CAPÍTULO 1

–Dicen que un extraño ánimo se ha apoderado hoy de la Reina. Que mira hacia el Norte y suspira –su voz llenó el silencio que el susurro de las ramas y las verdes hojas no alcanzaba a disipar. En seguida se volvió provocadora–. Ha sucumbido finalmente a la excentricidad de su pueblo, digna hija de los Eldar, y se ha ido a hablar con las plantas.

Arwen se rió y ladeó la cabeza para dejársela besar por su marido. Aragorn se sentó enseguida a su lado en el banco de piedra.

–Hablo con el viento del Este –le corrigió.

–¿Y qué dice?

–Nada. Viene solo.

Aragorn soltó un suspiro silencioso y volvió la vista hacia los campos del Pelennor frente a ellos, a cientos de metros más abajo. Arwen estudió los surcos de su frente y sus ojos distraídos.

–¿No ha ido bien la sesión? –le preguntó.

–Dol Amroth y Lebennin están chiflados con las especias y las frutas de Harad. Con el chocolate sobre todo. Ya están preparando otro acuerdo comercial.

–¿Y por qué esa cara entonces?

–Ha habido otro ataque.

Arwen frunció el ceño, copiando la expresión de su marido. Era el tercer ataque de las fuerzas de Rhun en aquel invierno. Ithilien del Norte y Anórien estaban al borde de la desesperación. Ya había comenzado a haber evacuaciones. Minas Tirith había acogido a la mayoría de los que no habían soportado vivir con el miedo.

–¿Y qué…?

Aragorn contestó antes de que terminara la pregunta.

–Dos casas quemadas, cinco hombres muertos, reservas de grano robadas… y dos hombres y una muchacha desaparecidos.

Desaparecidos en el mercado de esclavos de Rhun. Con aquellos tres, ya se había llevado a treinta hombres y mujeres de Gondor. Pero ninguno dijo nada. Era uno de los aspectos de aquél tema que más sufrimiento causaba a Aragorn. –Debe ser uno de los peores destinos que puede soportar un hombre que ha nacido libre –le había dicho a su esposa tras el primer ataque, al enterarse de la suerte que habían corrido algunos habitantes de Cair Andros, desaparecidos también–. Imagina la indignidad de ser vendido como un animal. Ser propiedad de una persona y obedecer su voluntad en todo. No volver a ver a tus seres queridos jamás… y no poder decidir tu propio camino.

Pero Arwen le había insistido en que debían hacer algo por aquellas personas; ordenar al khan que las liberase o se arriesgase a una guerra con Gondor. Sin embargo, no habían vuelto a discutir los destinos de aquellos desafortunados.

–Hay que mandar más tropas –dijo Arwen.

–Ya he dado la orden. Mañana partirán dos compañías más –respondió Aragorn, y calló.

Ah, pero Arwen conocía demasiado bien a su marido y sabía que había más. Le miró esperando el resto de la historia. Él, notando su mirada, dijo:

–Cada vez más están a favor de la guerra. Dicen que ya es hora de dejar de estar dos pasos por detrás de Rhun y que no se puede consentir un solo ataque más. Que hay que enviar al ejército.

–Pero tú aún no estás seguro.

Aragorn sacudió la cabeza.

–Haría cualquier cosa por evitar un ataque más a Gondor, pero… aún no sabemos que el khan esté detrás de los ataques. Puede que aún respete nuestro Tratado de Paz y que los causantes de los asaltos sean rebeldes; si les llevo la guerra, causaré más muerte y destrucción de la necesaria.

–¿Y el Consejo no piensa en las vidas perdidas en caso de guerra? –preguntó Arwen extrañada.

–Sí –respondió su marido–. Claro que sí, pero piensan que sería una guerra que ganaríamos fácilmente, que nuestro ejército es superior en disciplina y técnicas y que ellos tendrían más que perder. Y al fin y al cabo son las vidas de nuestros enemigos. Rhun siempre ha sido un mal para Gondor; muchas familias están rotas gracias a ellos. Y no les falta razón. ¿Quién elegiría salvar las vidas de sus enemigos y condenar a los suyos?

Aragorn dirigió su mirada hacia el este. A lo lejos se veían las oscuras montañas de Mordor; y más allá estaba la incandescente Rhun, la de los desiertos de fuego y montañas abrasadoras, la de las palmeras y cipreses con olor a brisa marina y frutas jugosas, la de los niños descalzos corriendo felices por la arena. Y también la Rhun de las calles y campos poblados de esclavos, con las espaldas dobladas por el trabajo y rodeados de su prole harapienta que esperaba hacerse mayor para seguir a sus padres al mismo destino de esclavitud. Pero incluso ellos elevaban sus voces en canciones en honor a aquella tierra. Rhun era el país del sol deslumbrante que todo lo inundaba de energía, que sólo necesitaba una pequeña chispa para estallar y dejar salir al fin su odio por Gondor. Aquellos eran sus más vivos recuerdos de su viaje a aquel país. Era el hogar de sus enemigos, aquellos que estaban matando y vendiendo a su pueblo. Y él estaba haciendo apenas nada; a través de su inacción lo estaba permitiendo. ¿Y si mandara al ejército? ¿Y si les llevara la guerra y les obligara a través de una total derrota a dejar de atacar Anórien, y Cair Andros, e Ithilien del Norte? ¿Y si ya lo hubiera hecho? ¿Cuántas vidas podría haber salvado?

Arwen adivinó en seguida sus pensamientos. Una docena de años de casados la habían hecho la mayor conocedora de la mente del Rey. Le sujetó con firmeza el rostro y dijo:

–Los ataques no son culpa tuya.

Aragorn sonrió: –Lo sé. Alguien tiene que pensar en esa pobre gente si el khan no lo hace. Si al final resulta estar detrás de los ataques, claro es.

–Tu embajador tendrá que decírnoslo cuando vuelva.

Aragorn asintió distraídamente. Amdil había partido hacia Num en noviembre. Su misión era llegar hasta el khan en persona y pedir explicaciones y reparación por los ataques a Gondor. Comprobar, en suma, que seguía cumpliendo su parte del Tratado de Paz, en cuyo caso castigaría a los salteadores y devolvería las personas robadas a su país. Aragorn había decidido no exigir reparación monetaria por la comida robada ni las propiedades destruidas. No era cuestión de vida o muerte para Gondor, y sin embargo para Rhun podía muy bien serlo; Rhun, que en muchas provincias estaba al borde de la miseria y conocía tan de cerca el hambre. Pero para ello necesitaba que Amdil volviera y le dijera que el khan no sancionaba los ataques. Había partido con protección diplomática de Gondor; su seguridad debería ser respetada en todos los caminos de Rhun.

Pero ya estaban a mediados de febrero y aún no habían tenido noticias suyas. Lo más probable era que hubiera perecido. El odio de Rhun por Gondor era como un violento fuego y cualquier viajero de Gondor corría peligro en los caminos. Sin embargo, formalmente, aún tenían un Tratado de Paz, firmado tras la caída de Sauron. Formalmente, la seguridad de Amdil debía ser garantizada y el khan haberle recibido con toda hospitalidad. Lo más probable, sin embargo, era que ni siquiera hubiera podido llegar hasta Num y que hubiera sido muerto o esclavizado en el camino. O que el khan no le hubiera recibido, en cuyo caso Aragorn debería considerarlo como acto de guerra. Y sin embargo, aún no estaba preparado para renunciar a la esperanza de que volviera.

–¿Vendrás mañana a la sesión del Consejo? –respondió en cambio a su esposa– Siempre están más dispuestos a calmarse y cambiar de opinión cuando les hablas tú.

Arwen sonrió, apoyándose en su hombro. Cada nuevo ataque a Gondor la traspasaba el corazón, pero pensar que tendría que dejar marchar a su marido a la Guerra era casi más de lo que podía soportar.

–Claro –respondió.

Aragorn la rodeó con el brazo. Apoyó su mano en su cintura y su pulgar acarició fugazmente, inconscientemente, el vientre de Arwen, quien de pronto entendió. Por supuesto. Hablar de la guerra, de que el Rey pudiera partir al frente del ejército y que arriesgara su vida habría, inevitablemente, llevado las mentes del Consejo a la carencia de heredero para el trono y a comentarios que hacía años habían dejado de ser discretas indirectas. Algún noble, con la mejor de las intenciones, y copa de vino en mano, se había permitido la confianza de prodigar a su Rey con una multitud de sugerencias para fecundar a su esposa. El dichoso tema se había incluso abierto paso hasta los temas a tratar en una memorable sesión del Consejo hacía tres años de la que Aragorn había salido enfurecido.

–Han vuelto a decir algo –Arwen se incorporó y miró a su marido.

–¿De qué?

–De nuestro hijo. O de la falta de él más bien.

–¿Cómo…?

–Dijimos que no haríamos caso de lo que se dijera. Que tengan prisa si quieren; nosotros no.

–No tengo más prisa que tú.

Arwen sonrió y le señaló con el índice: –Bien jugado, Dúnadan.

Y ahí estaba buena parte del problema: en que ambos tenían algo de prisa. Pero rara vez lo decían en voz alta para no provocar más presión en el otro.

–Cuando tengan que venir vendrán –dijo Aragorn. La frase que llevaban repitiéndose años. Pero esta vez parecía que había hecho un pequeño cambio.

–¿Vendrán? ¿Cuántos vendrán?

–Cinco o seis.

Arwen se rió, con sólo un poco de pánico en la voz. –Como se nota que no tienes que parirlos tú.

–Cuando tengan que venir, vendrán –repitió Aragorn, y luego sonrió, mirándola–. Lo que no significa que tengamos que esperarlos de brazos cruzados.

Y de golpe, Arwen estaba en sus brazos, y él se había puesto de pie y dado la vuelta en dirección a la torre.

–¿Ahora? –dijo Arwen, ahogando una exclamación de sorpresa–. Pero si aún no hemos cenado siquiera y…

Pero él no le dejó continuar, y comenzó a subir las escaleras que llevaban a la terraza que se abría desde sus aposentos.


Aragorn siempre había mantenido abiertas las sesiones del Consejo. Señores de todas las provincias y feudos de Gondor, y gobernantes y alcaldes de hasta la más pequeña aldea podían en cualquier momento acudir o enviar representante ante la Corte y participar activamente en cualquier sesión del Consejo. Para que se celebrara una, era necesario que al menos una docena de mandatarios lo reclamaran. Aquél día fueron veinticinco quienes lo pidieron y fue necesario instalarse en la Sala del Trono.

Aragorn entró con la Reina de su brazo e inmediatamente se hizo el silencio. Imrahil y Elmir, Señor de Anórien, sentados respectivamente a derecha e izquierda de la cabecera, donde Aragorn se sentaba, retiraron las sillas de la mesa y se hicieron a un lado ofreciéndoselas a Arwen.

Ésta se dirigió a la derecha y ocupó la silla que le ofrecía Imrahil. Recorrió con la mirada los rostros de los veinticinco participantes con una sonrisa deslumbrante.

–Caballeros. Demasiado tiempo ha pasado desde la última vez que participé en vuestros consejos, y pensé que era hora de remediarlo.

–Es un honor, Señora, como siempre –dijo Imrahil ocupando el asiento siguiente.

–Estoy segura de que, como en mis experiencias anteriores, alcanzaremos importantes acuerdos para el Reino, gracias a la sabiduría y honor de sus principales caballeros.

Tal vez sólo un observador ajeno hubiera podido percibir las espaldas ligeramente más rectas y los ojos rezumando orgullo; pero Aragorn sabía qué esperar y notó el cambio inmediatamente. Ocultó una sonrisa. Sabía que el Consejo siempre respetaría su decisión final, cualquiera que fuera, pero Aragorn prefería que entendieran sus razones para actuar. Y para ello, nada mejor que dejar que Arwen les hablara. Cada palabra suya la recibían los hombres como una gota de agua en el desierto y sus voluntades se doblegaban siempre a sus deseos.

Para Aragorn, era una verdadera pena que Arwen no participara más en las sesiones del Consejo. Tenía más experiencia, sabiduría y elocuencia que la que podrían juntar todos ellos jamás. Tras sus miles de años en aquella tierra, sabía más acerca del buen gobierno, de rutas comerciales, de impuestos y de tratados y acuerdos que ninguno. La hija de Elrond había ayudado a su padre durante cientos de años, y además de conocimientos, había heredado de él su compasión y su justicia. Para Aragorn, Arwen sola hubiera podido gobernar Gondor mucho mejor que cualquier Rey de su historia.

Pero pese a la insistencia de Aragorn, ella raramente se mezclaba en las discusiones de gobierno. –Tengo unos pocos preciosos años contigo –decía–, y me parece desperdiciarlos encerrarme durante horas para discutir. Por lo que he podido ver, la mayoría de las discusiones de los Hombres en tiempos de paz son sobre de qué manera alcanzar tal o cual objetivo, y en medio del acaloramiento, olvidáis que todos en el fondo queréis alcanzar los mismos fines.

Y como no tenía nada que demostrar ante nadie, y lo sabía, sólo cuando se trataba de Curación o del Saber se involucraba para que el pasado no se olvidara y para asegurar el futuro de ambas ciencias en Gondor. Pero jamás le negaba a su marido un consejo cuando se lo pedía, que era a menudo; y el Consejo no podía saber cuántas de las ideas y proyectos que discutían eran realmente de ella, que llegaban hasta allí a través del Rey.

De pronto Aragorn se dio cuenta de que todos esperaban a que se sentase para imitarle y comenzar la sesión; pero él miró a su esposa para que fuera ella la primera en sentarse. Ningún hombre se sentaría mientras ella estuviera de pie.

En cuanto estuvieron todos sentados, Aragorn se volvió a su secretario.

–La orden del día, Amrod. Gracias.

En cuanto la leyó Aragorn sintió la primera punzada de premonición. Aquello no iba a acabar pacíficamente.

–Rhun –dijo en voz alta. No había ningún otro tema–. ¿Ha habido alguna noticia nueva?

–No, Señor –respondió Elmir–. Nada además del último ataque.

–Pero creemos que ayer quedaron muchas cosas sin decirse –añadió Caerdhros, hijo del gobernador de Cair Andros. Su ciudad era la que más había sufrido las incursiones de Rhun, y aunque era la primera vez que pisaba la Corte, tenía suficiente aplomo para expresar su opinión sobradamente en cada sesión del Consejo.

–¿Cómo cuáles? –dijo Aragorn.

–Agradecemos infinito las fuerzas que nos habéis mandado, Señor, para fortalecer las fronteras del Norte; pero tememos que no sean suficientes.

–Los salteadores de Rhun no superan la veintena cada vez. Y hemos mandado ya doscientos soldados para defender las fronteras.

–Siempre atacan de noche y por sorpresa, y es muy difícil adelantarse a sus asaltos –intervino Elmir. Anórien también había sufrido la triste experiencia de los ataques de Rhun–. Las acciones defensivas no son suficientes. Por muy rápido que reaccionemos, siempre hay daños: una casa destruida, reservas de comida robadas o, en los peores casos, vigías muertos por sus flechas, personas desaparecidas… Si no reaccionamos con mayor decisión, pensarán que pueden atacarnos impunemente, y no dejarán de hacerlo.

–Reaccionar con mayor decisión –dijo Aragorn–, sería llevar al ejército a sus tierras. Una invasión armada haría que hasta el último de sus hombres capaz de empuñar un arma nos saliera al encuentro; y estarían en su derecho. ¿Y cuántos morirían entonces? De Rhun y de Gondor; ambos perderíamos.

–Antes de dejar la solución de un conflicto en manos del ejército –dijo Arwen, y su voz suave se extendió como la brisa por la Sala–, hay que agotar todas las posibilidades. Gondor y Rhun aún tienen un Tratado de Paz en vigor. Hasta donde sabemos, los ataques los realizan rebeldes. De hecho, sus ropas y sus armas no nos indican que sean soldados al servicio del khan. Parecen más bien radicales llevados por un odio irracional a Gondor, o por desesperación, o no robarían comida.

Arwen dejó unos instantes de silencio para que sus palabras calaran en las mentes de todos.

–Ese es un aspecto que no podemos olvidar –continuó al fin con firmeza–. En los últimos dos años, Rhun ha padecido sequías que han dañado sus cosechas. Los últimos informes nos decían que en las zonas más pobres, donde apenas tenían reservas de grano y cereales, niños y ancianos comenzaban a morir de hambre. Una guerra aumentaría estos males; si los hombres fueran a luchar, entonces ¿quién sembraría y cosecharía? Si les llevamos la guerra, se cortarían los caminos y las comunicaciones, el comercio disminuiría, y las regiones que no tienen campos de cultivo y que dependen de las cosechas del resto de provincias se quedarían sin suministros, sin comida. Y es población inocente.

Sus rasgos suaves estaban dominados por la piedad. Giró el rostro a cada uno de los presentes. Sus pendientes de plata refulgían al lado de sus ojos, haciendo que su brillo penetrase en los corazones de quienes la escuchaban, y todos se sintieron invadidos de un sentimiento compasivo.

–La Reina habla con sabiduría –dijo al fin el Señor de Lossarnach–. Hay que pensar en las vidas que se perderían en caso de que fuéramos a la guerra. Aunque no queramos pensar en la población de Rhun, pensemos en nuestros soldados. ¿Los enviaremos a la muerte y condenaremos a sus familias al dolor precipitadamente?

Él tenía un hijo en la Cuarta Compañía, y todos en el Consejo lo sabían. Pero aún así vieron la sensatez de sus palabras.

–A mi parecer es un cuestión de saber en qué posición se encuentra el khan –dijo Imrahil–. Si ha permitido, incluso alentado los ataques, no podemos dejar de responder. Pero si está en contra de ellos, entonces indudablemente llevarles la guerra sería un tremendo error.

–Tienes razón, Imrahil –dijo Aragorn–. Por eso envié un embajador.

–Pero no ha vuelto –dijo Caerdhros–. Y ya debería haberlo hecho. Al menos deberíamos haber tenido noticias suyas de haber sido recibido por el khan, especialmente si éste sigue a favor de mantener el Tratado de Paz.

Ante sus palabras, hubo murmullos de asentimiento en la sala.

–Aún no podemos saberlo con seguridad –dijo Aragorn, pero incluso a sus oídos sus palabras habían perdido algo de convicción.

–¿Y no hemos tenido noticias tampoco de ninguno de nuestros espías en Rhun?

Que el Rey tenía espías en Rhun era un secreto mal guardado. De hecho, Aragorn no creía que ni siquiera el khan lo ignorase. Pero quiénes eran, dónde estaban y cuál era su falsa identidad; eso sólo Aragorn lo sabía. Y no pensaba decirlo, pero no tenía noticias de ellos desde hacía más de seis meses, lo que significaba que dos de ellos no le habían hecho llegar su debido informe.

–No –respondió. Y fue a decir más, pero en ese momento, contra el protocolo que prohibía interrumpir una sesión del Consejo, las puertas de la Sala se abrieron.

Y como conjurado por sus palabras, entró Damrod, espía al servicio de Elessar.

Éste se levantó con brusquedad y atravesó la sala al encuentro de su hombre, avanzando a grandes zancadas, viendo el aspecto que el otro presentaba; sucio del polvo del camino, con el rostro gris y las mejillas oscurecidas, ocultas por una enmarañada barba que no ocultaba la antinatural delgadez del rostro.

En cuanto llegó a su lado, Damrod fue a inclinarse ante él, pero Aragorn le sujetó.

–Ni se te ocurra –le dijo–. ¿Estás bien, amigo mío? ¿Estás herido?

–No, sólo más exhausto de lo que recuerdo jamás.

–¿Qué me traes? –preguntó Aragorn con aprensión.

Entonces Damrod sacó un papel de un bolsillo interior de su túnica y se lo entregó. Aragorn lo leyó.

Mientras, el Consejo les miraba, tratando de adivinar quién era aquél hombre y por qué su Rey le atendía con tanta urgencia. Pero ni siquiera Arwen le conocía, y negó con la cabeza a cuantos la miraron buscando una explicación.

Cuando los murmullos del Consejo se alzaron en volumen Aragorn se volvió hacia ellos, y se encaminó de vuelta a la mesa, dejando que Damrod se apoyara ligeramente en su brazo. Le indicó que se sentara en una silla libre en un extremo de la mesa, pero él se quedó de pie.

El Consejo guardó silencio esperando la explicación del Rey, pero Aragorn calló unos minutos más, estudiando el papel que Damrod le había entregado. Al fin dijo estas palabras:

–Caballeros, este es Damrod, al que mandé hace años a Rhun para que desde las sombras se informara, y me informara a mí, de todos los movimientos de la política de ese país. Escuchad ahora el contenido de la carta que interceptó de un mensajero del mismo khan.

"En Num, a 19 de fie del duodécimo año.

Honrado Soldam, Capitán Primero del Glorioso Ejército de Rhun:

Cuán gratas me son tus noticias, y cuánto me alegra conocer la devoción de nuestros soldados. Fomenta esos sentimientos y tendremos una fuerza imparable en la batalla.

Al fin la hora de la gloria se acerca. Esta noche encended las hogueras, bebed y celebrad, porque vuestra espera ya ha acabado: id al Valle de Sat y esperadnos allí. Nosotros llegaremos a finales del próximo mes a más tardar. Y entonces marcharemos juntos y venceremos.

Que el Gran Ojo guíe tus pasos.

Hamrazan, Khan de Todo Rhun"

Durante varios minutos, el silencio reinó en la Sala. Fue Emdil quien lo rompió.

–Esta era la prueba que necesitábamos. El khan está movilizando sus tropas para invadir Gondor. Tenemos que reaccionar. Tenemos que salirle al encuentro.

–En ningún lugar menciona a Gondor –dijo Aragorn con severidad–. Y deberíamos escuchar el relato de Damrod antes de sacar cualquier conclusión. Dinos, ¿cómo interceptaste este mensaje?

–Señor –respondió Damrod con una inclinación de cabeza–. Hace veinte días, mi identidad en Num fue descubierta y me encerraron. Sólo la ayuda de un buen amigo me salvó. Me sacó de la ciudad, pero no pudo darme una montura, sin la cual jamás podría atravesar el desierto de Rhun, solo y sin apenas comida ni agua. Tras un día de marcha, asalté a un jinete para robar la suya. Sólo al montar y prepararme para partir me di cuenta de que era un mensajero al servicio del khan. Le registré y encontré ese mensaje. Vine aquí lo más rápidamente que pude.

Daedhros de Cair Andros se puso en pie.

–¿Has estado infiltrado en la misma Num? Entonces debes saber qué se propone el khan, si consideramos que esta carta aún no es prueba suficiente.

Damrod le miró. ¡Qué poco sabía aquél muchacho el sacrificio que requería averiguar una sola gota de información en el desierto despiadado de Rhun! ¿Y se atrevía a exigirle algo?

–¿Crees que el khan habla delante de quienes no son sus más allegados? –respondió–. Cuando se reúne con ellos nadie puede entrar, ni siquiera los esclavos a servirles. Y castiga severamente a quien de sus consejeros se va de la lengua. ¿Cómo quieres que me hubiera enterado de lo que se propone?

Daedhros no se arredró ante su furia.

–Se creería que un espía tendría más recursos, y que aunque no pueda oír, puede ver. Siempre hay comportamientos que delatan…

Habló con el ímpetu de su juventud y con preocupación por su ciudad, Cair Andros, y sus palabras salieron como una acusación de sus labios. Entonces Damrod, que llevaba años ocultando sus verdaderos sentimientos, engañando y fingiendo que su lealtad estaba con Rhun y enterrando su amor por Gondor en el fondo del corazón, donde nadie lo viera, pero donde dolía ocultarlo, se puso en pie y con voz vibrante dijo:

–¿Quieres que diga lo que he visto? He visto los carteles y las pintadas que realizan en las paredes de Num del Árbol envuelto en llamas; he visto las representaciones que realizan los actores en las plazas: se disfrazan de soldados de Gondor y de… –dudó un momento y miró a Aragorn, pero decidió continuar– de vos, Señor, y representan nuestra derrota ante los gritos de júbilo de los espectadores… –entonces se detuvo. Tal vez había ido demasiado lejos y le había faltado el respeto a su rey–. Lo siento, Señor, yo…

Pero Aragorn detuvo sus disculpas con una mano y le indicó que continuara, imperturbable.

–He visto –continuó Damrod–, cómo ha tomado forma año tras año el nuevo templo en honor a quien vimos derrotado para siempre: Sauron. Y queman parte de sus cosechas y de la carne de sus animales para complacerle y pedirle su ayuda para recuperar la gloria que Gondor les robó. A sus ojos somos culpables de todas sus desgracias.

–Si se limitan a eso, yo al menos me quedaría tranquilo –dijo Imrahil–, pues poco daño pueden hacernos sus supersticiones.

–Una vez al año –dijo Damrod con voz dura–, piden a todos los propietarios de esclavos de Gondor que cedan uno para su sacrificio. Lo matan delante del templo, frente a todos.

Primero se hizo el silencio, y nadie encontró palabras para romperlo. Hasta entonces Aragorn había permanecido inmutable; conocía las prácticas de Rhun y el renacer del culto a Sauron, y sus espías le habían informado del creciente odio por Gondor y por él mismo. Les consideraban, y a él en particular, como despiadados conquistadores con ansias de poder. Habían derrotado a Sauron, quien les había prometido la riqueza y la gloria, que Rhun sería el gran imperio a cuyos pies el mundo se arrodillaría sobrecogido de un temor reverencial; y ahora se encontraban arrastrándose en la miseria. Las malas sequías de los últimos años habían despertado su miedo y su desesperación. Pero Rhun era un pueblo demasiado orgulloso para sentirse dominado por el miedo demasiado tiempo, y la furia había nacido del miedo. Y la furia había alimentado el fuego del odio por Gondor y por su Rey.

Pero Aragorn jamás había escuchado que Rhun realizara esos sacrificios humanos, y el Consejo vio cómo el Rey contraía el rostro, y que palidecía, y comenzaron a murmurar.

–¿Necesitamos más pruebas, Señor? –Elmir dijo al fin en voz alta–. El ejército…

Pero Aragorn no le dejó terminar.

–¿Sabes algo de sus fuerzas armadas? –dijo dirigiéndose a Damrod–. ¿Dónde están o cuántas son? ¿Algo que indique que el khan las está reuniendo para invadirnos?

Damrod se sentó entonces y, avergonzado, clavó sus ojos en la mesa sólida y oscura frente a él.

–Lo siento, Señor, no. Nada más que lo que acabáis de leer.

–¿Dónde encontraste al mensajero?

–En las montañas de Num. Se dirigía hacia el Este.

Aragorn miró pensativo la carta. Id al Valle de Sat y esperadnos allí. Nosotros llegaremos a finales del próximo mes a más tardar. El Valle de Sat era una gran planicie a cincuenta millas al noreste de la frontera de Gondor. Alguien que quisiera viajar desde cualquier punto de Rhun hasta Gondor tendría casi forzadamente que pasar por allí, o muy cerca. Era un excelente punto para que el khan reuniera al ejército de Rhun si éste quisiera invadir Gondor.

–Respondiendo a tu pregunta, Elmir –dijo al fin el Rey–: sí. Necesitamos algo más de información. Dadme un día. Y mañana a esta misma hora habré tomado mi decisión. Esta sesión ha concluido.

Y diciendo esto, sin esperar a que nadie dijera nada, salió a grandes pasos. Poco a poco los miembros del Consejo le imitaron y fueron saliendo. Arwen anduvo entre ellos, respondiendo a sus saludos, hasta llegar hasta Damrod, quien se puso inmediatamente en pie.

–Damrod –le dijo–, ven conmigo. Serás un huésped en nuestra casa. Daré orden para que te preparen una habitación y que te envíen inmediatamente algo de comer.

–Señora, no os molestéis –contestó Damrod, pero siguió a la Reina y llegaron al lado de un sirviente vestido de negro que les salió al encuentro.

Arwen le dio instrucciones para que le dieran a Damrod todo lo que necesitaba, y luego preguntó:

–¿Habéis visto dónde ha ido el Rey?

–Salió en dirección a vuestros aposentos, Señora.

–Muy bien, gracias –respondió Arwen comenzando a andar en aquella dirección. Sin embargo, se volvió por última vez a Damrod y le dijo–. Siempre estaremos en deuda contigo por los servicios que nos has prestado. En cuanto encontremos el momento adecuado, recibirás los justos honores.

Damrod abrió la boca para contestarle; pero Arwen ya se había ido. Se dirigió rápidamente a los aposentos que compartía con Aragorn y le encontró en su vestidor cambiándose de ropa. Sus ricas vestiduras de seda y raso formaban una mancha oscura en el suelo, y se había puesto unos pantalones de montar.

–Arwen, ¿sabes dónde están mis túnicas de paño marrón?

–Al lado de tus prendas de cuero. Todo tu ropa cómoda –así la llamaba él, a la ropa que usaba cuando salía fuera de la ciudad, aunque Arwen sabía que el tacto de sus prendas de seda le gustaba más– está aquí.

Arwen cogió una del arcón y se la dio.

–¿Dónde vas?

Aragorn se puso la túnica en silencio, lentamente.

–Necesito un día de retiro –respondió.

Arwen asintió su aprobación. Saldría a la montaña, al lugar sagrado de los Reyes, cuyo uso Aragorn había recuperado.

–Pensé que ibas a consultar el Palantir.

Aragorn la miró con una sonrisa. Arwen antes no hubiera sido tan directa. Antes, cuando no había aprendido el valor del tiempo, cuando no conocía lo que era la prisa y la urgencia por realizar múltiples tareas en un tiempo que se escapaba de las manos, sus conversaciones daban vueltas y vueltas hasta llegar con suavidad a un tema difícil. Y el uso del Palantir lo era. Casi siempre discutían por ello. Cuando Aragorn lo consultaba acababa exhausto, mareado, con la mente asaltada por un torbellino angustioso. Acababa postrado en la cama con fuertes dolores de cabeza; y por encima de ello, el recuerdo del mal que aquella piedra había albergado seguía en ella y le atormentaba, más cuando él tenía su propio recuerdo aterrador del mismo Sauron volcando toda su malicia en él. Trataba de disimular el miedo que aún le causaba, pero Arwen era testigo de sus pesadillas, y decía que cualquier información que pudiera ganar no merecía la pena, que las fuentes habituales eran suficientes. Aragorn decía lo contrario, pero cada vez lo usaba menos.

Terminando de vestirse, Aragorn se acercó a su esposa y la besó con firmeza. Cada día se sentía más cerca de ella; ella, que había aprendido a amarle de tantas formas. Ahora, y sin mirarlas, mejoró las lazadas de la túnica de Aragorn y luego le acarició el pecho y subió las manos hasta su cuello, sujetándole cuando notó que él iba a apartarse.

Cuando al fin el beso terminó, Aragorn, manteniendo una ligera sonrisa en sus labios, dijo:

–Tal vez cuando vuelva tenga que usarlo.

Arwen frunció el ceño y se apartó de él.

–Supongo que tú sabrás –respondió.

Y poco más se dijeron. Aragorn se dirigió hacia el fondo de sus habitaciones, donde un tapiz verde de valles y bosques de tierras septentrionales ocultaba una estrecha puerta que sólo podía abrirse desde el exterior con una llave. A la derecha, sobre la repisa de la chimenea, tras unos libros, estaba la llave. Arwen había dicho, cuando Aragorn le había mostrado aquella puerta, que abría una salida hacia las montañas, que la llave no tenía el mejor de los escondites. Pero no habían pensado en uno mejor.

Se despidieron con un rápido beso y Aragorn, cogiendo una lámpara, se internó en el pasadizo que, una milla y media después, acabaría en la mitad de la pendiente meridional del Monte Mindolluin.