Disclaimer: Ni Monster Musume ni ninguno de sus personajes, locaciones o conceptos predeterminados me pertenecen. Lo mismo aplica a la Enciclopedia de Chicas Monstruo y las 30 franquicias de las Grandes Ligas de Béisbol, incluyendo sus afiliados dentro de la pelota organizada. Lo único mío son el argumento y personajes originales de esta historia, escrita como un simple pasatiempo sin fines de lucro.
Muros de Cristal
Un Fanfic de Monster Musume
Capítulo 1: Regreso
Su mal humor no había mejorado ni un ápice al descender del avión en Wade ni al tomarlo en Logan. Las dos horas de vuelo sobre el vasto Océano Atlántico parecían avanzar lentamente, como si el mismísimo tiempo conspirara contra su convulsionado estado de ánimo. Ni siquiera tocó el bocadillo que le ofreció la azafata, a esas alturas aterrorizada de dirigirle una mirada debido a su hostil expresión. Lo único que recordaba a ciencia cierta era el ping del aparato, señalando esos incómodos momentos en los que debía ajustarse o quitarse el cinturón de seguridad. Alterado como estaba, no le quedaba sino una honda resignación en el pecho: un avión era el medio de transporte más seguro, pero si algo fallaba se convertía en un boleto automático a la otra vida, sin concursos ni sorteos.
Tras ponerse de pie y coger el modesto equipaje de mano que dejara en el compartimento respectivo (una simple mochila negra con refuerzo en la espalda), ajustó su gorra de beisbolista hasta que le cubrió la visión y enfiló por el pasillo hacia el terminal de Wade. El aeropuerto local, antes conocido como Kinley Field, fue una base aérea aliada durante la Segunda Guerra Mundial y luego, con asistencia del Gobierno de Su Majestad, se convirtió en un recinto para la aviación civil. Aún se respiraba el olor a pólvora, combustible y sirenas entre sus modernas instalaciones, capaces de manejar un millón de pasajeros al año sin mayor problema, además de 260 vuelos a la semana durante la temporada peak entre junio y agosto. Generosas oleadas de aire acondicionado llenaban hasta el último rincón de sus bien formados salones interiores, con amplios techos sostenidos mediante vigas blancas y negras. Las paredes, tan festivas como la misma naturaleza que lo rodeaba, estaban repletas de anuncios orientados a turistas, a gente que venía escapando desde el continente para disfrutar sus vacaciones de verano. El piso, diáfano cual espejo recién pulido, era un hervidero de actividad entre el mismo personal del recinto y los paseantes, quienes miraban mapas, sacaban fotos, buscaban sus pasaportes para presentarlos en Inmigración…
Hacia allá dirigió sus pasos el extraño, moviéndose como alguien que conocía la ubicación de cada cosa tan bien como sus propias y callosas manos. Mochila al hombro, el chirrido de sus pasos era ahogado por la andanada de ruido a su alrededor. Vestía un conjunto sencillo: cortaviento blanco con vivos obsidiana, pantalones de mezclilla de buena factura, también negros, y la ya mencionada gorra. Curiosamente, esta se desprendía del esquema cromático: azul oscuro con una estilizada letra B roja y bordeada de inmaculado blanco.
Ingresó rápidamente a la zona de chequeo de documentos, sobre la cual se extendía un festivo mensaje en tonos multicolores.
Welcome to Bermuda!
Bermuda. Tierra de encantos y contradicciones, hogar de gente amable y calmada. Paraíso fiscal para las compañías de seguros y destino obligado de los cruceros al norte del archipiélago de las Bahamas. Vértice septentrional de un triángulo místico que, según las mentes débiles, se tragaba aviones y barcos que pasaran por sus 1.1 millones de kilómetros cuadrados de superficie. Lugar donde no se podía arrendar automóviles pero los carritos de golf, bicicletas y motos se sentían en su absoluta salsa gracias a una velocidad máxima de 20 millas por hora hasta en el último de sus caminos. Crisol de razas y costumbres donde no existía agua potable y el consumo entero dependía de las frecuentes lluvias llenando los tanques encima de cada propiedad. Isla ubicada justo al final del recorrido de los huracanes que causaban, en categorías 4 o 5, estragos en la costa este de Estados Unidos. Hogar de muchísimas playas con aguas cálidas, arenas color de rosa y estupenda gastronomía en sus incontables restaurantes. Un territorio atrapado en sus propios tiempos, donde el golf, la pesca, el cricket y el rugby eran los deportes más practicados.
Sólo esta última frase convertía al recién llegado en una anomalía pulsante, casi tan pulsante como el mismo inglés hablado allí: demasiado británico para los americanos y demasiado americano para los británicos. Pasó de inmediato a la zona de pasaportes domésticos e hizo pacientemente la fila; sólo había cinco personas antes que él y el trámite no tomaba más que cuatro minutos por cabeza.
"Algo positivo entre tantas desgracias", pensó con pesar.
Miró el reloj Tissot en su muñeca izquierda, regalo de su tía Amanda tras graduarse de la preparatoria en Boston. "Son apenas las nueve", se dijo. "Si la suerte, que eventualmente habrá de fallar a mi favor, me acompaña, estaré en casa a más tardar a las diez y media".
El primero de la línea pasó la garita y avanzó hacia la zona de recogida de equipajes, adornada por esa imperdible escultura de cedro de siete pies de altura y tallada por el genio local Chelsey Trott. Dicha obra era casi tan famosa como el único aeropuerto de tan magno territorio. La segunda persona, una mujer de casi sesenta años, procedió a someterse al trámite sin más ceremonias. En esta zona había dos sectores diferentes para los recién llegados: las propias autoridades locales y Her Majesty's Customs, orientado a quienes venían desde Europa o no tenían pasaporte bermudeño.
Contó mentalmente los segundos que le separaban del agente encargado. Recién pasó el 155 cuando un ruido asqueroso interrumpió sus pensamientos.
-¡Gruig!
Volteando casi con cabreo absoluto hacia su derecha, encontró de inmediato la fuente de tal sacrilegio: dos niñatos sin oficio ni beneficio que "jugaban" a pasarse de una fila a otra, haciendo ruidos grotescos, más propios de trogloditas que de personas supuestamente civilizadas. Se reían de forma idiota, insensible, nada provechosa para quienes debían aguantar estoicamente sus mal concebidas gracias. Al mismo tiempo, observó la silueta de una mujer rubia y delgada, ciertamente americana, que miraba hacia todos lados con angustia. ¿Era por no poder moverse o por predecir que cada uno de los presentes sabía lo evidente?
-¡Shriiiiiiiik!
"De seguro es la madre de esos dos energúmenos", cogitó, sin perder de vista la fila que ya iba por el tercer designado.
En eso sintió un topón incómodo en su pierna izquierda. Apretó los dientes de dolor y luego escuchó ese eco plástico con tonos de velcro que no deseaba oír más. Nuevamente esas funestas risas se abrieron paso entre la silenciosa multitud. ¿Cuándo se había visto esto alguna vez en los módulos de entrada al país, zona solemne por excelencia? Semejante bravata merecía ser castigada con extremo prejuicio, pensaron varios pero sin atreverse a decirlo. El individuo que lo precedía en la cola ya estaba caminando hacia el punto de control, dejándole vía libre y sólo unos pocos segundos para actuar.
Cerró los ojos y concentró su agudo sentido del oído, separando los ecos de la mugre, sintiendo cada vibración en el aire acondicionado mezclado con el dióxido de carbono emitido por los pasajeros.
"Viene de la derecha", musitó. "Estará aquí en 4, 3, 2, 1…"
-¡Cero! -gritó, moviendo su brazo derecho como si fuese una guadaña y capturando a uno de los pequeñajos, quien se puso a chillar cual auténtico cochinillo a faenar. Ciertamente tenía una expresión traviesa, camuflada por su incipiente sobrepeso y ropa que apenas le quedaba bien.
-No eres tan valiente ahora, ¿verdad? -siseó el extraño con una mezcla de sarcasmo y crueldad. Clavó su vista en la de él, paralizándolo de inmediato y poniéndolo a temblar de pies a cabeza.
-Eh…
-¿Quién te dio vela en este entierro, microbio de cuarta?
La concurrencia quedó estupefacta. Pocas veces se había visto semejante muestra de desdén de un adulto a un niño, por muy desperdicio de espacio que fuera. El otro escurridizo, con excelente valentía, abandonó a su compañero a las primeras de cambio, refugiándose tras las piernas de la madre que ahora mismo iba rumbo al centro de la escena. Venía con toda la disposición de quien ha cometido un error pero buscaba lavarse las manos a lo Poncio Pilato.
-Señor, suelte ahora mismo a mi hijo -esbozó la fémina, de larga cabellera rubia y esbelta figura, al extraño.
-Así que es su hijo… Veo que mi disparo dio directo en el blanco.
Levantó la visera de su gorra y pareció penetrar la misma alma de la mujer con apenas un vistazo. Los ojos del extraño chispeaban con una nada disimulada furia. Eran grises, imponentes, sumergidos en una expresión de desprecio olímpico que, en la mayoría de los casos, era reservada sólo a la escoria más absoluta de las sociedades modernas. Le entregó al infante con la misma suavidad con la que se trataría a un cojín y luego volvió al ataque.
-No sé quien es ni me interesa saberlo -espetó con un tono salpicado de arrogancia-, pero una cosa es clara: ha hecho un pésimo trabajo criando a estos dos conjurados de opereta.
-¡¿Cómo se atreve…?! -evidentemente el golpe había sido devastador para ella.
-Me remito a las evidencias, señora. Sus dos retoños llevan ropa calificable como de segunda mano: basta ver las raspaduras en las rodillas de sus pantalones o el leve percudido en el cuello de sus camisetas de algodón. Usted misma va con una blusa planchada a medias, lo que muestra aparente descuido en sus labores domésticas. No lleva anillo, por lo que supongo es separada y vino a escaparse de su esposo, quien pagó a regañadientes la pensión asignada por el tribunal local de Rochester -a cada palabra que lanzaba, su contraparte quedaba más impresionada, sintiéndose pequeña e insignificante-. Por su acento, deduzco que usted viene del estado de Nueva York y trabaja como administrativa en una compañía de tamaño medio; eso se desprende de las marcas en sus dedos y los leves toques de tinta que su manicura no ha podido ocultar.
Terminó su exposición de modo académico, preciso, implacable. La mujer, evidentemente avergonzada tras ser expuesta como un antiguo tomo del Diccionario Merriam-Webster ante un montón de perfectos extraños, estaba tentada a deshacerse en llanto.
-¡El siguiente! -llamó la dependienta desde más allá de la línea amarilla.
-Sé cómo se siente, señora, pero alguien debía decírselo -el extraño ahora preparaba su cierre-. Como bermudeño que soy, permítame darle un consejo para disfrutar su estadía: somos muy amables por naturaleza, pero incluso nuestra paciencia tiene un límite. Le recomiendo las playas cercanas a Somerset o algo de windsurfing por el sector sur para bajar la tensión. Si es por la cocina, los platos locales son una excelente opción a la comida rápida. Disfrute su estadía y que tenga un buen día.
Se quitó la gorra a modo de saludo y la dejó en el sitio, satisfecho de haberle dicho un par de verdades. Así era él, brutalmente honesto con quienes lo merecían. Sacó su pasaporte del bolsillo, totalmente mentalizado en pasar el control aduanero.
-Buenos días, agente -saludó con respeto, sosteniendo la gorra en su mano izquierda y entregando su cuadernillo con la derecha.
-Buenos días para usted también, señor -replicó ella con el típico tono burocrático de quienes veían miles de historias cada día en los documentos de viaje.
La encargada del tercer módulo era una chica de penetrantes ojos amarillos, orejas reptilianas bajo una cabellera castaña y lo que parecía ser una prominente cola verde oscuro asomando por sus sobrios pantalones rojo intenso. También llevaba un combo de camisa blanca, corbata azul noche y sólo el mínimo de rubor sobre sus curiosas facciones. Las manos, tan verdes como la cola, tenían garras limadas con recelo a fin de no dañar nada de valor. Dicho tratamiento no aplicaba a sus pies forrados con escamas duras y a la vez flexibles, permitiéndole amplia libertad de movimiento fuera del horario laboral.
Era una mujer lagartija, chica monstruo cuya sangre fría encontraba adecuado consuelo en el clima subtropical húmedo extendido de punta a punta por el archipiélago; de las 191 islas que conformaban Bermuda, sólo ocho concentraban una población consistente en 64.237 personas y 913 liminales de diversas formas, tamaños y tipos. Este territorio británico de ultramar era parte del programa general de integración que oficializara el Reino Unido de forma experimental en 2017 tras el éxito en Japón y posteriormente en Canadá, señal clara de que la Commonwealth deseaba pasar a la vanguardia en estos temas tan interesantes y sensibles. Del mismo modo, las extraespecies residentes en otros estados miembros de la Comunidad del Caribe (CARICOM por sus siglas en inglés) tenían pleno derecho de paso por Bermuda sin necesidad de visa y posibilidad de quedarse por hasta 120 días en el territorio si eran turistas; los casos de trabajo u otras instancias especiales se revisaban individualmente.
-Tal vez mucha gente lo considere insensible por su demostración de hace un rato -continuó la reptiliana con una calma clínica, digna de quien posee nervios de acero-, pero en lo personal su gesto fue perfecto. Esto es un aeropuerto, no un manicomio ni una guardería.
-Yo no lo podría haber explicado mejor, agente -respondió el interrogado.
Hizo una leve nota mental, gratamente sorprendido por el hecho de que a esta extraordinaria mujer no le afectara en lo más mínimo el aire frío proveniente de los aparatos en el techo. Era fácil deducir que se había acostumbrado de sobra al ambiente de sus labores.
La chica abrió el pasaporte y lo pasó por el lector biométrico ubicado junto a su computador. Al ver la información en la pantalla, quedó sorprendida y luego lo miró con una mezcla de curiosidad y admiración.
-¿Usted es el…? -inquirió tentativamente.
-Por favor, no lo diga -replicó él con un susurro-. Estos últimos días han sido un desastre y no deseo enfrentarme a un motín apenas pisar suelo amigo.
-No se preocupe -ella lo tranquilizó con otra mirada encendida-. Nuestro trabajo requiere discreción y mi gente, cuando se aplica, es tan discreta como las mismas tumbas del cementerio de Hamilton. Hey, ¿puedo decir eso?
-Claro que sí -el extraño sonrió por primera vez ese día y recibió el pasaporte de vuelta.
-¿Cuánto tiempo planea quedarse?
-Tres meses, tal vez cuatro si las cosas no mejoran. Lo único que deseo es tranquilidad.
-Bueno, lo cierto es que Tucker's Town es el mejor lugar de la isla si lo que se busca es paz. Tiene mucha suerte, señor.
-¿Suerte? Tal vez sí hay redención para mí allá afuera -retrucó con tono melancólico el viajero.
-¿Eh…?
-Nada. Sólo estaba pensando en voz alta. ¿Estamos listos?
-Sólo falta una pregunta -contestó ella en tono formal-. ¿Cuánto dinero trae consigo?
-9.500 dólares americanos en efectivo más mis tarjetas bancarias. Son parte de mis propios ingresos en el continente.
Abrió un bolsillo interno de su mochila y asomó un poco el grueso fajo de billetes contenido con elásticos bancarios. La liminal lo miró con aprobación e hizo una nota al margen en su registro.
-Todo está en orden -sonrió-. Que pase una buena estadía.
-Hasta luego y muchas gracias.
Con todo de vuelta en su sitio, desde la billetera hasta la gorra, el extraño pasó al otro lado de la frontera, caminando lentamente hacia la zona de recogida de equipajes. Poco antes de llamar al siguiente recién llegado, la mujer lagartija contempló la figura del viajero que se alejaba, paso a paso, ataviado en tonos tan bipolares hacia su siguiente e inescrutable objetivo. Se permitió un último pensamiento antes de recargar su batería de preguntas.
"Ciertamente nadie esperaba tenerlo de vuelta tan pronto, partiendo por mí".
-2/IF-
-Ya te tengo, pillina -le dijo a su maleta de tamaño mediano tras cogerla de la cinta transportadora.
Extendió la manija al máximo, arrastrando su equipaje gracias a las ruedecillas de la base hacia la zona de taxis, autobuses y couriers rumbo a los alojamientos de diversas clases presentes a lo largo y ancho del archipiélago; no pocos tenían acceso directo a 103 hermosos kilómetros de costa con arrecifes, playas privadas y estupendos sitios para la pesca. El griterío de los choferes, un crisol en sí mismo gracias a la mezcla de tonos de piel, se mezclaba con los carteles escritos en varios idiomas, elaborados en materiales que iban desde el simple cartón con marcador negro hasta el plástico estampado con hermosos colores mate. Pasó olímpicamente del gentío y acudió a uno de los mostradores de la compañía de transporte local.
-Buenos días, señorita -se quitó el sombrero con la misma cortesía que tuviese con la agente aduanera.
-Bienvenido al paraíso, amor -replicó la mujer, una trigueña y preciosa joven con rizada cabellera negra-. ¿Dónde deseas ir?
-Al Hotel Rosewood en Tucker's Point. Preferiría que me dejara en la misma entrada, si es posible; tengo problemas para caminar y el asiento en clase turista, la verdad, no me hizo muy bien.
Apuntó a su pierna izquierda, forrada en una severa bota ortopédica de plástico duro y negro, tan negro como el humor que lo dominara inicialmente tras abandonar los cielos de Massachusetts.
-Ah, ya veo… -contestó la muchacha-. Creo que tenemos justo lo que necesitas… ¡Ah, aquí está! Por 25 dólares puedo conseguirte un vehículo de inmediato y estarás allí en 20 minutos.
-Me parece estupendo.
Entregó los billetes a la chica, quien le dio a cambio el recibo y una tarjeta con el número del taxi que debía tomar. Aunque Bermuda tenía su propia divisa (en billetes de 2 hasta 100 dólares y en monedas de 1 centavo hasta 1 dólar), se usaba a la par con la estadounidense a fin de estimular el turismo y reducir el engorroso proceso al que muchas casas de cambio sometían a los viajeros.
-El terminal de nuestra empresa está casi al salir a la pista principal, a mano izquierda. ¡Buen viaje!
-Gracias.
Inclinó la cabeza con aún más respeto. La muchacha, tan humana como él, le había caído bien. Tal vez su suerte realmente estuviera apuntando al lado correcto.
-Permiso, por favor. Déjeme pasar. No, no. Gracias a usted.
Con frases así se mezcló nuevamente con la oleada de gente entrando y saliendo de las instalaciones de Wade. Aferraba su maleta y mochila con extremo recelo; lo que menos deseaba era tener que perseguir a un ladrón en su actual estado. Incluso si el terminal que prestaba servicio a las islas era uno de los más seguros del mundo, los amigos de lo ajeno siempre estaban al acecho. Contempló con alivio a varias parejas de guardias (usualmente un humano y una liminal; distinguió Kobolds, centauros, lagartijas como las del sector aduanero e incluso un par de Onis de piel azul con gafas) moviéndose por las cercanías, sus ojos atentos a la más mínima señal de ruptura del orden establecido. De vez en cuando tomaban sus radios para dar breves reportes y luego seguían en lo suyo.
Llegó al paradero de los taxis, donde también se encontraban un par de autobuses blancos que cubrían las rutas de un extremo a otro de la isla. Como en muchos lugares del hemisferio norte, el transporte público se pagaba por tramos y el efectivo estaba prohibido. Para compensar, tanto residentes como visitantes podían adquirir en lugares autorizados pases diarios, semanales o mensuales de uso ilimitado… mientras estuvieran vigentes.
"Veamos", pensó el nativo de las islas. "Me toca el auto número nueve y debería estar por aquí mismo. Seis, siete, ahí está el diez…"
-¡Aquí!
Otra liminal le hacía señas desde el sitio indicado, junto a un Peugeot 406 pintado de rojo tropical con techo celeste intenso, casi acuático. Era una Kobold que parecía muy amistosa, vestida con camisa blanca y simples pantalones negros de tela. Llevaba zapatos de cuero especialmente adaptados a sus peludos pies; su cobertura era color granito con algunas zonas más oscuras, pero no se veía vieja ni cansada. Algo sabía el extraño de ellas, principalmente que siempre estaban llenas de energía y empatía por otros seres vivos.
-¿Qué tal? -preguntó la chófer, moviendo su corta y peluda cola con ánimo-. ¡Vienes llegando bien temprano!
-Me gusta aprovechar el día -inclinó la cabeza y luego dejó que metiera su equipaje en el maletero.
-Seña de estupendo criterio, sin dudas. ¿Dónde te diriges?
Él le entregó el boleto.
-¡Ah, al Rosewood! Pues sí que tienes buen gusto; es el mejor hotel que tenemos en toda Bermuda.
-En realidad no voy a alojarme allí -retrucó el muchacho de la gorra- sino a juntarme con alguien especial.
-Una cita, ¿eh? -ella le guiñó el ojo con complicidad-. Ya me imagino cómo debe ser tu compañerita. Tan seria como tú pero con muchísimas ganas de vivir la vida en este paraíso. ¿Eres americano? -preguntó ella antes de que ambos subiesen al vehículo.
-Soy tan bermudeño como tú -replicó él con amabilidad-. Crecí aquí al lado en St. George, pero ahora vivo en Tucker's Town.
La Kobold arrancó el motor y puso el vehículo en marcha con suavidad. Ella estaba sentada en el lado derecho, tomando rápidamente la pista izquierda como se hacía en todas las dependencias de la corona. Giró a la izquierda en la rotonda de entrada al aeropuerto y tomó el puente conectando Wade con la isla principal. Conocido entre los lugareños como The Causeway, medía casi un kilómetro de largo sobre las aguas de Castle Harbour. Afuera, el día estaba precioso, con temperatura cercana a los 28 grados y una humedad rondando el 60%.
-¿Cómo supiste que soy bermudeña? -preguntó la chica monstruo mientras el vehículo avanzaba a las consabidas 20 millas por hora rumbo a Harrington Sound.
-Soy buen observador, es todo -dijo él, quitándose la gorra y mostrando una cabellera corta en tonos rubio oscuro, sin pasar a los límites del castaño-. No tienes ese aspecto intranquilo de quienes están en los últimos alientos de sus visas de trabajo. ¿Hace cuánto obtuviste la ciudadanía definitiva?
-Hace seis meses -ella sonrió por el retrovisor-. Y tienes toda la razón, chico: cuando me entregaron el carnet de ciudadana, lancé el suspiro más grande que creí haber conjurado alguna vez. Creí que esos cinco años de residencia obligatoria no terminarían nunca.
-Te lo tienes bien ganado, entonces.
-Puedes apostar a que sí -otra sonrisa-. ¿Deseas algo de aire acondicionado? ¿Te molesta si pongo algo de música?
-Opera como mejor te parezca. Total, el trayecto es bastante corto.
La Kobold encendió la radio satelital y ajustó el dial. Era de esos modelos conocidos por su alta fidelidad en cualquier punto del planeta y que podían conectarse a emisoras de todos los rincones de la Tierra, plan de suscripción mediante. Segundos después comenzó a sonar el canal 72 de Sirius XM, con música sacada de las grandes producciones de Broadway; ahora mismo se escuchaba el tema principal de Hamilton, ese fenómeno que catapultó a Lin-Manuel Miranda a la fama mundial y se convirtió, para muchos, en un ícono de la resistencia política moderna.
-Tienes buen gusto -dijo el pasajero.
-¿Has visto Hamilton alguna vez? Yo fui hace un par de meses durante mis vacaciones. Me costó un ojo de la cara, pero la experiencia fue inigualable y pude estrenar mi pasaporte local.
-No suelo frecuentar los teatros neoyorquinos, aunque he oído maravillas del musical, especialmente considerando el actual momento político estadounidense -él se encogió de hombros-. Vivo la mayor parte del año en Boston y vuelvo a las islas para las fiestas o cuando no estoy de vacaciones en otros lados del mundo.
-¿Boston…?
-Sí, en Chatham Circle. ¿Por qué?
Apenas el vehículo entró a Blue Hole Hill, la Kobold se detuvo a un lado del estrecho camino rodeado de hermosa vegetación nativa. Lo miró fijamente, tratando de armar el puzzle en su cabeza lo más rápido posible.
-Déjame sacar la cuenta: cabello rubio oscuro en corte sobrio, ojos grises, expresión seria, seis pies y dos pulgadas de altura… -contuvo el aliento por un momento-. Si a eso le añadimos la gorra que llevas…
El silencio volvió a tenderse entre ambos. Él se sentía algo incómodo y ella parecía haber sufrido la versión mental del pantallazo azul de la muerte.
-¡No lo puedo creer! -exclamó pletórica, apenas conteniendo sus ganas de darle un abrazo-. ¡Eres Brian Lennox-Whitmore, el lanzador de los Medias Rojas! ¡El primer nativo de Bermuda en llegar a las Grandes Ligas de Béisbol!
Hasta ahí le había llegado la charada para pasar desapercibido. El aludido volvió a suspirar con ganas, pensando qué habría hecho en una vida anterior para merecer estas torceduras tan abruptas en lo que a la fortuna respectaba.
-¡Dios mío! -la peluda aún no salía de su asombro-. ¡Nunca esperé tener a un ícono deportivo en mi taxi! ¿Cómo fue que nadie te reconoció en el aeropuerto?
-Si lo hicieron, no dijeron nada -replicó el ligamayorista, haciéndole entender que pusiera el vehículo en marcha nuevamente a fin de explicarle todo-. El asunto es que no estoy aquí por placer sino para recuperarme de una lesión grave y alejarme de mis propios fantasmas. Aparte de la plana mayor del equipo, partiendo por el dueño y el manager, nadie más sabe que estoy de vuelta en casa.
-¿Por eso la bota? -inquirió ella una vez que volvieron al camino para tomar la Avenida Wilkinson.
-Sí. Me rompí tres ligamentos del tobillo izquierdo al intentar fildear una pelota contra Minnesota el mes pasado; al menos ganamos ese partido 6-0 y me anoté mi segunda victoria del año en tres salidas -continuó Brian-. Hasta ahí llega lo positivo: pasé tres semanas sin poder caminar y recién hace cuatro días me dieron el alta clínica más el permiso para volver a Bermuda. Como mi lesión no es operable, tendré que usar la bota durante tres o cuatro meses antes de iniciar mi rehabilitación en Florida. Lanzar de nuevo esta temporada está fuera de mi alcance.
La conductora conocía sobradamente esos "fantasmas", asociados a la impotencia y el resentimiento de limitarse a observar mientras los demás gozaban. Ella le contó una historia parecida con el rugby a siete, que jugaba en una liga amateur de fin de semana donde se permitían equipos mixtos. El año pasado sufrió una torcedura en el primer partido de la temporada y de ahí debió resignarse a apoyar desde la banca hasta abril.
-Te comprendo perfectamente, Brian -dijo ella en ese tono casual tan característico de su especie-. Las lesiones son el peor maleficio posible, pero estoy convencida de que te recuperarás con los cuidados necesarios. Vi tus dos primeras aperturas con Boston y créeme que me daba muchísima risa ver cómo los bateadores rivales sufrían con tu forma de lanzar.
-Bueno, los Medias Rojas siempre han tenido lanzadores peculiares. Digo, si le dieron sitio al nudillero Tim Wakefield por 17 años, no creo que les importe mucho tener a un submariner.
Ambos rieron con ganas. Lennox-Whitmore había recuperado su buen ánimo; pocas cosas le agradaban más que hablar de su gran pasión, del deporte al que decidió consagrar su vida tras pasar la mayor parte de su infancia jugando cricket. A fin de atraer la atención de los cazatalentos durante sus años de preparatoria y universidad, había adquirido el estilo más complicado e impredecible de todos. Tal vez no quemara las pistolas de radar con lanzamientos de 100 millas por hora o tasas de strikeouts astronómicas, pero sabía colocar la pelota justo donde quería y complementaba su recta de cuatro costuras con un saludable cóctel de lanzamientos: curvas, sliders, sinkers…
Continuaron conversando sobre las Ligas Mayores y avanzando por entre los setos ornamentales, los hermosos jardines y las bajas cercas de piedra de Wilkinson hasta llegar a un a curva cerrada hacia la izquierda. Hacia la derecha se extendía Trinity Church Road y comenzaba Harrington Sound por el otro extremo. Las aguas de Church Bay se mezclaban con la vegetación autóctona (palmeras, frondosos arbustos tropicales e incluso algunos juncos), flanqueando el camino por la diestra. A la siniestra, entre aún más postales de color verde, pasaron por el primer cruce rumbo a uno de los sitios más conocidos del pequeño país: la taberna de Tom Moore, abierta ininterrumpidamente desde 1652. Casas pintadas en tonos pastel con hermosos techos blancos se levantaban en forma armónica a ambos lados de la ruta. Las entradas vehiculares carecían de rejas y podía percibirse en las rosas y árboles flameando al viento una paz infinita. Bermuda era bien conocida por sus bajísimos índices de criminalidad y alta esperanza de vida: 77 años en promedio para los hombres y 83 para las mujeres; respecto a las chicas monstruo, dicha cifra variaba dependiendo de la especie.
El taxi tomó una amplia curva hacia la derecha, siempre manteniendo su baja velocidad, y subió la pequeña pendiente hasta llegar a una sección de camino entre dos riscos. Abajo estaba el mar, bien separado por gruesas verjas de madera.
-Ya entramos en St. George -dijo la taxista con alegría-. No queda mucho para que estés en casa, Brian.
Por toda respuesta él le dedicó una sonrisa tenue y sincera. Lennox-Whitmore no era muy dado a expresar afecto en público, pero esta peluda muchacha le había caído bien y contribuido a mejorar su humor. "Tal vez este sea un elemento inherente a todas las Kobolds", pensó. "Me gustaría tener la mitad de ese optimismo, especialmente ahora que debo lidiar con mi tobillo inutilizado".
Avanzaron otros cuatrocientos metros hasta el cruce de Paynter's Road. Atrás habían quedado los límites de la Parroquia de Hamilton, fácilmente distinguible en cualquier mapa por su forma de gancho retorcido. Estas parroquias (parishes en inglés) no tenían nada que ver con la religión, tampoco constituían divisiones administrativas y carecían de cualquier relación habida y por haber con los distritos electorales. Todas, con excepción de St. George, tenían 2.31 millas cuadradas de superficie; la excepción quedaba justificada porque en esta última se hallaba el espacio reclamado para construir el aeropuerto.
-Reconozco bien estas lomitas -señaló él a su izquierda mientras el Peugeot 406 viraba en la misma dirección-. Este es el club de golf adjunto al hotel.
-¿Sueles frecuentarlo?
-Juego esporádicamente -replicó el lanzador submarino-. Durante la pasada pretemporada en Florida solía acompañar a algunos de los muchachos a las canchas cercanas para matar el tiempo en rondas amistosas, principalmente del tipo todos contra todos. Nunca gané nada, pero sirvió para hacer buenas migas con varios.
Recorriendo lentamente el último tramo de la ruta hacia Rosewood, pudieron ver que ya a esas horas de la mañana había movimiento en los links. Tres o cuatro carritos avanzaban por sus pistas hacia el quinto hoyo mientras los jardineros podaban el césped cercano a las trampas de arena, removían malezas e incluso dos lamias comunes excavaban en un rincón cercano al fairway para plantar nuevos macizos de flores alrededor de una estatua de un faro. Se las veía felices y concentradas en su tarea.
-Es bueno ver a las liminales trabajando codo a codo con los humanos -dijo Brian de repente, sacándole otra sonrisa a la taxista y reforzando aún más esa impresión positiva que se había formado de él.
El camino se bifurcaba unos cincuenta metros más adelante, mostrando al frente un bandejón con tres palmeras y arbustos adornados con hermosas flores color burdeo, casi vinotinto. Paynter's Road continuaba hacia la derecha, bordeando el cuarto hoyo y sin ni una cerca a la vista. Al costado de dos pilares de ladrillos grises ataviados con faroles en su parte superior podía verse un signo blanco con caracteres azul oscuro.
Tucker's Point Hotel and Spa
Luxurious Homes and Private Residence Club
Por increíble que pueda sonar, este rincón fue, hasta principios de la década de 1920, uno de los más pobres de Bermuda. Ello cambió con la construcción del club de golf como añadido para el hotel, lo que atrajo capitales y gente de prestigio. Varios millonarios de ayer y hoy adquirieron considerables extensiones de terreno cerca de la cancha y el edificio del Rosewood, donde levantaron sus casas de veraneo y organizaron unas fiestas que dejaron huella en la época. Podía decirse, guardando las proporciones, que Tucker's Point era el equivalente caribeño de Punta del Este, ese magnífico balneario uruguayo. La única diferencia radicaba en que el local sudamericano cobraba vida de noviembre a febrero para luego entrar en un sopor mayúsculo durante el resto del año.
Subieron por el caminito rumbo al hotel, bajando la velocidad ante el influjo de carritos yendo en dirección contraria y otros coches estacionados al costado izquierdo. Por la derecha se veían nuevamente las aguas de Castle Harbour, las instalaciones del aeropuerto y el límpido cielo tropical rebosante de aire puro, inmune a la contaminación atmosférica gracias a las bendiciones del mar.
-¿Hermoso, verdad? -preguntó ella, haciéndose levemente al costado para dejar pasar otro carrito y un bus con turistas rumbo a Hamilton.
-Tanto como lo recordaba. No ha cambiado nada en los últimos 16 o 17 años.
-¿Solías venir aquí de niño?
-Sí -Lennox cambió de posición en el asiento trasero-. Mi madre ha trabajado aquí como chef desde hace dos décadas. Cuando terminaba la escuela, me sentaba en la terraza mirando al mar para hacer mis deberes mientras esperaba que acabase sus turnos.
-Ya veo. Entonces Rosewood es prácticamente tu segunda casa, Brian.
El bermudeño asintió con ganas. La Kobold pasó la última curva y llegó a a la explanada del recinto principal, un edificio pintado totalmente de blanco, con arcos bien formados y calzadas embaldosadas en tonos ladrillo. La misma vegetación que rodeaba los links se hacía presente aquí, abrazando la estructura con el cariño de una progenitora devota y amable.
Una vez que el auto dio la vuelta y se detuvo frente a la entrada, el muchacho abrió su mochila y le entregó 25 dólares de propina a la conductora.
-¿Y esto? -preguntó ella, algo sorprendida.
-Por traerme hasta la misma puerta y alegrarme el viaje con tu conversación -contestó el beisbolista-. Cualquier otro taxista me habría dejado en la entrada junto al camino.
-Bueno, pues muchas gracias -ella se sonrojó apenas un pelín-. Si necesitas un taxi, llama a la compañía y pide que me envíen al hotel o donde sea que estés. Te llevaré a donde quieras.
Le pasó una tarjeta con el número de teléfono y su nombre.
-Definitivamente lo tendré en cuenta… Canatella.
-Gracias de nuevo, Brian. Déjame ayudarte con tu maleta.
Ambos descendieron del taxi y en cuestión de segundos el rubio tenía todo lo necesario al alcance de la mano. Se despidió de la cordial Canatella con un apretón de manos y contempló cómo el vehículo rojiazul se alejaba colina abajo, tal vez rumbo al aeropuerto para buscar otro impaciente pasajero. Muy en su interior, deseó que la peluda liminal pudiese alegrarle el día tanto como a él.
Logro desbloqueado
20G - Empatía
-Es una buena chica, sin dudas -dijo a nadie en particular antes de encarar al portero-. ¡Buen día, Perkins!
-¡Señor Brian! -contestó el hombre, vestido con camisa blanca, pantalones y zapatos negros más una chaqueta celeste sin mangas; no llevaba corbata-. ¡Qué sorpresa! No esperábamos tenerlo de vuelta tan pronto.
-A decir verdad, yo mismo estoy sorprendido -suspiró Lennox-Whitmore, mirando de soslayo su pie izquierdo-. Pero la vida es una caja de bombones, como decía Forrest Gump.
-Estupenda película -añadió Perkins, un tipo de tez algo bronceada, bigote pulcro y cabellera grisácea; andaría por los 60 y algo años-. Cambiando de tema, supongo que busca a la señora Stella.
-Efectivamente. ¿Vino hoy a trabajar?
-Hoy no la he visto, pero puede pasar con toda tranquilidad al comedor y de ahí a la cocina -le indicó la puerta automática, aún cerrada-. Ya sabe que nadie lo molestará.
-Así me gusta -se metió la mano al bolsillo y le entregó un billete de cien dólares al portero-. Otra cosa: no deseo que nadie, aparte de ella y ciertas personas del hotel, sepa que estoy aquí. Si salí vivo del aeropuerto es porque los milagros existen y los de la compañía de taxis saben guardar la discreción.
-Pierda cuidado, señor Brian -Perkins se guardó el billete en su propio bolsillo-. Mis labios están sellados y le garantizo que el resto de mis colegas será igual de discreto.
Tras una leve inclinación de cabeza, los dos hombres se separaron para encomendarse a sus respectivas tareas programadas. Brian Lennox-Whitmore entró al lobby y lanzó una silenciosa plegaria al sentir el efecto del bendito aire acondicionado sobre su piel. Para su buena suerte, allí sólo había un par de personas sentadas en los mullidos sillones de cuero, leyendo revistas con sumo interés y revisando de vez en cuando sus teléfonos móviles; parecían estar esperando a otro huésped y encontraban un delicioso placer en ignorarle. No quería dar señas de mala educación, así que les devolvió el gesto antes de encender su propio aparato y luego acudir a hablar con Trisha, la recepcionista.
Ya estaba de vuelta en casa. Ahora sólo debía encontrar a su madre.
-3/C-
Luego de un saludo y un breve diálogo, el recién llegado dejó su equipaje en custodia para entrar al majestuoso comedor del Rosewood. El piso flotante, bronceado con un exquisito tono color chocolate, se acompasaba con las paredes revestidas en madera, cuadros, finísimas cavas con exquisitos vinos… La iluminación consistía en cinco refulgentes candelabros de plata con veinte ampolletas por instalación; todos colgaban del techo mediante un sistema de cadenas que permitía ajustar su altura. En los costados había lámparas individuales empotradas en los muros, su intensidad regulable cuando la situación lo requería. La mantelería era tan prístina como los muros, cubriendo el mobiliario de caoba maciza y completando la decoración con flores frescas traídas desde el mismo jardín del hotel. Una estimación conservadora daba a dicha estancia una capacidad de hasta 300 huéspedes, distribuidos en 30 mesas a cada lado. El pasillo central llevaba hasta ventanales amplios y diáfanos rumbo a la monumental terraza con vista a Castle Harbour y las cálidas aguas atlánticas.
A mitad de la pared derecha estaba la puerta dando a la cocina, donde, tras abrirla, se contemplaba un escenario en plena ebullición y que no tenía nada que envidiar al de los cruceros que paraban en los muelles del sur de las islas: cerca de 25 integrantes vestidos de blanco, entre los que se contaban dos ogros de unos seis pies y seis pulgadas de estatura, una Kikimora que revisaba la lista de pendientes y una Hinezumi a cargo de los hornos, iban y venían bajo la coordinación de Stella Lennox-Whitmore, la chef principal de The Point, el restaurante del hotel que fuese finalista por la estrella Michelin entre 2011 y 2015, finalmente ganándola en 2016. Todos quienes no tuviesen el pelo rigurosamente corto debían llevarlo con redecillas; total, la higiene siempre sería tan importante como el buen sabor de los platillos.
"Pareciera que el tiempo no hubiese pasado aquí dentro", pensó Brian, moviéndose un poco hacia el lado para intentar hacerle una silenciosa seña a su madre, quien hablaba con dos de sus pinches de cocina y la liminal cuya misma esencia era el fuego.
-Recuerden que el flambeado no debe ser por más de 15 segundos -les decía, gesticulando para hacerse entender-. Esta es la conferencia más grande del año y no quie…
Se detuvo en seco al ver ese movimiento de dedos que conocía tan bien.
-¡Brian! -gritó, dejando en el olvido a sus subordinados y casi atropellando a quien se le cruzara para estrecharlo entre sus pulcros brazos.
La expectación duró sólo unos instantes. El resto de los cocineros estaba bien acostumbrado a estas escenas y volvió a sus labores casi de inmediato. Varios de ellos, especialmente las extraespecies, tenían sonrisas en sus rostros: sabían que Stella siempre tenía subidas de ánimo tras reencontrarse con él.
-¡Mi niño! -le dio un beso en la mejilla y luego dispensó el clásico abrazo de oso-. ¡Cuánto gusto me da verte! ¿Qué haces de regreso tan pronto?
-Es algo complicado, mamá -replicó Brian, elevando algo el tono de su propia voz-. ¿Podemos hablarlo en la terraza?
-¡Faltaba más! -exclamó, casi dando un saltito y luego dirigiéndose al personal en pleno-. ¡Voy a salir un momento! ¡Cuando vuelva espero que hayan terminado con la partida de carnes al cognac! ¿Está claro?
-¡Sí, jefa! -respondieron los 24 entes restantes con una sola voz.
Antes de abandonar la cocina, el beisbolista aprovechó de saludar a los demás con otro movimiento de mano. Una de las ogros incluso se atrevió a guiñarle un ojo, mientras que la Hinezumi tenía una expresión entre altiva y feliz; igual no pudo evitar sacarle levemente la lengua.
El fresco aire corriendo en el exterior, mezclado con la humedad subtropical, fue un alivio bienvenido por ambos. Brian dio vuelta sus manos y se apoyó en la balaustrada de madera barnizada a conciencia, tan gruesa como las vistas en los páramos ingleses donde hacía tanto frío durante el invierno. Su madre secundó el gesto, llenando sus pulmones a todo lo que daban y entregando una generosa dosis de dióxido de carbono a cambio de semejante vigor.
-Y bien, querido -comenzó ella-, ¿pasó algo?
-De hecho, sí -el submariner apuntó a la bota ortopédica-. Me rompí tres ligamentos del tobillo a principios de mes y hace poco me dieron el alta.
Procedió a contarle los detalles que omitió en su charla con Canatella. Comenzó por el inmenso dolor e impotencia al sentir que el área dañada se hinchaba, repleta de sangre apenas contenible. Siguió con los rostros de extrema preocupación de sus compañeros, a quienes odió dejar tirados en un momento tan importante del partido. Luego vinieron la resonancia magnética, las conversaciones con el doctor del equipo y la enorme tortura de pasar tres semanas con la pierna levantada, varado en la cama del Hospital General de Massachusetts y sin siquiera prender la televisión o leer los periódicos; no deseaba ver cómo los medios cubrían su tragedia. Eventualmente se enteró por un mensaje de texto que le enviara John Crawford, otro lanzador del equipo, de que fue pasado a la lista de lesionados de 60 días, poniendo fin oficial a su primera experiencia en la MLB.
-La única compañía constante que tuve en ese tiempo fue la tía Amanda -continuó Brian, derrochando la misma pena que lo embargara originalmente-. De no ser por sus conversaciones y los libros que me dejaba entre visitas, me habría vuelto loco. Hasta hoy pienso que si no hubiese intentado coger esa pelota cerca de la línea tan rápido, mi tobillo estaría sano y seguiría disfrutando del sueño que recién comenzaba…
-No te mancilles tanto, hijo -replicó su madre-. Las cosas siempre pasan por algo. Al menos ahora podrás desintoxicarte como mereces, en un ambiente ideal y rodeado de la gente que te quiere. ¿Cuánto tiempo estarás aquí?
-Tres a cuatro meses o lo que aguanten mis reservas monetarias. Después debo volver a Florida para comenzar a rehabilitarme de cara al próximo año. Hasta entonces, deseo pensar en cualquier cosa menos béisbol.
-Por el dinero no te preocupes, Brian. Siempre puedes venir a desayunar y almorzar aquí; eres prácticamente de la casa a estas alturas -replicó Stella-. Incluso he mantenido tu habitación en Tucker's Town igual a como la dejaste antes de partir al continente en febrero.
El rubio se sonrojó un poco.
-Mamá, si sigues colmándome de atenciones nunca podré devolverte todos estos favores.
-No tienes que hacerlo -le rodeó el hombro con cariño-. Eres mi hijo y, mientras tenga fuerzas para seguir adelante, tu bienestar siempre será mi primera prioridad. Sabes que te amo más que nada.
Se abrazaron una vez más, compartiendo el dolor por tanto tiempo de ausencia y el alivio de volver a estar al alcance de una llamada de teléfono o un sencillo gesto. La mujer, de 49 años de edad, se mantenía magníficamente atractiva gracias a una chispeante personalidad y el rechazo a las muchas tentaciones que acarreaba tener manos de ángel en la cocina. Su esbelta figura medía cinco pies y ocho pulgadas, mostrando manos finas y dedos similares a los de una pianista. El cutis, bien cuidado y ligeramente bronceado, enmarcaba un par de límpidos ojos verdes y labios delgados, sin rubor alguno. La cabellera era del mismo tono rubio que el de su retoño, larga, lisa y liberada tras escaparse del maniático control de la redecilla.
Desde que se separara de su marido en 1999, Stella había volcado todo su ímpetu en las dos cosas que daban absoluto sentido a su vida: Brian y la alta cocina. El padre del muchacho, abogado oriundo de la City londinense, aparentaba ser un ciudadano modelo hasta que ella lo descubrió, gracias a cartas anónimas, engañándola con su secretaria personal, 10 años menor que él. El caso causó sensación en su tiempo y no acabó hasta que la chef consiguió el despido y ostracismo absoluto de la metiche. Lawrence (así se llamaba el malnacido que cabalgaba en terreno ajeno) volvió al continente tras firmar el divorcio y hasta el día de hoy, por decreto de los tribunales bermudeños, debía pagar pensión alimenticia.
Tras salir airosa de aquellos traumáticos meses, la mujer recuperó su apellido de soltera y juró solemnemente que nunca volvería a comprometerse románticamente con alguien: "ni Míster Universo en persona podría convencerme de salir en una cita", expresó en esa ocasión. Él, para no ser menos, se lo cambió con un doble propósito antes de viajar a Estados Unidos a vivir con su tía Amanda: honrar a la magnífica fémina que le había dado la vida y enterrar definitivamente el funesto recuerdo de un adúltero cuyos asquerosos genes compartía. Así, Stella y Brian Willingham pasaron a ser Stella y Brian Lennox-Whitmore.
-Gracias, mamá -él volvió a abrazarla y luego le dio un tenue beso en la mejilla-. ¿Aún tienes contigo la copia de las llaves que te dejé?
-Están en mi oficina, tercer cajón del escritorio a mano derecha -se separaron; ahora ambos miraban las aguas turquesa a sus pies, extendidas más allá de los roqueríos bordeando la playa-. Puedes pasar a retirarlas cuando gustes. Te acompañaría encantada a instalarte, pero estamos contra el tiempo preparando las vituallas para una convención de mamografía digital que parte esta noche con una cena de lujo. La mitad de las mesas del salón están reservadas.
-Anda, pues sí que estamos hablando de palabras mayores…
-Tú lo has dicho, mi niño. Aún así, no debes forzar tu tobillo más de lo estrictamente necesario -volvió a posar su mirada en la negra, dura y fría bota-. ¿Cómo llegaste hasta aquí?
-Una Kobold de la compañía de taxis me trajo con todas las comodidades, aunque estaba pensando ver si podía hacerme con uno de esos carritos de golf para ir hasta la villa. Es mejor que intentar operar dos pedales con un solo pie.
-Eso no será problema -retrucó Stella, sonriéndole con cariño-. Ve al garaje ubicado junto al hotel y dile al encargado que vas de parte mía.
-Suena bien -dijo Brian, sintiendo su ánimo despegar un poco-. Hay muchos sitios a los que no he ido en años y me gustaría volver a visitar. ¿Deseas que te espere con algo para cenar?
-No sé a qué hora vaya a desocuparme hoy con lo de la convención, pero te lo agradezco. Puedes dejarlo en el horno o en el microondas, dependiendo de lo que sea.
-Así lo haré.
Se despidieron con un simple abrazo, dejando atrás esta terraza cargada de nostalgia, de tiempos en los que contaban (y seguían contando) con el apoyo incondicional del otro para superar las dificultades de la vida. La chef volvió a tomar el mando de sus tropas en la cocina y el pelotero cruzó unas pocas palabras con Trisha antes de ir a hacerse con lo que sería su transporte silencioso, ecológico y práctico por el futuro cercano.
Brian se llevó una sorpresa mayúscula al encontrarse con un muchacho de 20 o 21 años, vestido con un inmaculado overol naranja, haciendo mantención a una de las máquinas. Conversó brevemente con él y supo que era el sucesor de Maurice, el viejo y querido viudo que había estado casi cuatro décadas en el puesto. "Se jubiló en marzo de este año", contó el chico, llamado Stanley. "Como yo era su segundo de a bordo, me ascendieron y ahora tengo estos bebés a mi cargo".
Le entregó una guía que firmó en el acto más un pase. Ahí supo que si registraba diariamente sus entradas y salidas en la máquina ubicada junto a la puerta del garaje, podría llevar el carrito a cualquier punto de Bermuda, siempre y cuando condujese con la debida precaución.
-Incluso a 20 millas por hora pueden ocurrir accidentes embarazosos -añadió el mecánico mientras secaba sus manos con un paño.
-Dímelo a mí -contestó el beisbolista-. Más de una vez he visto a gente hacer trizas sus modelos nuevecitos de paquete por ir mirando sus mensajes de texto en vez de poner atención al camino.
-Incoherencias de las grandes ciudades -sentenció Stanley.
Cinco minutos después se detenía frente a Perkins al mando de un sencillo carrito blanco alimentado por electricidad, con capota azul oscuro suspendida sobre cuatro tubos de acero inclinados hacia atrás en un ángulo de 15 grados y un pequeño compartimento para equipaje adosado a la parte trasera. Era el típico modelo para dos personas, casi nuevo y con asientos revestidos de cuero gris perla. En la parte frontal llevaba el emblema del hotel y una calcomanía blanca con el número 79 escrito en caracteres negros.
"Vaya coincidencia", pensó Brian cuando lo recibió junto con las llaves respectivas. "Es el mismo dorsal que me asignaron cuando subí a las mayores con Boston".
Sin intención de dejarse embargar por lo que pudo haber sido, saludó nuevamente al atento portero y acudió a recoger su equipaje de manos de la servicial Trisha, quien le dedicó una sonrisa de 20,000 watts de potencia al despedirse de él. Entró al área de servicio a paso moderado y recuperó las llaves de casa; estaban exactamente en el sitio donde su madre las guardara luego de despedirse de él en el aeropuerto. Una vez que todo estuvo cargado y asegurado con correas, puso el pequeño vehículo en marcha pendiente abajo.
Stanley se lo había recomendado por una razón sencilla: tanto la transmisión automática como el mismo acelerador podían regularse con la mano derecha mediante palancas, evitando tener que someter su pierna izquierda a más presión de la debida. Aparte de ellas y de la chapa de ignición, el carrito no tenía panel de instrumentos. Ni falta que hacía; tanto él como sus hermanos estaban programados para no sobrepasar el sempiterno límite de velocidad. Si en otros rincones del mundo la vida empezaba a los cuarenta años, aquí rodaba al suave compás de 20 millas por hora.
Pasó los postes de entrada y el letrero blanco, bajando hasta Stables Lane y virando a la izquierda. Se encontró nuevamente en una estrecha sección de camino rodeada por riscos, vegetaciones y cercas de madera blanca. Saludó a un par de jardineros atacando un árbol peligrosamente frondoso (las ramas amenazaban con romperse y bloquear la ruta), continuando por la calzada izquierda hasta el punto donde comenzaban las canchas de tenis y asomaba el clubhouse a escasos metros. Ahí también estaba el SulVerde, otro de los cuatro restaurantes con los que contaba el inmenso complejo esculpido por el trazado de hoyos y obstáculos.
-Aquí nos vamos a la derecha -dijo, girando el volante hacia Castle Mews Road.
Pasó una pequeña colina y torció nuevamente a la siniestra en South Road. El aire aquí estaba más cargado con notas saladas, terapéuticas para un alma atormentada como la suya. Casi no había tráfico a esa hora, por lo que podía darse el lujo de ir mirando el paisaje. Esta sección pasaba justo entre dos mitades del recorrido y más allá había una pasarela peatonal erguida sobre dos pilares de ladrillos rocosos.
Caution
Junction Ahead
Manteniendo el carril izquierdo, dejó atrás los links y siguió derecho hasta la próxima esquina, donde comenzaba Tucker's Town Road. Estaba casi en casa y podía sentirlo en cada rincón, desde las flamantes piscinas en los amplios patios de las viviendas, las palmeras flanqueando la calle e incluso sus propias especulaciones sobre los verdaderos propietarios de tan colosales inmuebles.
-Creo que esta era de Berlusconi -dijo mientras apuntaba a uno pintado de celeste pálido con techo blanco-. ¿O tal vez de uno de los mafiosos Odebrecht? Si así fuera, me sorprende que no la hayan embargado tras el destape de su plan de sobornos enfocado en media Latinoamérica… Considerando lo que sé, bien podría ser de Michael Bloomberg o uno de estos artistas que tan de moda están últimamente y cuya música, por más que me esfuerzo, no puedo entender.
Abandonó rápidamente el ejercicio y siguió moviéndose a todo lo que daba el pequeño vehículo. El leve ruido de las llantas contra el pavimento no alcanzaba a cooptar la magnificencia de la brisa, el canto de los pájaros, las nubes moviéndose a paso rápido en dirección norte y los susurros de la vegetación. Dejó atrás otras dos curvas, una entrada como de bodegón, una escalera bajando hacia lo que parecía un embarcadero con cinco o seis yates pequeños e incluso una última bajadita que le revolvió el estómago por una mísera fracción de segundo.
Se encontró con una caseta rosada junto a una barrera en el preciso punto donde el camino se partía en dos; la mitad derecha continuaba su ascenso hacia los límites del mirador dando a lo que antes fuesen los Arcos Naturales, arrasados en 2003 por el paso del Huracán Fabián. Detuvo el carrito y esperó a que el portero se le acercara.
-Buenos días, joven -dijo el guardia, un hombre cincuentón vestido con camisa blanca, visera ídem, pantalones beige y zapatos negros-. ¿Acaso lo he visto antes?
-Vivo en la casa 15, un poco más adelante -contestó Brian, identificándose y mostrando las llaves.
-¡Ah, usted es el hijo de la señora Stella! -su actitud cambió de inmediato-. Me han contado mucho de usted.
-Cosas buenas, espero.
-Estupendas -prosiguió el guardia-. ¿Viene de visita por una temporada?
-Varios meses -replicó el lanzador de forma escueta; sólo deseaba decir lo estrictamente necesario.
-Puede pasar con toda tranquilidad -levantó la barrera-. Eso sí, tenga algo de cuidado cuando el sendero se bifurque; están podando los arbustos cercanos y hay bastante material de cuidado en el suelo.
-Lo tendré. Gracias por el aviso.
Se despidieron con una inclinación de cabeza y Brian puso nuevamente su cochecito en marcha. Avanzó unos doscientos metros antes de llegar al cruce y apartarse un poco hacia la izquierda, esquivando las ramas que seguramente serían puestas en bolsas de basura antes de que acabara el día. Un tenue aroma a flores y néctar, amplificado por el delicioso viento originario de las playas cercanas, pareció reconfortarle hasta la última fibra del corazón.
-Tal vez debería intercambiar impresiones con el jardinero una vez que haya puesto todo en orden.
Recorrer la escasa distancia separándolo de la tierra prometida fue mero trámite. Estacionó en el senderillo conectando la calle con la cochera, descargó todo con calma y volvió a inhalar esa fragancia divina. Necesitaba sentirse vivo luego de tantas zozobras.
-Por fin estoy en casa -esbozó mientras buscaba la llave correcta-. Sé que sólo fue un vuelo de dos horas más 25 minutos en taxi, pero siento como si hubiese viajado desde Perth, en las mismísimas antípodas.
El click de la cerradura levantó su última capa de dudas antes de permitirle desaparecer tras la puerta abierta.
Logro desbloqueado
20G - Senderos del paraíso
Nota del Autor: ¡Saludos, contertulios! Tras pasar seis meses metidos en Bracada, la tierra del invierno eterno, Valaika y yo hemos decidido volver al mundo real con una nueva historia y un nuevo territorio, tal vez lo más cercano a una sucursal del paraíso aquí en la Tierra. Tanto la premisa como el protagonista de esta historia son diferentes: a diferencia de Eddie Maxon o Thomas Braemar (quienes leyeran Trueno Sangriento lo recordarán bien), Brian Lennox-Whitmore posee un conocimiento bastante más común sobre las extraespecies... y también una batería de problemas bastante más complejos, expresados mediante sus ácidos comentarios del principio y el cambio surgido tras reencontrarse con su ser más querido. El ambiente de Bermuda, simultáneamente plácido y atractivo, actúa a modo de bálsamo sobre su tocada existencia. La esfera británica, o de ultramar en este caso, asoma en el extremo convencional mediante el apellido compuesto y en el inusual mediante el deporte. En las Home Nations el béisbol está a años luz de igualar la popularidad del fútbol, el rugby e incluso el mismo cricket.
Si he citado la Enciclopedia de Chicas Monstruo en mi nota inicial no es de casualidad: planeo usar varias liminales allí descritas en futuros capítulos. ¿Cuáles? Me lo guardo por el momento, aunque el plan es actualizar esta historia una vez por semana a menos que surjan imponderables de consideración. Como siempre, esperaré sus comentarios e impresiones.
Para cerrar, un par de avisos. Uno: el presente proyecto no significa que me haya desentendido de la secuela de Rojo y Azul, cuya publicación llegará a su debido tiempo. Dos: con excepción de las referencias al sistema de integración y sus características elementales, lo que han leído y leerán aquí transcurre en un carril aparte al del canon original de la serie, así que esperen lo inesperado. ¡Que tengan un buen día!
