CAPÍTULO I, MARTE
Más allá de los prados, de los ríos, de las montañas, de los cielos... más allá del planeta azul, se halla un astro que arde con fuego carmesí, cuyos cielos están manchados por la oscuridad y sus tierra sembradas con el color de la sangre. La Estrella Escarlata, el planeta Marte.
Esa noche brillaba con una luz particularmente mayor, incluso parecía de mayor tamaño. El político alemán aún melancólico se percató de esto, pero fue una percepción dejada de lado después de los primeros segundos, y reemplazada por el recuerdo de Misha. Su amada, su esposa, la madre de la hija que dormía plácidamente en la habitación contigua, después de llorar por horas sin entender la ausencia de su madre.
¿Por qué había le sucedido eso? ¿Qué acto tan cruel y despiadado había realizado para recibir de regreso una suerte tan triste? Las estrellas le deparaban un destino sombrío, dejado solo con su hija, su esposa había sido asesinada en un acto terrorista. Durante otro segundo vio el planeta vecino, aún más grande y brillante, pero nuevamente sumó la cabeza entre sus brazos sobre el escritorio. Era otra estrella, otro oráculo cruel.
¿Qué les había hecho a los dioses para que lo castigaran así? Más aún, Misha era una mujer impecable, intachable. Bondadosa y amable, un alma caritativa, alguien sin mancha. No merecía morir. Eso era el destino que debía sufrir otro tipo de alma. Aquellos que la asesinaron... ¿Pero qué cambiaría con eso? Las estrellas se burlaban de él, seguirían destruyendo las vidas de las buenas almas, y la luz resplandecería para aquellos que no lo merecían.
La luz era injusta, los astros eran odiosos. Allí sentado en la oscuridad se sentía mucho más cómodo, podía pensar más tranquilamente. No era tan mala como se les enseñaba a los niños como Sonia. No. Era hasta reconfortante. ¿Por qué a Misha le gustaba tanto la luz, mirar las estrellas, los atardeceres, y las luces del teatro, si éstas la traicionarían?
Oyó un quejido, se sobresaltó. Se levantó de su silla y giró la cabeza esperando encontrarse con un alma, no importaba si fuese de luz u oscuridad. Nada.
"Es solo Sonia... pobrecita, debe estar teniendo una pesadilla" —pensó.
Escuchó el palpitar de su propio corazón. Llevó la mirada y su mano al pecho, y notó el ritmo descompasado y retumbante de su vida. Al levantar el rostro lleno de angustia, se encontró con las paredes negras de su estudio cubiertas del brillo rojo que hace rato lo molestaba inconscientemente. Se volvió hacia la ventana, y abrió las cortinas para que Marte, el planeta que lo observaba desde unos cuantos metros sobre su castillo, oyera su desahogo.
"¡¿Qué es lo que quieres, también te burlarás de mí, maldita estrella?!"
Ella no respondió. Solo palpitaban sus luces carmesí en su atmósfera de sombras.
"¡Mentirosa! Eres otra estrella, otra de las que marcan injustamente el destino de los inocentes, como mi amada Misha, ¡Eres otra de esas luces que me repugnan!
Marte era enorme. Ya estaba muy cerca del ventanal de cristal, pero el hombre jamás se sintió débil. Al contrario, se sentía mucho más fuerte.
"¡Deja de brillar así, maldita sea, si quieres destruir mi corazón hazlo ya, estás acostumbrada!"
El corazón le dolía, palpitaba con mucho más velocidad y violencia, pero no se rindió. Esa esfera roja debía oír bien lo que tenía que decir. La luz se apagó, Marte comenzó a cubrirse de sombras espectrales.
"Mucho mejor... la oscuridad es más justa, más transparente de lo que la gente cree..., es la luz la mentirosa, ¿cierto?"
Marte volvió a brillar, y él se derrumbó en el suelo frío. Una mujer ante la puerta del castillo sonrió, sin perder detalle de los gritos del hombre en la ventana unos pisos arriba.
Una coraza gris relucía sobre el cuerpo alto y fornido del político alemán. Antes no estaba ahí, pero no importaba, ya que no tenía ni siquiera una chispa. Sonó la campana. ¿Quién podía ser a esa hora? A pesar del peso encima, caminó lentamente a través de los pasillos y escaleras. Una de las sirvientas hizo el además de abrir, pero huyó alarmada cuando vio a su amo extender la mano hacia la perilla.
—¿Qué busca? —preguntó a la extraña sonriente.
—A Ludwig Von Kampf.
—Se equivoca —respondió él. Por alguna razón no se sentía identificado con el nombre —Mi nombre es Mars.
