(Los personajes y el universo de VA pertenecen a Richelle Mead)
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MEMORIA
Algunos días eran más difíciles que otros. Algunos días sólo lidiaba con eso como si nunca hubiese ocurrido. Me gustaba pensar que si me esforzaba mucho en empujar toda la basura hacia el fondo ella simplemente dejaría de existir o quedaría fuera de mi vista. O que lo olvidaría. Porque solía olvidar muchas cosas, como activar la alarma antes de irme a dormir o los exámenes del señor Nagy. Pero la mayor parte del tiempo olvidar no era una tarea fácil. Era incomprensible para mí. ¿Por qué mi mente seleccionaba determinados recuerdos para almacenar y desechaba otros con la misma arbitrariedad?
Recordaba cosas triviales e inútiles, como aquella tonta canción para aprender la cantidad de días de cada mes que la señorita de guardería de St. Vladimir enseñaba a los niños más de una década atrás. También recordaba el nombre de todos y cada uno de mis maestros, desde el kínder hasta la preparatoria, y el de casi todos los guardianes de la academia. Pero, por ejemplo, algunos acontecimientos más "relevantes" eran imprecisos, borrosos en mi memoria; sin contar todo aquello que estaba segura de que había acontecido y de los cuales no tenía recuerdo alguno. El día de mi nacimiento, me figuro, debió ser un día trascendental para mí, el génesis de mi existencia, pero yo no sabía nada acerca de eso. ¿Y el día en que mi madre me abandonó? Ese día determinó toda nuestra relación, pero yo ni siquiera era capaz de traerlo a la memoria. Olvidé también mi primer cumpleaños, y mi primer día de clases en St. Vladimir, el clima el día en que Lissa y yo nos conocimos, a dónde fui la primera vez que salí de la academia. Recordaba mi primer beso, pero no podía encontrar en mi memoria el nombre del receptor de él. ¿Y todos aquellos momentos perdidos, los que ni siquiera sabía que había olvidado?
La mente era un misterio para mí. ¿Qué hacía que un acontecimiento perdurara en la memoria? ¿Qué hacía que sea tan fácil olvidar algunas cosas y tan imposible borrar otras? ¿Por qué seguía rememorando cada detalle de aquel día que tanto me deseaba eliminar?
Aún recordaba lo que había desayudan aquel día, pocas horas antes de que todo cambiara. Me senté en la misma mesa de siempre, con las mismas personas de toda la vida, y serví los mismos alimentos que Lissa había tratado por mucho tiempo eliminar de mi dieta. Me preguntaba frecuentemente por qué ella nunca notó que después de aquel día nunca volví a probar las papas freídas de la cocinera de St. Vladimir, mi comida preferida después de las donas de chocolate. ¿No le extrañaba que el rojo fuera mi color favorito para la ropa y que de repente no volviera a vestir nada con esa tonalidad? ¿O que aquel día llevara una camiseta roja? Yo no podía olvidarlo. Era una camiseta muy simple, nada profusa, nada particular que explicara aquella obsesión de mi memoria hacia ella; sólo que la llevaba puesta aquel día de la misma manera en que la había utilizado unas cientos de veces antes. También recordaba que luego de que todo pasara, lo mucho o poco que quedaba de ella habían terminado en el cesto de basura de mi cuarto.
Aquel día era particularmente agradable. El sol estaba alto pero clemente durante el día, y la noche era cálida y estrellada. Fue sólo más tarde cuando comenzó a llover de una forma intempestiva. Sólo una típica tormenta de verano. Por muchos años me pregunté cómo un día tan bonito podía ser compatible con semejante acto de monstruosidad, cómo el sol no se había escondido al ser testigo de tanta maldad. No cabía en mi razón que las cosas malas ocurrieran de frente al sol, porque durante toda mi vida me enseñaron que las bestias sólo asechaban en la oscuridad. Pero aquel día la luz del día no me protegió. Aquel día sólo se quedó allí, mirando, siendo cómplice de todo.
También recordaba lo que la señora Maissner estaba explicando en Comportamiento animal I aquel día. Pavlov y la conducta de los chimpancés. Y si lo recordaba no era precisamente porque la clase fuera de inmenso interés para mí.
Recordaba una sucesión de olores, sabores, sonidos e imágenes. El aroma a césped, la sensación de mis manos enterrándose en la tierra mojada, el sabor del agua y el lodo, mezclado con aquel familiar gusto metálico de la sangre. Recordaba el sonido de mi respiración, la respiración de ellos, cantando a un compás dispar y aturdidor. Aún podía oír aquel sonido particular que provocaba cuando sus manos aterrizaban en mis mejillas. Y recordaba sus ojos, nunca olvidaría sus ojos. Podría olvidar mi propia mirada a pesar de que me veía en el espejo cada mañana, pero no podría olvidar cada una de las expresiones que me revelaron aquella noche.
Recordaba el lugar. El altar de sacrificio en el que había dejado todo, constituido por tres simples arboles de roble que parecían formar un triangulo. Y también que no se suponía que estuviera allí. El bosque era una zona prohibida para los estudiantes, incluso la parte que estaba dentro de las defensas. Una norma lógica tal vez, pero que nunca me había interesado respetar. Era un buen lugar para escabullirse y pensar, era mi lugar seguro. Al menos hasta aquel día.
Así que recordaba mucho que me hubiese interesado olvidar. Me gustaba pensar que podía controlar aquellas evocaciones, pero no tardé mucho en descubrir que ellas manejaban cada aspecto de mi vida. A veces sólo fingía que no había ocurrido, era más fácil así. Pero siempre llegaban, de repente, como un golpe sorpresivo y con igual violencia que el acontecimiento mismo. Los recuerdos, llegué a pensar muchas veces, eran incluso peores que el hecho. La mayor parte del tiempo no duraban mucho, eran destellos, como el flash de una cámara fotográfica frente a mis ojos. Pero en ocasiones aquella huella breve servía para arrastrarme todo el día por el carril de la memoria. Esos eran los malos días.
Esos días me tenía que esforzar más que de costumbre, pero en general, desde los acontecimientos, mi vida era una lucha diaria y silenciosa por adaptarme a la nueva realidad. A veces necesitaba tiempo para sentarme y procesar todo lo que había ocurrido, pero mi obstinación, mi necesidad de mantener las apariencias no me permitían hacerlo. Convencerme que todo estaba bien era mi rutina. De las puertas al interior de mi confinada habitación podía enloquecer, romperme, dejarme entrar en razón y darme cuenta de que nada estaba bien, que nunca nada de lo que había pasado estaría bien, pero no podía enfrentar esa realidad una vez que el mundo despertaba. Ante los demás, nada había cambiado. En la soledad de mi habitación cosechaba el rencor cultivado por esos recuerdos. Al menos la memoria me daba algo por lo que vivir.
Y era así. Vivía sólo para recordar, incluso si en la conflictiva ambivalencia de mi vida hubiese dado todo por olvidar. Mientras no pudiera hacerlo, mientras no pudiera deshacerme de aquel día, el recuerdo alimentaba la furia, el desprecio, el deseo poderoso de aferrarme a la esperanza. La esperanza de que en algún momento, en algún lugar, tendría la posibilidad de que los responsables de mi dolor pagasen por cada noche de desvelo.
No era tan ingenua como para esperar justicia. Había cometido el error de hacerlo antes, y sólo perdí el alma en el intento de recomponer los trozos que hasta entonces conservaba de ella. Confié mi secreto una vez, casi tan pronto como sucedió, del modo "correcto", del modo que se esperaba que lo hiciera, pero las cosas no salieron como debían. En mi mundo, no hay justicia para personas como yo.
Sobre todo, ahora, no quería que nadie lo supiera. Tanto tiempo para pensar me había hecho reconsiderar mis deseos. Ya no quería que la gente me escuchara, ya no quería consuelo ni humanidad. No necesitaba que los sórdidos detalles se convirtieran en los cotilleos a la orden del día. Y principalmente, no quería que nadie supiera cuán responsable era yo de que todo aconteciera en primer lugar.
Podía vivir con casi cualquier cosa, menos con la humillación, con la vergüenza. Desvelar lo que me había ocurrido sería equivalente a llevar una etiqueta de debilidad en la frente. ¿Cómo podría alguien querer una guardiana con tales antecedentes? Y peor aún, ¿Quién entendería que yo me había convertido en un ser incluso peor que los monstruos de mis pesadillas?
¿Quién era yo, para esperar justicia, para quejarme de las manos que habían desgarrado trozo a trozo mi existencia, cuando las propias no estaban limpias de culpa y muerte?
Por eso nunca volví a hablar sobre eso. Por mucho que doliera, por mucho que ardiera en mi interior seguir acumulando aquel odio, aquella tristeza, permanecí en silencio. Nunca le dije a nadie que en aquel avión de regreso a la academia, junto a todos aquellos espíritus perdidos que me atormentaban, había uno sin rostro que reclamaba mi vida por haberle quitado yo la suya.
xxXxx
Despertarse era peor que irse a dormir. Sí, la idea de tener tiempo libre era un tormento, por eso no esperaba con ansias la llegada de la noche. No me gustaba quedarme sola, sin nada más en mi cabeza que los recuerdos. Eso me daba tiempo para reflexionar, para revivir todo lo malo que había en mí. Odiaba intoxicarme con la suciedad del pasado, con la desolación del presente, con la farsa que era mi existencia. Pero tener que idear cada mañana esa mentira era lo más doloroso. Quería vivir de verdad, poder ser la que era antes de que todo ocurriera, pero sabía que no podía permitirme eso. Eso me dejaría abierta a todo el mundo, expuestas mis verdades y mentiras al alcance de ojos y oídos ajenos. Así que tenía que conformarme con ese falso papel de ilusión que vendía al mundo, desde el más extraño hasta al más cercano. Nadie me conocía realmente. Lissa sólo tenía la versión de una amiga forjada de las cenizas de la que había sido una vez, pero nunca fue consciente de los cambios, de la extraña impostora que había suplantado a la verdadera. ¿Y Dimitri? Pobre Dimitri, el realmente fue engañado por ella. Y lo peor era que nunca podría conocer a aquella que fui. Lissa la había tenido, pero Dimitri llegó demasiado tarde. Cuando él me conoció, Rose realmente ya estaba muerta, enterrada en algún lugar dentro de los confines de un bosque frío y salvaje.
Esa mañana no fue diferente. Abrí los ojos, y por un momento fui feliz. No recordaba nada, ni quien era ni lo que había vivido. En esa milésima de segundo de inconsciencia no existían los monstruos, no había altar de sacrificio a la intemperie, no tenía marcas invisibles en mi cuerpo recordándome cuán contaminado estaba todo en mí. Pero entonces todo llegaba, y a veces era tal la intensidad con la que la realidad golpeaba que sentía ganas de romperme, de llorar un dolor que nunca antes me había permitido sufrir. Pero no me dejaba hacerlo. Cerraba ojos y contaba hasta diez, y me recordaba por qué estaba haciendo eso, por qué estaba aguantando. Me decía a mi misma que llegaría un día en que se me recompensaría por todo el dolor al que ellos me obligaron aquella noche, por el dolor al que yo seguía sometiéndome. Ese día llegaría, yo lo sabía; llegaría y los roles que mis monstruos y yo jugamos aquella noche cambiarían. Por una vez estaría al mando, y me encargaría de hacerles conocer el tipo de destrucción que ellos esparcieron por mi vida.
Mientras tanto, tenía que conformarme con la misma terrible rutina. Una vez que mis diez segundo de debilidad pasaban, me levantaba y me dirigía a la ducha. El baño también tenía su propia connotación simbólica en todo ese juego siniestro de engaño. Se volvió una especie de medicamento. Imaginaba que cada vez que me colocaba debajo de la corriente agresiva de agua caliente, con cada nueva marca roja que adquiría, un poco de la dignidad perdida aquel día volvía, un poco de la suciedad ganada se iba.
Y luego esperaba. Esperaba a que el reloj llegara a las siete, cuando el horario vampírico comenzaba, cuando se daba inicio a la clase de Stan Alto. No salía de mi habitación, aunque la mayor parte del tiempo no tenía nada que hacer. Yo era naturalmente impuntual, pero los miércoles llegaba tarde a clase con intención. Era mi castigo a él. Una vez había estado en sus manos mi vida, literal y metafóricamente; todo dependía de cuán rápido se diera cuenta de que yo no estaba en su clase. Aquel día Stan Alto decidió ignorar mi ausencia, ahora lo obligaba a acostumbrarse a ella. No tenía derecho a quejarse; estaba cobrándonosle con fastidio, sólo con eso, la amargura que yo había tenido que atravesar por su indiferencia. Estaba siendo clemente con su imprudencia y la de los otros.
Y luego salía de aquellas cuatro paredes que a pesar de su desolación se sentían seguras. En los pasillos de la academia estaba sola, como una presa que no tenía por donde huir, con depredadores mirando de lejos y caminando a mi lado. Allí sólo me quedaba seguir, convenciéndome todo el tiempo de no dejar caer las barreras que años enteros me llevó construir. Lo mismo de siempre acontecía entonces: un falso estoy bien para Lissa, sonrisas que no sentía, mentiras. Una vez le dije a Dimitri que yo era muy buena mintiendo, le dije que había estado dando de esas toda a mi vida a mucha gente, y que siempre me habían creído; él no lo sabía entonces, pero era de las cosas más sinceras que escucharía de mi alguna vez.
Yo no sólo decía mentiras. Yo misma era una construcción engañosa de ardides.
xxXxx
— Déjeme agradecerle, señorita Hathaway, por honrarnos al fin con su presencia— gritó con ironía Stan Alto una mañana. Su bienvenida cada día era casi la misma. Le encantaba parar las clases para humillar a sus alumnos, pero tenía una rivalidad especial conmigo. Yo no era de todo inocente: llegaba tarde, hablaba en sus clases, cuando más joven solía burlarme de él sin respeto alguno. Mi escusa entonces era que daba la clase más aburrida de la historia de la educacación. Mis motivos habían cambiado hacía algún tiempo.
— No hay de que— respondí con indiferencia, sin mirar lo que probablemente era un furioso y rojo Stan. Tomé mi lugar junto a Eddie, que me ofreció una sonrisa discreta.
— Continuamos donde lo dejamos antes de que su compañera decidiera interrumpir nuestra clase— gritó después de algunos momentos. Muchas veces me había preguntado si era consciente de su nula capacidad para impartir clases. No sólo no podía hablar lo suficientemente alto para que todos lo oyeran, además no era capaz de atraer la atención genuina de un sólo novato. — La mayor parte del tiempo sus Moroi estarán dentro de un ambiente protegido. Pero como guardianes ninguno debería dar nada por sentado, nunca. El propio hogar puede convertirse en un campo de batalla, y si dudan, será también el cementerio de sus cargos y de ustedes mismos…
— ¿Has oído algo sobre los seminarios de perfeccionamiento? Sé que la esencia de todo esto es que sea una sorpresa, para que ninguno tengamos desventajas desleales ni nada de eso, pero ni siquiera nos dicen cuándo comenzaran— susurró Eddie, alternando su mirada en Alto y en mi. — Hay rumores, pero no más que eso.
— Sé menos que tú— le dije, reprimiendo un escalofrío. — No soy una aficionada del PMyR. Se esfuerzan por hacer de él una novedad cada año, pero es el mismo aburrido acontecimiento de siempre. Te lo dice alguien que se ha perdido las últimas dos ediciones, pero que todavía no ha tenido suficiente descanso de ese soberbio programa.
— Pero estos rumores quizás te interesen— insistió Eddie, mirándome esta vez. Me encogí de hombro, pero él lo tomó como una invitación a seguir hablando del tema. — Como sabes, muchos guardianes vienen para los seminarios del programa. Algunos nombres han estado pasando de boca en boca de los novatos. Tu madre es uno de esos nombres.
— ¿Mi madre?— pregunté, mirándolo. No me sorprendía que mi madre fuera a estar en breve en la academia y que no se molestara en avisarme. Ella podía entrar a St. Vladimir e irse sin que yo supiera de su visita, y eso sería completamente normal. — No lo creo— dije en cambio, más que nada porque no la necesitaba cerca en una época como la que estaba por acercarse. — ¿Qué pasa con la tuya? ¿Has oído algo de ella últimamente?
— Hablamos la semana pasada. Y recibí un telegrama ayer. Ellen y Brandon están con ella, y Nick vendrá a la academia el año siguiente. Es una pena que ya no estaré aquí cuando eso pase. De todas formas, ellos vendrán para la graduación— dijo con emoción brillando en sus ojos. El anhelo y el respeto en sus ojos me recordaron un poco a Dimitri cada vez que él hablaba de su madre y Baia. Ni a Eddie ni a Dimitri parecía importarles que sus madres no fueran guardianas, que hubiesen decidido llevar vidas tan polémicas para los estándares Moroi. Amaban a sus madres, e irónicamente, ambos tenían relaciones más estrechas con sus progenitoras que yo con la mía, a pesar de que las suyas se encontraban lejos y a margen de nuestra sociedad.
La mía, probablemente, no estaba muy interesada en mantener una relación conmigo. Quizás porque lo había intentado mucho después del ataque en Spokane, y yo sólo había estado poniendo mucha resistencia.
Me costaba dejarla entrar. Simplemente no podía permitir que ella volviera a romper mi corazón. Prefería cerrarme a ella, a los sentimientos que sólo terminarían destruyéndome una vez más.
