Nota de la Autora: ¡Hola de nuevo! ¿Me habíais echado de menos? Espero que así sea y que leyendo esta actualización penséis "¡oh, qué estupendo, la tercera parte!" en lugar de "¡oh, la pesada de Blumeanie ha vuelto, huyamos!". Yo confieso que sí os he echado de menos a todos vosotros, los que bien dando la cara o bien de forma anónima me habéis estado acompañando en las dos partes anteriores. Lamento que mis circunstancias personales me hayan tenido demasiado atareada estas semanas y espero que en lo sucesivo se porten bien y me dejen seguir siendo regular a la hora de publicar.
Y antes que nada, quiero hacer una serie de aclaraciones.
I. Como dichas circunstancias personales van a mantenerse en el tiempo, es fácil que mi ritmo de escritura decaiga. Y como odio a la gente que deja historias colgadas, estoy dispuesta a lo que sea con tal de no hacer lo mismo. Así que, de ahora en adelante, sólo empezaré a publicar un fic si está lo bastante adelantado como para garantizar que voy a terminarlo. Puede que esto haga que tengáis que esperar más entre parte y parte, o entre capítulo y capítulo, pero tiene la ventaja de que cada vez que empecéis una parte de la historia tendréis la certeza de que el final está ya escrito (o casi) y no os dejaré con las ganas. Además, para compensar, ya veréis que se me ha ido la pinza del todo y que los capítulos van a ser largos de narices.
II. Respecto a esta parte, una advertencia concreta. "El prisionero de Azkabán", sobre todo en lo que a Severus respecta, es un libro que habla mucho del peso del pasado en el hecho de que las personas sean como son. Por eso me pareció buena idea ahondar en ese pasado y convertirlo en el hilo conductor de este tercer fic. Cada capítulo empezará con un flashback, a modo de mini-relato independiente, en el que contaré algo de esas historias pasadas, acerca de Severus, de Maeve y de otros personajes. Si lo he hecho bien, eso nos ayudará a entenderlos mejor y a enriquecer la trama. Si no lo he hecho bien... Bueno, por lo menos yo me he dicertido. Y ya sabéis que estoy abierta a que me lo comentéis cuando queráis XD.
III. Otra advertencia. A partir de esta parte, Severus y Maeve vuelven a ser pareja (esto no debería ser un spoiler para nadie, y si lo es, le estará bien por meterse a leer algo que ya tiene dos partes anteriores XD). Una pareja que intenta consolidar su amor en medio de un entorno cuando menos complicado, lo que iré explorando a mi ritmo (o sea, despacio, como ya sabéis y habéis sufrido en los dos fics anteriores). Por otra parte las parejas, incluso las que lo son en la clandestinidad, tienen relaciones sexuales. Este es un hecho universalmente reconocido (salvo excepciones rarunas en las que no voy a ahondar). Así que en este fic y en los siguientes habrá sexo. No a intervalos regulares y no siempre con el mismo grado de explicitez, pero lo habrá. Dicho esto, que ya va avisado en el rating general, consideraré innecesario poner avisos especiales cada vez que haya algo parecido a un lemon. A quien estas cosas no le vayan, ya sabe que éste no es su fic.
IV. Y una advertencia más. NINGUNO de los Merodeadores me cae bien. No me gustan, no me hacen gracia y creo que un par de ostias bien dadas a su debido tiempo les habrían venido de perlas. Como resulta que a Maeve Remus Lupin sí le cae bien, he hecho un considerable esfuerzo por ser "amable" al tratar su personaje. Pero por Sirius Black Maeve no tiene la menor simpatía, lo que me ha dado patente de corso para cebarme con él. Si alguna fan de Sirius (que me consta que las hay) cree que va a ver herida su sensibilidad, mejor que se abstenga de seguir leyendo XD.
Creo que con esto ya queda advertido todo en rasgos generales. Habrá cosas que aclarar según la trama se complique, pero trataré de no cargaros demasiado con explicaciones. Espero que la historia ya lo diga todo por si misma. Y cada vez que algo (un suceso, un personaje, un detalle) no tenga demasiado sentido, recordad que esto es una serie de siete fics y que, a la larga, resultará que todo está relacionado con todo.
Dicho lo cual, y admitiendo que ni soy J. K. Rowling ni me pertenece ninguno de los personajes o tramas ideados por ella, me callo y doy paso al fic de una puñetera vez. Un saludo a todos.
Un hombre lleno de sentimientos profundos y deseoso de amar y ser amado pero sin la menor idea de cómo manejar nada de todo eso. Una mujer habituada a las fieras peligrosas pero dotada de un carácter demasiado tendente a la erupción volcánica. Los comienzos de cualquier relación son delicados. Los comienzos de ésta, en concreto, van a ser como un paseo sobre un alambre de espinos a cien metros de altura. Sobre todo cuando, recién terminada la luna de miel, se les eche encima una primera crisis de pareja con nombre propio: el de Remus Lupin. ¿Puede un amor, por fuerte y apasionado que sea, resistir indemne el vapuleo de celos, malentendidos, licántropos, presos fugados, fantasmas del pasado, conspiraciones mortales y alumnos entrometidos… y todavía encontrar espacio para ser gratificante? Ya lo creo que sí. Pasen y vean…
CAPÍTULO I: INSTINTO
Junio de 1980.
-Aún estás a tiempo de reconsiderarlo, Maeve -le había dicho Dumbledore- No tienes por qué formar parte de esto. Ya estás bastante expuesta a sus iras sin necesidad de involucrarte más.
Pero ella le había contestado que no tenía nada que reconsiderar. Que cualquier esfuerzo por pararle los pies al payaso de Riddle y su séquito de apestosos lameculos contaría con ella entre sus filas aunque sólo fuera en labores de intendencia. Que, dado que aquella gentuza la iba a querer matar de todas formas, prefería que al menos fuera por algo que hubiera hecho a propósito y no por el estúpido mérito involuntario de haber nacido. Así que había seguido a Dumbledore al interior de la chimenea de su despacho y, fuertemente sujeta a él -era la primera vez que usaba la red Flu- se había dejado transportar a la casa del suburbio londinense de Hounslow que hacía las veces de cuartel general de la Orden del Fénix, para asistir a su primera reunión como parte de ella.
De haber sabido que iba a estar "ése", sin embargo, su respuesta a Dumbledore habría sido distinta. Oh, sí. Radicalmente distinta.
-Pensaba que esto era una asociación política seria, Albus, no una especie de obra social para retrasados mentales -dijo sin disimular su disgusto, dirigiéndose a un Dumbledore que, en un desesperado intento porque no lo vieran reírse, se apresuró a salir del salón atestado de gente para ir a hablar con no se quién en la cocina.
El chico miró a Maeve con aquel descaro tan característico de él, sus bellos ojos grises reluciendo de malicia detrás del largo flequillo oscuro.
-¿Así que te piensas pasar todo el rato poniendo cara de vinagre? Vamos, monjita... Me decepcionas. No puedo creer que sigas enfadada conmigo sólo porque hice un par de maniobras divertidas con la moto para amenizar el viaje -se quejó, entre burlón e incrédulo.
Maeve Murphy era, gracias a la genética y a haberse criado en permanente batalla con tres primos varones, una persona a la que no había que buscarle demasiado las cosquillas para encontrárselas. Cuando además se las buscaban con el empeño que Sirius Black estaba poniendo en ello, lo normal era que las cosas acabaran poniéndose feas.
-Sigo enfadada contigo porque, independientemente de lo de la moto, eres un jodido imbécil y un chulo de mierda -respondió Maeve con una naturalidad aplastante.
Varias risas corearon aquel brusco comentario. Entre ellas la de una joven mujer pelirroja, muy hermosa y muy embarazada, que contemplaba la escena reclinada en un sofá.
-Cada vez te calan primero, Sirius -comentó ésta, divertida- Estás perdiendo tu toque a pasos agigantados...
Black miró a Maeve con aire entre resignado y arrogante, señalando a la pelirroja.
-Lily Evans Potter: jodiendo la diversión desde 1960 -la presentó, antes de apresurarse a añadir- Y yo no soy imbécil. Lo que pasa es que tú tienes muy poco sentido del humor.
-Claro. No entiendo cómo no le vi el chiste a que casi mataras a mi tía Frances de un infarto, so cretino -replicó Maeve con acritud- ¿Era necesario que encogieras mi equipaje delante de ella? Mira que te lo dije: es muggle y católica y muy vieja y esto de la magia la impresiona mucho, intenta ser un poco respetuoso... Pero no, el señorito londinense tenía que chulear de poderes delante de las catetas irlandesas, ¿verdad? Si le hubiera llegado a dar algo te juro por mis muertos que te habría metido la varita por el culo, pedazo de idiota.
Las carcajadas de Lily Evans Potter se habían redoblado al oír aquello. Sirius, en cambio, se veía totalmente perplejo. La hostilidad y el enfado de Maeve resultaban sinceros, genuinos, nada parecidos a la agresividad juguetona de las chicas que en realidad sentían todo lo contrario, nada que ver con el teatro de "hago como que me disgustas porque en realidad me perturba lo mucho que me gustas" al que Sirius estaba acostumbrado. Lo de Maeve sonaba más a "parece que me disgustas porque en realidad me disgustas tanto que te partiría la cara ahora mismo". Y eso era porque a Maeve Sirius Black, en efecto, le disgustaba. Le disgustaba profundamente desde el mismo instante en que él se había bajado de su moto voladora en el patio trasero de la casa de la tía Frances en Doneraille. Y no porque fuera guapo. A pesar de lo que solía recriminarle con amargura su amiga Sharon Reilly, Maeve no tenía nada en contra de los chicos guapos; ni siquiera en contra de los muy guapos como aquel bobo. Sólo odiaba a los que se lo creían. Y Sirius Black se lo creía tanto que su vanidad y seguridad en sí mismo flotaban a su alrededor como un halo agresivo por el que Maeve se había sentido abofeteada nada más poner los ojos sobre él. No dudaba de que el chaval fuera una gran persona -al fin y al cabo, si Dumbledore confiaba en él sería por algo- y estaba dispuesta a darle todo el margen del mundo para que se lo demostrara. Pero por lo pronto, lo único que le había demostrado era ser un chulo de tomo y lomo, y a título preventivo pensaba tratarle como tal.
-Ya ni siquiera necesitan conocerte a fondo para que les caigas mal, Sirius -dijo Lily Evans Potter, todavía sofocada por la risa y levantándose del sofá con dificultad- Encantada de conocerte, Maeve. Ya te irás dando cuenta de que aquí no todos somos iguales: la mayoría tenemos más de once años de edad mental, no sé si me explico...
-¿Cómo quieres que siente la cabeza si te dedicas a espantarme así a todas las chicas, víbora? -se lamentó Sirius con sorna.
-Como si hiciera falta que YO te las espantara -replicó Lily- No le hagas ni caso, Maeve: ladra más que muerde.
Maeve estrechó la pálida y hermosa mano que Lily Evans Potter le ofrecía y esbozó una sonrisilla malévola.
-Muy propio, teniendo nombre de perro.
-¿QUÉ?
-Orión es nombre de perro. En Ballingarry había un pastor cuyo perro ovejero se llamaba Orión -le explicó, ignorando por completo a Sirius, a Lily, que se estaba retorciendo otra vez de risa- Y el perro de aguas que llevaban a bordo del "Islas de Arán", en Doneraille, también se...
-Ese es sólo mi segundo nombre -dijo el joven, picado- Nadie lo utiliza.
-Pues no habérmelo dicho al presentarte para darte importancia, capullo.
-Tú tienes algo en mi contra, ¿verdad? -la cortó Black, sonriendo de esa forma burlona y deslumbrante que él debía de considerar encantadora y que probablemente lo era pero que a Maeve ya la sacaba de sus casillas.
-Sí: que eres un chulo, que casi matas a mi único pariente vivo y que conduces de pena. ¿Sabes cómo lleva esa jodida moto? -le preguntó a Lily, escandalizada- Deberían prohibirle acercarse a cualquier cacharro con motor. Es un puto peligro público.
-¿Cuantos años dijiste que ibas a cumplir? ¿Diecisiete? Porque hablas como una momia de ochenta -se mofó Sirius.
-Ooooh, perdóname por considerar que uno puede divertirse sin intentar matar a nadie -replicó Maeve, sarcástica, poniendo las manos en actitud orante
-No creo que tengas ni idea de lo que es divertirse, monjita. En eso harás buen equipo con Lily -dijo Sirius, dedicándole una breve mueca burlona a la pelirroja- A menos, claro, -añadió enseguida con voz seductora y un más que evidente ánimo de provocar a Maeve- que me permitas enseñarte...
El rostro de Maeve perdió todo rastro de disposición amable para convertirse en una perfecta máscara de hostilidad.
-El día que tú tengas algo que enseñarme a mí se congelará el Infierno, capullo. Y atrévete siquiera a insinuar lo que ibas a insinuar y te juro por los clavos de Cristo que tus cojones disecados acabarán de adorno en el abeto de alguien las próximas Navidades.
Black levantó ambas manos en señal de paz, burlón pero un poco sorprendido de la vehemencia de Maeve, mientras Lily, riendo y agarrándose el voluminoso vientre con ambas manos, se excusaba diciendo que por culpa de ellos dos necesitaba urgentemente un baño.
-Tranquila, fiera... ¡Eh, Lunático, ven acá: te voy a presentar a alguien que te va a encantar! -gritó Sirius en dirección a las escaleras que quedaban a la espalda de Maeve, para luego decirle a ella, como quien cuenta un secreto pero en voz lo bastante alta como para que le oyeran en Dublín- No te preocupes. Es de los tuyos. Otro puritano...
-¿ME ACABAS DE LLAMAR PURITANA? -bramó Maeve,
En Doneraille era de conocimiento general, entre los chicos, que aquella clase de exclamación dicha con aquel tono y saliendo de labios de Maeve Murphy implicaba la necesidad de correr para salvar la vida. Sirius, poco familiarizado aún con las particularidades de la muchacha, tan sólo se echó a reír. Y Maeve empezó a preguntarse seriamente si el acto de partirle la cara a aquel cretino supondría su expulsión de la Orden o, por el contrario, alguna clase de ascenso inmediato por considerarse un bien a la humanidad.
-Puritano en su acepción de "persona que no es un profundo y completo imbécil como Sirius Black" -aclaró una voz amable y suave detrás de ella.
Maeve se volvió para mirar a quien había hablado. El joven al que Black se acababa de referir como "Lunático" no era demasiado alto y sí bastante flaco. No... Tal vez flaco no fuera la palabra. "Disminuido" se ajustaba bastante más a su aspecto: como si en algún momento pudiera haber llegado a ser fuerte y vigoroso pero las circunstancias de la vida le hubieran dejado a medias. Tenía el pelo de color castaño claro, lacio y fino. La ropa -ajada, desconjuntada y a buen seguro heredada de alguien bastante más alto que él- estaba arreglada sin ningún arte y le sentaba igual que un tiro. Pero no fue nada de eso lo que llamó la atención de Maeve.
Lo primero que a ella se le cruzó por la mente fue que aquel joven, a juzgar por las muchas y muy terribles cicatrices de arañazos que tenía en su agradable rostro, debía de ser propietario de un gato urgentemente necesitado de un exorcismo.
Después reparó en sus ojos, justo al mismo tiempo que él le tendía la mano: unos ojos grandes y extraños que encendieron de inmediato la curiosidad de Maeve. Eran de color ámbar claro y estaban nimbados de un gris casi negro que les confería el inquietante aspecto de los ojos de un animal. Eran un poco huidizos también, como si tras ellos se escondieran verdades incómodas que prefirieran no salir a la luz. Y sin embargo resultaban cálidos, amables. Por alguna razón Maeve pensó que eran los ojos de alguien más acostumbrado a observar la vida que a participar en ella por iniciativa propia. Los ojos esquivos y melancólicos de un animal herido
Y por alguna otra razón que no trató de explicarse, sintió que iba a llevarse bien con aquel chico. Lo sintió con la misma certeza con que había sentido que jamás, pasara lo que pasara en el futuro, tragaría al idiota de Sirius Black.
-Remus Lupin -se presentó el joven.
Maeve solía guiarse mucho por las primeras impresiones a la hora de decidir si alguien iba a ser su amigo o su enemigo. Igual que un animal, percibía y se esforzaba en interpretar aquella información adicional sobre las personas que llegaba de todos los sentidos y de ninguno en particular, que provenía de algo incierto que parecía estar al mismo tiempo bajo su piel y en el aire que la rodeaba. Había sido así desde que era muy pequeña y siempre procuraba seguir aquellas señales. La abuela Dearbhla lo llamaba sexto sentido, su madre "burrería intrínsecamente Murphy" y el abuelo Declan, cuya palabra era ley para ella, instinto.
-Maeve Murphy -se presentó a su vez, estrechando la mano del joven con un vigor que triplicó el mostrado por él y que lo dejó visible aunque no desagradablemente sorprendido.
Ambos sonrieron.
El instinto de Maeve le estaba diciendo con claridad que ella y Remus Lupin iban a ser buenos amigos.
Cuando el maldito despertador volvió a arrancarla otro día más de un plácido y profundo estadío de sueño, Maeve gimió guturalmente y apagó el infernal aparato por el expeditivo procedimiento de estrellarlo contra el suelo, donde se hizo pedazos. Para su desgracia, como era uno de los aparatos eléctricos que Filius Flitwick le había hecho el favor de encantar se recompuso él solo de inmediato y después voló hasta lo alto de la cómoda, donde ningún proyectil podría alcanzarlo con suficiente fuerza como para hacerlo callar. Maeve se vio obligada a levantarse para apagarlo. Durante varios segundos lo fulminó con todo el odio que podían contener sus ojos, sin pararse a pensar en lo ridículo que era mirar amenazadoramente a una estúpida máquina sin alma.
Eran las cinco de la madrugada. En el exterior de Hogwarts el mundo apenas había empezado a desperezarse. Tenía algo menos de un cuarto de hora para vestirse y echar algo de combustible al cuerpo en forma de café y tostadas. En el animalario le esperaban toneladas de trabajo que debería compaginar con las conferencias del grupo científico -sus colegas zoólogos, amablemente, le habían permitido seguirlas vía Flu- y con las reuniones en que ella y el emocionado y recién ascendido a profesor asociado Hagrid determinaban los distintos temarios y la agenda para el curso.
Pero no debería de ser así.
Aquel día, 9 de Agosto de 1993, Severus debería haberse aparecido en Suecia con su peor cara de asco y odio contra el mundo y portando una carta para Minerva en la que Dumbledore conminaría a la Subdirectora a reunirse con él en Hogwarts y dejarse relevar por el profesor de Pociones al cuidado de Maeve. Aquel 9 de Agosto Hagrid debería estar haciendo honor a su nueva condición de profesor asociado ocupándose de todo en ausencia de Maeve; y ella amaneciendo a una hora prudencial y decente en un hotel de Estocolmo con la perspectiva de dar al mediodía su primera conferencia en el congreso y la cosquilleante certeza de que a partir de esa tarde Severus compartiría su cama y sus noches, aunque fuera al precio de atormentarla durante el día y quedar, también delante de la flor y nata de la magizoología europea, como un auténtico cabrón.
Pero no. En lugar de todo eso que debería haber sido y por lo visto era demasiado bonito para poder ser, Maeve estaba intentando desperezarse a horas inhumanas en su dormitorio de Hogwarts, tratando de encarar una jornada extenuante en el zoológico y a la expectativa de reunirse, por la tarde, con una criatura neurótica e irascible al límite de lo irracional en la que a duras penas podría reconocer al Severus casi optimista y feliz del que se había despedido el 1 de Julio. Maravilloso colofón para un verano bajo arresto domiciliario, enclaustrada en los límites del castillo y condenada a no poder ni bajar a Hogsmeade sin carabina por razones de seguridad.
Y todo por culpa de aquel repugnante malnacido que había tenido, precisamente ahora, la desafortunada idea de fugarse de Azkabán.
Mientras se vestía y trataba de despegarse los párpados, Maeve deseó con todas sus fuerzas que en medio de su huida Sirius Black hubiese encontrado tiempo para un revolcón con alguno de aquellos putones verbeneros que tanto le gustaban en el pasado, y que le hubieran pegado unas ladillas del tamaño de gorriones que no le dejaran pegar ojo ni de día ni de noche. Sería una bonita muestra de justicia poética para ir empezando, y sería agradable para él comparado con lo que podía venir después. Porque si Maeve llegaba a verse en situación de ponerle las manos encima, el muy hijo de puta iba a lamentar, y mucho, que los dementores de Azkabán no le hubieran encontrado antes que ella.
E incluso en ese caso podría considerarse afortunado de que no llegara a caer sobre él la ira bíblica de Tess Lockwood.
¿Dementi-qué?, le había escrito la abogada al saber que Maeve, después de todo, no podría viajar a Estocolmo. Putos aficionados, te lo aseguro, comparados con lo que yo sería capaz de hacer ahora mismo. No sé si sabes que mi padre conoce a un colega que es amigo de otro colega que lleva los asuntos de gente chunga de los Balcanes. Y cuando digo chunga quiero decir CHUNGA. ¿Quieres a ese desgraciado muerto, abierto en canal y colgado por los huevos (no necesariamente en este orden cronológico) en un mes como máximo, a tiempo de que los críos empiecen el próximo curso sin problemas? Solo tienes que decírmelo. Yo corro con los gastos y con la responsabilidad penal, nena. Pero ese mamón se va a enterar. Ningún infeliz me fastidia mis vacaciones y mi primera oportunidad de ver a mi mejor amiga en dos años y vive para contarlo.
Teniendo acumulados mil motivos para odiar a Sirius Black, Maeve nunca lo había odiado tanto como ahora, viéndole emerger del infierno en el que se pudría merecidamente para, entre otras muchas cosas, truncar lo que debería haber sido un momento idílico de su vida. Ni siquiera cuando con su traición a los Potter y a la Orden el canalla hirió de muerte la moral de toda una generación de idealistas Maeve lo había aborrecido así, hasta aquel punto de desearle un martirio inhumano, lento y doloroso que ella pudiera presenciar y aplaudir.
Un estruendo de aleteos contra una de sus ventanas atrajo su atención y la hizo levantarse de la butaca con la bota izquierda todavía a medio abrochar. Beiwe, una enorme hembra de cárabo lapón, era la lechuza del servicio postal de Hogwarts a través de la cual Severus se había estado comunicando con ella durante el verano, a razón de dos cartas por semana. Gracias al desgraciado de Black, el tono de las mismas había cambiado drásticamente de la ironía ágil y el erotismo sutil a la ansiedad más beligerante y obsesiva. La fuga de su viejo enemigo de la infancia parecía dominar todos y cada uno de los pensamientos de Severus desde que la noticia había llegado a Durmstrang. Sus líneas transpiraban el corrosivo odio y el rencor salvaje que ya habitualmente le inspiraba la simple mención del nombre de Sirius Black, sólo que ahora entreverados de intranquilidad y preocupación paranoica por la seguridad de Maeve. En sus dos últimas cartas, de hecho, la cosa había llegado al punto de no hacer una sola referencia a consumirse de añoranza por ella o a las indecencias que pensaba hacerle cuando volviese a verla, como sí había hecho de forma constante en sus primeras misivas del verano desplegando una amplitud de registros que abarcaba todo el abanico entre lo casi romántico y lo deliciosamente procaz.
Produce cierto desasosiego escribirle una carta a tu amante y que te la conteste tu jefe de seguridad, le había escrito Maeve con ironía en su última contestación, enviada a Bulgaria a través de Beiwe dos días atrás. Pero en fin, he aquí el último "reporte de incidencias", para tu tranquilidad: no bajo a Hogsmeade si no es acompañada, en el zoológico nunca me separo ni de Hagrid ni del Lee Enfield del abuelo Michael y las conferencias vía Flu con Estocolmo las hago siempre en presencia de Albus o Minerva, por si las moscas. En otro orden de cosas, creo que mis pechos te siguen cabiendo en las palmas de las manos, me toco pecaminosamente todas las noches pensando en ti y no veo el momento de verte para vengar toda esta necesidad en que me abraso por tu culpa: sé que no afecta directamente a mi seguridad, pero he pensado que, dadas las circunstancias en que nos despedimos, quizá podría interesarte.
Beiwe ululó suavemente cuando Maeve abrió la ventana y le permitió pasar al interior de su salón, y planeó hasta posarse con elegancia sobre la mesa de comedor. El gigantesco cárabo se enfrascó con Saighead en un delirante intercambio de cloqueos y chirridos, en espera de ver si la destinataria de la carta precisaba de sus servicios para contestarla una vez acabara de leerla.
Durmstrang, 8 de Agosto de 1993.
Estimada e insufrible cabeza hueca:
Me alegra que no pierdas ni la presencia de ánimo ni tu absurdo humor irlandés y que encuentres tan gracioso el asunto de la fuga de Black. ¿Quieres seguir viéndolo como el imbécil irritante pero tolerable e inofensivo que considerabas que era antes de saberlo un siervo del Señor Tenebroso? Adelante. Disculpame si yo sí recuerdo que es un asesino de masas y que lo último que hizo antes de ser arrojado a ese pozo infecto del que en teoría no saldría ni para su entierro fue amenazarte, igual que a los otros miembros de la Orden a los que interrogó Crouch para aclarar su implicación en la muerte de los Potter. Perdóname por creer a Black capaz de cumplir su amenaza para matar el rato mientras consigue acabar con el jodido mocoso como suponemos que intentará. En lo sucesivo, si te parece bien, intentaré relajarme y disfrutar mientras espero sentado a ver cómo ese hijo de perra te mata.
Atentamente,
Tu Jefe de Seguridad.
PD: No entiendo si eso que dices de masturbarte a diario por mi causa es alguna clase de indirecta sutil que mi limitado entendimiento no es capaz de pillar, pequeño trébol. Tendrás que ser más clara cuando te vea en persona.
Con un suspiro de resignación, Maeve le dijo a Beiwe que no necesitaría más de sus servicios y la despidió tras ofrecerle una chuchería. Volvió a doblar el pergamino y esperó pacientemente a que la magia retardada de Severus terminara de operar sobre él y lo dejara convertido en el hermoso fósil de una caracola.
Esto no va bien. Nada bien. Ahora que por fin me veo libre del fantasma de Lily Potter tiene que venir este maldito desgraciado a dar por el culo...
Maeve solía decir, citando al abuelo Declan, que dejarse guiar de vez en cuando por el instinto era, más que bueno, necesario. Su instinto le estaba hablando ahora a gritos, lanzándole funestas advertencias. Le estaba diciendo que mientras Sirius Black no fuera capturado y besado por los dementores ella iba a tener que vivir, de nuevo, con la molesta sensación de que en medio de su relación con Severus había una tercera persona fastidiándolo todo.
-... ¿Y sabe usted cuántos dependientes se han despedido en lo que llevamos de semana? ¡Tres! ¡TRES! ¡Dos de ellos con heridas que deberán ser atendidas en San Mungo y a los que tendré que indemnizar! ¡Y mi socio, el señor Flourish, está al borde del colapso nervioso! ¡TODO POR ESOS CONDENADOS LIBROS QUE USTED HA ENCARGADO!
Incluso en medio de las llamas verdes del Flu a través de las cuales tenía lugar la conversación, Maeve podía ver que la cara de Bernard Blotts estaba roja como la de un demonio. Llevaba aguantando en un estoico -y tratándose de ella, muy meritorio- silencio unos cinco minutos de quejas y encendidas invectivas contra Hogwarts en general, contra sus profesores de Cuidado de Criaturas Mágicas en particular y más concretamente contra su elección de libros de texto. En ningún momento se le había pasado a Maeve por la cabeza recomendarle al señor Blotts que dirigiera esas quejas a Rubeus Hagrid puesto que no era ella quien había tenido la idea de encargar El monstruoso libro de los monstruos para Tercer Curso. No, eso no era ni siquiera algo que plantearse: uno de sus deberes como titular de la asignatura era asumir la responsabilidad de lo que hiciera su asociado, incluso si se trataba de una tontería tan grande como aquella. Ya le pediría explicaciones a Hagrid después, en privado. Y dichas explicaciones ya podían ser buenas, porque de lo contrario...
-Lo siento muchísimo, señor Blotts, yo...
-¡Usted es una irresponsable que no tiene el menor respeto por el trabajo de los empleados de esta empresa, señorita! -vociferó el obeso Bernard Blotts, poniéndose todavía más rojo- ¡Y le diré que...!
-¡Oiga! -le interrumpió Maeve, cuya paciencia estaba ya peligrosamente próxima a agotarse- ¡Yo no tengo la culpa de que usted no sepa tratar bien esos libros! ¡Lo raro es que no se hayan despedazado primero entre ellos!
-¿Cómo se...? -rugió el señor Blotts
-¿Que cómo me atrevo? ¡Debería ser yo quien lo denunciara a usted por maltrato bibliográfico! -le aseguró Maeve con convicción- ¿Ha dicho que los tiene en una jaula en el escaparate? ¿Cuántos? ¿Cincuenta, ciento cincuenta ejemplares? ¿Hacinados, sin intimidad, expuestos a demasiada luz y a las miradas de todos los viandantes? ¿Y le extraña que se hayan vuelto locos? Por el amor de Dios...
El rostro de Bernard Blotts estaba ahora tenso, contraído de indignación y con un pequeño tic nervioso en la comisura del labio. Parecía que el hombre fuera a explotar en cualquier momento.
-Señorita, ¿debo recordarle que son libros y no animales? -siseó, tratando de contenerse.
-¡Son libros animados, y como tales, merecen que se respeten sus derechos básicos, algo que usted, evidentemente, no está haciendo! -replicó Maeve.
Por un momento estuvo segura de que el señor Blotts acababa de echar vaho por las fosas nasales, igual que un toro. Lo cierto era que ver así de alterado al pacífico y afable librero del Callejón Diagon impresionaba bastante.
-Esto no va a quedar así, profesora Murphy -amenazó el hombre antes de cortar la comunicación.
Una vez sola y en silencio en la Sala de Personal, Maeve apoyó los codos en la repisa de la chimenea apagada y escondió la cara en las manos. Sí, estaba segura de que aquello no iba a quedar así. Tanto como estaba segura de que iba a matar a Hagrid en cuanto lo tuviera delante.
-¿Problemas, hija?
Atenta al ruido de sus agitados pensamientos, Maeve no había oído a Dumbledore entrar en la sala. No se dignó volverse hacia él. Todavía estaba enfadada con el Director. MUY enfadada, de hecho. Sabía que arruinarle el viaje a Estocolmo no había sido su intención, que no era culpable de que a Sirius Black le hubiera dado por fugarse justamente en el más inoportuno de los momentos. Pero de algún modo, la frustración que sentía a causa de aquello la hacía centrarse todavía más en su indignación y dolor por lo que Dumbledore le había hecho en su día a Severus e, indirectamente, también a ella. El hecho de que al final las aguas hubieran vuelto a su cauce no ayudaba demasiado a mitigar el rencor. Y eso era algo que en cierto modo sorprendía a Maeve, quien nunca había sido una persona rencorosa.
-Cuando propuse a Hagrid como mi profesor asociado ya sabía que me exponía a tantos inconvenientes como ventajas -contestó, mirándose las palmas de las manos y reparando en que estaban heridas por el roce de las cuerdas con las que había tenido que atar a las hembras preñadas de mooncalf, próximas a parir, para examinarlas. Una tenue y complacida sonrisa acudió a sus labios. Aquellas rozaduras eran horribles desde un punto de vista estético pero tenían su lado bueno. Severus no parecía echar de menos que ella tuviera manos de dama y, por el contrario, mostraba una indescriptible y de algún modo muy excitante ternura hacia las heridas que se hacía trabajando con sus animales.
Al menos antes de irse a Bulgaria, puntualizó para sí con una punzada de disgusto, cambiando la sonrisa por una mueca amarga, cuando aún no estaba obsesionado con el hecho de que Sirius Black ande suelto por ahí...
-Pero no esperabas que los inconvenientes fueran a surgir tan pronto, ¿verdad? -replicó Dumbledore, yendo a sentarse a la mesa de juntas.
-Tampoco esperaba pasarme el verano enclaustrada en Hogwarts en lugar de encontrarme por estas fechas en Estocolmo con Severus y sin embargo aquí me tienes. La vida está llena de sorpresas, ¿no te parece?
El prolongado silencio de Dumbledore la hizo volverse finalmente hacia él. Allí estaban su rostro arrugado enmarcado por la espesa barba, su eterna sonrisa de dios benévolo y omnisciente, sus ojos chispeantes. Sin embargo, Maeve pudo detectar un inquietante matiz en su mirada. Dumbledore había lucido esa misma expresión al comunicarles a ella y a Minerva que no podrían viajar a Suecia y el por qué de tan repentina suspensión. La había lucido también dos años atrás, cuando fue a buscarla a Oxford para apartarla irreversiblemente de su propia vida tal y como la conocía hasta entonces. Aquella expresión no era buena. Aquel brillo peculiar en los ojos azules del viejo anticipaba que éste tenía por decir cosas que, o mucho se equivocaba Maeve, o no iban a gustarle un pelo.
-¿Hay algo que quieras comentarme, Albus? -preguntó, sin disimular sus reservas.
-Siéntate, por favor -dijo él, señalando la silla que quedaba en frente de la suya en la mesa de juntas.
Maeve resopló y puso los ojos en blanco antes de seguir la sugerencia.
-Empiezo a tener miedo, ¿sabes?
-No deberías. Creo que es una noticia que te va a gustar -afirmó Dumbledore, antes de añadir con aire cauteloso- Por lo menos en parte.
Maeve arqueó ambas cejas y se cruzó de brazos, taladrando a su interlocutor con los ojos.
-Mi experiencia me dice que es preferible algo que no me va a gustar nada en absoluto a algo que me va a gustar en parte. Sobre todo cuando tiene que ver contigo -afirmó, suspicaz.
-¿No crees que estás siendo demasiado dura con este pobre viejo? -preguntó el Director, suavemente irónico.
-Nadie es demasiado duro contigo, Albus; ese es tu gran problema. De ahí deriva que te creas Dios, o algo parecido...
Ahora fue Dumbledore quien arqueó ambas cejas en señal de sorpresa, si bien no perdió en ningún momento la sonrisa. Moviendo la cabeza con resignación, alargó hacia Maeve un pergamino enrollado que sacó del bolsillo de su túnica. Ella no lo tocó.
-¿Qué se supone que es?
-Nada venenoso -repuso Dumbledore con sorna- Puedes cogerlo sin miedo. Es la carta de aceptación del nuevo profesor de DCAO. Quiero que la leas tú antes de que lo haga público mañana.
Maeve siguió sin tocar el pergamino. Sintió cómo el malestar que albergaba en su interior hacia Dumbledore crecía y tomaba fuerzas a una velocidad vertiginosa.
-¿Qué buscas, mi opinión? -preguntó, incrédula y burlona- ¿En calidad de qué, exactamente? ¿De consorte del eterno rechazado?
-Vamos, léela -la animó Dumbledore, ignorando su puya- No es que yo tenga problema en que sea una sorpresa también para ti cuando se lo anuncie a todo el claustro, pero creo que tú sí agradecerás haberlo sabido anticipadamente... Y sobre todo haber podido advertir a Severus.
De modo, se dijo Maeve con una mezcla de indignación y amargura, que se trataba de eso. Lo que el viejo quería era su colaboración para soltarle a Severus una noticia desagradable. Alargó su mano derecha hacia la carta, sin apartar sus ojos de los de Dumbledore.
-¿Desde cuándo necesitas intermediarios para joder a Severus, Albus? Pensaba que hacerlo personalmente era uno de los grandes placeres de tu vejez.
-Empiezas a hablar como él.
La réplica del Director había sonado más como una observación divertida que como un reproche, pero a Maeve le hizo tan poca gracia como si se hubiera tratado de lo segundo.
-Alguien tiene que comportase como si estuviera de su parte, ¿no crees? -dijo con dureza.
Dumbledore no contestó. Hizo un pequeño gesto con ambas manos, animándola a leer. Un desagradable presentimiento se apoderó de Maeve según iba desenrollando el pergamino mirando a los ojos de Dumbledore. La vaga inquietud estalló de golpe en una explosión de vacío y vértigo al posar su mirada sobre la carta y reconocer la letra.
-Ante todo, Maeve, quiero asegurarte que tengo buenos motivos para haberle ofrecido el puesto. Me siento tan responsable de su seguridad como de la tuya y, aparte de la certeza de que será un gran profesor, ése es mi mayor incentivo para quererlo aquí...
Maeve no escuchó bien lo que le dijo Dumbledore. En realidad, tampoco se enteró demasiado de lo que estaba leyendo. Su cerebro no parecía tener neuronas disponibles para interpretar las palabras, secuestradas todas ellas por la idea de aquel nombre que no se atrevía a pronunciar en voz alta.
Al llegar a la firma que cerraba la carta Maeve soltó el pergamino y se llevó las manos a las sienes, sujetándose la cabeza como si de pronto, por efecto de la impactante revelación, le pesara demasiado. Cerró los ojos. No quería abrirlos. No quería mirar al viejo y leer de antemano, en su cara de circunstancias, la respuesta a lo que ella iba a decirle.
-Por el amor de Dios, Albus, dime que estás de coña. Tienes que estar de coña...
Esta vez la ducha sedante era de agua caliente. Maeve se sentía como si a lo largo de la tarde hubiera muerto varias veces, y ahora necesitaba reanimarse a base de calor, agradable calor, bendito calor que ablandara sus músculos rígidos por la tensión.
Le asustaba aquella sensación de irrealidad, de que todo era tan absurdo que tenía que ser por fuerza un sueño del que en cualquier momento se despertaría. Le asustaba porque no estaba segura de hasta dónde llegaría el sueño ni de en qué punto se encontraría al abrir los ojos. ¿Lo de haber vuelto con Severus sería real? ¿Hogwarts sería real? ¿Se habría quedado dormida bajo las estrellas de Karisoke en Marzo de 1991 y todo lo ocurrido desde entonces formaría parte de un guión onírico especialmente retorcido?
Por Dios, al menos lo de Remus tiene que ser producto de mi imaginación. No puede ser verdad lo que he estado hablando con Albus en su despacho. Me niego a aceptarlo. Me niego a aceptar que las cosas vayan a torcerse tanto...
El fuerte chorro de agua caliente golpeando su nuca al caer era una aturdidora bendición. Al menos, durante los breves segundos en que era capaz de tolerarlo conseguía que su cerebro dejara de dar vueltas y vueltas a lo que Dumbledore le había contado, a lo que habían estado discutiendo y discutiendo en la Sala de Personal hasta casi llegar al punto de levantarse la voz. Cristo, estaba más enfadada con el viejo de lo que había estado en toda su puñetera vida, más incluso que al saber de la promesa que le había obligado a hacer a Severus condenándolos a ellos dos a separarse.
Dumbledore tenía que estar haciendo aquello a posta porque no era posible acertar a joder así a Severus sin proponérselo.
¡Maldita sea, de entre todos los tipos del universo lo bastante locos u ociosos como para aventurarse a tomar la plaza de titular de DCAO tenía que ser Remus Lupin, justamente Remus Lupin, el más adecuado de los candidatos posibles! Tenía que ser esa mezcla perfecta entre su actual situación de indefensión y su pasado como miembro de la Orden lo que inclinara la balanza de Dumbledore a su favor. Y el muy hijo de puta del Director aún había tenido la indecencia de decir aquello de "creí que te pondrías más contenta, siendo como sois tan buenos amigos".
El espejo le devolvió el rostro de una mujer realmente consternada cuando lo enfrentó para desenredarse el pelo recién lavado. Por lo visto no era suficiente con que Sirius Black anduviera suelto y en condiciones de volver a atormentar al niño rabioso y enfermo de rencor que se agazapaba dentro de Severus. No. Tenía que aparecer también Remus para interponerse entre ellos. Era una suerte que los muertos no resucitaran, porque casi temía ver aparecer en cualquier momento a James Potter y Peter Pettigrew diciendo "hola a todos, venimos a rematar el festival del buen rollo". No era que no se fuera a alegrar de ver a Remus. Se iba a alegrar muchísimo de ver a Remus. Pero con un café de vez en cuando en Hogsmeade habría sido más que suficiente, joder. No hacía falta que viviera entre los muros del mismo hogar donde ella y Severus trataban de sacar adelante lo suyo con tanta normalidad como les fuera posible en medio de su asumida anormalidad como pareja.
Intentó pensar en cómo se lo tomaría Severus, en cómo encajaría tener que seguir siendo su enemigo declarado mientras Remus podía demostrarle abiertamente su afecto...
Severus, a quien por mucho que tratara de negarlo ya le sentaba como un tiro el hecho de que ella mantuviera aquella amistad con uno de sus enemigos de la infancia y se relacionara con él a través de inofensivas cartas...
Severus, que jamás entendería -porque las heridas que le habían deformado el alma y los demonios que habían hecho de ella su madriguera le impedirían de por vida entenderlo con claridad- hasta qué punto ni Remus Lupin ni nadie en el Universo era una amenaza para lo que ellos dos tenían...
No, decididamente no podía imaginarse cómo le iba a sentar. Mejor dicho, no quería imaginárselo. No quería superponer a sus deliciosas y ardientes fantasías del ansiado reencuentro la tormenta de odio y bilis que se iba a desatar en cuanto Severus se enterara de quién iba a ser su colega al menos los siguientes diez meses. No quería asumir que una cosa anulaba necesariamente la otra y que aquella triste píldora anticonceptiva que se estaba tomando tal vez ya estuviera de más. Porque lo justo y lo ético sería contarle las agradables novedades a Severus en cuanto lo viera, dejando cualquier otro pensamiento y deseo en un segundo plano. Y tal vez ya luego, si a él le quedaban ganas...
Que no le quedarían...
¡Maldita sea, Remus, tenías que ser así de oportuno! ¡Joder!
El instinto le decía que ahora que no iban a ser uno sino dos los elementos perturbadores de su relación las cosas se pondrían complicadas entre ella y Severus.
Muy complicadas, de hecho.
Tanto que con cualquier otro llegaría a plantearse seriamente si de verdad merecía la pena el esfuerzo que iba a tener que emplear para sacar la relación adelante.
Por suerte o por desgracia, para ella Severus estaba muy por encima de cualquier consideración sobre costo y beneficio. Sólo un mes con Severus ya había sido más increíble que la suma de todos los días pasados junto a hombres tal vez mejores pero carentes del privilegio de ser él. Sólo poder escuchar su voz de la forma en que la articulaba para ella ya hacía que Maeve diera cualquier esfuerzo por bien empleado. Sólo verle...
-Pensaba que iba a tener que entrar a buscarte, pequeño trébol.
Sólo verle por sorpresa al abrir la puerta del baño, como ahora, bastaba para que todos los inconvenientes reales o potenciales dejaran de tener peso y sentido. Para que Maeve olvidara de inmediato los motivos por los que estaba tan preocupada y pasara a reparar únicamente en él. En la forma tan característica en que el pelo le tapaba la mitad de la cara, en su manera lánguida y elegante de reclinarse en la butaca de al lado de la cómoda, en la camisa blanca semiabierta sobre el pálido pecho, en sus pies descalzos, en la excitante casualidad de que sólo una toalla húmeda la separara de estar completamente desnuda ante sus ojos, en el hecho glorioso de su presencia allí -en su habitación, junto a su cama, a escasos metros de ella- después de lo que le había parecido una eternidad sin tenerle cerca. Maeve, sintiendo que le fallaban las rodillas, se apoyó con gesto de mal fingida indiferencia en el marco de la puerta.
-Has llegado pronto, chico -le contestó- No te esperaba hasta la hora de la cena.
Una oscura ceja se arqueó burlonamente para replicarla.
-¿Y eso te disgusta?
-Mucho. ¿No me ves la cara de consternación?
Maeve no se había movido ni un centímetro de donde permanecía quieta, a la espera, respirando hondo y deseando no estar sonriendo como una idiota aunque sabía que eso era justamente lo que estaba haciendo. Fue Severus quien se levantó para acercarse. Al parecer se estaba tomando muy en serio lo de cambiar de actitud respecto a ir a ella. Maeve no creía poder expresar con palabras hasta qué punto aquello la complacía. Era una suerte que su cuerpo supiera expresarlo con creces sin necesidad de hablar.
-En realidad no -repuso él- Esta cosa que te empeñas en llamar pelo me lo impide.
Con meticulosidad y cuidado, sus dedos fueron echando hacia atrás todos los mechones de cabello húmedo que tapaban la cara y el pecho de Maeve. Una vez satisfecho con su labor le sostuvo el rostro con ambas manos y acercó el suyo, quedándose cerca pero no lo bastante como para llegar a rozarla. Le encantaba hacer aquello: hacerla esperar, ponerla nerviosa, probar los límites de su paciencia. Y a ella le encantaba que lo hiciera. La espera sólo hacía que los labios de Severus supieran el doble de bien cuando al fin los probaba.
-Pensaba que antas que nada irías a hablar con Albus. Ya sabes. Para el reporte de incidencias.
Aquella referencia a su última carta arrancó de Severus una sonrisa malévola. Sus manos dejaron el rostro de Maeve y se deslizaron por su cuello y sus hombros hasta llegar a tocar y sostener delicadamente sus pechos por encima de la toalla, como si tratara de confirmar que, en efecto, su tamaño no había variado en aquellas cinco semanas. Que la falta de novedades le complacía fue más que evidente en el hondo suspiro que acarició la boca de Maeve. La mujer notó cómo sus piernas se volvían aún más débiles; cómo por debajo de la toalla hasta el último centímetro de su piel se incendiaba y se erizaba pidiendo más caricias.
-Las necesidades estratégicas del viejo pueden esperar -susurró él, aumentando perceptiblemente la presión de sus manos sobre ella a la vez que aumentaba la tensión en su voz- Las mías no.
Después de cinco semanas sin verle, Maeve no necesitaba más que eso para ser carne licuada y brasas ardiendo. A lo largo de su vida lejos de Hogwarts había sabido de miradas que desnudaban pero no de voces como la de Severus, capaces de hacerla sentir más que desnuda, desposeída incluso de la propia piel. La voz de Severus la desvistió por completo antes de que sus hábiles manos la despojaran con impaciencia de la toalla. Sus susurros tocaron sus labios anticipando sus besos y se derramaron como chocolate caliente por su espalda antes de que lo hicieran sus demandantes caricias que delataban necesidad a gritos. Y Maeve, simplemente, se sintió incapaz de luchar contra aquella corriente que una y otra vez la arrastraba a deshacerse contra él.
-Tengo que contarte... -trató de objetar, con tan pocas ganas que apenas fue un desmayado e incitante gemido lo que salió de sus labios.
-Después.
-Pero deberías saber...
Las manos de Severus se tornaron posesivas al alcanzar sus caderas para pegarla a él. Su excitación y la urgencia por hacer algo al respecto fueron para Maeve tan inequívocos como su propia voluntad de plegarse a lo que Severus quisiera, cuando lo quisiera, como lo quisiera. De hecho, ya apenas se acordaba de que hacía escasamente diez segundos tenía algo importantísimo que hablar con él.
-He-dicho-después -siseó Severus, despacio, imperativo, extrañamente tierno por debajo del tono casi amenazador con que remarcó cada sílaba.
Esta vez los besos hambrientos fueron iniciativa de Maeve. Y fueron sus manos las que buscaron la piel blanca y tibia de Severus por debajo de la camisa que pronto estuvo en el suelo, siguiendo a la toalla en el breve camino entre la puerta del baño y la cama. Era mágico cómo envuelta en Severus, colgada de su cuello y de sus labios, a Maeve le era difícil recordar si el nombre de Remus Lupin le sonaba de algo. Y estaba mal, por una parte, muy mal, ya que lo ético sería hablar primero con él y ella no era ninguna niña que no supiera priorizar lo importante por encima de lo urgente... Pero por otra parte aquellas manos esbeltas y frías poseían algún tipo de magia sin catalogar que volvía locas todas sus terminaciones nerviosas, que anulaba su voluntad, que le hacía imposible contemplar otras posibilidades aparte de la de abrirse para él, llenarse de él y gritar de delirio hasta que le dolieran los pulmones.
-De verdad, Severus, creo que...
Severus silenció aquel último intento de razonar clavando los dedos en las caderas de Maeve y apoderándose de su boca en un beso lleno de furia que casi dolió y sin embargo dejó el cerebro de ambos vacío de cualquier pensamiento que no fuera un conciso y ardiente más. Y Maeve se abandonó por completo. Pensarque todavía estaba a tiempo de hacer lo correcto era engañarsecomo una ilusa. Decidió afrontar la realidad al verse debajo de él sobre las sábanas y asumir que si le estaba desabrochando a toda prisa los pantalones mientras él le devoraba el cuello no era porque quisiera, precisamente y en aquel justo momento, hablar del nuevo profesor de DCAO.
Dejarse guiar por el instinto era a veces, además de bueno y necesario, inevitable. Ahora mismo el instinto de Maeve estaba claramente por la labor de dejar la charla para después. Y ella, como de costumbre, pensaba seguirlo.
Su intención había sido buena. Honorable. Digna del caballero que no era pero al que a veces le gustaba emular. Al fin y al cabo -se había dicho una docena de veces en las escalas de la aparición a larga distancia desde Durmstrang- él era algo más que un jodido contenedor de hormonas con exceso de grasa capilar. Por falta de experiencia no tenía muy claro qué era y qué no era correcto cuando uno tenía una pareja, pero una parte de su conciencia consideraba que abordar su reencuentro con Maeve de forma visceral y desde cualquier perspectiva que no fuera la de la caballerosidad sería insultar lo que había entre ellos, rebajarla al nivel de una querida o una puta cuando para él era muchísimo más que eso. Otra parte de su conciencia, sin embargo, llevaba días entrando en un estado similar al de la combustión espontánea ante la sola idea de cambiar la asquerosa y tediosa frialdad de aquel rincón de Bulgaria por la calidez de Maeve y además consideraba, desvergonzadamente, que el hecho de que follaran con placer y entusiasmo conformaba el ser compañeros en la misma medida que cosas profundas y espirituales como la aceptación sin reparos, el apoyo incondicional y las charlas sobre política o literatura.
Esa parte de sí era la que había decidido, unilateralmente y sin pedirle permiso al sentido de lo correcto, -que, al fin y al cabo, ya había dominado todos sus actos durante demasiado tiempo en lo que a Maeve se refería- ignorar su preceptiva visita a Dumbledore y dirigirse en cambio a las habitaciones de ella. La que había optado por quedarse allí a pesar de ser evidente que ella se estaba duchando. La que había llegado a la conclusión de que excitarse imaginándosela bajo el agua era absolutamente correcto, la que le había permitido fantasear con esa imagen hasta estar cerca del punto de ebullición y la que, ante la tardanza de Maeve en salir a remediar su necesidad, había tomado la determinación de empezar a desvestirse para reunirse con ella.
Esa parte de sí era la que se había apoderado hasta del último resquicio de su razón al verla precariamente cubierta por aquella toalla, tan alterada en apariencia por tenerlo allí como él mismo por estar en su presencia. Esa parte de sí había mandado al carajo en décimas de segundo toda pretensión de llegar a ser o parecer un caballero para abordarla como el contenedor de hormonas que al parecer sí era y hacerle el amor con premura y ferocidad, casi al límite de lo agresivo, vengando en poco más de cinco minutos cinco espantosas semanas de privación.
Y tenía que reconocer que le estaba -al igual que Maeve, si las evidencias no lo engañaban- enormemente agradecido a aquella faceta primitiva, oscura y nada caballerosa de su ser. Los principios estaban bien pero, tal y como Maeve solía decir citando a su difunto abuelo, dejarse guiar por el instinto de vez en cuando era, más que bueno, necesario. Y a veces, como ahora, inevitable del todo.
-Lo siento -jadeó, mirando hacia el intrincado dibujo del dosel.
-¿Lo sientes? -replicó ella con incredulidad.
Estaban tendidos uno junto al otro, todavía sudorosos y sofocados, todavía respirando con dificultad.
-Ha sido un poco... Precipitado... -dijo él, entrecortadamente, a modo de explicación- Siento si...
-Ni se te ocurra sentirlo. Ha sido... Joder...
-¿Sí?
Severus se incorporó sobre un codo para mirarla desde arriba con aire arrogante y burlón. Maeve estrechó los ojos.
-No pienso regalarte el oído, bastardo -susurró. Y le miró sonriente unos momentos mientras tomaba aire para seguir hablando- Sabes que si fingiera lo notarías. Sabes perfectamente que me moría por ponerte las manos encima. Y sabes que he disfrutado esto tanto como tú. No voy a ahondar en detalles sólo para inflarte el ego.
Severus tampoco lo necesitaba. Los ojos verdes de Maeve, brillantes y todavía velados de éxtasis, eran alimento más que suficiente para su vanidad. Mientras la miraba pensó que así, extendidos como estaban sobre la almohada, los mechones húmedos de su largo cabello castaño se asemejaban a una hermosa marea de algas pardas. Se tendió de lado y volvió a posar la cabeza cerca de la de Maeve, estudiando su perfil mientras le acariciaba distraídamente los pechos y aspiraba con deleite su olor. Pensó que tendría que ser posible destilar y embotellar su aroma, poder llevar algo de aquella embriagadora esencia a todas partes con él para no sentirse nunca lejos de casa. Porque ella -su piel, su cuerpo, sus brazos, su voz- era su casa. La única casa que a lo largo de su vida había sentido como propia. La única a la que siempre querría regresar.
-¿Irás luego a hablar con Albus? -la oyó preguntar, como en sueños.
-Puede esperar a mañana. ¿Podrías tú inventar una buena excusa para no ir a cenar y... explicarme mejor eso que comentabas en tu última carta?
Las mil juguetonas promesas contenidas en aquella insinuación hicieron curvarse los labios de Maeve en una suave sonrisa. Severus encontraba fascinante la forma en que ella se sonrojaba por aquellas tonterías casi inocentes cuando apenas un par de minutos antes gemía debajo de él y gritaba cosas que le habrían ganado a cualquiera una plaza de honor en el infierno.
-Podría -aventuró, maliciosa- Pero... ¿estás seguro de que quieres dejar vuestra charla para mañana?
-¿Intentas echarme de tu cama? -preguntó él con sorna.
Maeve le dio un suave codazo en las costillas.
-Si quisiera echarte de mi cama ya habrías dado con el culo en el suelo, chico -aseguró- Intento que pienses si no prefieres dosificar las reuniones para que no te estalle el cerebro. Mañana ya tenemos programada una junta bien intensa de la que no habrá forma de escaparse.
Severus resopló y volvió a tenderse sobre la espalda, clavando los ojos en el dosel.
-Cuadrar los horarios va a ser una pequeña batalla campal -admitió con fastidio- Y acordar temarios, me temo que otro tanto. Al menos, y te aseguro que tiemblo de emoción al pensarlo, conoceremos al próximo cretino con el que Dumbledore piensa deleitarnos poniéndolo al frente de DCAO...
-Uh... No lo creo.
La súbita tensión que se había apoderado del cuerpo de Maeve fue escandalosamente obvia para Severus, aunque a primera vista nada hubiera cambiado en su postura ni en su actitud. Algo dentro de él se puso en guardia de inmediato.
-¿No lo crees? -repitió, clavando una mirada inquisitiva e irritada en el bordado del dosel como si así, amenazando a la tapicería, pudiera despejar de antemano la incógnita.
-No. Supongo que no vendrá hasta final de mes -dijo ella con demasiada despreocupación en la voz- Tiene... asuntos que le impiden hacerlo antes.
-Tú ya sabes quién es.
Fue una acusación, no una pregunta. Maeve se mordió el labio inferior y tardó al menos cinco segundos en contestar. Demasiado, se dijo Severus. Demasiado tiempo en pensar la respuesta como para poder esperar una respuesta inocua.
-Sí -dijo ella, titubeante, cerrando los ojos como el que intenta no ver el choque inevitable entre dos trenes a toda velocidad- De hecho, Severus, te vas a reír, pero...
En aquel momento, definitivamente, saltaron todas las alarmas dentro del cerebro del profesor de Pociones. Uno jamás se reía cuando le aseguraban que iba a hacerlo usando aquel tono de disculpa. Sí, Maeve tenía mucha razón al decir que había que dejarse guiar de vez en cuando por el instinto. Ahora mismo el instinto, apoyado por la experiencia, estaba diciéndole a Severus a gritos que en realidad no se iba a reír ni ahora ni en ningún momento de los próximos días. Y fiándose de él, los músculos del hombre se tensaron como si se prepararan para una larga y cruenta batalla.
Bueno, puede decirse que esta vez el conflicto no ha tardado nada en estallar. Pronto veremos qué tal se toma Severus las noticias y cómo afectan a la relación de los dos tortolitos. Espero haber atrapado vuestra atención y seguir viéndoos por aquí. ¡Un saludo a todos!
