Disclaimer: Todo lo que reconozcan pertenece a J. K. Rowling, mientras que todas las citas y la inspiración para el fic salió del musical Chicago, más concretamente, del Cell Block Tango.

Este fic forma parte de «¡Desafia a tus musas!», del foro "Amor de Tercera Generación"


Pop

"So I took the shotgun off the wall and fired two warning shots... into his head."

Liz, Cell Block Tango


«Su luna de miel fue un largo escalofrío», así es como empezaría esta historia si la contara cualquier otro: poéticamente. Podría contarte muchas veces que soy una inocente víctima de las circunstancias, pero, a pesar de mi fama por soltar mentira tras mentira, esta vez, juro por Merlín que todo es verdad. Mi luna de miel no fue un largo escalofrío, fue un viaje de negocios, y yo no me casé por amor.

Me casé con Fabrizio en julio de 1979, cuando empezaba a morir la primavera y yo tenía apenas veinte años. Muy joven, dirán algunos, y les daré la razón. Aquel no era mi plan en lo absoluto, aun hoy no sé por qué le dije «sí». Quizá porque todo se volvió amor con la primera vista a su bóveda en el banco. Todo cubierto de otro hasta el techo. Fabrizio estaba podrido en dinero, sin padres, a los treinta y cinco seguía el soltero Zabini y sin un heredero a la vista.

Así que fue lo que pensé: ¿por qué no? Podría casarme, vestirme de blanco, ponerme un velo, bailar con todos sus amigos, pedirle a mi hermana Bianca, mayor y bastante más amargada que yo. Se había casado con un muggle, un profesor de instituto con un sueldo bastante miserable que desconfiaba de la magia y vivía una existencia miserable. Segura económicamente, pero miserable. Yo había apostado más alto, comprado y robado túnicas, me había colado en numerosas fiestas sólo con ayuda de mi varita y molestado hasta la saciedad a los antiguos contactos que tenía de Beuxbatons. Así conocí a Frabrizio Zabini y al principio todo estuvo bien.

Nos casamos un bochornoso día de julio y tuve que sonreírles a todos sus amigos, invitar a viejos compañeros franceses, más creídos que nadie, a la fiesta y hacer a mi hermana mi dama de honor. No pronunció un discurso en mi honor, creo que habrían sido todo mentiras. Cuando Fabrizio y yo volvimos de la luna de miel, que en realidad fue un viaje de negocios de Fabrizio con unos extraños magos finlandeses, yo ya añoraba el calor de la Italia del sur, la comida, y la gente. Digan lo que digan, en Finlandia uno se moría de frío aun en pleno verano. Digamos que Fabrizio no perdió el tiempo: yo volví embarazada.

Y después de eso, pareció olvidarse de mí, dejándome en claro que la señora Zabini era sólo eso: su incubadora personal.

Así que pasé nueve meses viendo cómo se hinchaba mi vientre, sin comprender que le ven de bonito al embarazo, viéndome obligada a aceptar los cuidados de mi hermana, siendo ignorada por mi señor esposo mientras los elfos domésticos se paseaban por la gran finca que teníamos —o que tenía él, porque se había casado con una jovencita desesperada y pobre, pero muy bella—, listos para atender cualquier necesidad que tuviera.

Frabrizio la pasaba en su despacho, contestando cartas que llegaban en lechuzas exhaustas, saliendo a cenas de negocios sin llevarme, pues yo siempre alegaba que estaba demasiado cansada para todo mientras veía con desesperación como se esfumaba mi figura y me convertía en una masa rechoncha. Esa es la verdad, no me sentí madre hasta la primavera del ochenta, cuando lo tuve entre mis brazos y me di el lujo de ponerle el nombre que quise. Fue Blaise. Blaise Zabini.

Fue la misma primavera en que Fabrizio murió.

Bueno, no exactamente: yo me harté de él.

Era rica, hacía lo que quería, pero seguía siendo sólo un adorno de la casa Zabini. Una vez que Fabrizio se hubo asegurado de que lo que yo había dado a luz era, efectivamente, un hombre, pasé a ser el florero, o la lámpara, o cualquier cosa. Por un lado, era bastante bueno, nadie me vigilaba demasiado. Por otro, bueno, aun podía lucirme por allí, en sus cenas, con lindas túnicas de gala.

Todo funcionaba a la perfección hasta que, cuando la primavera empezaba a morir, dando paso al irremediable verano, de nueva cuenta, decidí que yo no necesitaba a Fabrizio para nada. Que si, trágicamente moría, yo podía seguir siendo cómodamente la señora Zabini, un nombre perfectamente respetable. Y lo mejor de todo: iba a tener una herencia monstruosa.

Así que un día fui a su oficina y lo encontré leyendo el periódico —como siempre—, en la sección de economía, al parecer preocupado por el hecho de que estuviéramos perdiendo dinero en algún lugar del mundo. Tome su varita, sentándome en el escritorio, jugando con ella con mi mano hasta que se dignó a notar mi presencia.

En realidad, ni siquiera le dije nada. Apunté y le disparé directo a la cabeza: el avada kedavra lo dejó frito..

La mañana siguiente todos los medios hablaban del trágico suicidio de Fabrizio Zabini, que había dejado a un niño de pañales huérfano y a una esposa de veintún años viuda.

Una esposa muy felizmente viuda, para qué negarlo.


Si me lo preguntan, a mí Mrs. Zabini me da miedo. La frase del comienzo pertenece a El Almohadón de Plumas, de Horacio Quiroga y bueno, si han visto Chicago, ya deberían saber que sigue.