Disclaimer: Todo es propiedad de J.R.R. Tolkien.
Advertencias: OoC para quienes consideren a Sauron un hdp cualquiera. El fic bien podría llamarse "Victimizando a Mairon". Esto no es tanto mi fuerte, a mí me gusta el Sauron desgraciado que buscó a Melkor porque era un cabroncete ambicioso (¿se pueden decir palabrotas en las advertencias?), digamos, el Sauron más canon.
Agradezco a Ivorosy por dejarme usar la idea de su fic (que si no lo han leído, para luego es tarde ;P) Melkor's Song, cap.3. Aunque en realidad esto se torció mucho. Y no es tan genial como ese fic.
Lean con calma y mente generosa.
~ Traidor~
Afuera, en algún lugar cercano, una campana repiqueteaba.
Mairon pestañeó con rapidez, desorientado momentáneamente. Se enderezó sobre el banco alto y frunció el ceño, ¿qué hora era, se había olvidado de una reunión? Imposible, no olvidaría algo como eso. La campana no parecía llamar a reunión, de cualquier forma. El tañido era rápido y desordenado. Se escuchaba azorado. Una alarma más bien.
Torció los labios, con la cabeza aun embotada en pensamientos sobre sus labores, y dejó de mala gana las pinzas con que sostenía un cubo de hierro al fuego. Fue hacia la puerta, frotándose el rostro con ambas manos. Pocas cosas detestaba tanto como ser interrumpido cuando estaba concentrado en su trabajo. El taller temporal era oscuro, cálido y olía a las mil sustancias a las que estaba bien acostumbrado. Era fácil perder la noción del tiempo estando tan cómodo.
El sonido de la campana se aproximaba, y la mueca de disgusto se alargó en sus labios. Abrió la puerta y la fluctuante luz azul de la inconclusa Illuin llenó el taller. Mairon entrecerró los ojos unos segundos, parado bajo el marco. Era un día agradable, fresco. Casi se rendía a la tentación de abandonar su tarea y dar un paseo. Hacía tiempo que no salía del taller salvo cuando su señor Aulë lo requería, un receso podría ser agradable.
Inclinó la cabeza hacia atrás y entornó los ojos para enfocar la vista en la lámpara afirmada a los lejos en el norte. El pilar que ahora sostenía a Illuin era temporal, un ensayo, pero todo indicaba que el material resistiría y que el esbozo de la ingeniería había sido bueno. Mairon, de cualquier forma, se hizo la nota mental de insistir con Aulë sobre la revisión de los cálculos; no era prudente dejar pasar el tiempo con una de las lámparas colocada en modo de prueba. Y no soportaba la idea de que la belleza de esa obra se empañara por su estado inconcluso.
Muchas cosas Mairon odiaba, y una obra a medias era de las principales.
Entre todo, el maia sonrió, sin dejar de contemplar la gran luz septentrional. Se sentía satisfecho y entusiasmado. Sus contribuciones a las fuentes de luz de la Tierra Media eran notorias, y más importante, quizás: hacían a su señor sentirse orgulloso de él. Le gustaba ser elogiado por su maestro, y no se avergonzaba y nunca pecaba de falsa humildad. Tenía claro cuán importante había llegado a ser su trabajo, y el sabor de triunfo nadie tenía derecho de quitárselo.
Sin embargo, algo no estaba del todo bien. Estaba inquieto. Se quedó un momento más allí, tratando de localizar el desperfecto, el algo que descomponía la belleza casi perfecta del lugar.
La campana.
Se dio cuenta de que le estaba provocando dolor de cabeza. Las sienes le palpitaban al ritmo del tañido. Buscó exasperado la fuente. Al localizarlo, se dirigió a zancadas hasta el maia que portaba el irritante objeto.
— ¿Ahora qué? —Preguntó con brusquedad. Tomó desprevenido al pequeño maia y le arrebató la campana.
El sonido cesó de golpe. El alivio fue igual de instantáneo.
—Se acerca —replicó el otro, confuso, buscando con los ojos el maldito objeto.
A Mairon le encantaban estos tipos, tan directos ellos. — ¿Si? Bueno, ¿te molestaría ser un poco más específico? —hizo una mueca de impaciencia.
El otro maia compuso un mohín de disgusto. Vaya insolencia. Giró finalmente en dirección al este, con talante sombrío. Su joven rostro se contrajo en preocupación. Pasó saliva y volvió a Mairon.
—Melkor —contestó para apretar luego los labios y estirar la mano. Le estaba pidiendo la dichosa cosa. Qué petulante, ¿sabía éste mequetrefe quién era él?
Melkor. La respuesta, el nombre maldito, resonó dentro de su cabeza. Oh, porquería.
Mairon le entregó la condenada campanilla.
— ¿Dónde está nuestro maestro? —.
—Salió junto con su señora esposa, a encontrarse con Manwë —.
¡Perfecto, perfecto, perfecto! Mairon sentía como todos los músculos de su cuerpo se tensaban. Estaba al mando, maldita sea. Durante un ataque de Melkor. Bonita cosa.
—Apresúrate, sácalos a todos. No quiero nadie en este maldito valle, ¿me oíste? —le advirtió, cogiéndole la mano en la que sostenía la campana para agitarla en un gesto significativo frente a su rostro—. Si me entero de que uno solo de nuestros hermanos cayó en las garras de ese monstruo… —Mairon dejó su amenaza al aire, con una penetrante mirada de oro líquido.
El pequeño maia pelirrojo perdió toda petulancia. Pareció hacerse aún más pequeño. Asintió aturdido y salió corriendo y sacudiendo desesperadamente su campana. Mairon no tuvo mente para molestarse de nuevo por el agudo ruido que le taladraba los oídos.
Suspiró profundamente y echó un último vistazo intranquilo a Illuin antes de hacer su camino a las estancias de Aulë, dónde se encontraban las listas de los maiar al servicio del Hacedor. Evitar que alguno de sus compañeros cayera bajo los engaños o las amenazas de Melkor era su prioridad ahora.
Un relámpago a la distancia. La luz, luego el sonido. Las nubes eran espesas y oscuras. No podía ver nada salvo el resplandor lúgubre de Illuin detrás de ellas. Melkor las había traído. Junto al viento cuyas corrientes eran ensordecedoras. Sus incursiones eran cada vez más dramáticas y menos efectivas. Estaba en las últimas, esperaba. Pronto ya no regresaría. Tal vez.
Otro relámpago. La primera pregunta de Melkor, la respuesta de Mairon. Su nombre. A él le parecía hilarante. Mairon estaba haciendo tiempo.
Un relámpago más, la ráfaga de viento se alzó en intensidad, y después, cesó de repente. El silencio se hizo y la lluvia comenzó a caer. Mairon apretó los dientes, el dolor de cabeza regresaba y tenía nauseas. No recordaba haber padecido nada igual a eso mientas no tuvo forma física. Le gustaba tener un cuerpo, de algún modo lo hacía sentirse bajo el amor que Eru había puesto en sus hijos, Quendi y Atani, que era un tanto diferente al vertido en él y los de su clase; no menor, sólo diferente. Pero, sinceramente, no le gustaba este dolor. Lo hacía sentirse indefenso, impotente y ofuscado.
—El maia en jefe —observó Melkor, caminando alrededor de él con expresión calculadora—. Interesante, pero insuficiente. Me insulta que no sea Aulë en persona quien me reciba —un falso gesto ofendido ocupó sus facciones.
Mairon no replicó. Reflexionó un instante sobre su posición expuesta. El miedo lo atacó. Estaba paralizado, apenas podía respirar y si hablaba otra vez, sonaría patético.
—Mairon —continúo el Vala—. Un nombre pretencioso el que te han dado, muchacho —.
Era inmenso. Una montaña oscura en medio de un mar de niebla negra. Majestuoso y tenebroso a iguales cantidades. El maia miró hacia arriba, y tuvo vértigo. Volvió al suelo, sintiéndose estúpido. En realidad, ya no estaba poniendo demasiada atención a lo que Melkor decía. En parte porque hacerlo significaba seguramente caer en una trampa, y en parte porque no podía. No podía, no podía.
— ¿Qué pasa, joven maia? —. Inquirió Melkor, ladeando la cabeza e inclinándose sobre él para estirar una mano y hacerle levantar el rostro con suma suavidad. Temblando, Mairon se enfrentó a los pálidos ojos de hielo del Vala—. No voy a hacerte daño, si eso es lo que te han contado. Todas esas historias son mentiras, debes saberlo—.
Abrió los ojos en asombro. Mentiras. ¿Estaba esperando que le creyera? ¿Acaso él era algún torpe idiota? De ninguna manera. No. Mairon no era así de ingenuo; era demasiado consiente de a quién tenía enfrente. El aliento frío de Melkor le rosaba la piel, y comenzaba a aturdirlo. Hacía no mucho tiempo, Melkor había tomado a una amiga suya, maia de Manwë. Si la mitad de los rumores tenían una mitad de verdad, el destino de aquella maia había sido poco menos que horrendo.
—Palabras dulces de una criatura podrida —dijo por fin, envalentonado con la última noticia que tuvo de ella. Le habían cambiado el nombre. Uno dulce, por un inquietante "mujer de la sombra secreta".
Sacudiendo la cabeza, Melkor rio con inocencia. Su rostro estaba en paz. Después, sin cambiar su semblante, encajó sus dedos en el mentón de Mairon. —Cuidado, pequeño maia. Cuidado— dijo entre dientes, sonriendo—. Me agradas, pero yo no tentaría a mi suerte. Ahora, Mairon, ¿dónde están?—.
Su nombre sonó como un insulto. Un revés que le dejó palpitando el orgullo herido. Mairon negó con la cabeza, despacio. Si buscaba nuevos adeptos, estaba perdiendo el tiempo, él no se los iba a dar. Buscó deshacerse el agarre del Vala sacudiendo un poco la cabeza. Melkor lo tenía bien pescado, sin embargo, y únicamente consiguió hacerse daño.
—Una última vez, maia —dijo soltándolo con un gesto violento que lo hizo tambalearse—. ¿Dónde están tus compañeros? —Melkor articuló cada palabra, traspasando al maia con una gélida mirada que lo desconcertó bastante.
Mairon echó un vistazo en torno discretamente, estaba solo. Ya debían estar lejos. Gracias a Eru, estaba solo. Habría odiado que sus compañeros le viesen tan humillado. Observó a Melkor, sonrió con cinismo y sacudió la cabeza de izquierda a derecha, muy despacio.
Melkor avanzó un paso y le atravesó el rostro con una bofetada. El dolor vibró de inmediato. Se frotó con suavidad la parte lastimada tumbado sobre el suelo. Al mirar sus dedos, había sangre en ellos. Una novedad, ¿podía sangrar? El Vala se inclinó para sujetarlo por el cuello y pararlo hasta ponerlo a la altura de su rostro.
—Eres repugnante —dijo y le escupió en la cara. Ya no tenía esperanzas, ya no tenía nada. Estaba perdido.
—Valiente, además —Melkor sonrió con sorna, limpiándose la saliva con el dorso de la mano libre—. Nos vamos a divertir mucho, Mairon el maia —.
Los dedos grises del Vala se hundieron en la piel de su cuello. Estaban helados. Mairon tiró patadas al aire, con sus parpados apretados tratando de contener las lágrimas. Y Melkor reía complacido. La desesperación del maia lo ponía de buen humor. Una serie de truenos se escucharon a la distancia. La lluvia, que había sido una fina cortina de agua, arreció.
Mairon detestaba el tipo de malestar que su forma física podía sentir. No tenía cabeza para otra cosa que no fuera el dolor que hacía vibrar sus nervios con una sensación eléctrica demasiado punzante.
—Pensándolo bien —Melkor arrugó la nariz al soltarlo. El maia se quedó tendido sobre el suelo, tosiendo y jadeando junto a un turbio charco—, creo que es justo. Un hatajo de ineptos —dijo con tranquilidad. Se acuclilló junto a él y estiró una mano para asirlo de la raíz del cabello y echarle la cabeza hacia atrás con violencia, obligándolo a mirarle a la cara—, por un maia admirable —.
La cosa debió hacerle mucha gracia de veras. Melkor se soltó en carcajadas y lo liberó de nuevo con rudeza. Se quedó en el suelo, recostado de lado. Sus cabellos dorados caían sucios sobre su rostro. Donde el Vala había ejercido presión con sus dedos, el ardor era insoportable. El labio partido latía aunque ya no sangraba tanto.
— ¡Traidor! —Reía—. Traidor —se burlaba, dando vueltas alrededor de él—. ¡El orgulloso Mairon no es más que un cobarde y un inepto de porquería! ¡Un traidor! —Su risa atronadora detonó en los oídos del maia—. Ansío —siseó excitado— ver la cara de todos cuando sepan la porquería que eres en realidad. Cuando sepan en lo que te convertí, lo fácil que caíste, los horrores que cometiste y la sangre que chorrea por tus manos —extasiado, lo cubrió con una sombra enorme al detenerse frente a él.
Mairon elevó la mirada, entre los mechones enmarañados y mojados de cabello rubio. La rabia contrajo su rostro antes de darse cuenta de que lágrimas de impotencia hacían camino por sus sucias mejillas.
Agachó la cabeza y profirió una risa apagada, irónica. No tenía caso, temblaba de pies a cabeza y sentía sus extremidades flojas. Se encontró mirando el reflejo fluctuante en el charco de agua de lluvia: un rostro manchado de sangre y barro, el labio inferior roto, el cabello dorado enmarañado y sucio, las marcas en su cuello tenían un alarmante color purpura. No le había tomado mucho tiempo. ¿Qué podría hacer con él en un día entero? Atrocidades.
Su imagen desmejorada acentuó el dolor, al tiempo que en algún rincón de su mente, su orgullo echaba gritos de furia. Este no era él. ¿Dónde había quedado su dignidad como uno de los mejores maiar llegados a Arda? Así no era él. Haciendo acopio de fuerzas, Mairon se arrodillo sobre el suelo, ayudándose con los brazos. No pudo más. Los músculos le ardían, no tenía ni un gramo de fuerza. Se quedó así, apoyado en sus cuatro extremidades. Un reflujo de bilis subió a su garganta. Empezaba a sentirse adormilado, muy exhausto. Apenas podía mantener los ojos abiertos.
Alterado, buscó a Melkor. Lo encontró viéndole fijamente, sonriendo de medio lado.
— ¡¿Qué me haces?! —Mairon ahogó un sollozo. No podía ser. Esto no podía estar pasando. Llorar. ¡Llorar él! Qué asco.
Melkor no respondió. Él trataba de evitar hundirse en un letargo que prometía pesadillas. El sueño de los condenados. No.
No.
Por favor, no.
Detente. Detente. No.
No.
Los pasos del Vala eran pesados, retumbaban dentro de la cabeza de Mairon amplificados en volumen por mil. Estaba al borde de la locura. Con un puntapié que le arrebató todo el aire, Melkor lo tumbó bocarriba. Sentía que se ahogaba. La lluvia, la lluvia. No podía respirar. No moriría de verdad, solo sentiría el dolor de la muerte. Lo sentiría. Lo sentiría para siempre.
Melkor se arrodilló junto a él. Hizo un mohín. Recién se daba cuenta de que la lluvia molestaba a Mairon. La detuvo. Con los ojos entrecerrados, Mairon notó otro gesto de disgusto. Una mueca de dolor. Le costaba trabajo corromper dos dominios que no era suyos a la vez. Manwë y Ulmo.
Los demás Valar. Sus señores. ¿Dónde estaban? ¿Alguien lo encontraría a tiempo? ¿Alguien evitaría que este monstruo lo arrastrara lejos de la luz, a su cueva de inmundicias?
Aulë. ¿Dónde estaba Aulë?
Mairon miraba todo como a través de una cortina de niebla gris. Podía respirar mejor, pero hacerlo dolía de todos modos. Melkor estaba inclinado sobre él. Lo observaba serio, frunciendo el ceño.
—No vendrán, Mairon —dijo con tristeza—. No les importas. Eres un sirviente cualquiera del que pueden prescindir —Lucía apenado, en verdad, apenado por él, por su soledad, por su actual estado de abandono. Negó con la cabeza y sonrió con afabilidad—. No para mí. ¿Acaso no ves todo lo que hago por ti? ¿No te das cuenta de lo que estoy haciéndote por tenerte a mi lado? No eres uno más —.
Mairon cerró los ojos y los apretó con fuerza. Este era un monstruo más allá de todo perdón. Su desvergüenza casi le daba ganas de echarse a reír. Tratándose de alguien más débil, su tortura habría funcionado. Le habría jodido definitivamente la mente al pobre desgraciado.
Él no era ese alguien. No lo era. No lo era.
¿Lo era?
—Te diré qué es lo que tienes que hacer —susurró dulcemente el Vala, retirando unos mechones de su cara. Mairon abrió los ojos—. Sólo debes aceptarlo —Melkor se puso en pie.
Desde abajo, el terror que le causaba su tétrica majestad era más profundo. Maldito fuera. Acababa de reírse de él, lo acababa de llamar un traidor, un inútil, un cobarde. Una voz aviesa se preguntó si no lo era.
¿Lo era?
—Este dolor puede terminarse. Yo puedo terminarlo, Mairon—.
Le tendió una mano. Su lúgubre talante de rey de tempestades estaba sereno. Sus ojos como el hielo de repente parecían una solución.
Lo dudó. Lo pensó. Lo consideró con seriedad. Iba a tomarle la mano. Se iba a poner de pie y lo seguiría...
No. Aulë y Yavanna. No. No era un traidor. Él no. Oh, Eru, por favor, él no.
Permaneció quieto, con ambos brazos bien pegados a los costados. Sacudió la cabeza. No. Él no.
Melkor frunció el ceño apenas perceptiblemente. Tensó la mandíbula y arrugó la nariz, con asco. Luego, Mairon comenzó a notar como la bruma en sus ojos crecía y se oscurecía. El agotamiento regresó y contrajo sus músculos hasta que lo hizo soltar terribles gritos de dolor.
Maldijo la hora en que decidió entrar al mundo. No podía moverse. Una frialdad explotó en su espina dorsal y trepó hasta su cerebro. Estaba helado. Por sus venas parecía ya no correr sangre sino ácido. Odio el momento en que quiso hacerse el valiente. Debió dejar que Melkor los desollara a todos en vida. Debió irse. Debió esconderse. A la mierda con el amor de Eru. Debió atarlos y amordazarlos a todos y entregárselos él mismo a Melkor cuando tuvo oportunidad.
— ¡Basta! Basta, basta. Detente —suplicó, retorciéndose por dentro. Parpadeó para limpiar las lágrimas de vergüenza y tormento.
El dolor cesó de pronto. La oscuridad en sus ojos se retrajo. Lo primero que vio fue al Vala. Lo odiaba. Lo odiaba y lo temía a partes iguales. Melkor le tendía la mano todavía. No sonreía, pero su semblante no delataba enfado. No delataba nada.
—Solo acéptalo. A ellos no les importas —.
Mairon se apresuró a sujetarle la fría mano grisácea. No deseaba escuchar más de sus palabras. Palabras torcidas que resultaban ser tan tortura como el dolor infringido en su cuerpo. Un cuerpo que abandonaría a la primera oportunidad.
Melkor alzó una ceja, mientras lo ayudaba a ponerse de pie. —Oh no —dijo, como leyéndole los pensamientos—, eso no —.
Una oleada eléctrica manó del Vala y siguió a Mairon. Su cuerpo se sacudió con violencia. Si no cayó al suelo de vuelta, fue porque Melkor le sostenía con firmeza.
—No vas a huir —le aseguró con severidad—. No vas a huir, Mairon —agregó con una voz extraña.
Mairon trató de despejar su mente. Se sentía amargado y avergonzado. Levantó la cabeza, aturdido. Si no se equivocaba, esa sombra que enturbiaba los ojos fríos del Vala era impotencia. Su voz, su voz rara. Angustia.
"No. Tú no vas a huir, Mairon.
Tú-no".
Angustia.
"No te irás"
Impotencia.
"Tú no, Mairon".
Desesperación.
"No vas a huir"
Oh, Melkor.
Pobre miserable.
Cuando lo vio en la puerta, lo primero que Yavanna hizo fue derramar lágrimas de alivio. Él adentró en la estancia, cojeando y pálido como una mañana fría. La valië se acercó de prisa. Estaba radiante. Envuelta en un vestido azul brillante que le confería un aspecto encantador en contraste con su hermosa piel morena, opacaba el aspecto de la más colorida flor, de la más reluciente gema. La abundante tela ligera de la falda ondeó en el aire mientras caminaba. Su cabellera castaña caía en suaves ondas sobre su espalda y hasta su cintura. Toda una reina ella, Mairon supo que no era digno. Menos que nunca. No merecía siquiera estar en su presencia, y pese al esfuerzo inicial, no consiguió reunir el coraje suficiente para hacer lo que había hecho ante Aulë, o ante Manwë y Mandos. A Yavanna no pudo verla directamente a los ojos. Verdes eran, brillantes y afectuosos. No tenía derecho, no era tan descarado como para recibir el cariño de esos adorables ojos cuando sabía cuán hundido en porquería estaba ya.
Mordiéndose ansiosa los labios, Yavanna lo envolvió en sus cálidos brazos. El maia sintió, en un primer momento, que el corazón se le derretía de felicidad. La valië olía a flores, a primavera, a bondad, a amor. Tranquilo, Mairon se permitió un instante de enajenamiento. Allí, tan quieto, la felicidad era justo como en sus años de mayor inocencia. Fácil. Brillante.
— ¿Dónde has estado, mi dulce maia? ¿Dónde? —susurró cariñosamente, apoyando su mentón en la cabeza de Mairon. Frotaba su espalda despacio. Mairon pensó que podía quedarse ahí para siempre. Exactamente así. Arregló una sonrisa fatigada en sus labios y cerró los ojos.
Tras algunos segundos de silencio, una gruesa mano se posó sobre su hombro izquierdo. Aulë. Mairon separó los parpados. No había que ser muy inteligente para darse cuenta de la culpa en el rostro del vala Herrero. Mairon se desprendió cuidadosamente de Yavanna, cogió su mano y la besó, pero no lo hizo: no la miró a los ojos.
Dio un paso hacia atrás. Su maestro Aulë y su esposa Yavanna tenían sendas expresiones de alivio. No obstante, Mairon tenía una vista aguda. El remordimiento era muy evidente. Suspiró, frunció los labios y finalmente les dedicó una sonrisa cansada.
—No podía saberlo, fue todo una trampa de él —le dijo, negando con suavidad. Aulë tensó los labios y asintió. Fue a sentarse en una silla enorme pero cómoda, tallada en madera y cubierta de pieles.
—Aun así, debimos preverlo… Te debo demasiado… —.
Las palabras se atoraron en la garganta de Aulë. El maia le miró con ternura. Jamás había sido el mejor con las palabras, o consolando. Eso siempre se lo había dejado a su esposa. Se mojó los labios, carraspeó poniéndose de pie, y caminó de vuelta a la puerta. —Pero se ha acabado. No te quedarás holgazaneando por mucho tiempo —dijo, y rio con vivacidad. La risa un poco torpe y alegre característica del vala.
La garganta de Mairon se contrajo. Amaba a su maestro. Todavía. Aulë confiaba en él. Aulë lo quería a él también. Mairon notó como algo se torcía en su interior.
—Mi querido esposo, siempre tan expresivo —Yavanna sacudió la cabeza. Observó a Aulë de manera recriminatoria. Aulë hizo una especie de mohín, detenido bajo la puerta. La risa tranquila de la valië inundó la habitación, cosquilleando los oídos de Mairon—. Dejarás que descanse todo lo que quiera —continuó, poniéndose seria.
Parado en medio de esa escena, Mairon bajó la cabeza. Podría decirlo todo. Lo tenía en la punta de la lengua. Lo diría. Confesaría todo. ¿Por qué no hacerlo? ¿Por qué traicionar todo lo bueno que poseía? Se descubrió contemplando la mancha negra en la palma de su mano. La que había tendido al Señor Oscuro. El asco lo invadió, le revolvió el estómago.
Era tarde, estaba infectado.
Era tarde, era tan tarde.
Al salir, la luz de Illuin aun fluctuaba. Melkor, se rumoraba entre los maiar optimistas, había sido derrotado, y no se alejaría de los confines del mundo durante un largo tiempo. Quizás para siempre. Mairon sabía la verdad y escuchaba sin decir nada. Conocía la terrible verdad, y la calló, por vergüenza más que por la lealtad obligada hacia Melkor.
Salió de su letargo, meneó la cabeza y dejó de contemplar la lámpara. Le lastimaba los ojos. Le causaba dolor. Odiaba el dolor. Lo rehuía. Caminó con el rostro hacia el suelo, observando sus pies. De cuando en cuando temblaba. De cuando en cuando, Aulë le hablaba de la canción de poder para la siguiente lámpara, conociendo el antiguo entusiasmo de Mairon al respecto.
De cuando en cuando, Mairon trataba de pensar en las matemáticas necesarias para esa canción.
Pero mientras Almaren existió, y Melkor no lo reclamó, el alguna vez admirable maia no volvió a sostener un martillo al menos. La tristeza de Aulë fue notoria. La tortura interna de Mairon no.
Al final, cuando ambas lámparas cayeron, Mairon experimentó un alivio casi imposible. Porque pocas cosas odiaba tanto como las obras incompletas, y eso significaban para él aquel par de luces en lo alto. Obras que empezó, pero que no se le permitió terminar.
Illuin fluctuó en la mente de Mairon para siempre, aun cuando Aulë y los otros la concluyeron. Nunca pudo ver directamente la luz cálida de Ormal.
Nunca más pudo ver la luz con entusiasmo. Se había vuelto una criatura de Melkor.
Pobre miserable traidor.
Eh… sí. Estuvo rarito.
Yo ni siquiera tenía planeado eso. Mi cerebro nunca me obedece ¬¬
Pues sucede que luego de más o menos 7000 palabras, me di cuenta de que iba a la mitad de un churrote de fic. Un one-shot de más de diez mil palabras, eso es un crimen (además de que el límite era de 3000 D:). Lo quise condensar, pero fue simplemente imposible. Y quedó así. En esencia es lo mismo, pero faltaron las tres cuartas partes de abajo xD Por eso puede que algunas escenas parezcan innecesarias... Eh, y si, no es el Sauron del canon. No es el que se sintió deslumbrado por el poder de Melkor.
En fin, pudo quedar más rarito xD
Sugerencias, críticas, quejas, felicitaciones. Todo sirve ;)
