Muy buenas! He decidido hacer un "especial San Valentín Swan Queen" con un nuevo fic cuya extensión será la de cinco capítulos cortos! Se trata de una mini historieta, de la cual publicaré un capítulo por día (según la acogida que vea que está teniendo jajaja)

Aviso que es algo fuerte ya que hay escenas violentas y muy sexuales por lo que podría considerarlo rated M

Espero que os guste y consiga engancharos ;)


Capítulo 1. Siberia

Frío. Aquella era la única palabra que le venía a la mente una y otra vez, incesable, incansable. Un frío asolador que hacía chirriar todos y cada uno de sus huesos. Tiritaba, respiraba con convulsiones y sus dientes rechinaban. Incluso podía jurar que había dejado de sentir, desde hacía horas, sus extremidades. Pies y manos atados concienzudamente con cuerdas que raspaban su piel cual limas. Pero, por suerte o por desgracia, ella ya no sentía nada. Había dejado de sentir aquel pánico aterrador que invadió todo su ser en a penas un segundo, ese fatídico instante en que notó cómo alguien la sujetaba por detrás y cómo su visión se ennegrecía cuando cubrían su rostro con una bolsa de tela. La cruda realidad era sólo una: la habían secuestrado. ¿Quién? No lo sabía. ¿Por qué? Tampoco. Mil ideas habían cruzado su mente durante todo aquel tiempo. No sabía dónde la llevaban, pero a juzgar por el trayecto intuía que era algún sitio lejano.

Pensaba en su marido, Daniel, y en lo mucho que le echaba de menos. Divagaba sobre si podría volver a verle alguna vez, si sus captores pedirían un rescate, si intentarían chantajearle de algún modo... Respiró hondo e intentó reprimir el llanto. Sabía que debía ser fuerte y que llorar no iba a servirle de nada, pues ya había malgastado horas y horas haciéndolo y tan sólo se había ganado varias reprimendas de sus secuestradores. Con todo, el viciado aire que se respiraba dentro de aquella bolsa de tela le dificultaba el intento de relajación.

El coche se detuvo, lo sabía porque el ruido del motor había cesado y por los murmullos de los hombres que tenía al lado. Alguien la sujetó del brazo y le gritó: "¡Arriba!". Ella obedeció sin rechistar, pues sabía que la cooperación era algo vital para la supervivencia en casos como aquel. Bajó del coche, dejándose guiar por aquellos hombres y se echó a andar. Era la primera vez que pasaba tanto rato en el exterior, andando, por lo que supuso que habrían llegado a su destino. El frío que sentía en aquel instante no tenía comparación con nada y empezaba a temer perder la consciencia.

Oyó el sonido de una puerta, chirriante, y entraron en un edificio. Pasos y más pasos. Seguían en línea recta, giraban, bajan escaleras... aquello era una constante. No sabía cuántos pisos habrían bajado ya o si podía existir un sótano más profundo que aquel. De nuevo, una puerta. Oyó voces, sus secuestradores estaban hablando en un idioma que no comprendía y su acento le resultaba familiar. Alguien hizo que se sentara bruscamente en una silla, cuya dureza hizo suponerle que sería de metal. Fue entonces cuando, tal como había desaparecido, recobró la vista. Le habían quitado, al fin, aquella bolsa y lo primero que instintivamente hizo fue cerrar los ojos, reticente al enorme foco de luz que la apuntaba. Poco a poco, y con sumo cuidado, los fue abriendo.

La sala era pequeña, diminuta. Tenía las paredes cubiertas de lo que parecía ser algún tipo de aislante. Delante suyo había una mesa de madera, otra silla y aquel dichoso foco de luz que la cegaba. Dos hombres flanqueaban la única entrada de la estancia, uno alto y castaño y el otro bajito y moreno. Los miró atentamente, pues ellos debían ser sus captores. Intentaba memorizar bien sus rasgos cuando de nuevo el chirriar de la puerta la sorprendió. Alguien más entraba. El recién llegado no se parecía en nada a los dos hombres que ya había visto. No. Él tenía un aspecto mucho más elegante, sobrio y frío. Llevaba un uniforme gris ceñido con bordados rojos, del mismo color que la bandera que tenía en ambos pliegues del cuello de su chaquetilla. Los pantalones, bombachos, eran de un azul marino intenso, de nuevo con unas lineas rojas que, en vertical, flanqueaban sus lados. Las gruesas botas negras hasta las rodillas resonaban a cada paso que daba. Se trataba, sin duda alguna, de un militar.

El hombre tomó asiento en la silla que tenía delante y fue entonces cuando pudo verle la cara con detenimiento. Era joven y aquello la sorprendió. Quizás no pasaba la treintena. Su cabello, rubio cual mazorca de maíz, caía en unas pequeñas ondas a ambos lados de su frente. Lo llevaba corto, un estilo muy masculino pero lejos del peinado habitual que estaba acostumbrada a ver en militares estadounidenses. Una gorra gris, recubierta con una cinta roja, coronaba su cabeza. Sin duda, aquel joven era peculiar, pero lo más curioso de todo era su rostro. Facciones duras y a la vez gráciles. Unos labios carnosos, la nariz fina y unos ojos aterradores. A lo sumo, una tez algo andrógina. Su mirada... su mirada era fría como el hielo, impasible. Ese remolino azulado no reflejaba emoción alguna y contemplarlo hizo que se le erizara la piel.

– Señora Mills, ¿verdad? –el militar tenía el mismo acento que sus secuestradores, pero menos marcado y adornado por una voz mucho más profunda. Ella se limitó a asentir– permítame que me presente, soy el comandante Steklov –le tendió la mano y la morena, temblorosa, se la estrechó– ahora que ya hemos cumplido con las formalidades correspondientes... –tenía el brazo derecho sobre la mesa y apoyó la barbilla sobre su mano– ¿Sabe por qué está aquí? –ella negó con la cabeza– ya veo... quiero dejarle claro que usted no nos interesa en absoluto, a quien queremos es a su marido.

– ¿A mí marido? –era la primera vez que hablaba en mucho tiempo y su voz era algo ronca por lo que carraspeó– ¿Por qué?

– Su marido, Regina –el rubio torció la sonrisa y la miró a los ojos– ¿Puedo llamarla así, verdad? –ella volvió a asentir– trabaja para el servicio de inteligencia de los Estados Unidos y posee cierta información que a mí gobierno le interesaría muchísimo –enfatizó teatralmente aquella última palabra– como sabrá, un agente jamás revela nada que pueda perjudicar a su organización por propia voluntad pero con algo de ayuda suelen cantar como pájaros –los hombres que flanqueaban la puerta rieron entre dientes– y es aquí donde usted juega un papel vital, querida.

– No lo entiende... –aquel torrente de información la tenía completamente desconcertada– mi marido no es ningún agente secreto... trabaja en una oficina de correos y ha trabajado allí toda su vida, deben haberse equivocado.

– No –el joven negó con total convicción– es usted quien no lo entiende, Regina. ¿Su marido es Daniel Mills, cierto? –asintió– entonces no hay error alguno. Lo único que lamento es que su marido no haya sido sincero con usted desde el principio.

– Les digo que aquí ha habido una equivocación –sonrió presa del nerviosismo– Daniel no sabe nada, es sólo un funcionario... –no quería creer nada de lo que aquel hombre le estaba diciendo. No quería y no podía. No tenía sentido alguno.

– Si quiere seguir viéndolo así, adelante... pero intente explicarse a sí misma por qué han tenido que viajar a Moscú tan repentinamente.

– ¿Usted cómo sabe eso? –en cuanto lanzó la pregunta, la misma sonrisa ladeada y retorcida del rubio la recibió.

– Esa no es la pregunta que debe hacerse, pero debo decir que gracias a ese viaje ahora está usted aquí –rió y los dos hombres hicieron lo propio.

– Exijo que me liberen, sigo pensando que están en un error y...

– Regina... –la forma en que pronunciaba su nombre hacía que se estremeciera sin saber por qué, el temor que infundía aquel joven no tenía parangón– ¿No se da cuenta que no está en calidad de exigir nada? Y... –estiró el brazo hasta sujetarle la barbilla y pasó el dedo índice por sus labios, un contacto que hizo que la morena se atemorizara aún más– odio que me exijan algo –la soltó con virulencia.

– Si quieren un rescate no podemos pagarlo... no ganan nada conmigo aquí... por favor, si me sueltan les aseguro qu...

– Silencio –el rubio la cortó en seco con una voz firme que infundía respeto– veo que es una mujer muy dura... –la sonrisa que ahora se dibujaba en el rostro del militar era casi sádica– soldados, salgan de la habitación y no permitan que nadie vuelva a entrar hasta que yo lo ordene –ambos hombres obedecieron con un sonoro "sí, comandante", dejándola completamente a solas con aquel monstruo de mirada glacial– me pregunto cuánto durará ese papel de dura que está interpretando, Regina... –sus ojos la escudriñaban y le parecía que podían incluso atravesarle la piel.

– Señor... –tragó saliva– Steklov...

– Llámeme Eduard –la corrigió.

– Eduard... lo que le digo es cierto, Daniel trabaja en correos y no tiene ninguna información que ofrecerles...

– Tal como yo lo veo... –el joven se puso en pie, apoyando las manos en el borde de la mesa– es mi palabra contra la suya, Regina... –rodeó el contorno del mueble hasta quedarse detrás de ella. Podía notar su presencia a sus espaldas y aquel perfume que antes había intuido y que ahora podía oler con totalidad. Una fragancia dulce, embriagadora, que contrastaba con su aspecto. Él le apartó a un lado el pelo, dejando su nuca al descubierto– y odio no tener la razón –depositó un casto beso en su nuca que la hizo estremecer, presa del miedo.

– Soy una mujer casada –se limitó a decir, implorando interiormente que aquel contacto no se repitiera. Sin embargo, la sádica risa del rubio minó toda esperanza.

– ¿Eso es todo lo que me va a decir, Regina? –el joven se agacho y ahora notaba su aliento en su oreja– ¿Dónde está su marido? –oyó un sonido metálico y vio que el rubio había abierto una navaja. Cerró los ojos, pensando qué iba a ser de ella y por qué había tenido que acabar allí cuando el sonido de corte hizo que emitiera un grito. Había oído el corte, pero no sentía el dolor. Entreabrió los ojos y al mirar hacia abajo vio las cuerdas que ataban sus pies rotas. Aprovechando su confusión, el comandante también cortó las cuerdas de sus manos.

– ¿Por qué? –no entendía qué pasaba por la mente de aquel sujeto, era del todo inestable y ahora no comprendía por qué la soltaba.

– Por una sencilla razón... –en un abrir y cerrar de ojos, el joven la sujetó de la cabeza y la presionó contra la mesa, haciendo que su mejilla derecha notara el frío tacto de la madera. La sostuvo ahí, ignorando el quejido de la morena y le arrebató la silla, lanzándola con fuerza hacia atrás. Regina tuvo que sujetarse a la mesa con todas sus fuerzas para no caerse. El joven se inclinó hacia ella, manteniendo su agarre, y se acercó a su oído– voy a enseñarle modales, Regina –le susurró– y... a las mujeres no me gusta follármelas maniatadas de esa manera –esa última frase hizo que el corazón de la morena se desbocase del pánico. Quería llorar, quería gritar, quería maldecir una y otra vez haber nacido, pero no podía. Presa de la impotencia estaba completamente a merced de aquel hombre.

– Por favor, no... –susurró.

– ¿Qué? –cada vez que hablaba hacia que se estremeciera.

– Por favor, no lo hagas... –subió un poco más el tono, suplicándole.

– Me gusta que me implores –casi podía notar su sonrisa de superioridad, pero en lugar de ello sintió cómo le recorría de arriba abajo el contorno de la oreja con la lengua.

– Por favor... –era la tercera suplica y empezaba a comprender que no le serviría de nada. El rubio se deshizo de su falda en un brusco tirón y la mano que antes apresaba su cabeza fue bajando por su espalda, apretándola aún más contra la mesa. Su otra mano se coló bajo la ropa interior que llevaba, aquella que Daniel le había regalado, clavándole con fuerza las uñas en el culo. Regina gritó de dolor, pero sabía que aquello no iba a hacer que su martirio se detuviera, aún así volvió a pronunciar un escueto "por favor".

– Silencio... –le ordenó a la par que sus manos bajaban hacia su sexo– si vuelvo a oírte hablar no seré tan cuidadoso con tu figura, y sería una pena dejar secuelas en algo tan hermoso... –notó el tacto de sus dedos recorrer inquisitivamente la entrada a su interior y se mordió el labio mientras cerraba los ojos, esperando aguantar lo inaguantable. Cuando el comandante entró en ella un súbito pinchazo recorrió todo su ser. Lo hizo bruscamente, sin miramientos y sin importarle otra cosa que no fuera humillarla. Le notó moverse, despacio, y sintió cómo su otra mano la apretaba aún más– ¿qué diría su marido si la viera ahora? –de nuevo esa pérfida sonrisa. Regina le miró de reojo, postrada en aquella mesa y se juró a sí misma que no le daría el gusto de verla aún más humillada. Hizo acopio de todas las fuerzas que pudo y se tragó el llanto y el dolor que estaba sintiendo, a partir de aquel momento iba a ser un muro. El rubio pareció notarlo y sólo rió– testaruda... –sacó los dedos de su sexo y se incorporó, dejándola libre de cualquier agarre. La morena seguía en la misma posición, incapaz de moverse y no comprendiendo del todo por qué aquel sujeto se había parado a la mitad. Algo que de un lado la aliviaba, pero del otro le hacía pensar en cosas mucho peores– deberías ir a por esa silla –el comandante le inquirió, aún a sus espaldas. Ella se levantó, haciendo gala de la mayor indiferencia y sobriedad que pudo y se dio la vuelta, sin mirarle, en busca de la silla que había lanzado minutos antes. Al tenerla en sus manos y darse la vuelta se dio de bruces con la fría mirada del joven. Eduard la cogió de la nuca y la atrajo hacia él con una fuerza y rapidez sobrehumanas, confiriéndole un beso violento. Los labios del comandante, aunque suaves y carnosos, no se parecían en nada a los de Daniel. Estos la buscaban con virulencia, sus dientes rozaban los suyos y aprisionaban su labio inferior hasta hacerla estremecer de dolor. Lejos quedaban aquellas tiernas caricias a las que la tenía acostumbrada su marido. Cierto sabor metálico empezó a invadir su boca y el rubio se apartó, mirándola durante varios segundos en una calma intranquila, para después lamerle la herida que le había abierto en el labio.

– ¿Ha acabado? –estaba segura que sus palabras no habían proferido sentimiento alguno, pero sus ojos, en cambio, estaban llenos de ira y de asco.

– Por ahora sí –su sonrisa era imborrable. La miró de arriba abajo una última vez y se dio la vuelta, encaminándose a la entrada de la estancia, agarró el pomo de la puerta y se giró hacia ella– bienvenida a Siberia, Regina– en cuanto terminó la frase, desapareció tal como había venido.


¿Qué os ha parecido el primer capítulo? Dejadme leer vuestras opiniones y si veo que ha gustado mañana otro más! Un saludo :)