CAPÍTULO 1.
Erguida, trató de tranquilizarse, intentaba convencerse a sí misma de que lo había logrado, a veces solo parecía ser un espejismo, una especie de ilusión óptica que terminaba desvaneciéndose como el humo de un fuego apagado. El dolor estaba allí, lacerante, como un martilló sobre su cuerpo, no sabía exactamente dónde, pero dolía, y mucho.
Pudo mirar en derredor. La luz entraba cálida por la ventana, había logrado aguantar una más, dolorosa, pero cada vez la soportaba menos. Sin embargo no se daría por vencida. No sin haberlo intentado. Había algo que anhelaba en la vida. No podía negar que le daba cierto miedo de que todo terminara incluso antes de que pudiera empezar.
Respiró profundo. Había quienes a los dieciocho años ya habían vivido de todo, e incluso recorrido el mundo. No, para Candy. Los sueños, ilusiones se quedaron en sólo eso, sueños inalcanzables. Tan sólo un milagro podía remediarlo y rogaba al cielo porqué éste se hiciera realidad, por ahora lo que necesitaba era agarrar fuerzas para su siguiente quimioterapia. Candy llevaba meses en un hospital, tras una decaída. No estaba sola a su alrededor, había personas de diferentes edades, desde pequeñitos, hasta hombres o mujeres de su misma edad, para quienes los días pasaban lentos y dolorosos, esperando un trasplante, un alma bondadosa, o un milagro.
En el hospital Candy conoció a Judi, ahora su mejor amiga. Muchas de las amistades se forman por compartir la misma opinión, el mismo gusto, tener cosas en común, ese no fue el casó de Candy y Judi, a ellas las Unión el cáncer.
Tiempo después, tras los últimos estudios médicos, Candy y Judi tenían la esperanza de haber vencido el cancer.
Candy cerró la puerta tras de sí y comenzó a guardar las llaves en la mochila que colgaba de uno de sus hombros. El llanto de un bebé sonaba a través de toda la estancia y ella se preguntó, confusa, dónde rayos se había metido su mejor amiga.
—¿ Judi? —la llamo, percibiendo como un escalofrío de miedo la recorría de arriba a abajo la espalda. No esperó respuesta en esa ocasión y empezó a subir de dos en dos los escalones que conducían al dormitorio de bebé en la planta superior. Cuando llegó al umbral de la puerta, halló al pequeño de diez meses enderezado en su cuna, aferrado a los barrotes y con el rostro húmedo y enrojecido por el llanto. Sin embargo, a pesar de eso, Candy sonrió cuando lo vio alargar sus pequeñas manos, reclamando toda su atención. Entró en la habitación para complacerlo y tomarlo en sus brazos, pero lo que definitivamente nunca esperó hallar fue a Judi tendida en el piso, inmóvil, inconsciente.
El corazón se le paralizó un segundo para rápidamente a continuación empezar a latirle a una velocidad antinarural. Dejando escapar un grito desgarrador, la mochila cayó al suelo y se precipitó hacia su amiga, casi tropezando con sus propios pies cuando se arrodilló a su lado.
Su amiga estaba extremadamente pálida y tenía un color azul en los labios. El sudor seco de su frente había hecho que el flequillo se le pegara. en el lado derecho de su cara, y se lo apartó.
—Judi, despierta —La sacudió. Pero no obtuvo respuesta. Tampoco reacción.
Los ojos de Candy se llenaron de lágrimas mientras buscaba el pulso en su muñeca, en el cuello. No se lo encontró. Conteniendo el aliento, acercó entonces la oreja a su pecho inquietantemente quieto. No respiraba. El miedo le golpeó directamente en la caja torácica y quiso salir corriendo y gritar. Pero no podía. Con el llanto inconsolable de pequeño de fondo, colocó las manos juntas entre sus senos y empezó a practicarle la reanimación cardiopulmonar. Sabía que si Judi tenía aún alguna posibilidad de sobrevivir, debía mantener el flujo de sangre oxigenada al cerebro y a otros órganos vitales. Con los dientes apretados y gruñendo entre golpe y golpe repitió la acción una y otra vez, una y otra vez, deteniéndose solo en pequeños intervalos de tiempo para acoplar su boca alrededor de la suya e insuflarle aire en los pulmones. Pero nada parecía funcionar. Nada parecía cambiar. Su amiga no reaccionaba.
—Vamos, Judi, despierta. ¡Hazlo! —Candy abrazó fuertemente a su amiga, meciendo su cuerpo inerte, sus palabras suplicantes susurran directamente en su oído—: No, no, no... Tú no.
Candy se resistía a creer que su mejor amiga se hubiera ido. Se tragó las lágrimas que le subían a los ojos e intentó dominar el pánico que cada vez se apoderaba más de ella. No era el momento de perder la cabeza. Con el llanto rasgando su garganta miró algo desorientada a su derecha, y como si se tratara de una señal divina reparó en la mochila que había dejado olvidada en el piso. ¡En ella encontraría su teléfono! Esperanzada, se apartó de Judi. No quería dejarla, pero necesitaba llamar una ambulancia. Trató de incorporarse, pero sus piernas se sentían de gelatina y optó por gatear como un infante de cuatro meses. El miedo cubría cada palmo de su cuerpo y el terror se afianzaba en estomago. Candy casi podía jurar que el suelo y las paredes se estaban hundiendo a su alrededor al tiempo que trataba de marcar correctamente los insignificantes tres dígitos que la separaban de la ayuda que necesitaba con urgencia. Cuando después de dos torpes intentos logró estabilizar el temblor de sus dedos lo justo para hacer la llamada, contuvo el aliento, demasiado asustada como para exhalar siquiera. Mientras esperaba lo que parecía una eternidad, los llantos de pequeño aún perforaban la quietud espantosa de la mañana, le herían los tímpanos y ella libraba una batalla interna.
Judi debía ser su prioridad número uno en esos momentos pero a su vez deseaba con desesperación ir hasta el pequeño, envolverlo en sus brazos y sacarlo de allí. Quería protegerlo. Resguardarlo absolutamente de todo, pero sobretodo de aquella terrible visión de ver a su madre yaciendo inmóvil frente a él.
—Emergencias, ¿en qué puedo ayudarle? —anunció de inmediato una voz femenina al otro lado de la línea.
—Mi amiga... Una ambulancia —balbuceó luchando para tomar una respiración completa a través de sus sollozos—. Ella... No respira. No reacciona. Ella... Ella...
—Señorita, necesitó que se tranquilice ¿Qué le ocurre a su amiga? —Candy llevo la vista hacia Judi. Su piel parecía cada vez más pálida y sus labios más azules y agrietados. Su pecho continuaba igual de congelado, no había movimiento de ascenso ni de descenso en él.
Entonces lo supo. Y el dolor que le atenazaba el estómago y la mantenía en una postura encorvada, se hizo más insoportable. Presa de un llanto convulsivo, las lágrimas que corrían por su rostro comenzaron a caer en cascada. No podía detenerlas. Tampoco quería. Había llegado demasiado tarde.
—Ella... Ella está muerta. —pronunció al fin, deseando que todo fuera una horrible pesadilla.
DÍAS DESPUÉS
La respiración de Candy se hizo trabajosa e hizo eco en el silencio de la habitación. Una habitación que se había quedado fría y estéril sin Judi.
Miró fijamente el lugar exacto en el que había encontrado a su mejor amiga y trató de no imaginársela, allí, tirada en el piso. Fría, pálida, inerte. Sin vida. Pero por más que lo intentó no lo consiguió. No podía apagar su mente. No podía bloquear aquella pesadilla. Judi estaba muerta. Nunca alcanzaría a ver la magnificencia y la templanza serena de un nuevo otoño. Su corazón se había detenido y latido por última vez ese verano y el mundo continuaba exactamente igual. Algo dentro de ella se resquebrajó. Lo hizo tan dramáticamente que tuvo que rodearse con los brazos para poder mantener de esa forma los pedazos rotos levemente unidos. Realmente dolía. Era un dolor indescriptible que parecía nunca remitir, no tener fin.
Solo había transcurrido una semana desde el funeral y ella tenía la extraña sensación de que había pasado toda una eternidad desde entonces. No tenía consuelo. Estaba devastada y su mente era un caos, un auténtico desastre. Del mismo modo que lo era su estado de ánimo y su aspecto desaliñado. Las fotografías expuestas ordenadamente sobre la cómoda le hicieron señas e impulsada por una fuerza desconocida, Candy caminó hacia a ellas. Levantó uno de los portarretratos a la altura de los ojos. En la imagen aparecían Judi, el pequeño y ella. Respiró trabajosamente luchando contra el dolor que le provocaba saber que aquella instantánea fotografia había sido la última de los tres juntos. Del pequeño con sus dos mamás.
Por que quería al pequeño como si fuera su propio hijo. Se había ocupado de él desde su nacimiento, y entre Daniel y ella se había formado un fuerte vínculo. Posiblemente sería el único hijo que alguna vez tendría. Había padecido leucemia durante tantos años, y era muy probable que los tratamientos agresivos que le habían salvado la vida, la hubieran dejado estéril o con muy pocas posibilidades de concebir algún día. Miró la segunda fotografia, la expresión sonriente de su amiga se veía de pronto borrosa. La humedad comenzó a recorrerle las mejillas a Candy mientras que desesperada por volver a ver la imagen con nitidez, pegó la fotografía más a su rostro y achicó más los ojos.
Tenía el marco agarrado con ambas manos y con tanta fuerza que pensó que se rompería en cientos de pedazos. Le asaltó una oleada de sentimientos confusos: desasosiego, ira, incredulidad. Todo su mundo se había derrumbado. Nunca antes se había sentido tan feliz y tranquila como ese día, que enseñaba la fotografía, después de todo, se suponía, que Judi y ella habían conseguido burlar a la muerte.
Pero en un instante esa felicidad se había desvanecido y la tragedia había golpeado duramente en su puerta.
Si tan solo Dios pudiera concederle un deseo en esos momentos le pediría que le enviara Judi de vuelta. Unos minutos, al menos, los suficientes para poder abrazarla y decirle que la quería y que no la olvidara. ¿Por qué Dios no le concedía su deseo? ¿Había incumplido alguno de sus mandamientos y por esa razón no merecía su misericordia?
¡Por favor, perdóname! ¡Lo siento! Solo quiero verla. Una vez más. ¡Solo una vez más, te lo ruego!
A quién quería engañar Ni Dios, ni ninguna extraña fuerza sobrenatural la traería de regreso. La mano voló hacia su boca. El rostro le escocía por las gotas saladas que parecían quemarla como ácido. Pensó seriamente en que su cuerpo se deshidrataría por tantas lágrimas. ¿Alguna vez se acabarían? Negando con la cabeza, Candy se enjugó la humedad en sus mejillas y llevó todas y cada una de las fotografías a la maleta que había colocado sobre la cama. La había arrastrado hasta el dormitorio para meter en ella los bienes más preciados de su amiga, aparte de una pequeña selección de su ropa. El resto lo donaría a la iglesia para que lo repartiera entre las personas más necesitadas, tal y como le hubiera gustado a Judi.
En cuanto obtuviera la documentación que le permitiría sacar del país a Daniel su pequeño, El regalo más hermoso que le pudo dejar Judi sin problema, cogería el primer avión y no miraría atrás.
Aquel sería el principio de una nueva vida para los dos, Inglaterra, su tierra de origen, parecía un buen destino para empezar. Allí no solo contaría con Ulices, el padrino de Su pequeño Daniel y su amigo, sino que tendría también a sus padres cerca. Iba siendo hora de regresar a casa, y mientras más distancia pusiera entre las leyes y la justicia americana, mejor.
Tenía mucho que esconder y mucho más que perder.
Sus peores temores le sirvieron para recordar que le faltaba un lugar por inspeccionar. Aquel en donde Judi guardaba cualquier documento que fuera importante para ella y para su pequeño.
Se sentó en el borde del colchón e inhaló profundamente antes de abrir un cajón en concreto de la mesa de noche. La cama, la colcha, las sábanas, todo seguía oliendo a ella. Candy advirtió con sorpresa que estaba temblando cuando sacó del interior dos diarios grandes con el mismo toque vintage que tanto le encantaba ambas.
¿Pero qué Diablos... ?
Sometida a la más grande incertidumbre acarició las tapas de corteza natural hechas a mano y comprobó que uno de ellos tenía dos cierres mientras que el otro no.
Intrigada, abrió el único al que, de momento, podía acceder y de sus páginas cayeron dos sobres. Al igual que los diarios, solamente uno de ellos estaba sellado a cal y canto.
El corazón de Candy latió fuerte mientras desdoblaba la carta que había en su interior. Reconoció la escritura al instante la letra de Judi.
Querida Amiga
Se supone que esta es una carta, querida mía, y que como tal, debería comenzar distinto. Pero, déjame decirte, con total sinceridad, que no sé cómo debería empezar una carta de este calibre. He escrito tanto en este tiempo, en esos diarios que tanta curiosidad te daban, que ahora que estoy tan cerca del final, no sé si lo lograré. Y es un poco tonto el pensar que a tres metros de la meta, sienta este miedo. Pero dicen que en la puerta del horno a veces se quema el pan. Y yo me siento así. Como si al terminar de escribir esta carta, mi misión en esta vida hubiera concluido. Y, pese a que no le tengo pánico a la muerte, le robo algunos instantes más a la vida, aferrándome al último atisbo de esperanza que me queda.
Cuando emprendí esta travesía, lo hice con el claro conocimiento de que quizás no iba a poder terminar mi empresa. Sé que morí. Que mi cuerpo fue enterrado en el cementerio local y que lo debes estar pasando terriblemente mal. Le dije a Ulises que estuviera contigo, y sé que así estará haciendo. Discúlpalo por no decirte que tenía este paquete para ti de mi parte, pero le hice prometer que solo lo haría cuando estuvieras mucho más tranquila. Sé que volver a saber de mí, de este modo, abre de nuevo la herida, y el resentimiento.
Quiero tener la oportunidad de explicarte todo desde el principio. Pero antes, tengo que decirte lo mucho que me duele hacerte pasar por esta situación. Perdóname, Candy. No me arrepiento de Daniel, ni de mi decisión de tenerlo. Él es un bebé indefenso que no tiene la culpa de nada y que merece vivir. Nunca quise ponerte en la misma tesitura terrible por la que tuve que pasar cuando el médico me sugirió un aborto debido a mi condición. Tampoco quería que me vieras diferente. Ambas sabemos cómo es esto ¿no?. Y que, aunque digamos que no, la noticia de un nuevo foco de cáncer destroza tu vida entera, se traga tus sueños e ilusiones y te sientes caer en un abismo del que nunca vas a poder salir. Cuando lo supe, estuve fuera de mí por varios días. Y no quería hacerte pasar por lo mismo. Quería poder vivir mi embarazo como una mujer normal. No como alguien demasiado frágil para traer al mundo a otro ser humano. Quizás pude ser egoísta porque Daniel nunca conocerá a su madre, pero te tiene a ti. Te juro, que de haber existido alguna manera, por pequeña que fuera de que Daniel tuviera a su madre, no hubiera dudado en ningún momento. Sé que una quimioterapia durante el embarazo no es indicativo que el bebé tendrá alguna complicación; pero también es bastante probable que no llegara a buen término. Mi cáncer era agresivo. Devastador. No había nada que pudiera cambiar eso. No era un cheque al portador, era un proceso que tenía mi nombre y apellido. Así que tome la decisión de darle la vida a mi hijo cruelmente poniendo mi muerte. Afortunadamente no todo fue mal, Candy. Ahora hay un precioso niño que necesita una mamá, y una mujer maravillosa que está lista para serlo. Por favor, cuídalo mucho por mí. Como quien dice, te dejé el marrón. Pero no pude encontrar otra opción. Lamento hacerte esto. Lamento mucho todo. Me hubiera gustado que fuera diferente, más tenemos que vivir en la realidad y asumir las cosas que hacemos. No quiero dejarte sola, Candy. Siento el borrón y la mancha. No vayas a pensar que es una lágrima. Las chicas monas del pabellón 4, del piso 6 y habitación 604, siempre muestran una sonrisa en la adversidad. ¿Lo recuerdas, cariño? ¿Cumplirás ese pacto, verdad? Tengo tanto que explicarte, tanto que decirles a ti y a Daniel. No estaré físicamente presente, pero quiero formar parte de sus vidas, es por ello, que me tomé la libertad de hacer dos diarios con mis pensamientos y consejos, con mis memorias. Uno es para Daniel, para que no olvide a su madre. Que, pese a que puede sonar demandante, Candy, te pido que le hables a mi hijo de mí. No quiero ser solo un fantasma en su pasado, alguien que alguna vez vio pero que no recordará. He tenido que ser madre de un bebé, de un niño, de un adolescente y un adulto, sin que él naciera aún. Poniéndome en los zapatos de las situaciones y anhelando más que nunca poder estar allí para verlo correr en su primera clase en el colegio. O curarlo después de su primera pelea por una chica. Espero que cuando elija una muchacha, esta sea digna de él. Digna del hijo que vas a criar y a entregarle. Búscame cuando me necesites, Candy, porque impregné las páginas de tu diario con un poco de mi alma, en un intento de no ser olvidada. Ves, cómo sí soy egoísta. No tengo una bola de cristal para saber qué es lo que te depara el futuro, amiga mía; pero espero inspirarte y darte los ánimos que necesitas para poder ser fuerte. Para ver el mañana como una nueva oportunidad. Ahora que mi vida se apaga como una llama en un candil, no puedo evitar repasar mi vida y arrepentirme de las veces que dije que me daría por vencida. No me estoy dando por vencida, Candy. Para mí, no hay solución, por eso, elijo vivir plenamente.
Si hay algo que quiero pedirte. Hay un capítulo en el que te cuento cómo conocí al padre de Daniel. No quiero que piense que fue solo el producto de una aventura, de un error. Sé que pido mucho, porque es ocultar gran parte de la verdad de lo que pasó aquella noche. Dicen que una golondrina no hace la primavera, pero no quiero que se sienta mal. Puede que no fuera un niño buscado, deseado, pero si muy esperado por mí. Por ti. Tampoco quiero que estés triste, pequeña amiga. Sé que prometimos viajar y conocer el mundo. Es una promesa que no cumpliré, al menos no en esta vida. Si Dios nos permite volver a encontrarnos, espero tener más tiempo para cumplirla y compensarte. Quiero creer que luego de morir hay algún tipo de cielo. Siempre me has dicho que lo hay, pero sabes que nadie ha regresado para contarnos cómo es. Sé feliz, amiga mía. ¡Te lo mereces! Y, espero que Dios te bendiga con un hombre que vea el brillo de la joya que tiene delante de sus ojos. Pero aún hay algo que me preocupa y no puedo dejarlo pasar. Tengo que hablarte de ello. Hay una posibilidad de que Daniel tenga alguna enfermedad, o que nazca con mí mismo mal. Ruego a Dios que no sea de esa manera. Pero de serlo, en el mismo sobre donde se encuentran los diarios, hay una carta lacrada. En ella encontraras toda la información que pude recopilar del padre de Daniel. Espero que nunca tengas que utilizarla, porque si lo hicieras, entonces significaría que la vida de mi hijo está en riesgo. No lo busques de no ser algo de vida o muerte.
Cuando supe que estaba en cinta, intenté buscarlo y, al ser recepcionista del hotel que frecuentaba, un buen día me tropecé con él en el lobby del mismo hotel donde nos conocimos y lo único que masculló fue una somera disculpa. Supongo que debido a mi inmensa barriga y a mi frágil condición. Al cogerme del codo, pensé lo peor. Que él lo sabía, que se había dado cuenta que era la misma muchacha que lo había acompañado luego de su trabajo aquella noche. Y sentí miedo, por el niño que crecía en mi interior. Pero, a la vez, me embargó la felicidad. Daniel se movió en mi vientre sintiendo la abrumadora presencia magnética de su padre.
Mi sorpresa y mi desunión fue cuando solo me ayudó llegar a una silla y después se dirigió sin más hacia el administrador del hotel. No me reconoció en lo más mínimo y la calma me ayudó a no echarme a llorar. Mi hijo estaba a salvo. Así que, por favor, Candy, no lo busques. Porque comprendí que para él, había sido solo una mujer más. Un alma más entre los veinte millones de neoyorquinos que a diario abren los ojos y atestan la concurrida, pero elegante ciudad.
Creo que es momento de despedirme. Me voy con una sonrisa en los labios porque sé que Daniel estará en las mejores manos. Que harás hasta lo imposible para que mi pequeñajo sea feliz. Gracias por todo, Pecas, y recuerda que esto no es un adiós. Siempre estaré contigo. Siempre seré tu hermana.
Te quiero. Judi.
DOS AÑOS Y SIETE MESES DESPUÉS.
Cuando al fin logró salir al exterior, Candy sintió unas terribles ganas de vomitar. La rabia, la frustración, el enervante calor y ruido de la ciudad, eran parte de aquel licuado que se convertiría en un desagradable cóctel. La ciudad eterna, a principios de septiembre, le había dado una calurosa bienvenida. Le dolía la cabeza. Llevaba bastante tiempo con aquel insistente padecimiento. Era como si todos los días se repitiera la misma película. Se levantaba con una presión interna y en el transcurso del día lo único que hacía era empeorar, como si estuviera programada para ajustar la presión de su cerebro a una hora determinada del día. Se pasó las palmas de las manos por el cabello con desesperación. No había luz al final del túnel. Echó una rápida ojeada al imponente edificio que había dejado atrás: Las empresas Grandchester. Aún resonaba en sus oídos las palabras de la secretaria del todopoderoso señor Terrence Grandchester. Bufó. De verdad, aquel hombre se las daba de Don Importante. ¡Quería gritar! ¡Estaba furiosa! No podía creer que hubiera perdido toda la mañana esperando a un tipo que no había tenido escrúpulos para cancelar sus citas por el resto del día. ¡Maldición! ¡Ella ni siquiera tenía una cita! Había recorrido muchos kilómetros para poder tener un segundo de su tiempo.
Tenía que hablarle. No podía irse sin decirle que tenía un hijo pequeño de tres años del que no tenía ni la más remota idea. Le urgía contarle lo mucho que necesitaba su ayuda para salvar al pequeño que estaba hospitalizado. Aquello era lo más importante. Daniel no podía esperar hasta que a su padre le diera la gana de recibirla, de hacerle un pequeño hueco en su apretada agenda. ¡Su pequeño no podía esperar dos meses más! Enfadada, Candy se limpió las lágrimas de un manotazo. ¿En qué momento había empezado a llorar? Caminó por la acera caliente, sin importarle que el sol fuera demasiado agresivo para su blanquecina piel. Fue a hasta allí con una única misión en mente: cumplir una promesa. Hacía tres años que Judi, su mejor amiga y madre biológica de Daniel, se había ido. Aún recordaba con mucho dolor su pérdida. No había sido nada fácil acostumbrarse a estar sin ella. Judi había estado en los momentos más difíciles de su vida y sentía como si le hubieran arrancado una parte esencial de su alma. Se conocieron en un hospital de New York, cuando ambas se sometían a sus respectivos tratamientos de cáncer, y su amistad prosperó con rapidez. No había hecho falta demasiado para ser amigas. Fue como en el jardín de infantes donde solo importaba ser uno mismo. Lo demás, era algo demasiado superfluo como para tomarlo en cuenta. Cuando se combatía cada día para despertar una mañana más, uno llegaba a comprender lo efímera que podía ser la vida. Un simple soplo de viento fresco en medio del verano, incluso, menos. Muchas de sus amistades parecían vivir en el mundo de los sueños e irse con el velo de la noche. La oscuridad permanente solía rondar las noches en el pabellón de neoplásicas para deshojar margaritas. El cáncer era una enfermedad terrible, destructiva. Muy difícil de combatir y erradicar. Afortunadamente, no era imposible. Con tiempo, dedicación y mucha fuerza, se podía lograr. Pero era muy desgastante, agotador. Cuando ambas mejoraron, cuando creyó que ambas habían vencido la temible enfermedad, se prometieron mantenerse juntas y unidas, cuidarse mutuamente en un frente común. Irían a recorrer el mundo, pero primero pasarían una temporada con los padres de Candy. Pero Judi había quedado embarazada de Daniel y poco a poco, esos sueños se habían ido postergando y postergando. Luego de que el pequeño naciera, Candy pensó que podrían viajar los tres. Pero no fue así. Judi se había ido. Se había ido sin aviso alguno. Se fue, como se caen las hojas de los árboles en otoño. Quizás nunca le perdonaría que no le confesara la verdad. Judi había tenido un nuevo y agresivo brote de cáncer mucho antes de la concepción de Daniel y había callado. Estuvo casi seis meses, posterior al nacimiento de Daniel, luchando de nuevo, contra una cruel enfermedad en silencio. Siempre cansada, ojerosa y con un libro bajo el brazo. Siempre que llegaba, la encontraba sentada a la mesa de la cocina del apartamento que alquilaban en conjunto, con una pluma sobre el libro. Candy le había preguntado en más de una ocasión qué tramaba. Judi solo sonreía dulcemente y le aseguraba que llegado el momento conocería la respuesta. No había mentido. Ella había conocido la respuesta. La triste respuesta. Por desgracia, ni siquiera había errado en el peor de sus vaticinios. Su temor más grande estaba en que Daniel tuviera alguna enfermedad, que necesitara una donación de órganos. No había que ser demasiado erudito para reconocer que con su madre biológica muerta y con un padre ausente, las posibilidades de su pequeño eran bastante escasas. Por lo que, avizorando el futuro, Judi había intentado cerrar cada hilo argumentativo de su pasado. Candy sabía que su amiga era huérfana, por lo que, de necesitar Daniel donantes, su única posibilidad pasaba por la familia paterna. Candy se preguntó, no por primera vez esa mañana, si las predicciones de su amiga continuarían siendo igual de acertadas. Ella no era nada de Daniel, no biológicamente. Sabía que Judi había puesto su nombre como madre biológica del niño. Ulises, el padrino de Daniel la ayudó a llevarlo a cabo. Su amiga había dado a luz en casa, con la asistencia de Ulises y al inscribir al pequeño en los padrones nacionales habían cometido fraude. Eso no solo ponía en riesgo a Daniel, sino también a Ulises. Incluso el trabajo como enfermero de su amigo en el hospital de cáncer de New York peligraría. Allí lo habían conocido. Ulises Blaine, un encantador y risueño enfermero al que podías comprar con una tableta de chocolate para colar algunas cosas prohibidas en la habitación. Él era siempre tan comprensivo, que se había ganado rápidamente el amor de todos. Y una vez que estuvieron fuera, la amistad no hizo más que seguir aflorando.
Candy volvió a mirar la tarjeta que sostenía en la mano. El nombre de Terrence Grandchester no le había dicho absolutamente nada, ni a ella ni a Ulises. En la tarjeta decía que sus oficinas estaban en Escocia Y llevaba un número telefónico. Estuvo completamente decidida a marcarle en una oportunidad.
Esa misma tarde, Ulises llegó a su casa con el corazón en la boca y con el portátil bajo el brazo. «¡ Ni se te ocurra llamar a ese teléfono!» Le había advertido. Ulises había utilizado sus instintos detectivescos y de stalker profesional y había descubierto que el padre de Daniel era uno de los hombres más poderosos de Escocia, político y empresario multimillonario, para agrandar su poder, el hombre pertenecía a la nobleza. Candy se preguntó, como seguía existiendo ese lazo de sangre azul, increíblemente existía. Y para prueba Terrence Grandchester.
Ulicess también le mostró más de un puñado de noticias sobre el hombre y la valuación de su empresa. Era tan rico como Midas. El miedo la paralizó.
Candy no podía simplemente llamar para decirle que tenía un hijo que necesitaba parte de su médula para subsistir. Seguramente él creería que se trataba de alguna cazafortunas dispuesta a sacarle miles de euros o de alguna maldita broma. No, no podía. Lo que tenía que hablar con él lo haría personalmente. Por eso tenía que ser valiente, y recordar por qué hacía todo aquello. Daniel estaba primero. Siempre. Una sonrisa bobalicona de enamorada creció en su rostro. Y sí, ella estaba enamorada de su pequeño hombrecito. Él era su vida entera las veinticuatro horas del día. Una auténtica bendición para quien había estado en remisión completa luego de tener leucemia.
Candy era una sobreviviente, y justamente, dada su condición, sabía de la alta tasa de infertilidad. Por lo que Daniel llenaba su corazón de una manera única. No importaba que no fuera sangre de su sangre. Lo sentía tan suyo como si ella misma lo hubiera dado a luz. Le había prometido a su amiga, en la tumba, que haría lo que fuera necesario para hacerlo completamente feliz, para mantenerlo siempre a salvo. ¡Y eso haría! Estaba dispuesta a arrancar una estrella del cielo si con ella podía ofrecerle un rayo de esperanza a su hijo. No permitiría que nunca, nada, lo hiciera sufrir. Y ahora esperaba conseguir justo eso: una esperanza para Daniel. Por eso tenía que hablar con Terrence Grandchester con urgencia. El tema no se podía dilatar por más tiempo.
Miró de izquierda a derecha antes de cruzar por la calzada. Necesitaba encontrarlo pronto. Se sacudió, soltando algunos mechones rizados de su rebelde recogido.
Pero, oh, Dios, ¿qué iba hacer ahora? Se sentía al bordé de la histeria, comenzó a sonar en su móvil, sacándola de su ensimismamiento.
Buscó el aparatillo dentro del bolso,
—Hola —dijo ella,
—Buenas noches hermosa —Escuchó a su amigo poniendo de manifiesto sus mejores dotes interpretativas e imaginó que sus ojos azules estarían brillando con picardía en ese momento—. Su misión, si decide aceptarla, consistirá en que cuando vea al semental inglés, deberá enseñarle un pezón y prometerle que si quiere ver el resto, tendrá que invitarla a su mansión. Sospecho que habrá muchos sofás. Candy estalló en una carcajada ante el divertido monólogo de su amigo. Él siempre lograba levantar su ánimo. ¡Era increíble!
—Y como ya sabe —continuó Ulises con total seriedad—, si usted o algún miembro de su inexistente bandada de groupies son encarceladas por histerismo y trasladadas al mejor psiquiátrico del país, la secretaría negará tener conocimiento de sus acciones, y cuando se vaya a secuestrar políticos nobles díganos desde el inicio quién es el pobre elegido.
—Y en un tono de androide, anunció—. Este mensaje se autodestruirá en cinco segundos. Cinco, cuatro, tres… Cuando la joven, después de un ataque de risa incontenible, consideró que podría articular correctamente las palabras, auguró casi atragantándose:
—Honestamente, creo que tu idea para esta misión es la más desastrosa que he escuchado nunca.
—Muñeca —Comenzó él, con fingida ofensa—, al igual que el resto del personal médico en New York, soy el único hombre que puede constatar que no usas calcetines para rellenar el sujetador, y que tienes unos pechos naturales preciosos, qué más quisieran muchas siliconadas por ahí. El semental Grandchester en cuanto visualice el adelanto de lo que podrías ofrecerle más tarde, al completo, se volverá loco y su primera parada será al servicio más… —Gimió de manera escandalosa—. Al servicio más a mano.
—Eres un cerdo pervertido —le espetó ella, poniendo los ojos en blanco y negando. Las risas al otro lado del aparato fueron más estridentes.
—Puede ser, pero igualmente me amas, no lo niegues. Hubo una acobardada pausa y de repente escuchó la pregunta del millón: —¿ Qué ha sucedido, pecas? ¿Pudiste hablar con ese hombre? Candy notó como los ojos se le anegaban en abrasadoras lágrimas y combatió para retenerlas. Se sentía frustrada, fracasada, pero sobre todo, se sentía inútil. Le había fallado a Daniel. Ahogando el incipiente llanto, respiro hondamente y dijo:
—No sé qué hacer, Uli. Quiero regresar mañana mismo a casa. A más tardar a última hora del día. Dani sigue ingresado y yo no estoy con él… —Se le quebró la voz. Era casi una odisea el mantenerse apartada del niño tanto tiempo.
—Tienes que creer, Candy. No te puedes dar por vencida. ¿Qué pasaba si empeoraba? ¿Si necesitaba algún medicamento difícil de conseguir, y la requerían?
Candy se llevó una mano a la frente, estaba a punto de llorar de nuevo. Necesitaba ayuda divina, porque solo Dios lograría que encontrara a aquel hombre. Parecía que era más fácil hablar con el Rey, antes de encontrar a aquel maldito hombre… Sus descorazonados pensamientos quedaron relegados a un segundo plano cuando, de pronto, se fijó en uno de los periódicos que estaban apilados en un separador negro en la parte de afuera del kiosco. Corrió hacia él y lo cogió del montón bajo la atenta mirada del vendedor. A ella no le importó. Candy estiró el diario y simplemente leyó:
Terrence Grandchester ofrece su campaña política en el lujoso palacio Grandchester.
—Uli, espera un minuto.
—¿ Qué pasa, cariño? ¿Te encuentras bien? Pero Candy hizo caso omiso, más concentrada en hacer buen uso de la grandiosa tecnología. Entró en el navegador y colocó Palacio Grandchester Aquella máquina tenía que servir para algo más que para ver redes sociales y responder llamadas.
—¿ pecas?
—Un momento, un momento, por favor —pidió, tecleando rápidamente el titular. Candy escuchó un gruñido proveniente del vendedor de los diarios—. ¿Quanto costa? —preguntó . El vendedor le dijo el precio y la mujer se apresuró a rebuscar en su cartera las monedas—. Gracias, .
—¡ Candy, por Jesús bendito, me tienes en ascuas!
—¡ Tiene un mitin, Uli! ¡Por eso no fue a su despacho hoy! ¡Tiene una campaña política! Ella tecleó rápidamente y le leyó a su amigo algunos de los párrafos que mencionaban que Terrunce Grandchester no solo era un diputado afamado, sino el candidato que muchos colocaban próximamente en el sillón de presidencia de su partido. Ulises respondió con una ligera risita:
—Vaya, un político de derechas. ¡Qué buen ojo clínico tuvo Judi!
—Eso no es lo importante ahora —agregó ella compartiendo la información que podía leer en el Google —. ¿Uli, sabes lo que significa eso?
—Si, asistiremos al palacio, lo seducirás y le pedirás que te acompañe hasta nuestro hotel. Una vez allí dialogaremos con él. Si se niega a cooperar por las buenas siempre podremos maniatarlo y secuestrarlo. ¿Crees que nos cobrarán mucho en facturación por exceso de equipaje?
—¿ Y no se te ocurre algo menos… Ilícito? —De acuerdo, pecas, pensaré en otra alternativa. Una más… Aburrida —la imitó chistoso.
Ya en los aledaños, Candy y Ulises habían podido ver las primeras banderas inglesas que ondeaban bajo el sol abrasador de la tarde, y que le habían permitido orientarse como cualquier forastero despistado. Después de soportar lo que les había parecido una cola interminable, habían logrado ser dos de los más de diez mil afortunados que atestaban el interior del Palacio y que no tendrían que ver el mitin desde una gigantesca pantalla en el exterior. Dentro, mientras los asistentes que aguardaban se hacían selfies y los medios de comunicación hablaban de política, Candy miraba nerviosamente hacia el escenario en el que vería por primera vez en persona al hombre que podía tener el futuro de su hijo en sus manos. Convencida de que las rodillas se le doblarían de un momento a otro, se aferró al brazo de Ulises con tanta fuerza, que posiblemente le dejaría marcas. Sin embargo a él no pareció importarle. Cuando se convenció a sí misma de hacer aquello nunca imaginó que sería fácil.
Pero cualquier miedo, cualquier vacilación, se eliminaba de su sistema cuando pensaba en Daniel. De pronto, las luces la cegaron unos segundos antes de que, con puntualidad inglesa, comenzaran a salir al escenario todos y cada uno de los integrantes del partido conservador de centro derecha. Los ingleses presentes se habían puesto en pie, dando palmas atronadoramente y ondeando al aire acondicionado telas con franjas verticales de color, blanco y rojo. Candy, en cambio, estaba demasiado ocupada buscando con la mirada al protagonista de una historia que su amiga Judi había comenzado a escribir tres años atrás, y en el instante en que lo divisó, el corazón le latió con tanta violencia que le resultó doloroso. Terrence Grandchester. Él era glorioso. Era alto, de hombros anchos, de cadera estrecha, con un rostro coronado por un grueso cabello castaño y una barba afeitada. Cada rasgo de su aspecto parecía cincelado. De acuerdo, tenía que admitir que Judi no había exagerado, ni un ápice, en las descripciones que había plasmado en su diario de él. El hombre era extremadamente atractivo. Y sí, tenía un magnetismo sexual que haría a cualquier mujer sentirse halagada por una sola de sus atenciones. Candy entendió en ese instante, mejor que nunca, que su amiga hubiera perdido la cabeza por él una noche. Pero ella no era Judi. Terrence Grandchester no podía deslumbrarla con su preciosa envoltura ni con sus cantos de tritón, porque no le importaba en absoluto. ¡En absoluto! Él solo era el medio para un propósito: salvar a Daniel. Un par de teloneros calentaron la patria allí reunida, cargos provinciales y autonómicos, pero en el instante en el que Terrence ocupó el púlpito y desplegó su discurso, el público enloqueció. Eufóricos aplaudían a rabiar y se levantaban y aplaudían más fuerte aún, produciendo un momento catártico en el Palacio.
—¡ Cualquier cosa es válida con tal de prevalecer! —criticaba en un tono elevado, seguro—. ¡Da igual el daño que se le haga al país! ¡Dicen ser defensores de la Patria, y son sus mayores destructores! Terrence Grandchester, sin lugar a duda, sabía como estimular y captar la atención de la gente. Sonaba creíble, poseía el don de la comunicación y lo envolvía un eje de autoridad y agresividad que lo convertían en un auténtico líder. En un referente capaz de guiar a toda una nación. En tiempos de incertidumbre política, de crisis, su firmeza y resolución proporcionaban seguridad a los ciudadanos, y ponían el combustible en una máquina diseñada solo para gobernar. A Candy no le extrañó que su nombre sonara fuertemente como el posible sucesor en el liderazgo de su partido. No solo lo querían en el congreso como un diputado más, sino en el sillón presidencial. ¿Y por qué no? Terrence tenía una trayectoria imparable, impecable, como había podido curiosear en internet. Muchos creían firmemente que si se lo proponía acabaría ocupando en un futuro no muy lejano el Palazzo Grandchester. Junto a Gia, Su prometida y Daniel. Ella nunca tendría cabida en ese mundo. En su mundo. No pertenecía a él ni quería. Egoístamente, ni siquiera quería que Daniel formara parte de él. Le asaltó una oleada de sentimiento de ira, incredulidad, mientras repasaba concienzudamente a la mujer que permanecía de pie, en uno de los laterales del escenario, junto a varias personas más. No le daba la impresión de desprender cercanía, por el contrario, parecía envarada y lejana. Por lo que había podido investigar por su cuenta en los últimos días, siempre parecía estar más pendiente de su imagen. Ese día, por ejemplo, Gia había elegido un estiloso vestido rosa palo entallado, por debajo de la rodilla y sin mangas, complementándolo con una melena rubia y lisa peinada hacia atrás con efecto wet. Sí, todo un icónico de belleza y elegancia. Una auténtica Stacy Malibú en carne y hueso.
El eco de las voces de Terrence repercutía por encima de Candy. Estaba tan sumergida en sus propios pensamientos que tardó un tiempo en reaccionar, y cuando finalmente lo hizo, fue para escuchar el cierre de aquel espectáculo.
—¡ Nosotros siempre estaremos de lado de la moderación y en el progresismo integrador. Pensando en lo que es mejor para nuestro país, en la paz social, en el consenso, en avanzar todos juntos hacia el futuro sin dejar a nadie en el camino!
—Debo reconocer que tiene carisma —sentenció Ulises contra su oído cuando la música empezó a sonar de nuevo para despedir a los protagonistas—. Alguien capaz de vender miel a un apicultor. ¡Dios, hasta yo le votaría! Candy pensó, con disgusto, que hasta ella misma le votaría. ¡Pero no lo admitiría!
—A mi parecer, solamente es un autócrata con complejo de showman. Pero a su lado, Ulises la ignoraba. Con una mueca de estárselo pasando en grande, observaba entretenido como Grandchester y los suyos habían bajado del escenario para saludar, personalmente, algunos de los allí presentes.
El público, mayormente femenino, parecía dejar un rastro de babas por allá donde pasaba.
—El mundo está peor de lo que pensaba. Las palabras de Candy pusieron una enorme sonrisa en el rostro de su amigo, y fue casi suficiente para derretir sus nervios. Casi.
—Creía que eras una rojilla civilizada con la derecha. Deja de gruñir como una comunista resentida. Las masas parecen adorarlo, se le tiran encima, y él parece muy cómodo hablando con la gente.
—Eso es solamente porque es la única oportunidad que tienen de darle la mano a un político de altos vuelos. Además, está haciendo campaña. ¿Qué piensas que va a hacer?
—Lo único que pienso al respecto en estos momentos, pecas, es que debes quitar esa cara de agria que tienes y enseñar algo más de canalillo —Tal vez aquello debería haberla hecho enojar, pero no pudo evitar reírse—. ¿Qué? He leído que muchos políticos necesitan sexo en campaña.
—Pero él ya tiene con quien desfogarse. Cuando el inglés comenzó a acercarse hacia su zona, Candy sintió como su amigo enlazaba el brazo en su codo y la arrastraba hacia él.
—Es nuestra gran oportunidad, pecas. Él avanzó un paso más, suficiente para que Candy se diera cuenta de lo alto que era. Se quedó sin aliento al ver en él los mismos ojos verde azules de Daniel. Incluso su cabello castaño, era idéntico al de su pequeño. Sin duda, nadie podía negar que su bebé llevaba inscrito el apellido Grandchester en muchos de sus rasgos. Candy respiró nerviosa. El aroma de la colonia y la proximidad del fuerte cuerpo, le provocaban un efecto desastroso en el sistema nervioso y en todo su ser. Pero trató de dominarse para hablar sin trabas:
—Necesito decirle algo importante. Es personal.
Terrence Grandchester alzó las cejas, sorprendido, y los estudió con interés unos segundos antes de preguntar:
—¿ Nos conocemos?
Por Cristo. ¿No podía pronunciar palabra por qué estaba aterrada o por qué se había quedado muda? La suerte, el destino o quién perversamente la hubiera impulsado a ese tramposo enredo, ya debía estarse frotando las manos, porque nada bueno, por muy noble que fuera la causa, podía nacer de una mentira.
—¿ Sucede algo? —Volvió a insistir Terrence. Por suerte o por desgracia, Ulises sencillamente parecía haber nacido en Inglaterra que se manejaba a las mil maravillas, igual que lo había hecho Judi. En cambio ella, no podía ni moverse.
—Tenemos algo importarte que decirle, señor Grandchester. Algo que no puede esperar. El atractivo hombre los observó, expectante. Después de una pausa, los instó a dar unos pasos con él, para alejarse de posibles curiosos.
—Este quizás no es el lugar ni el momento más idóneo —empezó diciendo mientras echaba un rápido vistazo a la multitud que se iba dispersando lentamente por el recinto. Algunos habían comenzado a retirarse ya. Con los nervios pasándole factura, la muchacha recobró la voz y puso sonido a lo que pretendía ser un oculto pensamiento:
—¿ Y cuándo es el lugar y el momento más idóneo para usted, milord? Porque esta mañana en sus oficinas no sería. Cinco minutos de su tiempo deben estar realmente muy cotizados, cómo para dárselos a alguien como yo. Candy se había armado de valor para mantenerle la mirada justo en el peor instante. Y es que obviamente su actitud contestataria no le había sentado nada bien. Lo decía su semblante súbitamente serio, su mandíbula tensa y como sus cautivadores ojos, de un verde azul insólito, la contemplaban irritados.
—¡ Dios mío! Cuánta cordialidad flota en el ambiente —bufó Ulises ante la manifiesta tirantez entre el político y su amiga—. Me rompe el corazón tener que cortar tan entusiasta charla pero Candy tiene algo de vital importancia que decirle, Señor. Tiró de ella con gentileza hasta casi pegarla a Grandchester, quién le sacaba más de una cabeza de altura.
—Adelante, pecas, es para hoy. Con el pulso acelerado, levantó la vista hacía el hombre que parecía querer estrangularla, pero las palabras se le quedaron a mitad de camino, en la garganta.
—Vamos, Candy, díselo. Se me están durmiendo las nalgas de estar aquí parado —La apremiaba Ulises, agarrándola del brazo para emitirle confianza—. No demores más todo este asunto. La joven bajó los párpados, avergonzada. No sabía exactamente por dónde empezar, y es que lanzar semejante bomba de relojería a punto de reventar no resultaba fácil.
—¿ Decirme el qué? —Terrence estaba inmóvil y su semblante se había ensombrecido, con los ojos clavados en la nerviosa joven—. De qué se trata todo este…
—¡ Se trata, de que es padre de un niño de tres años! ¡De mi hijo! –desveló Candy, apresuradamente y sin anestesiar. La cara del hombre ante el descubrimiento de una desconocida paternidad fue un poema.
—Tan delicada y sutil como una cándida palomita. Así se hace, muñeca —resolló Ulises, con cierta ironía por la precipitada confesión de su amiga.
Terrence la contemplaba enmudecido y Candy se fue sintiendo claramente incómoda bajo su mirada. Posiblemente se estaba preguntando qué nivel de enajenación mental la atravesaba para ir hasta allí y soltarle semejante barbaridad. —Señor, lo están esperando —dijo de repente una voz masculina cerca de ellos. El recién aparecido hombre fue como un ángel caído del cielo. Estaba ansiosa por salir corriendo de allí, ya que por lo visto, la conspiradora tierra se negaba a tragársela en esos momentos y ahorrarle aquel bochorno.
—Un momento. —Aunque sonó comprensivo, era evidente que estaba molesto por la interrupción. Cuando el hombre de mediana edad, sin duda su jefe de seguridad, volvió a insistir, Grandchester le lanzó una mirada torva que le advirtió quién daba las órdenes y quién las recibía. Captando la sutil amenaza, el individuo, apaleado por el perro rabioso que tenía por jefe, se alejó, otorgándole algunos minutos más.
—Mira, amigo —comenzó diciendo San Ulises, el siempre salvador—, para mi muñeca no ha sido sencillo tomar esta decisión, es más, si no se hubieran dado ciertas circunstancias, probablemente jamás te hubieras enterado de la existencia del pequeño. Pero sí. ¡Sorpresa! Tienes un hijo.
El rostro de Terrence se ensombreció con una ira que apenas podía contener. Estudió la suavidad de aquella piel de bebé, que parecía suplicar que la tocaran. La muchacha era bonita, pero no la recordaba, aunque mirarla le producía placer. Entonces, ¿cómo era posible que su mente la eliminara? Imposible.
—No la recuerdo —aseguró—. Si hubiera pasado algo entre nosotros lo recordaría.
—Vamos, hombre —bufó Ulises—, estabas ebrio. Te habías bebido hasta el agua de los floreros. Por otro lado, este no es el mejor lugar para discutir el asunto.
—¿ Ah, no? ¿Entonces qué hacéis aquí?
—A ver, déjame pensar… —Chistoso, Ulises se tamborileó la sien con algunos dedos—. ¿Tal vez, avisarte personalmente y no a través de terceras personas o de la prensa de su paternidad? —Sacó del bolsillo de sus vaqueros una tarjeta y se la entregó—. Esta es la dirección del hotel donde nos estamos hospedando. Búscanos aquí, estaremos encantados de resolver todas sus dudas. Debería estar agradecido de que Candy no esté dispuesta a ventilar el asunto a los medios.
Terrence Grandchester regresó de nuevo toda su atención a la muchacha que, petrificada, parecía estar ausente. Y lo que era aún muchísimo peor, parecía estar haciendo un esfuerzo estoico por no derrumbarse, por no llorar. Aquello fue como un crudo puñetazo en la boca del estómago para él, y con tono huraño comentó:
—Salgo para Londres esta misma noche. Ulises aspiró y prosiguió:
—Y a mí me duele la espalda de estar aquí tirado horas y Candy se muere por estar de regreso junto a su bebé y abrazarlo, pero ya ves, nosotros somos muy desconsiderados por no querer hacer de todo esto un show y una carnaza para distracción y diversión del populacho, mientras que el reverenciado y respetado Terrence Grandchester, es el gran damnificado. Le diré una cosa, amigo —Le palmeó confianzudamente el hombro—, fue ella la que se quedó embarazada. Fue ella la que a pesar de estar en un inminente riesgo durante la gestación decidió seguir adelante. Y fue ella la que casi…
—Su discurso pareció mermarse ante un recuerdo. Su voz se tiñó de tristeza—. Fue ella la que casi pierde la vida dando a luz a su hijo. Así que no me venga con estúpidas majaderías.
—Señor… —el guardaespaldas volvía a insistir reapareciendo de nuevo.
—Nos vemos, señor Grandchester —dijo con una inclinación burlesca de cabeza—. Disfrute de lo que queda de día, si puede. Sin mellar ni una sola palabra más, entrelazó sus dedos con los de la chica y empezaron a alejarse.
Inconscientemente Terrence dio un paso hacia delante, como si tuviera intención de salir corriendo tras esos botarates. En realidad, solo quería correr tras la chica antes de que desapareciera por completo de su visión, arrinconarla entre alguna pared y su cuerpo y obligarla a confesar la verdad. Pero entonces se encontró con la mirada seria de Gia a lo lejos. Sonrió sin ganas a la hermosa mujer de enfrente, que parecía tensa y nerviosa. ¿Cuánto había presenciado a distancia? Trató de ver aquello con objetividad, y entonces recordó la tarjeta que le dieron. La miró brevemente antes de meterla en el bolsillo de su pantalón. Era la dirección de un hotel. Sus labios formaron una mueca perversa. Perfecto. ¿Por qué contentarse en tener a esa jovencita frente a frente en medio del bullicio de la ciudad y de numerosos ojos indiscretos cuando la podía tener en exclusiva solo para él?
A pura fuerza de voluntad Candy comenzó a relajarse cuando bajó uno a uno los escalones del recinto, aunque su corazón todavía latía tan furiosamente y su respiración seguía sonando áspera en sus oídos. Ulises, que la tenía cogida del antebrazo, la liberó en cuanto pusieron un pie en la calle. Entonces la agarró de los hombros y la obligó a enfrentarlo directamente. El americano tenía la cara lívida.
—Por el amor de Dios, ¿has perdido el juicio? ¡¿ Por qué le has mentido?! ¡Has hecho también que yo mienta al tener que seguirte la corriente!
—¿ Y qué querías que hiciera? —contestó ella con un tinte de exasperación en su voz y sacudiéndose de su agarre—. ¿Acaso prefieres acabar arrestado por falsificación de documentos? Puede que hayas olvidado las circunstancias de la adopción de Daniel, y que un cargo por falsificación puede sancionarse con el encarcelamiento. Podrías, podríamos —se corrigió así misma—pasar los próximos años en prisión. De los labios masculinos escapó un gemido de horror. Indudablemente Ulises estaba sintiendo el pánico enroscarse dentro de su estómago, del mismo terrible modo que lo sentía ella. La miró un instante sin pestañear con sus expresivos ojos azules abiertos de miedo, después poco a poco sus mejillas enrojecieron.
—Tal vez podríamos consultar al mejor abogado penalista. Mientras más pronto se encargue del caso, mayores opciones y mejores posibilidades tendremos de obtener un resultado favorable.
—¿ Te refieres a un abogado tan bueno y experimentado como Un familiar ? Quien, permite recordarte, ¡el hermano de Grandchester ! —Hubo una pausa mientras Ulises simplemente la miraba y comprendía, al fin, como ella, que tenían la soga al cuello con aquel asunto—. Sinceramente, ¿crees que tendríamos alguna oportunidad? Míralo —Con un gesto elocuente señaló el recinto que acaban de abandonar—. Míralo a él y luego mírame a mí. ¿Qué juez americano le hubiera entregado la custodia de un niño enfermizo a una extrajera que se ha pasado la mitad de su vida entrando y saliendo de clínicas, soltera, y sin una profesión ni un trabajo estable? Ninguno. Nunca me hubieran dado la custodia de Daniel. En cambio él... —Por un instante no pudo continuar por el nudo que se le formó en la garganta—. Él puede darle todo lo que yo nunca he podido darle. Incluso una familia. Yo le arrebaté a Daniel también esa posibilidad —Fue incapaz de reprimir un estremecimiento aunque no se sentía ni una leve brisa en la tarde calurosa.
—No te infravalores, pecas. Daniel no hubiera podido tener una madre mejor.
—¿ Y acaso piensas que eso le importará a ese Hombre ? No, claro que no le importaría. En absoluto.
Eran las diez de la noche en una ciudad maravillosa llena de luz y actividad. De camino al apartamento de Grandchester había podido apreciar las preciosas e históricas calles de Escocía a través de las lunas polarizadas del coche que habían enviado a la pensión en la que se hospedaba. En otras circunstancias le hubiera encantado bajarse del vehículo y conocer cada rincón. Pensó en cuánto le gustaría que Daniel estuviese allí con ella, en cuánto lo extrañaba. Se limpió las lágrimas que habían comenzado a correr por sus mejillas. Daniel era su vida y todo, absolutamente todo, lo que estaba haciendo era por él. Solamente por él. Pese a que en esos momentos, una mano grande y fuerte estrangulaba su garganta.
Candy tenía la exasperante sensación de haber cometido el peor error de su vida. No era Ada madrina para lanzar un hechizo y solucionarlo todo, pero sí sentía que estaba caminando con destino a su sentencia de muerte.
La muchacha, en un gesto inconsciente se llevó las manos a la garganta. Y es que ya comenzaba a percibir alrededor de su cuello el collar de hierro, con el que, en antaño, se procedía a la muerte del reo condenado. Suspiró con fuerza al llegar al ascensor que la conduciría directamente hacia al gran todopoderoso Terrence Grandchester.
—Aún estás a tiempo —Escuchó la voz varonil del hermano de Terrence a su lado. Parpadeando, de vuelta a la realidad, reconoció al hombre alto, mismo color de ojos que su hijo, que la acompañaba en la espera del ascensor de uno de los edificios más caros y exclusivos de Escocía. Por lo visto, Grandchester sí que debía considerar que su tiempo valía oro, y evidentemente, no estaba dispuesto a perderlo con alguien como ella. La consideraba tan poca cosa que no podía, ni siquiera, dedicarle algo de tiempo. ¡Menudo sinvergüenza! Le había dejado el trabajo sucio a su hermano, Valdimir. El abogado tenía dentro de sus tareas del día llevar a la virgen al sacrificio del volcán.
—No comprendo —inquirió frunciendo el ceño ligeramente.
—Para confesar la verdad, ya sabes, Candy —Se encogió de hombros restándole importancia, como si fuera algo de lo más normal que apareciera una mujer anunciando una paternidad que desconocían.
Candy se preguntó si ese sería el caso y por eso parecía que Valdimir tenía cada frase estudiada—. Si ese niño no es de mi hermano, aún puedes… —Daniel es su hijo —Lo cortó ella tan segura como nunca lo había estado en toda la vida.
Candy enfrentó la mirada que la escrutaba sin ningún temor. No iba a dejar que la intimidara—. Y esa es la única verdad, señor. Daniel es un Grandchester y Terrence es su padre. Y no hay nada en este universo que pueda cambiar eso. A Candy le fastidió la risita autosuficiente del hombre mientras este estiraba el brazo para llamar al ascensor. Al hacerlo, el movimiento hizo que la manga larga de la camisa blanca que llevaba se deslizara por su muñeca y un tatuaje asomara parcialmente en su piel. Le sorprendió ver a alguien con una fachada tan recta y conservadora con aquellas líneas de tinta negra, que sospechaba formarían parte de un dibujo mucho más elaborado y grande por todo el brazo.
—Entonces supongo que no tienes motivos para estar nerviosa —aceptó Valdimir una vez estuvieron dentro de la caja metálica y está subía. Ocultó sus manos en los bolsillos de su pantalón marengo de sastre—. Pero quiero que sepas que se llevará a cabo una prueba de paternidad a la menor brevedad posible. Terrence es mi hermano y me ha pedido, como abogado que soy, que me cerciore personalmente de que todo este asunto del niño no es un burdo engaño. También desea que se lleve el asunto con la mayor discreción. Espero que lo entiendas.
Con una mezcla de intranquilidad y preocupación, los labios de Candy se curvaron tímidamente.
—Sí, lo entiendo perfectamente. —Le haré llegar el contrato de confidencialidad en cuanto termine la reunión con mi hermano. Candy solo asintió. Firmaría lo que fuera. Incluso un pacto con el diablo mismo si es que con eso Daniel mejoraba. El silencio cayó entre ellos y la mujer se dio cuenta que los ojos de águila de aquel inglés no dejaban de estudiarla. Si esperaba que su actitud la amilanara, era que no conocía su verdadera fuerza interna. Ella decía la verdad. Al menos en esa parte en concreto: Terrunce era el padre de Daniel. Él lo había concebido. Pero con Judi.
—Créame, señor Grandchester —agregó de pronto sin poder morderse la lengua antes—, que si mi hijo no necesitará con urgencia una donación de médula para salvar su frágil vida, no estaría aquí en este momento —Candy alzó la vista hacia el hombre que era tan alto como su hermano—. No me interesa ni su apellido, ni su dinero. Daniel para mí es una bendición y solo quiero lo mejor para él. Valdimir contempló aquellos ojos verdes llenarse de lágrimas y cómo aquella preciosa chica evitaba que él viera lo difícil que era para ella hacer aquello. Se preguntó si sería cierto o solamente estaba fingiendo.
—No tiene que intentar convencerme a mí de ello, señorita White —argumentó él—. Pero le aconsejo que se reponga y se serene un poco antes de enfrentarse a mi hermano. Él no será tan pacificador ni comprensivo.
Candy no pudo responder a aquello ni siquiera con una sonrisa porque de repente, las puertas del ascensor se abrieron y salieron al vestíbulo. La joven sintió que andaba derecha y dócilmente hacia el verdugo que la ejecutaría. Un verdugo que tras su tirante primer encuentro de esa misma tarde, no se había demorado ni una hora en citarla «a solas», recalcaron en la recepción de su pensión, cuando le comunicaron el escueto mensaje del gran y divinizado político. Valdimir ni siquiera tocó cuando llegaron al piso. Entraron directamente al interior. Ella intentó calmarse, relajarse. Respiró profundamente. De soslayo, Valdimir espió la reacción de la joven. Nada. Si estaba impresionada ante tanta belleza y lujo no lo demostró. No pareció valorar los excelentes acabados interiores, los suelos de una hermosa terracota antigua, ni la escalera de diseño que conducía a otra planta. El ático de soltero de su hermano constaba de dos niveles muy bien iluminados y de numerosos ventanales que caían del techo al piso, tenía cinco dormitorios, tres baños de cerámica, estudio, cocina, comedor, terraza y balcón, y a la humilde mujer parecía serle completamente indiferente.
Candy accedió a que Valdimir la ayudara a desprenderse de su abrigo, aun cuando, secretamente, ella lo consideraba una armadura sólida de protección ante ambos hombres. Su sencillo conjunto de leggins negros, camisola blanca y bailarinas de Cacharel, la hicieron sentirse fuera de lugar en aquel sitio. Su cabello recogido en una alta coleta tampoco la ayudaron a sentirse mucho más acorde. Un sudor frío se instaló en sus manos. Cielos, ¿cuántos metros cuadrados podía tener ese piso? Estaba segura de que demasiados. Entonces, ¿por qué tenía la desagradable sensación de que se asfixiaba y que las paredes se le echaban encima? Tan abducida como estaba, preguntándose si se había generado en ella alguna agorafobia a los espacios interiores inmensos, estuvo a punto de chillar del susto cuando la alta figura de Terrence apareció en el salón. Vestido con un exquisito estilo pero de manera casual, completamente de negro, allí estaba él, con su metro noventa de altura y acorazado por su riqueza y sus aires de aristócrata. ¡Su ego debía ser tan grande como su fortuna!, pensó ella, notando un aumento en la frecuencia y presión sanguínea.
—Buenas noches.
—Si me disculpáis —intervino su hermano—, os dejo a solas para que podáis hablar con mayor tranquilidad —Antes de dirigirse a la salida, Valdimir miró a su hermano.
—Yo llevaré a la señorita de regreso a su pensión cuando hayamos acabado aquí.
—No, no es necesario —«¡ Ni loca se subiría en el mismo coche que ese sinvergüenza!»—. Yo tomaré un taxi.
—Si ese es tu deseo —declaró él, encogiéndose de hombros—, no seré yo quién te lo impida. Las fosas nasales femeninas se ensancharon tras oír semejante descortesía. ¿Acaso le daba igual que anduviera sola por la noche en una ciudad tan apabullante como esa? ¿Qué no conocía? ¡Miserable patán! Una vez solos, con un movimiento de mano, él le pidió que se sentara.
—Adelante, no voy a morderte. Al menos, no todavía —Se burló, encaminándose al otro extremo de la habitación para servirse un trago. Con la espalda rígida, Candy se sentó en el espacioso sillón. Intentó espabilarse.
—Y cómo está el pequeño… —Terry dudó, con la botella de whisky y el vaso congelados en sus manos.
—Daniel —corrigió ella. Su hijo no se llamaba pequeño. Su nombre era Daniel White.
—¿ Dan? ¿Es ese su nombre?
—Su nombre es Daniel —Volvió a corregirle ella, echando chispas por los ojos. No entendía como ese maldito hombre tenía la enorme agilidad de despertar su lado incivilizado. Pero trató de serenarse. Algo le decía que solo pretendía sacarla de quicio. Algo, y a aquella mueca divertida en su boca. ¡Bastardo! Dispuesta a emular la frialdad del emperador en paro con ínfulas de aristócrata, decidió resistir cualquier tentación de perder el control, y apretando los labios, contestó a su pregunta de la manera más conciliadora que pudo:
—Mi hijo está muy bien, gracias —Entonces recordó el motivo que la empujaba a soportar a estar allí y su voz se quebró ligeramente—. Bueno, dentro de lo que cabe en su enfermedad.
—¿ Está enfermo? —Él se mostró escéptico. Posiblemente se creería antes una invasión alienígena que cualquier cosa que viniera de ella.
—Sí, mi bebé necesita un trasplante de médula ósea cuanto antes, y de momento no hemos podido encontrar a nadie que sea compatible con él.
—Ah, ya veo —asintió el inglés acomodándose en el sofá y extendiendo un brazo sobre el mueble de cuero—. Entonces, debo entender que esa es la única razón que la ha traído hasta mí.
Ella se contrajo ante el desinterés que resonaba en su voz. No podía decirle que, efectivamente, jamás lo hubiera buscado en otra situación. No sería cínica y le respondería lo contrario. Esa era la realidad. Se mordió la lengua para no soltar algún comentario mordaz, pero en cambio sonó bastante resentida cuando justificó:
—En realidad, es la única razón.
—Comprendo —Le extendió un vaso, sentándose muy pegado a ella—. Toma, bébete esto. Pareces necesitarlo. Sin pensárselo dos veces, Candy se bebió de un solo trago el contenido. Cuando el líquido entró y le quemó la garganta, tosió y los ojos se le llenaron de lágrimas. ¡¿ Es que acaso intentaba intoxicarla?!
—Tranquila, pequeña, respira —Terry elevó una mano hacia la sonrosada mejilla de la joven y la acarició, su otra mano descendía y ascendía por su espalda, calmándola. El movimiento era apaciguador, pero a la vez se sentía demasiado caliente su mano en aquel lugar de su espalda—. Así es, muy bien. Incómoda por las demasiado amables y confianzudas atenciones del inglés, con patoso disimulo, puso algo de distancia entre sus cuerpos. Él sonrió.
—¿ Quieres que te sirva otra copa? Puedo ofrecerte algo mucho más suave.
—No, gracias. Por esta noche he tenido más que suficiente. Candy se sentía desconcentrada. ¿Era excitación lo que había notado en su cuerpo cuando él la tocó? ¡No, no podía ser! Dios, rápido, piensa en otra cosa. ¡Piensa en otra cosa! Se removió inquieta en el sofá y empezó a calcular mentalmente la raíz cuadrada de 529. Pero la voz de Terrence la sacó bruscamente de sus estrafalarias meditaciones, y ella creyó que el corazón le saltaría del pecho.
—Sigo sin poder creer que no recuerde esa noche en la que nos acostamos. Inclinado hacia adelante, tenía la vista fija en su bebida. Un dedo largo acariciaba suavemente el borde de la copa, pensativo. Aquella actitud pasiva y relajada de él solo lograba angustiarla más. Candy entrelazó las manos para disimular su temblor. Judi tenía razón en lo que le había dicho de Terrence en el diario, casi volvió a escucharlo en su mente: El hombre era un depredador astuto y calmado. Controlado y observador. Candy tuvo la impresión de que sería un hombre difícil de contentar. De esos que hacen que cualquier mujer se vuelva loca por ellos, o que los odien profundamente por el resto de sus vidas. Ella tenía razón. «¡ Judi, por favor, ayúdame!» Rogó antes de comenzar el relato. Porque tenía que contar una historia como si fuera suya, como si la sintiera bajo la piel.
—Hice prácticas en el hotel Grandchester de New York durante algunos meses, y una noche, tras acabar mi turno, me pidieron si podía entregar una nota antes de irme a casa. Nos conocimos en el pub del hotel. Ha-había bebido demasiado —Candy empezaba a tartamudear—. P-parecía estar furioso esa madrugada con el mundo entero. Y tuvo una pelea… —Siguió con su exposición, contándole algunos datos más. Terry apretó el vaso con fuerza en sus manos, pero no hizo ningún movimiento en su rostro. Aún se le contraía el pecho en un dolor agudo al evocar esa época de su pasado, sí que recordaba fugazmente su riña en el pub de ese hotel y estar en compañía de una mujer. Por lo tanto, sabía que, al menos en eso, Candy no mentía. Pero maldito fuera el licor que controlaba su torrente sanguíneo en ese momento, porque tenía pequeños flashback de esa noche. Solo que juraría que la imagen borrosa que guardaba en su mente de la joven de esa noche, tenía el cabello de un castaño más claro y liso. El de la muchacha que tenía en esos instantes enfrente, sin embargo, era rubio y ondulado. Y sin motivo aparente y sorprendiéndola, se vio preguntando:
—Tienes un cabello precioso. ¿Es tu color natural o lo has llevado alguna vez en otro tono?
—Es mi color natural. Él asintió, pensativo, y le pidió:
—Continúa contándome que sucedió esa noche.
—Es-estaba descontrolado y yo solo me aseguré de que llegara bien a su habitación en el mismo hotel y no se metiera en más problemas.
—Y fue entonces cuando concebimos a nuestro pequeño milagro, ¿cierto? —Terry soltó una irónica carcajada baja. Luego agregó—. Porque tuve la fortuna de toparme esa madrugada con una buena y muy complaciente y entregada samaritana. El cinismo en la voz masculina la desmoralizó. No se atrevía a mirarlo a la cara siquiera. Sentía la misma vergüenza que seguramente Judi hubiera registrado de tener que asistir a aquella reunión.
—No sabía lo que hacía —Se defendió rápidamente—. Todo me superaba —Bajó la mirada avergonzada y jugó con sus manos—. Tenía problemas personales y no podía pensar con claridad. Todo sucedió demasiado deprisa. Usted me… Me…
—¿ Estás diciéndome qué me aproveché de la situación? ¿De tus preocupaciones para llevarte a la cama? Demostrando no tener paciencia en absoluto, Terry la asió de la muñeca, acercándola a él con rabia.
—¡ Maldita sea! ¡Respóndeme! ¿Abusé de ti? ¿Te forcé de algún modo? Con el pulso acelerado, Candy abrió los ojos y se quedó mirándolo, suplicante.
—No, por supuesto que no. Ya se lo he dicho —Tras un instante de vacilación, agregó—: Fu-fue algo rápido, en el sofá. Ni siquiera nos desvestimos del todo. Los músculos sólidos de Terry se transformaron en granito y la liberó de su amarre.
—¿ Y qué ocurrió luego?
Cuando acabamos. La joven lo miró sobresaltada.
¡Por Cristo! Ella no era entendida en esos temas pero… ¿Qué se supone ese hombre que iban hacer dos desconocidos después de un encuentro sexual esporádico? ¿Darse el parte meteorológico? ¿Jurarse amor eterno en el alba?
—Nada —Volvió a bajar los párpados. Tenía ganas de que la tierra se abriera en esos instantes y se la tragara. Judi lo había relatado detalladamente en el diario, pero ella quería evitar la escena en la que él la había besado desenfrenadamente antes de que pudiera cerrar la puerta, solo para rodear su cintura y pedirle que se quedara con él. Le había dicho que ambos parecían necesitar ese consuelo. Luego, cuando ella asintió, Terrence la había llevado entre besos lujuriosos hacia el sofá, demasiados ansiosos como para llegar al dormitorio, a la cama. Jud describió lo que sintió al tener aquellos dedos sobre la piel de sus muslos. Candy espió las manos del hombre.
«¿Podrían las manos de un simple mortal obsequiar tanto placer cómo el que Judi había descrito?» Se preguntó. Según Judi así había sido. Aunque el sexo había sido rápido, muy de "aquí te pillo, aquí te mato", había sido tan caliente como la incandescente membrana solar.
—¿ Nada? —preguntó inquietó el hombre—. ¿No pasó nada más entre los dos?
—Usted se quedó inmediatamente dormido después, y, en cuando logré moverlo de encima de mí, me arreglé la ropa y salí de la suite. Estaba demasiado avergonzada por lo que acababa de ocurrir. A Terry le hizo sentirse incómodo ver a la muchacha tan indefensa y pequeña ante él y su sentencioso interrogatorio.
—No me llames de usted —dijo de forma hosca—. ¿No sé supone que hemos tenido algo más que simples palabras? Entonces tutéame. En cuanto a lo otro… —Dejó su asiento y dio unos pasos hasta una de las paredes de ventanas. Después de unos cardíacos segundos de silencio, su mirada, tan fría como letal, cayó sobre ella—. ¿Y dices que no te forcé? Porque tras escucharte y mirándote en estos instantes con esa expresión de cachorrito asustado, me sentiría como un auténtico miserable si lo hubiera hecho. Ella sin saber cómo, le mantuvo la mirada.
—No sé qué más podría contarle… Contarte —recordó su petición-advertencia—. Es evidente que sigue sin creerme. Él soltó una sonrisa carente de humor.
—Mis más sinceras disculpas por tener dudas, presiona —Regresando, volvió a sentarse, pero esta vez lo hizo en la mesa de café, frente a ella. Sus piernas se rozaban y sus alientos podrían entremezclarse—. Hay algo por lo que siento excesiva curiosidad. ¿Cómo puedes estar segura de que el niño sea mío? Quiero decir, es obvio que esa noche no estaba en mis mejores facultades si ni siquiera puedo acordarme de que te hice mía en el sillón. Y por lo visto, tan solo unos minutos. La joven se sonrojó hasta la raíz de los cabellos. Seguía estoicamente sosteniéndole la mirada.
—Yo… Yo simplemente lo sé.
—Tú simplemente lo sabes —La voz del
Inglés sonaba baja, serena, y eso a ella, particularmente, la puso más en alarma—. ¿Y qué me dices de ese amigo tuyo con el que me asaltaste esta tarde?
—¿ Ulises? —preguntó Candy, parpadeando. Un momento. ¿Le acaba de decir que Ulises y ella lo habían asaltado? ¡Será fantasioso el divo pedante! Los ojos verde azules de Terry llamearon cuando se encontraron con los de ella.
—Sí, Ulises. ¿Qué hay de él? —Descendió la vista, contemplando sus manos sin joyas—. ¿Es tu novio?
—Lo último que haría Uli en esta vida sería acostarse conmigo o con cualquier otra mujer —manifestó ella, con el rostro acalorado por la vergüenza. Sí, probablemente su amigo estaría más dispuesto a hacerle un reconocimiento médico en profundidad a él antes que a ella.
Terry se quedó mirándola, desconfiado.
—Es homosexual —explicó Candy, rodando los ojos—. ¿Resuelve eso tus dudas?
—Para nada —contestó él, luciendo súbitamente relajado y dedicándole una sonrisa depredadora. Al parecer, daba por concluido el tema «Ulises». Candy cerró los puños y se clavó las uñas en las palmas de las manos. Existía peligro de que acabara tirándole una bebida al inglés arrogante por la cabeza. Pero, oh, maldición, tenía la sospecha que hasta con el líquido chorreándole de manera ridícula por la cabeza se vería irresistible. Tenía una nariz aristocrática, su boca era provocativa, las líneas fuertes de su mandíbula y la barbilla acentuaban, más si cabe, los rasgos perfectos y esculpidos del rostro varonil. De un rostro que parecía nuevamente hervir de rabia. ¡Bipolar!
—Debo confesar que eres muy convincente en tu papel de blanca palomita. Te ves tan adorable con las mejillas ruborizadas, con tus enormes ojos verdes suplicantes y esa vocecilla casi aniñada, que lograrías embaucar a muchos. A muchos, pero no a mí.
—No necesito em…
—Respóndeme niña —La atajó, inclinándose más hacia ella—. ¿Cuántos hombres más engrosan la lista de posibles padres de Daniele?
—¡ Eres un maldito canalla! —Le gritó ella, con los ojos muy abiertos, indignada. Se incorporó del sofá. Terry masculló una exclamación e imitándola, se levantó también y la aferró por los brazos.
—¡ Cuántos, preciosa!
—¡ Ninguno! ¡Estoy harta de que se dirija a mí como si fuera una prostituta cuando jamás en mi vida me he acostado con nadie! El frío paralizó sus músculos. Oh, Dios, esto empezaba a complicarse atrozmente. Pero había llegado hasta allí y tenía que seguir adelante. Debía hacerlo.
—Qui-quiero decir, solo con usted… Contigo —balbuceó. Con una sonrisa déspota él le alzó el mentón.
—Dios mío, me aproveché de una inocente virgen. ¿Es eso lo que acabas de decirme? Ella se tragó una réplica mordaz, acobardada más por las temidas preguntas, que por las acusaciones. Empezó a temblar y a respirar entrecortadamente cuando, alarmada, notó como él la ceñía a su gigantesco y duro cuerpo. Sin perder su sonrisa sátira, pero con los ojos ardiendo en toda la lujuria que aquello que le había dicho le provocaba, le ahuecó un lado de la cara con una mano y con la otra la rodeó por la cintura.
—Así que soy el único hombre que te ha poseído y que te ha hecho suya —Inclinándose, murmuró en su oído, seductor—: El único hombre que ha estado enterrado profundamente dentro de ti. El hombre que te hizo mujer. Ella, echando la cabeza para atrás, trató de volver a fijar sus ojos en el individuo que le disparaba el pulso y los latidos de su corazón, pero azorada, apartó la vista cuando él encontró su mirada insegura.
—Sólo mia, no puedes imaginar cuánto desprecio y odio en estos momentos a mi olvidadiza memoria...
Continuará...
Hola lectores. Yo aquí de nuevo,con algo diferente para tener un momento de lectura.
Espero les agrade. Saludos.
JillValentine
