Se titula: miedo A Arder.
Lo escribió: soly stalin:
Dedicado a: Nieveardiendo. espero te guste mi regalo, lo hice con mucha dedicación, si eso cuenta. NO sé si sea lo que esperabas, pero me acomodé lo mejor que pude a tu tercera petición y salió esto. No sabía nada de historia targaryen, me puse a averiguar y ahora me siento mucho más sabia. Gracias por darme esa ocasión, e insisto, deseo que te guste.
Advierto que: la historia participa en el amigo invisible número 5 del foro alas Negras, Palabras Negras, tu mejor foro en español sobre Canción de Hielo y Fuego.
Descargo: todos los personajes y lugares pertenecen a G. r. R. Martin.
Miedo A Arder.
Capítulo 1 - Aegon III Targaryen.
Una de las tantas experiencias amargas de mi vida, fue aquella en que Daenaera Velaryon yació conmigo por primera vez. Conllevó Desilusión, a su modo de ver (nunca se lo pregunté, pero lo vi en sus ojos aquella noche y hasta el día de mi muerte) y tortura casi, para mí. cinco hijos planté en su vientre, y aunque no puedo jactarme de disfrutar todas las ocasiones en que lo intenté, ninguna se compara en horror a la primera.
No recuerdo qué tipo de velas alumbraban las estancias reales aquella noche, ni el vino servido o de qué color era el cortinaje que cubría las ventanas, y para profundo horror de muchos, tampoco recuerdo el vestido que mi esposa llevaba aquella noche y que, ¿cómo dudarlo? Escogió concienzudamente para aquel momento. Mas a mi mente viene mi indumentaria, negra como de costumbre, calzones y jubón convencionales, sin capa ni corona. Recuerdo haber pensado, en un derroche de pragmatismo, que iba a desnudarme de cualquier manera, y lo mismo daba una prenda de más. de suerte que allí estaba el delgado aro de oro que ceñía mi frente, olvidado sobre un pesado arcón de madera, y allí estaba yo, alto y pálido, viudo y casto, esperando ser estrenado por mi segunda esposa.
Alguien, probablemente un copero, aunque con más seguridad el pobre infeliz de Gaemon Pelopálido, me anunció la presencia de mi esposa en la puerta de las habitaciones. ¿Le dejaban paso? Sí, yo la había convocado. ¿Necesitábamos algo más? Intimidad y discreción. ¿Podían servirnos en algún menester? No, gracias. Unas disculpas apresuradas, que no ocultaban del todo la mirada admirativa a la flamante mujer frente a mí, su reina, deseada por todos menos por su dueño. El ominoso cierre de una puerta resonó por un instante, haciéndonos compañía… y silencio.
Daenaera, preciosa entre todas las mujeres, con el cabello dorado que recuerdo vagamente de mis hermanos mayores y los ojos lila, abiertos con asombro, daba una imagen de indefensión tal, que cualquier caballero habría salpicado su espada con fin de protegerla. Ella, tonta imprudente, deliciosa y tenebrosa, me obsequió una reverencia tímida, con sus ojos delicados puestos en el suelo, y murmuró, con una voz impregnada de deseo:
–Aegon, cuánto os he anhelado… Ya no importa que hayáis tardado; Quemadme con vuestro fuego, Joven Dragón.
Presa de un temblor repentino, hube de retroceder un paso. Todo lo que había preparado decir y hacer, de pronto quedó en el olvido. Frente a mí no estaba mi hermosa mujer, sino las fauces de un dragón inmenso, y mis oídos ya no escuchaban el silencio, suplantado éste por los gritos arrolladores de otra mujer, más anciana y más doliente.
–¡Los dragones no nos quemamos, Aegon! ¡Un dragón no arde! ¡Recuérdalo! ¡Rec…! –Un bramido había ahogado esas palabras, muchos años atrás.
¿Pero había ardido? Claro que sí. Mamá ardió frente a mis propios ojos, y desde que aconteciera, el recuerdo me visita para atormentarme. ¿Qué hizo el chiquillo valiente que huyó a lomos de Borrasca, desafiando a una horda de marineros borrachos? Cerró los ojos para no verla, claro, soltando grititos idiotas por su pobre madre, oh, su pobre madre. El niñito que huyó, dejando en manos enemigas a su pobre hermanito menor, el valiente Aegon, cerró los ojos y trató de no pensar, pero el hedor a miedo, el festín de carne crujiente (carne de madre cocida, sí) el…
–¡Alteza! –Debí haberme tambaleado, porque de otro modo la dulce Daenaera no habría sujetado mi brazo con su blanca, exquisita y elegante mano.
–¡No me toques! –Otra vez yo, Aegon, haciendo alarde de mi valor y gallardía, me aparté de la mano de mi esposa con un brusco tirón–: No te me acerques…
En lo que se tarda en respirar tres veces, fui conciente de tres cosas: la primera era que estaba siseándole, como una serpiente dorniense a punto de atacar. La segunda fue un trago de agua fría a mi propio dolor; los ojos de Daenaera, asustados, tristes y desesperados, me observaban en una muda súplica. Aún me obsequia esa mirada a veces, como diciéndome ¿qué debo hacer, Aegon, mi señor? ¿qué más queréis que dé, qué puedo esperar de vos…? Lo último de lo que me percaté era lo más obvio, mi mujer no podía darme un heredero si no la tocaba.
–¿Para qué me habéis llamado, si no queréis…? –No se atrevía a expresar lo que pensaba, y a los dieciséis años, no podía pedirle más.
Aún me parece oír mi propio suspiro resignado, perdido en las habitaciones reales hacía tanto, tanto tiempo…
–He de consumar mi matrimonio con vos, reina mía –pero mi tono no era tan ardoroso como creí que sonaría, y mis palabras sabían más a deber que a amor.
Habría cubierto mi rostro pálido entre las manos, si no me lo hubiese impedido el decoro. No recuerdo su vestido, ni el peinado que llevaba, pero si hay algo que no me abandona es la figura de su cuerpo, delicada pero firme, invitándome a arder… no, a arder no, yo no deseo quemarme.
La reina Daenaera se aproximó a mí con suavidad, aunque sin llegar a tocarme todavía. Cuando alcé la vista, vi que se hallaba blanca como la leche y temblaba. Perdido en mis pensamientos no lo había advertido, mas era evidente que estaba muerta de miedo… por el acto en sí, por mí, por perder la ocasión de demostrarme lo que sería capaz de dar, incluso por no conocer el amor. ¿quién sabría lo que estaba pensando aquella hermosa y tenebrosa mujer?
–Hemos de… cumplir con el deber que tenemos para con el reino –musitó entonces, arrojándose a mis brazos, sin más ni más.
Quien no conociera el dolor más profundo, habría tomado por pasión el arrebato que precipitó a Daenaera contra mi pecho, convulsa y ávida. mas en cuestiones de dolor estoy bien versado, y en cuanto a pesadillas soy tan erudito como un maestre. Me gustaría decir que la abracé, que aquel instante de miedo nos acercó, que ambos nos fundimos en uno solo bajo la luz nueva de sentirnos igual. No sería fiel a la verdad, no obstante.
Lo que sucedió después, fue que mi vena pragmática zanjó el asunto, y ya que la tenía abrazada, la besé. Fue un beso torpe por mi parte, pues nunca lo había hecho, y la repugnancia y temor por ser tocado se mezcló con un insólito deseo, lo que me provocó más temor si cabía, y tuve que apartarme, invadido por la confusión. No dejé de pensar en lo cobarde que he sido en toda mi vida, durante toda esa noche, y cómo muchos otros habían tenido que pagar por mí, desde mi pobre dragón malherido, pasando por mi hermano y mi madre. En último lugar estaba Daenaera, más inocente que ninguno pero con más peso del que merecía sobre sus jóvenes hombros de reina.
Por descontado, nada disfrutó esa noche, cuando la desfloré. Mi lema es sangre y lágrimas con Daenaera, fuego y carne con mi madre, vuelo y huida para con mi hermano. Vaya rey estoy hecho, pensaba. Vaya rey, mientras mi adolorida esposa sollozaba con mis fútiles intentos por llegar a un clímax que me rehuía. Vaya rey, vaya rey, vaya rey.
¿Quién hubiera dicho que esa noche sería concebido el ardiente y voluntarioso Daeron?
