George le temía al silencio.

Le temía porque sabía que nada bueno pasaba cuando las cosas eran muy calmas. Cuando era pequeño, por lo general, si el silencio se hacía un espacio en La Madriguera era porque algo muy grave, o muy importante estaba pasando. Charlie terminando herido por manejar animales peligrosos, Ginny demostrando habilidades mágicas, su padre consiguiendo un nuevo trabajo. Cosas así, cosas que podían cambiar su vida drásticamente.

Aunque, claro, estaban sus excepciones. Como cuando su gemelo Fred se enteró de que odiaba el silencio y lo utilizaba para darle sustos en la oscuridad. Su hermano solía aprovechar cada momento de paz y tranquilidad en el hogar para darse una buena risotada a costa de su hermano.

Después, cuando se enteró que lo de su gemelo era más una fobia que un miedo infantil, dejó de molestarlo para ayudarlo en cambio. A medida de que crecían se fueron ayudando el uno al otro, y desarrollaron un práctico sistema para aquello: terminar las frases de cada uno. Ya no existían momentos de silencios incómodos y cambios inesperados.

Con el tiempo, el miedo de George desapareció. Con la mayoría de sus hermanos en Hogwarts y los dos mayores –y más impredecibles, hay que admitirlo-, con sus respectivas vidas lejos de La Madriguera, el cambio drástico de un segundo a otro era más difícil de lograr. Por supuesto, la vieja costumbre de los gemelos persistió. Ya era algo que los definía, y se la pasaban de lo mejor sacando a todo el mundo de quicio.

Años después, la angustia por no escuchar nada más que el silencio golpeó el pecho de George bruscamente. El miedo había regresado en todas las formas posibles. Tenía el horroroso cambio drástico, el inesperado y que cambiaba toda su vida: Ya no tenía a Fred junto a él para armar un revuelo. Y el recuerdo del abrumador silencio provocado justo al momento de perder a su hermano nunca lo abandonaría.

Ya no tenía a nadie para sacudirlo en la oscuridad, para terminar las frases por él. Ahora, si se quedaba en silencio, éste continuaría. Lo peor, la tranquilidad parecía perseguirle a donde quiera que fuese. En cada habitación que entraba, las personas se quedaban calladas con sólo verlo. Lástima, suponía él, por verte en tan deplorable estado tras la muerte de su gemelo, de su otra mitad.

Estar solo es algo muy silencioso. George no estaba acostumbrado, siempre había tenido a su otra mitad para ayudarle. Y tuvo que acostumbrarse a vivir con la angustia, el dolor de la ausencia de la palabra. Intenta sonreír, claro, porque sabe que así se inician todas las conversaciones. Y porque el silencio que ahora siente es distinto al que lo abrumaba en su infancia.

Sabe que, desde entonces, desde que ha perdido a su hermano, realmente le teme al silencio.