Le sonreí, y él me devolvió el gesto.
Fui feliz.
Habíamos tomado nuestras manos con fuerza. Nos habíamos aferrado a la vida con pasión. Habíamos disfrutado juntos de la noche eterna. Nos habíamos consolado los llantos inconsolables. Habíamos reído y llorado a la vez. Nos habíamos dormido abrazados.
Y solo quedaba esto. Esta sonrisa melancólica y cómplice, que intentaba revivir recuerdos de amor. Solo ésta, en nuestros rostros, en nuestros conmocionados rostros.
Era ésta el adiós.
Tomamos los vasos de poción, violácea como las tardes alegres de antaño, y bebimos a nuestra salud, en un brindis mudo.
Fui feliz.
Y nos miramos a los ojos, sonrientes, mientras el líquido caliente se arrastraba por nuestras venas y nos asesinaba de poco. No tomamos nuestras manos. No nos aferramos a la vida. Ya no.
Le sonreí, pero él no pudo devolverme el gesto. Murió en ese instante.
Entonces yo, sin más que hacer viva, lo miré por última vez y cerré los ojos para siempre.
