Tomé con fuerza tu mano, y te miré fijamente. Las lágrimas caían como una tormenta. Te ibas, y me dejabas sola. Lo que habíamos tenido no se comparaba con ninguna sensación explicable. Así que te besé, lo más fuerte que pude, no quería dejarte ir, pero no podía impedirlo: ya era un hecho.
La pasión nos invadió; casi desgarrando nuestra ropa nos encontramos haciendo el amor en el medio del bosque. Sabía que era nuestra despedida, aquello que tanto nos debíamos, lo que estábamos esperando.
Rodamos por la hierba, tu cuerpo frío me reconfortaba, provocando en mí esa sensación bizarra que me había inundado desde el momento en que empezó nuestra historia.
Sentirte dentro de mí, respirar tu aliento, sostenerme con tus brazos. Quería que ese momento durara por siempre. Temblaba de placer, lloraba de tristeza. Fue salvaje y perfecto; como dos piezas que encajan perfectamente. La forma en que tus brazos me rodeaban, nuestros cuerpos se rozaban, tus manos tocaban los lugares exactos.
Tus ojos se fueron alejando de mí. No podía permitirlo. Me levanté y descalza corrí con todas mis fuerzas; no podía perderte. Pero ya no estabas. Grité, pero nadie me escuchó. Estaba sola en el bosque, aunque casi podía olerte, el frío me invadió, pero no eran tus brazos.
