1. Una puerta blanca…

Definitivamente, el subespacio no es el mejor lugar para vivir. Es oscuro, frio y silencioso en extremo. Uno no lo nota si pasa de vez en cuando y solo de manera fugaz por él. Por eso es una ruta tan cómoda de transporte a gran velocidad. Pero si uno piensa quedarse un tiempo en sus sombríos, gélidos y mudos rincones, el lugar pierde el encanto, al grado de volverse un sitio enloquecedor… sobre todo si te encuentras atrapado en su interior.

Por las desérticas y deprimentes regiones vacías del subespacio, vagaba una insignificante y encogida silueta. Se veía diminuta a comparación de la vasta inmensidad infinita de aquella dimensión alterna. Iba de un lugar a otro, andando sin rumbo fijo, de salto en salto, caminando sobre las islas flotantes que formaban los enormes trozos de piedra amorfa que habían sido, en otro tiempo, parte de un majestuoso palacio de ensueño.

Pero no todo era silencio, oscuridad y frio para este individuo. No, era aún peor. Si bien, la atmosfera helada de aquella oscuridad perpetua era apenas amainada por el abrigo que le cubría el cuerpo, el castañear de sus dientes no lograba disimular las incesantes voces que, dentro de su cabeza, le recriminaban, inculpaban y molestaban de continuo, trayendo a su memoria la infinidad de errores que había cometido en el pasado.

La culpa, el arrepentimiento, la desesperanza. Esos eran los peores males que aquejaban al pobre y miserable habitante del subespacio, pues ni aun la oscuridad le daba descanso en su deambular sin tiempo, sino que una poderosa luz lo seguía a todas partes, iluminando su camino, obligándolo a ver con desesperación su sendero vació, su caminar sin rumbo. ¿No podía escapar de aquel resplandor malévolo? ¿No podía huir, correr de él, bloquearlo o romperlo?

Todo intento de acabar con aquella luminiscencia era inútil, pues la infame luz emanaba nada más ni nada menos que de su propia cabeza, y por mucho que corriera, el triste vago dimensional no sería capaz de separar su cabeza de su cuerpo. Cuando menos no ahí. Lo sabía. Lo había intentado.

Frio, luz, voces. Esos eran los castigos, las cadenas, la condena que sufría aquel prisionero. No era un viajero. No estaba ahí de paso. Estaba encarcelado, atrapado. Tal vez para siempre. Si tan solo pudiera encontrar una puerta, una salida abierta, un umbral que, al atravesarlo, le permitiera ver de nuevo el espacio normal, el mundo de la gente, estaba seguro de que no volvería a verlo de la misma manera, no después de haber pasado esos angustiosos momentos atrapado en la oscuridad siniestra del subespacio.

Pero era inútil. Todo era inútil. Se lo repitió la voz de su cabeza para que no fuera a olvidarlo. Su cuerpo había sido destruido en el espacio normal, y en lugar de concedérsele el suave descanso de la muerte, su mente había ido a parar a la nefasta prisión que había sido en otro tiempo su cuartel y su palacio. Su más glorioso descubrimiento, lo que le había granjeado una cuantiosa fortuna, el Mundo Dentro de un Bolso, la Autopista de Otra Dimensión: El subespacio.

Ya la esperanza lo había abandonado. Ya la alegría había cesado para él. Y cuando finalmente se sintió completamente hastiado de vagar, se llevó las manos a la cara, pero no para llorar, sino para intentar mitigar el dolor de su atormentada cabeza.

Fue ahí cuando lo notó: faltaban sus anteojos. No se había dado cuenta, porque en el subespacio no quedaba un solo espejo entero, y porque en aquella extraña dimensión había encontrado la manera de racionalizar su visión borrosa sin notar realmente la ausencia de sus lentes.

¿Dónde los había dejado? ¿Habían resbalado de su cara en algún punto de su viaje por el subespacio? Si era así, todo intento por buscarlos sería inútil, se habían perdido para siempre… ¿y si no? ¿Y sin sus anteojos se le hubieran caído antes? ¿Y si se hubieran quedado en el espacio normal?... de ser así, entonces tendría una oportunidad de escapar de esa prisión demencial… de ser así, no todo estaría perdido…

Alzó su vista, con un brillo renovado de esperanza, y la luz de su cabeza por primera vez tuvo un uso positivo para él. Al mirar hacia arriba, pudo observar, por el resplandor que emanaba de sí mismo, la lejana silueta de lo que parecía una puerta.

Si, era una puerta. La reconoció aun sin sus gafas. Cuadrada, de color blanco… y completamente cerrada por dentro. Por más que se esforzó intentó entornar los ojos, para ver si alcanzaba a percibir el emblema dorado de la estrella sobre la superficie lisa de la puerta. Sabía que era inútil, de haber estado ahí, la insignia dorada habría reflejado la brillante luz de su cabeza. Aquella era una puerta de un solo sentido, y, como si el no poderla abrir desde adentro no fuera suficiente, se encontraba fuera de su alcance, flotando, empotrada en el vacío varias decenas de metros sobre su cabeza, justo sobre un abismo infinito de negrura y desesperación.

¿Saltar? Sería ridículo. ¿Construir un puente? Demasiado tardado, aunque tenía todo el tiempo del mundo. El problema sería encontrar y poder manipular los materiales. Finalmente, decidió sentarse a pensar. Mirando hacia la distante puerta con su vista borrosa. ¿Cuánto tiempo estaría ahí, solo observando? Hasta que la idea oportuna se le presentara, hasta que la oportunidad ideal apareciera. Ese había sido el secreto de todo su éxito siempre. Esperar y estar listo para el momento adecuado.

Si dejaba de caminar, y se quedaba ahí sentado, ¿Qué más podría pasar? Ya solo podía volverse loco, y tal vez eso significaría de una u otra forma el final de su prisión.

Y así se quedó, durante un tiempo que se le antojaron siglos, cuando, sin prestar atención al frio, aprovechando la luz de su cabeza, decidió mitigar las voces de su mente, opacándolas con su propia voz:

—Paciencia. Solo ten paciencia y agudiza el ingenio. —se dijo a sí mismo —eso fue lo que siempre te sacó adelante… Gideon…

Y pronunció su nombre, como una sentencia final, que flotó en el aire vacío del subespacio sin producir eco alguno.