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Buenos días, cariño

La alarma sonó puntualmente a las 6:30 am. Regina abrió los ojos poco a poco y distinguió la luz del amanecer colándose por las gruesas cortinas. Se incorporó de la cama con un poco de pesar. Sus actividades como alcaldesa no comenzaban sino hasta dos horas después, pero aquel día era diferente. Corrió las cortinas de la habitación y entró en la ducha. Minutos después bajó a la cocina para prepararse el primer café del día y enseguida puso manos a la obra para preparar el desayuno. Colocó la cantidad exacta de huevos para dos omelettes en la sartén, tostó pan y lo untó con un poco de mantequilla y mermelada de fresa. Sirvió un vaso de leche fría y su propio café en la barrita de la cocina y luego se dirigió hacia las escaleras.

Despertar a Henry no era tarea fácil. De hecho había previsto que le tomaría unos quince minutos conseguirlo. Regina abrió la puerta de la habitación y se acercó a la cama donde el pequeño dormía plácidamente. Lo miró con detenimiento, dormía acurrucado entre las mantas con el pijama de Superman que tanto había querido. Se quedó pensativa, sentada al borde de la cama, mirando a su pequeño hijo dormir. Le acarició el rostro y pasó los dedos por su cabello. Casi se arrepiente de despertarlo, incluso dudó de que aquello fuese una buena idea. Sin embargo, Henry ya tenía tres años y debía entrar a prescolar.

Ese sería su primer día de clases, el que Regina estuvo planeando tanto. Henry era un niño muy listo y ella quería que recibiera la mejor educación. Aunque ella ya había contribuido un poco con eso, enseñándole cosas básicas, sabía que no era suficiente. Tenía que enviarlo a la escuela como el resto de los demás niños. Sin embargo, ahí residía el miedo de la alcaldesa. En Storybrooke el tiempo estaba detenido, nadie envejecía y nadie sentía pasar los años; cada día de sol, cada lluvia o helada, la ciudad seguía siendo la misma y nadie se preguntaba por ello, era parte de la maldición. Pero Henry sí cumplía años, a diferencia de todos crecía y aunque nadie reparaba en ello, Regina temía que él comenzara a hacer preguntas tarde o temprano. Una vez que entrara a la escuela tendría que avanzar de grado y seguiría cumpliendo años.

Algunas veces Regina intentaba no pensar en ello y prefería enfocarse en otras cosas, pero esconder a Henry del mundo no iba a ser posible y tenía que enfrentar el momento.

Había arreglado todo meses atrás. Se encargó de convencer a la junta directiva de que la escuela implementara un nuevo programa. Al haber pocos niños en Storybrooke, una sola clase podía reunir niños de diversos grados y edades. Pensó que de esta forma Henry no tendría mucha noción de la edad de sus compañeros, mientras se le ocurría una idea mejor. La junta directiva por supuesto que aceptó, casi como una orden, la petición de la alcaldesa.

Henry abrió los ojos y se encontró con su madre, quien lucía una sonrisa dulce en su rostro.

—Buenos días, cariño —saludó Regina, en tono suave.

—Buenos días, mamá —saludó Henry, despabilándose.

—Hora de levantarse, ¿sabes qué día es hoy? —preguntó Regina, ayudándolo a salir de las sábanas—. Hoy entras a la escuela.

—Oh, eso —dijo Henry poco entusiasmado.

—¿Qué pasa? —preguntó Regina, con curiosidad, mientras sacaba el uniforme de una gaveta.

—¿No puede ser otro día, mamá? —preguntó Henry con un gesto dubitativo.

—¿Cómo dices? —inquirió Regina divertida—. Hoy comienzan las clases, Henry y debes ir todos los días.

—¿Todos los días? —preguntó el niño, sorprendido.

—Así es, cariño —dijo Regina, quitándole el pijama y poniéndole el uniforme—. La escuela funciona así.

Henry dejó salir un suspiro de resignación.

—¿Qué sucede? Hace unos días estabas muy entusiasmado —dijo Regina, sentándose al borde de la cama, mientras le arreglaba el cabello desordenado.

—Es que… ¿qué pasa si…? Bueno, ¿qué tal si yo…? —la dulce voz de Henry sonaba insegura—. ¿Qué pasará si no hago amigos?

Regina sonrió enternecida y acarició la mejilla de su hijo.

—Eso no va a pasar, Henry. Verás que tendrás muchos amigos y te divertirás tanto que no sentirás el tiempo correr.

Los páramos se colorearon con la aurora. Los trinos de las aves comenzaron a escucharse. Era la hora en la que los campesinos comenzaban las actividades del día. En la casa señorial había movimiento desde antes de que amaneciera. Las mozas se desplazaban de un lado a otro en las diferentes habitaciones y lavaban las baldosas del patio. Debían tener todo listo y dispuesto para cuando el sol se asomara, hora en la que la princesa Cora se levantaba. Ésta no sólo era quisquillosa con la puntualidad con la que se hacían las tareas domésticas, sino también con el modo en el que se cumplían. Le gustaba levantarse muy temprano para inspeccionar que todo estuviese en orden y, luego de una hora, ir personalmente a la alcoba de Regina, su hija, para despertarla.

Cora era muy estricta con eso. En cuanto un rayo del sol entraba por la ventana de la pequeña, ella abría la puerta de la habitación seguida de dos doncellas quienes se encargaban de vestirla y peinarla, mientras su madre le hacía repasar las lecciones de latín.

Normalmente, Regina no quería levantarse. Aquella mañana no fue excepción. Cora abrió las cortinas de la habitación de par en par, haciendo que toda la pieza se iluminara repentinamente. En la cama apenas se asomaban unos mechones azabaches. Regina estaba oculta entre todas las almohadas y sábanas todavía dormida.

—Regina, nada de esconderse esta vez —decía Cora mientras las doncellas preparaban uno de los vestidos de satín rosado—. Hora de levantarte.

La voz de Cora era firme, pero la niña no hacía mucho caso. Finalmente, cansada de la espera, Cora se dirigió hacia la cama y dio un tirón a las sábanas. Regina estaba hecha un ovillo, apretaba los párpados y fingía seguir dormida.

—Regina, se hace tarde —indicó Cora con voz fuerte.

La niña abrió un ojo solamente, mirando la cara de pocos amigos que tenía su madre en ese momento. Se incorporó resignada, lanzando un gran bostezo y quitándose el oscuro cabello del rostro.

—¿Qué modales son esos, niña? —reprendió Cora, sentándose en la cama para acicalarla.

—Perdón… Buenos días, madre —dijo Regina, frotándose los ojos.

—Así está mejor —sonrió Cora, complacida—. Buenos días, cariño.

Regina sólo tenía tres años pero ya conocía la mayoría de las reglas de etiqueta y los protocolos reales gracias a las enseñanzas de su madre. Las doncellas ayudaron a la pequeña a subirse al taburete donde cada mañana la vestían y la peinaban. Regina era una niña muy hermosa, tenía un encanto especial, como solía decir su padre; lucía una piel aperlada, gracias a los paseos que daba en los jardines algunas tardes; sus mejillas casi siempre estaban rosadas, pero sus almendrados ojos marrones solían llamar la atención más que cualquier cosa. Tenía una mirada dulce y profunda, algunas veces solía quedarse pensativa, algo inusual para tratarse de una niña tan pequeña. Sin embargo, era muy perspicaz e inteligente, lo cual Cora sabía aprovechar muy bien y no perdía el tiempo instruyéndola.

—¿Estudiaste tu vocablo? —preguntó Cora, sosteniendo un pesado libro que estaba siempre en la mesita de noche de Regina.

—Sí, madre.

—Vamos a ver… mundo.

Mundus.

—Bien… Cielo.

Caelum.

—Oro.

Aurum.

—Sombra.

Regina se quedó callada repentinamente, se mordió un labio y no supo qué responder. No había estudiado la lección del día anterior pues había preferido salir a pasear por las caballerizas con su padre, pero Cora no lo sabía.

—¿Regina? —inquirió Cora—. Sombra, ¿cómo se dice sombra?

—No lo sé, madre —respondió la niña agachando la mirada.

—¿Repasaste la lección?

—No.

—¿Por qué me mentiste?

—Porque yo…

—Mentir está mal, Regina, ¿entiendes? —dijo Cora con la voz enfada, cerrando el libro de golpe.

—Sí, madre.

—Ahora, por haberme desobedecido pagarás por tu insubordinación… ¿Sabes lo que significa?

—No, madre —negó Regina, aún con la mirada en el suelo.

—Que estás castigada.

Regina no levantó la vista, tragó saliva y se retorció los deditos. Las doncellas se dirigieron miradas compasivas entre sí, todo mundo sabía lo dura que podía ser Cora con su propia hija.

—Por suerte, hoy estoy de buen humor y podremos dejar el castigo para otro día —dijo Cora, inesperadamente, Regina levantó la vista—. Tu abuelo, el rey, vendrá a cenar esta noche.

Regina sonrió ampliamente. Había visto a su abuelo en pocas ocasiones, pero le agradaba. Además, su madre siempre hacía hincapié en lo importante que era ser parte de la nobleza y tener contacto con la familia.

—Así que hoy has de estar presentable.

La doncella peinó a Regina con una media coleta y rizó las puntas. La pequeña lucía como una verdadera princesa.

Regina estacionó el auto frente a la escuela. Henry estaba casi agazapado en el asiento del copiloto. Su madre le dirigió una mirada sin exigencias.

—¿Listo?

—Eso creo —respondió el niño, dudosamente.

Henry iba muy bien preparado, Regina le había comprado la mochila azul que él había elegido en la tienda, también se había encargado de aprovisionarlo con todos los útiles escolares, además de vestirlo impecable con el uniforme. Regina se colocó de cuclillas para abotonarle bien el suéter. Henry parecía seguir preocupado.

—Te preparé un delicioso sándwich de crema de avellana, tu favorito—dijo Regina reconociendo perfectamente esa mirada—. Todo saldrá bien, cariño.

Henry asintió y tomó la mano de su madre, quien lo condujo hasta la entrada de la escuela. Los otros niños llegaban acompañados de sus padres y algunos se saludaban entre sí. Regina pensó en lo injusto que era eso: año con año se veían y las cosas serían más complicadas para Henry a diferencia de ellos. Salió de sus pensamientos en cuanto la señorita Mary Margaret Blanchard se cruzó con ella. Regina paró en seco, deteniendo a Henry también.

—Oh, buenos días señora alcaldesa —saludó Mary Margaret, sorprendida.

—Buenos días, señorita Blanchard —respondió Regina con la quijada apretada.

—¡Oh, vaya! ¿Ya es tu primer día de clases, Henry? ¡Qué sorpresa! Parece que apenas fue ayer cuando te conocí en el hospital —sonrió Mary Margaret, contenta.

Henry esbozó una sonrisa, aunque no sabía de qué hablaba ella. Regina no podía contener su descontento.

—Imagino que usted es la encargada de la clase de Henry —dijo Regina, casi de malagana.

—Así parece —asintió Mary Margaret complacida—. ¿Estás entusiasmado, Henry?

El pequeño apretaba la mano de su madre y ésta a la vez correspondía con la misma fuerza. Se reprochó mil veces en su cabeza por qué no había aclarado en la junta directiva de la escuela que quería a Snow, la señorita Blanchard, lejos de su hijo. Ahora era demasiado tarde.

—Bueno, ya casi es hora, Henry. Seguro quieres despedirte de tu mamá. Tómate el tiempo necesario, yo estaré esperándote allá —Mary Margaret señaló la entrada de la escuela, su mirada dulce inspiró confianza en Henry.

Regina miró como la señorita Blanchard se alejaba hacia un grupo de niños. Tragó saliva, pero luego recordó lo asustado que estaba el pequeño.

—Henry, vendré por ti cuando termines las clases —sonrió Regina, colocándose a la altura de su hijo—. Te irá muy bien, ya lo verás.

—Mamá, ¿la señorita Blanchard es buena? —preguntó Henry, de pronto.

Regina miró a su hijo sin saber qué decir. Tartamudeó un poco y sólo pudo asentir resignada.

—Va a tratarte bien.

—Adiós, mamá —sonrió Henry, confiado, tomando la lonchera que Regina le extendía.

—Adiós, cariño.

Regina observó cómo su pequeño corría a la entrada de la escuela, reuniéndose con los otros niños y siendo conducido por la afable mano de Snow.

Continuará...