El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.

Jorge Luis Borges


Steven McGarrett llegó a sus vidas como el fuego llegó a los hombres. Para causar una revolución. Era un hecho simple, ineludible en su fuerza y su potencia, que ellos abrazaron desde su llegada y a la que se aferraron en tiempos de oscuridad. Steve fue una especie de motor... Su empuje, tal vez. Un impulso sostenido.

Los enredó juntos sin pretenderlo realmente y les dio algo de estabilidad en tiempos negros, moviéndoles a avanzar en destinos truncados. A ellos, a todos los que tocó de alguna forma, les dio un motivo, una razón. Un ancla- No, era más un salvavidas que un ancla.

A pesar que el encuentro había sido un punto oscuro de su vida también, Chin lo sabía bien, usó esa fuerza para algo positivo, para algo bueno.

Porque el fuego era, también, renacimiento.

Había algo reconfortante en el tipo de luz que brillaba en Steve. Suave, gentil incluso, pese a la fuerza con la que él trataba de ocultarla. Quizá no era siempre la luz del día, que alumbra en todo instante; a veces se le aparecía como un espejismo de una luna llena en una noche despejada.

Chin no podía negar que lo admiraba por ello.

Eso no quería decir que siempre estaban felices con Steve ni que su ímpetu y visión eran claras en todo momento, pero, ¿no es así como funciona en las familias?

Chin pensó que había olvidado la sensación, el calor que llegaba a tocar su corazón y calentaba los días de apatía e indiferencia, hasta que llegó a Five-0.

Esperaba, algún día, poder devolverle al menos un poco de todo lo que le había dado desde que se cruzaron nuevamente.

Trataba, mientras tanto, de ser un buen amigo y un buen colega. Un buen oído para cuando lo necesitase, un buen—no compañero, porque ese era el rol de Danny— pero un buen mentor, si eso puede decirse, una imagen positiva del pasado.

Alguien que no estaba pintado de enigmas ni arrastraba demasiados secretos en un pasado tan confuso.

—Estarías muy orgulloso de él, John. De lo que ha hecho aquí, en Hawai'i. De las vidas que ayuda a salvar todos los días, de- de todo lo que es hoy —comentó en voz baja, como un cierre a su reflexión desoída. El cementerio estaba solitario a esa hora del día, pero eso no era lo importante. Creía que su mensaje llegaría, de cualquier forma, a la persona que estaba destinada—. Sé que tuviste tus remordimientos con tus hijos, sé que los amabas a tu manera. Te prometo que los cuidaré, ¿de acuerdo? Ellos son ohana ahora.

Las pisadas eran suaves contra el césped, pero las sombras se movieron al compás, con intención. Un aviso de la soledad quebrada, una pregunta a la vez.

Chin se puso de pie, de espaldas al recién llegado.

—No sabía que pensabas venir hoy —dijo Steve. Su voz, que arrastraba una pena contenida, alcanzó a Chin como una ola tímida contra las costas.

—Hoy es Navidad —respondió Chin, igualmente suave en la quietud—. Siempre me pedía que le llevase whisky, de regalo. Una botella distinta cada año. Me levanté pensando en lo mucho que le gustaba sentarse a beber con el sol poniente... Y quería pasar a saludar.

Steve se sacudió un poco, su postura más tensa que lo usual. Miraba a Chin con intensidad, pero en sus ojos habían más sombras que luz en ese momento. No le sorprendía. Los últimos días habían sido agotadores, no, probablemente era un cansancio arrastrado por mucho más tiempo.

Entendía bien el sentimiento.

—Imaginé que vendrías con Mary.

—Quería ir a pasar Año Nuevo con mi tía Deb en el continente, tienen una tradición para esta época. Se fue hace unas horas.

Eso explicaba su humor deslucido.

—¿No vas a ir con ella? —cuestionó.

Steve no respondió, su semblante un tinte opaco de su usual sonrisa fácil.

—Es una tradición de tía Deb y de Mary.

—Podría ser tuya también —dijo Chin, sin poder evitarlo. A diferencia de él, Steve todavía podía aferrarse a su familia sin remordimientos. Estaba seguro que sería recibido con los brazos y el corazón dispuestos—. Si quisieras.

Los ojos de Steve parecían más grises en la luz del atardecer.

—Eso es lo que dijo Danny —replicó, una sonrisa renuente en su cara. Y fue un cambio tan rotundo que lo tomó desprevenido y a la vez... no—. Con muchas más palabras.

«Por supuesto que sí», pensó Chin. Una sonrisa nimia se dibujó en su cara.

Lo cierto era que Danny podía aligerar, como ninguno de ellos, el ánimo de Steve. Aún sin pretenderlo, aún sin desearlo. Kono pensaba que era gracioso, dado el temperamento volátil que tenía, pero Chin no lo encontraba difícil de entender.

—¿Qué? —preguntó Steve, ajeno.

—Nada, en absoluto.

La mirada en la cara de Steve era sincera, un poco triste. Quizá no era tan ajeno a sus pensamientos como siempre parecía. Podía ser muy perceptivo también.

—Hace años que no estoy en Hawai'i para estas fechas, Chin —confesó tardío, su voz todavía una pálida imitación de la usual, carente de la fuerza acostumbrada—. Me gusta la idea de quedarme.

Permanecer.

Pertenecer.

Regresar a casa.

Chin podía entender una cosa o dos sobre ello.

—Siempre puedes conseguir una tradición aquí e invitarlas a ellas a que se unan, Steve.

Dio un paso hacia atrás, la despedida silenciosa en su mirar. Había dado sólo unos pasos cuando escuchó la voz de Steve.

—Gracias por venir, Chin. —Una pausa—. Por ser su amigo... Mahalo nui loa.

—Fue un honor serlo —aseguró, dándole a la lápida una última mirada. El nombre de John resaltaba en negro contra la placa dorada. Luego miró a Steve, sosteniendo sus ojos sin esfuerzo—. Y es un honor ser el tuyo, también.

Hubo una chispa fugaz de algo desconocido en el rostro de Steve pero se fue tan rápido como había llegado. Se asentó una sonrisa solemne y un silencio familiar.

Chin se fue dejando a Steve con una expresión menos sombría y sintiendo sus pasos más ligeros.