette y la gente de la base.
–Bien. El Proyecto de la Guardia Imperial –decía mientras buscaba unos archivos en su computadora portátil–, es una idea que tuvimos con dos colaboradores míos, una idea para proteger a los Reyes, a sus familias, a las naciones.
–¿Protegerlos de qué? –preguntó Sung, algo irritado.
–Del peligro –respondió Nagano.
–¿De qué peligro? –volvió a preguntar el chino–. ¿Protegerlos con qué?
–Con esto –Nagano presionó el botón de "enter" con un fuerte dedazo, y el archivo de video que había estado buscando comenzó a reproducirse.
Entonces, los tres chicos se acercaron a Nagano, observando con ojos de extasiados las imágenes de unos mobile suits muy grandes que jamás habían visto en sus vidas. Eran monstruosos y gigantes... Pero a la vez eran tan atrayentes como devastadores. Dos de ellos tenían forma masculina, y un tercero tenía forma femenina. Los dos primeros se veían robustos y fuertes, estables, pesados; y el tercero parecía ágil y rápido, como una mujer atleta.
–Doctor... –empezó Matiti, casi sin aire–. Qué... ¿Qué son esos...?
–Estos, Mati, son Gundam –respondió Nagano–. Son mobile suits, pero mejores. Más rápidos, más fuertes, más resistentes. Más poderosos que cualquier mobile suit en el que hayan pilotado alguna vez.
–¿Ésta es la solución que ustedes dieron a los Reyes? –preguntó Kumi, sin expresión.
–Sí... –comenzó Nagano, pero Sung, casi adivinando los pensamientos de Kumi, preguntó a su vez:
–¿Cómo sabían ustedes del peligro, y cómo sabían con qué combatirlo?
–Doctor, hay algo que no nos está diciendo –agregó Kumi.
–¿El propósito de su entrenamiento con nosotros fue para hacernos los pilotos de estos mobile suits? –preguntó Matiti.
–¡Calma! Uno por vez –dijo Nagano–. Responderé a todas sus preguntas. Pero deberé contarles una historia larga y tediosa, si quieren saber. Si no, pueden conformarse con confiar en mí como han confiado hasta ahora.
–No desconfiamos de usted, al menos no yo –le dijo Kumi–. Pero hay cosas que no sabemos, y hasta que no las sepamos, no entenderemos.
Seki se dirigió hasta la puerta, sigilosamente, lentamente. Escuchaba, afuera, respiraciones pausadas pero tensas. Desarmado por completo, el anciano de bigotes se acomodó la bata, debajo de la cual llevaba un sweater gris oscuro, pantalones rectos negros y zapatos negros; sonrió ampliamente y enfrentó la puerta.
–La contraseña –pidió, en un grito.
Luego de unos segundos en silencio, del otro lado se oyó, en una voz alegre:
–La puerca está en la pocilga.
Seki no pudo contener una carcajada y abrió la puerta rápidamente, haciendo pasar rápidamente a los tres jóvenes.
–¡Ahhh, Duo! Veo que eres el único que me escuchaba cuando yo hablaba... –se reía el viejo, palmeando el hombro del muchacho.
–Doctor Toshihiko Seki –empezó Kual, con una mirada cómplice y una sonrisa torva–. ¡¿Qué es eso de recibir a las visitas desarmado? –exclamó, apuntando con el dedo a la pistola que descansaba sobre el escritorio de la estrecha habitación.
–Quiere que lo maten, es todo –dijo Mimi, sentándose en la cama.
–Siempre tan correcta y gentil, querida –le dijo el doctor, mirándola. La chica llevaba una camiseta ajustada, una falda corta y botas altas más arriba de las rodillas, que más que botas parecían medias, todo en el más absoluto blanco–. Y bonita también.
–¡Doc', casi no damos con usted! Mimi ha tenido que usar toda su concentración para encontrarlo... –empezo Duo, pero siendo interrumpido por la chica:
–Lo cual hubiera sido más fácil si hubieras dejado de interrumpirme y de ser un estorbo, como de costumbre –con tono duro.
–Cálmense, niños... –dijo Seki, observándolos detrás de sus gafas negras.
–¡Es Mimi! –protestó Duo–. Siempre está siendo mala conmigo –añadió mientras se sentaba en la cama pero lejos de la chica, alisándose la extraña ropa que llevaba: una camisa sin mangas muy larga, casi hasta la mitad de los muslos, blanca, sobre una camiseta roja de mangas largas y cuello alto, y sobre las mangas llevaba algo como unos guantes que empezaban en las axilas y terminaban en las manos, como guantes sin dedos, blancos y rayados horizontalmente. En las piernas, pantalones rojos bastante ceñidos, y en los pies, botas blancas y cortas. Llevaba el largo pelo en una coleta baja, con un mechón que le ocultaba la mitad del rostro.
–Ya, Mimi. Déjalo en paz –le dijo Seki, sentándose en la silla. Kual, que estaba parado junto al doctor, lo miró con expresión cansada.
–Así es a diario, doctor –dijo el muchacho, suspirando. Se estiró las mangas de la camisa blanca que llevaba, se limpió un poco los jeans verdes y miró de nuevo a Seki–. Hemos venido con usted porque...
–Sí, por la explosión... Ya lo sé, Kual –lo interrumpió Seki–. De más estaría decirles que, aunque por un segundo contemplé la posibilidad de que hubieran muerto, por dentro estaba seguro de que habían logrado escapar. Lo hicieron excelentemente bien, chicos.
–Oiga, doc'... yo no quiero ser irrespetuoso con usted, pero... Mmn, bueno, ¿qué demonios pasa aquí? –preguntó Duo, algo contrariado.
–Tenemos la teoría de que quisieron matarnos –comenzó Mimi, mirando fijamente al anciano.
–No estás errada, Mimi –le dijo Seki, observándola a su vez–. Sí han querido matarlos. Sólo que ustedes han sido afortunados, o más astutos. ¿Cuál de los dos? –preguntó, divertido.
–Afortunados, supongo –respondió Kual–. El grupo había salido en una misión y nos dijeron que nos quedáramos.
–Entonces Víctor hizo lo que le pedí... –murmuró Seki–. Así como Martina y Bob...
Los tres chicos lo miraron, algo intrigados. Hablaba bajo y como si estuviera solo.
–(Qué grandes personajes, esos tres... –pensó Seki, abstraído–. Han cumplido lealmente con nosotros...)
–Doctor, usted sabe que odio invadirlo –le dijo Mimi en tono alto, como para devolverlo a la realidad–, pero deberá decirnos ahora quiénes son Víctor, Martina y Bob. Si usted no nos aclara las cosas que han pasado, no podremos actuar competentemente.
–Tranquila, Mimi. Lo sabrán. Todo a su tiempo. Por ahora... –Seki se dio vuelta hacia su computadora, levantando la tapa–. Todo lo que necesito que sepan está aquí.
Busco un archivo, hizo doble clic en él, y entonces la secuencia de video se disparó, mostrando tres mobile suits que hicieron que los tres chicos se agolparan junto al viejo, absortos.
–Pero... –empezó Duo–. Esos son...
–Son Gundam –dijo Mimi, con los ojos muy abiertos. Ya los había visto antes...
–Así es, mi querida. Mobile suits hechos de Luna Gundanium –apuntó Seki, disfrutando la cara ensimismada de la chica.
–Gundam –repitió Kual. Las historias en su familia acerca de los Gundam eran historias de grandeza, de poder, de un terrible poder... No supo por qué, pero se sintió intimidado por los gigantes de metal que observaba en el gráfico. Eran dos con forma masculina y uno con forma femenina. Todos se veían imponentes y fuertes, estables y ágiles.
–Uno para cada uno –dijo Seki–. Tres Gundam poderosos que guardarán la nación y a sus soberanos –se hizo una pausa–. Muchachos, ¿saben del Proyecto de la Guardia Imperial?
Los tres hicieron que no con la cabeza.
–Ya. De acuerdo –Seki cerró la tapa y se dio vuelta en la silla–. Siéntense, niños. Esta historia es larga, y deben escucharla toda.
