CAPÍTULO 1

"EL HALLAZGO"

El suelo estaba demasiado seco, lo que dificultaba la tarea de la pala. Cavar y cavar. Lo más profundo posible. Si al menos hubiese llovido algo en los últimos días la tierra se hubiese reblandecido. Pero no era así. Y Carl necesitaba llegar lo más hondo posible, porque sólo así su secreto estaría a salvo. Se detuvo un momento y se pasó la mano por la frente sudorosa. Hace un par de años no podría haberse imaginado acabar en este lugar, en este preciso momento, haciendo lo que estaba a punto de hacer… A sus espaldas, una exitosa carrera como broker, en Wall Street, truncada injustamente por la crisis de las hipotecas basura. Volvió a mirar el hoyo, cerca de sus pies. Ahora aquella finca era de lo poco que le quedaba. Lo había perdido todo con la especulación. Y soñaba con empezar de nuevo. Desde cero. Una nueva vida. Y Ya nunca más sería Carl Songbird, el pulso de acero, apodo que se había ganado por las arriesgadas operaciones bursátiles que emprendía sin que la mano le temblase ni un ápice. Ahora sería simplemente Carl. El granjero Carl. El hombre de las coles y los ajos. Carl a secas. Cosa que no le importaba mientras su secreto permaneciese a salvo, dentro de ese viejo maletín de cuero que ahora estaba junto a sus pies. Tenía que cavar un poco más. Un metro más. Lo más abajo posible. Luego, sobre aquel rincón del huerto echaría algo de hormigón y construiría un pequeño alpendre, donde colocar los aperos de labranza. Nadie desconfiaría jamás de lo que Carl escondía.

Pero el destino suele ser ingrato hasta con aquellos que lo han perdido todo. O casi todo. Pues el último palazo que tenía pensado dar Carl se fue a estrellar contra la tierra, chocando con una pequeña lámina de metal oculta bajo ella. Se arrodilló. Pasó las manos por encima de aquella pantalla, apartando el polvo, y se encontró frente a frente con aquella superficie lisa, bien pulida, pero opaca. Por un momento se preguntó si valdría la pena levantarla. Podrían fastidiarse sus planes para salir adelante. Si había algún objeto de valor histórico, patrimonio se entrometería de lleno. Y tratar de comercializarlo en el mercado negro podría acabar con él en los juzgados. Así que después de dudarlo unos segundos, decidió que no era conveniente abrir la caja de los truenos. Ojos que no ven, corazón que no siente. Tomó el maletín, lo puso encima, trepó por la cuerda y salió de la zanja. Una vez fuera hizo el ademán de coger la pala y empezar a sumergir todo aquello, palazo a palazo, en el olvido. Fue en ese momento cuando comprendió que no había subido la pala. Se maldijo a sí mismo por tal descuido. Bajó otra vez por la cuerda, aferrándose fuertemente a ella y colocando los pies en las pequeñas hendiduras que había preparado en la pared del hoyo. Todo habría salido según sus expectativas de no haber sido porque la tierra de uno de aquellos agujeros no estaba lo suficientemente firme como para aguantar una vez más el peso de Carl, subiendo y bajando. Así que al desprenderse la tierra, perdió el equilibrio y cayó de bruces contra la lámina de metal, que también cedió a causa del fuerte impacto que tuvo que soportar. El primero en décadas. Por fortuna, las piernas y el abdomen de Carl fueron a parar sobre tierra firme, de forma que sólo su busto y sus brazos quedaron colgando en el vacío. Debajo de aquella escotilla, pues eso era lo que había descubierto Carl, se extendía una sala enorme y vacía, según pudo deducir por la intensidad del eco. Una cámara subterránea, totalmente a oscuras.

Sintió pánico. Pánico porque en algún punto de su inconsciente surgió la imagen de un ordenador, con una cuenta atrás de 108 minutos. Luego, ya más calmado, consideró sus opciones y llegó a la conclusión de que no perdía nada adentrándose en aquella habitación. O caverna. O lo que Dios quisiera que fuera... Subió al huerto y se dirigió hacia la camioneta. Cogió más cuerda, un mazo, varias estacas y una linterna. Hubiese preferido contar con un casco como el que había visto en los mineros de las películas, con una bombilla sobre la frente, para tener las manos libres en caso de emergencia. Bajó a la zanja y utilizó el mazo y una de las estacas para hundir un poste vertical cerca de la escotilla, donde poder anudar la cuerda para su segundo descenso. Por pura precaución, antes de precipitarse al vacío, tomó la linterna y fue alumbrando aquel espacio, a través del hueco que había dejado la lámina de metal al caer, repasando lentamente el suelo y las paredes de la sala recién descubierta. Después de todo, quizás le sirviese para ocultar el maletín. O como bodega.

En ella no había nada. Ningún mueble. Ninguna inscripción. Nada de nada. Sólo negrura, silencio y soledad. Además dos restos de la lámina de metal caída y de un zapato. Se preguntó si se le habría caído a él, antes, cuando había resbalado. Se miró los pies y vio que su par estaba completo, por lo que volvió a enfocar con la linterna el interior de la sala, a fin de distinguir qué había tras aquel zapato. Se arrimó un poco más al agujero y pudo vislumbrar un bulto a continuación del zapato. Así que Carl decidió descolgarse por la escotilla para tener una perspectiva completa y saber qué había exactamente allí abajo y para qué había servido realmente aquel lugar. Empezó a descender y, todavía en el aire, asido con fuerza a la cuerda, utilizó la linterna para iluminar la zona donde había visto el zapato, continuado por aquel misterioso bulto.

Cuando la luz cayó sobre esa zona concreta, las sombras proyectadas desvelaron el enigma, despejando cualquier duda. Carl se sorprendió tantísimo que olvidó su situación, colgado de la escotilla, y se soltó de la cuerda, empezando a bracear y a gritar con todas sus fuerzas. En un par de segundos estuvo en el suelo. Cayendo una vez más sobre la lámina de metal. Ocasionó un gran estruendo que sólo él podría haber escuchado. En el suelo, herido en un brazo y en las dos piernas, incapaz de ponerse en pie, Carl Songbird, seguía gritando. No por el dolor, si no por la dantesca imagen que podía ver detrás de aquel zapato. Lo peor de todo es que todavía no era consciente de lo mucho que le quedaba por gritar, después, cuando se hiciese cargo de sus circunstancias, allí atrapado, con las piernas rotas, medio inútil, siéndole imposible salir por sus propios medios de aquella habitación, excavada bajo su zanja, en la huerta que había comprado en medio de ninguna parte.