Aquí estoy de vuelta con un fic muy cortito, unas mil palabras más o menos, y digamos que salió de un arrebato mío. Aviso que se trata de una temática religiosa, sed cautos a la hora de leer. Es pura ficción, con el simple propósito de entretener. Si alguien cree que le puede ofender, que no lo lea. El resto disfrutad de esta locura que surgió de mi mente descabellada.

Shingeki no Kyojin no me pertenece.

¡Créditos a Lena por su estupendo fanart de Eren!


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Rozando suavemente los bancos de madera con la mano, se rio de lo ridículo que era todo ese teatro. Él no era bien recibido en esa iglesia a los ojos de Dios. Era un intruso en un recinto sagrado. Por suerte, nadie sabía de su verdadera naturaleza; nadie excepto una persona. En poco tiempo, el confesionario se había convertido en un elemento recurrente en su vida llena de vicios y libertinaje. Silenciosamente se puso de rodillas sobre el cojín de terciopelo rojo oscuro. El mismo procedimiento de siempre: una repetición tras otra. Uniendo sus manos, habló a través de la madera que le separaba de su confesor.

—Ave Maria purísima.

—Sin pecado concebida.

Cerrando los ojos, se deleitó escuchando su voz. Si fuera cristiano, no le cabría la menor duda de que esa voz procedía del mismísimo paraíso. Era como un canto celestial. ¿Cuántas noches había deseado dejarse acariciar por ese sonido? Y ahora, lo tenía solo para él.

—Perdóneme. He pecado mucho —confesó sin un atisbo de remordimiento.

No lo veía; una rejilla de madera impedía apreciar su bello rostro, mas sabía que estaba asintiendo con la cabeza.

—Te escucho, hijo.

Se removió impaciente, frotando sus rodillas una contra la otra. Tenía la boca seca ante la expectativa de relatar esa experiencia en voz alta.

—Soy un pecador.

Hubo un corto silencio.

—No estoy aquí para juzgar, sino para perdonar —explicó con calma.

—Volví a sucumbir ante la lujuria. La tentación vino a mí de nuevo.

Gemidos, mordidas, susurros, gritos... Lo sentía en cada fibra de su ser. Nunca tenía suficiente.

—¿Qué hiciste esta vez? —Su pregunta le estremeció.

—Follamos como animales.

—¡Por Dios Santo, Levi! ¡Estamos en la casa del Señor! —exclamó consternado el cura.

Este sonrió relamiéndose los labios. Era una delicia escuchar su nombre salir de su boca.

—Solo le digo la verdad.

—Bien, pero procura no utilizar ese lenguaje tuyo tan vulgar mientras estés aquí dentro —le reprendió carraspeando.

—Como usted diga... padre.

Pronunció esa última palabra casi en un jadeo, deslizando cada letra con sumo erotismo, provocándole un escalofrío por todo su cuerpo. Cómo amaba ese juego... Una vez daba comienzo, no podía parar. ¿En verdad estaba enfermo? ¿Era un depravado? Cualquiera con dos dedos de frente, lo afirmaría contundentemente.

—Estuvimos toda la noche revolcándonos entre las sábanas. Fueron tantas las veces en las que estuve contra la pared, él me tenía bien sujeto... —. El cura sabía perfectamente a quien se refería. Era su pequeño secreto—. Éramos animales sin conciencia ni moral. Manchamos el nombre de Dios sin importarnos nada. Somos pecadores —acusó con voz grave.

—Dios es misericordioso y perdona.

—¿También a los infieles? —inquirió Levi alzando una ceja.

—Todos somos hijos de Dios —respondió audazmente el cura—. Arrastramos el pecado desde que nacimos. Lo importante es que has venido aun no siendo creyente.

—Coaccionado. Jamás creí en esta farsa —dijo sin tomar en cuenta lo ofensivas que sonaban sus palabras.

—Alguien teme por la salvación de tu alma.

—Mi alma no tiene salvación... y la suya tampoco.

Él no se dejaba engañar. Las plegarias solo eran eso... plegarias. Si Dios existía realmente, los detestaría y los despreciaría por sus actos. Porque amar a un hombre insanamente hasta casi la locura no venía recogido en ningún versículo.

—Solo Dios tiene la respuesta a eso —respondió después de una pausa.

—No necesito su respuesta —replicó un poco mosqueado—. Solo respirar su aliento... Sentir sus caricias... Gritar su nombre.

—Levi controla tus pensamientos pecaminosos.

Era imposible. Su mente recreaba sin cesar los sucesos de anoche, generando un círculo del que no podía escapar. Oyó pasos detrás suyo y volteándose, vio a una señora mayor aguardando a unos metros de distancia del confesionario. Una verdadera devota, no como él.

—Yo ya cumplí —anunció Levi como despedida.

—Yo te absuelvo In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti, amén.

Poniéndose en pie, flexionó las rodillas. No se acostumbraba a la incomodidad de esa postura. Dando vía libre a esa señora para que purificase su alma de pecados, salió de la iglesia igual que como había entrado. Su alma corrompida solo pensaba en una cosa. Confesarse no tenía ningún sentido.

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Acostado en su cama, encendió el mechero, iluminando brevemente la punta del cigarrillo. Apresado entre sus labios, inhaló el humo que le llenó los pulmones. Ese era otro de sus vicios. Tenía muchos más, pero enumerarlos sería una pérdida de tiempo. Soltando el humo, creó una nube amorfa que se diluyó lentamente en el aire. Todavía persistía el calor humano en su cuerpo desnudo, como el tacto de su piel, sus marcas, sus besos, sus fluidos... Una delicia, un plato prohibido. De fondo oía el murmullo de esa voz rezando apresuradamente y atropellándose en cada palabra que pronunciaba. No le molestaba; ya era costumbre que mientras él se fumaba el cigarro durante el descanso, Eren se arrodillara y suplicara a Dios su perdón. Su hábito de cura había sido substituido por su desnudez.

Normalmente tardaba unos minutos hasta quedar en paz con su propia conciencia, pero Levi sabía que no era cierto. Eren jugaba con fuego, y le gustaba. Gozaba desobedeciendo, rebelándose, rompiendo el juramento a Dios. Y todo por una sencilla razón: solamente acostándose con Levi era libre. Pero sus creencias hacían que se arrepintiera luego.

—Date prisa. Mi cuerpo se enfría.

Eren lo ignoró y siguió rezando. Levi sostuvo el cigarrillo entre sus dedos y chasqueó la lengua. Aún tenían muchas horas por delante: solo eran la una de la madrugada. No había quedado satisfecho con la primera ronda.

—Prométeme que mañana irás a confesarte —pidió Eren levantándose del suelo.

Levi rodó los ojos. Lo encontraba una estupidez, pero lo hacía de todas maneras.

—Me da la sensación de que disfrutas escuchándome. Seguro te has tocado en el confesionario luego de irme yo.

—¡Por supuesto que no! —exclamó indignado—. Nunca lo haría.

—Pero sí en mi cama —remarcó maliciosamente.

Eren enrojeció, pero no lo negó. Metiéndose en la cama, se posicionó encima de Levi. Apagando el cigarrillo en el cenicero que había sobre la mesita de noche, alzó los brazos y se agarró del cabezal de la cama.

—¿A punto para entrar en el paraíso?

Antes de abalanzarse y morder su piel, Eren murmuró:

—Querrás decir infierno.

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