Cap 1.
El Goshimboku.
El árbol milenario se erigía como una enorme columna de madera hacia el cielo. Era el único árbol de tal envergadura en por lo menos un kilómetro a la redonda en aquel bosque, y aunque a más de un kilómetro de radio sí hubieran árboles grandes como aquel, era seguro que ninguno se parecía a este. Poseía un aura resplandeciente, como un halo de solemnidad.
Todo en él parecía hablarte, narrándote historias sobre sus larguísimos años de vida, cuando aún no existía ninguna de las criaturas ahora inevitablemente ancladas a él. Poseía un margen de espacio que le rodeaba donde ninguna planta, arbusto o árbol crecía, como asustados por el poder que emanaba su sagrado tronco. Las retorcidas raíces surgían del suelo y trepaban hasta alcanzar más o menos dos metros de altura, su corteza era rugosa y dura como las escamas de un dragón, solo había en el centro una hendidura vertical donde la corteza no había crecido, era más blanca y blanda en esta zona, además ligeramente hacia la derecha del centro de este espacio, había una cicatriz. Una marca como un corte que se enterraba hacia el interior, de no más de cinco centímetros de largo. La marca de una flecha, que atravesó el corazón de cierto hanyou, sellándole en aquel mismo árbol durante cincuenta años.
Ahora ese hanyou, hace ya tiempo libre, observaba desde el suelo el árbol al que estuvo encadenado, sellado por la mujer a la que alguna vez amó.
Lo observaba concienzudamente, mientras un remolino de recuerdos pasaban por su mente dejándole con un sabor agridulce. Observó detenidamente la marca en la madera del tronco e inconscientemente llevó su mano hacia el corazón.
Su sangre demoníaca impedía que nada hiciera cicatriz en su piel. Sin embargo, solo una herida había quedado marcada para siempre. Una tan pequeña pero a la vez tan poderosa. Una cicatriz que le causó la dolorosa historia de amor con el final trágico e injusto que vivió hace ya más de cincuenta años.
Una cicatriz que parecía no desaparecer tanto de la corteza del Goshimboku como de su corazón.
A Inuyasha no le gustaba recordar su pasado con Kikyou, ya que esa historia terminó de darse por zanjada hacía ya varios años. Pero tras tanto tiempo de sufrimiento, él sabía que sería casi imposible deshacerse del recuerdo de la trágica sacerdotisa de melancólica belleza y espíritu puro, que fue engañado, corrompido y herido por el despreciable ser al que solían llamar Naraku. Ahora ella descansaba por fin y él había conseguido dar por cumplida su venganza. ¿Qué hubiera ocurrido si realmente hubiera muerto a la vez que ella?¿Qué habría pasado con Kagome?.
Es cierto…Kagome. El Goshimboku era una fuente de dolorosos recuerdos pero también era una fuente de esperanza. El mismo árbol donde un día cerró los ojos dejando tras de sí la imagen de Kikyou, y donde volvió a abrirlos cincuenta años después, para encontrar justo delante de su rostro, el de Kagome. Esa chica que en un momento él creyó que era una mera sombra de lo que la gran sacerdotisa fue…qué necio había sido.
Durante los tres años que Inuyasha y ella habían pasado separados, Inuyasha tuvo suficiente tiempo para pensar en ella y en qué eran el uno para el otro. Pensó en ella todos los días. Pero aún así, no pudo llegar a saber exactamente cómo explicar su relación. Y seguía sin poder.
Incluso ahora que Kagome había hecho el sacrificio de abandonar las comodidades de su época, su familia, sus amigos, sus estudios, toda su vida, para venir a vivir aquí. A la era feudal, con él. Incluso ahora se sentía incapaz de decir qué era él para ella o ella para él. Y eso le ponía enfermo. Odiaba la incertidumbre, no saber qué hacer.
Cuando pensaba en Kagome una marañana de imágenes sin sentido ni relación acudían a su mente: Sus extrañas ropas; sus piernas blancas ; su pelo negro como el carbón, reluciente, largo, que revoloteaba en mechones en todas direcciones sobre su cara, sin control; sus ojos enormes y azules, con esa mirada que le perforaba el alma; sus pequeñas manos tan pálidas, sosteniendo las suyas…
Ella salvándole la vida arriesgando su seguridad. Ella tropezándose torpemente en mitad de una pelea. Ella dando lo mejor de sí misma. Ella sintiéndose inútil. Ella siendo fuerte. Ella siendo ridículamente débil. Ella estando radiantemente feliz, con su sonrisa deslumbrante. Ella estando desconsoladamente triste. Ella con su intoxicante olor. Ella consolándole, apoyándole, ella cantando, ella llorando, ella trayéndole extraña comida del futuro, ella diciendo su nombre, ella mandándole osuwari. Ella por todas partes.
Inuyasha sintió que estaba perdiéndose en sus propios pensamientos demasiado. Decidió acabar con aquello y sacudiendo la cabeza, salió corriendo en dirección al pueblo donde ahora mismo estaba ella.
Kagome estaba habituándose a su nueva vida. Con la ayuda de la anciana Kaede, estaba aprendiendo los diferentes usos las plantas medicinales, a aumentar y controlar sus poderes espirituales, a como ser de utilidad para la gente del pueblo. Estaba siendo duro. Cada vez que recordaba a su madre o a su hermano, su corazón se encogía con dolor.
El pensamiento le sobrecogía, así que intentaba mantener su mente ocupada todo el tiempo y concentrarse en todas las cosas buenas que tenía ahora mismo en lugar de las que no podría volver a tener. Su amiga Sango, Miroku, los niños de ambos, la anciana Kaede, el pequeño Shippou, el amable Jinenji, la calurosa gente del pueblo, Inuyasha…
Ella escogió estar con él siempre, y ahora por fin podía hacer honor a su palabra. No, definitivamente, el sacrificio valió la pena. Ahora no tenía sentido estar triste.
Llevaba ya casi un mes viviendo en el Sengoku y parecía estar adaptándose bien. A parte de la nostalgia por haber perdido su vida anterior, solo había otra pequeña preocupación en su mente.
¿Se dedicaría Inuyasha a seguir tratándola como hasta ahora, fingiendo que no hay nada nuevo entre ellos?. Esa pequeña posibilidad, le aterrorizaba.¿Tendría que pasar el resto de su vida viviendo a su lado pero sin poder optar nunca estar con él? En el tiempo que llevaba aquí, no se había producido ni el menor cambio posible… y eso le desesperanzaba. Esperaba que después de tres años, le habría echado de menos lo suficiente para saber qué quería.
-Kagome - Oír su nombre proveniente de esa voz tan conocida le sacó de sus pensamientos. Kagome levantó la vista y pudo ver sobre la ladera de la colina, frente al huerto donde se encontraba, la imponente silueta del hanyou, recortada por la luz roja de la tarde.
Su pelo plateado parecía ahora de un tono naranja y su traje de la rata de fuego hacía honor a su nombre más que nunca. Kagome se avergonzó automáticamente al recordar la dirección de sus pensamientos hacía solo unos instantes, la sangre acudió a su rostro.
- ¿Qué haces?- Inquirió el hanyou con curiosidad, al observar que ahora se movía nerviosamente ordenando plantas dentro de su cesta.
–Estoy…estoy clasificando estas plantas por orden alfabético- contestó ella atropelladamente.
-¿Por orden de qué…?.
-Nada, nada… Bueno, ¿qué necesitas?, ¿a qué has venido?- Kagome intentaba sacar un tema de conversación. Inuyasha la observó. Le costaba ver a Kagome sin sus extrañas ropas del futuro, pero a la vez, verla con ese kimono de sacerdotisa le infería cierta tranquilidad. Era como la prueba tangible y visual de que efectivamente, Kagome se iba a quedar allí, no iba a volver a irse.
-¿Has terminado de trabajar?.
-Ah, sí, sí. En realidad terminé hace rato, me he quedado solo para ordenar estas…plantas.
-¿Por orden alf-feb...como sea?.
-Sí…eso.-Kagome se miraba las manos, nerviosa.-¿Nos vamos?.
Se dispuso a la dificultosa tarea de levantarse del suelo con sus complicadas ropas de sacerdotisa. Pero no le hizo falta mucho esfuerzo, pues inmediatamente, una bronceada mano con afiladas garras estaba estirada frente a ella, esperando a ser agarrada.
–Vamos, no tengo todo el día.- Le apresuró Inuyasha cuando Kagome observó su mano con perplejidad. Le gustaba que Inuyasha fuera amable con ella, pero a la vez era desconcertante.
– Ah, sí, disculpa. – Tomó su mano para levantarse y juntos fueron caminando hacia la cabaña donde ahora vivía Kagome.
