El calor de las caricias clandestinas mezcladas con el alcohol lo habían aturdido, ignorando por completo la percepción de sus sentidos, dejándose llevar por la euforia y la intensidad de la noche que lo habían arrastrado hasta aquel lugar.
Los latidos de su corazón casi atravesaban su pecho y retumbaban con fuerza ante la desmedida excitación que se había agolpado en su cuerpo, víctima de unos ojos tan brillantes como un diamante y tan encantadores como las mismas estrellas; y de un dulce aroma que había terminado de embriagarlo, aspirando cuanto podía cada que aquella tupida melena se agitaba con toda intensión.
Sin mesurar su fuerza, la tomó por la cintura, elevándola en el aire para que pudiera envolver las piernas en su cadera y aferrarse a ella. Aquel desenfreno sólo lo hacía delirar más de lo que la mujer ya lo había hecho y, la sensación de su piel contra la de ella estaba quemándolo hasta con el más mínimo roce.
Era dinamita pura y se había percatado de ello desde que la vio bailar en el centro de la pista, llamándolo con una mirada tan hipnótica a la que no había podido resistirse. Sabía que ese cuerpo y esos movimientos era los de un ángel disfrazado de demonio y sólo había bastado con probar sus labios para comprobarlo y caer rendido ante sus pies. Luego, ya no había tenido vuelta atrás.
Con varios tragos encima, ni siquiera se había tomado el tiempo de pensar dos veces las cosas y habían acabado en la habitación de un motel a la orilla de la carretera, enredados entre las sábanas de una incómoda cama. No habían cruzado palabras más que las suficientes como para llegar hasta ahí, en donde habían desgastado hasta la última gota de frenesí, dejando que los recuerdos de esa noche se esfumaran en cuanto se asomara el alba.
