Hola que tal!! Bueno acá traje un nuevo FF, hace muy poco termine de leer un libro que me encantó y como soy de esas locas que les gusta mezclar un poco las cosas, se me ocurrió usar un poco la trama del libro que leí que se llama "El Ocho" pero con mis parejas preferidas, Draco Malfoy y Hermione Granger, tal vez no les agrade la idea, pero me gustaria que me digan ¿que les parció? Desde ya muchas gracias a todas/os...

Espionaje…

Capitulo 1: El relato…

Una fría mañana de Abril, en una mansión tipo gótica, en las afueras de Londres un muchacho rubio de 18 años se encontraba sentado con una carta en su mano derecha, y una copa de coñac en su izquierda, sus iris de un color gris profundo estaban clavados en la ventana de su recamara, no miraba nada en particular, el día estaba nublado, se aproximaba una tormenta, pero a simple vista cualquiera que lo miraba se daba cuenta que la tormenta estaba dentro de ese joven muchacho. La noche anterior recibió una carta, y en cuanto la leyó se quedó sentado al lado de su ventana durante toda la noche, pensando y meditando, allí en sus manos estaba las pruebas que estaba esperando. Mientras que su mente recordaba la guerra que hacia un año atrás se llevo a cabo en el mundo mágico, donde el niño que sobrevivió salio victorioso derrotando a Lord Voldemort. Trayendo paz tanto para su mundo como el mundo muggle.

Pero no todo era lo que parecía, los últimos reportes decían que Harry Potter luego de la batalla cayó en un coma profundo, su fiel amigo Ronald Weasley estaba desaparecido y no había rastros de Hermione Granger.

Si bien a último momento el se paso al bando ganador todavía se despertaba por las noches sudando frió y temblando, el jamás llego a matar a nadie, pero si presencio torturas, violaciones, y matanzas. Aun no se podía borrar de su mente los rostros de las victimas de su padre, los gritos de las mujeres pidiendo piedad los despertaban por la noche una y otra vez.

Y ahora luego de un año recibía una carta del profesor Dumbledore pidiendo su ayuda, ¿Qué hacer? Ya muchas veces ayudó a la orden del fénix a reclutar a los mortifagos prófugos, pero aun quedaban varios sueltos que se revelaban y continuaban fieles a los pensamientos de su mentor el Señor Tenebroso, entre ellos estaba su padre, Lucius Malfoy. La decepción de su padre al verlo luchar en la batalla final junto con la orden del fénix fue tanta que estuvo a punto de matarlo, pero cuando estaba por llegarle la maldición asesina su quería madre se interpuso entre él y su padre, terminando así la vida de Narcissa Black. Desde ese día juro que mataría a su padre sin importarle el costo. Pero Lucius Malfoy como buena serpiente era astuto y hacia más de un año que no se lo veía.

Pero ahora en esa carta que tenía en su mano derecha estaba la prueba de que su padre había retomado sus viejas costumbres, un pueblo muggle fue completamente destruido y sobre este estaba la marca tenebrosa. Él sabía que los mortifagos se estaban reagrupando y no sabía en que momento volverían a atacar.

De pronto sus pensamientos se vieron interrumpidos por que alguien se había aparecido en la habitación.

- Amo perdone a Lisa que lo interrumpa señor, pero ha llegado una visita para usted, se encuentra en la sala – dijo la pequeña elfa domestica.

Draco Malfoy miró unos segundos a su elfina y asintió.

- Dígale que ya bajo y ofrézcale algo de tomar – ordenó.

- Como usted diga amo.

Y desapareció con un plop de la habitación del muchacho.

Draco suspiro profundamente dejó la copa de coñac sobre una hermosa mesita de caoba y salió al encuentro de la visita.

Al llegar a la sala se encontró con un hombre de entrada edad, levaba una larga túnica azul oscuro con pequeños detalles en plateado, sus ojos de azul profundo se escondían detrás de unos anteojos con forma de media luna.

Albus Dumbledore noto la presencia de su ex alumno y volteo a verlo.

- Buenos días joven Malfoy – saludo el anciano.

- Buenos días profesor Dumbledore –respondió educadamente el rubio- por favor por que no toma asiento –ofreció.

Los dos tomaron asiento uno frente del otro en la hermosa sala de la mansión Malfoy, a los pocos minutos la elfina lisa sirvió un poco de té y luego se retiro de la sala.

- Profesor me sorprendió mucho su carta. – dijo Draco rompiendo el breve silencio.

- Ya veo, aunque se preguntara el por que de tanta urgencia ¿no es así?

- La verdad si, no logro entender aun que es lo que quiere de mi.

- Draco realmente es muy importante lo que le voy a contar y necesito su ayuda, creo que es usted es la única persona de confianza a la que le encargaría esta misión.

- Digamos que usted no pone mucho en su carta profesor, sabe que lo ayudare, y sabe que lo único que quiero es que el asesino de mí madre pague su castigo.

- Si lo se, así que me da su palabra de aceptar la misión, pase lo que pase, escuche lo que escuche.

- Si se la doy profesor, pero ¿Por qué tanto misterio?

- Bien, para esta misión usted no trabajara solo, necesito que encuentre a una persona para poder llevarla a cabo.

- ¿Quién es esa persona? –preguntó Draco.

- Hermione Granger –dijo el profesor, luego hizo silencio para ver la reacción del muchacho.

- Disculpe profesor ha dicho ¿Hermione Granger?

- Si la señorita Granger es de vital importancia en esta misión.

- No creo que yo sea la persona indicada –sentencio Draco- además por lo que se ella desapareció del mundo mágico y nadie sabe donde esta.

- Bueno en realidad si se donde esta, y usted se encargara de buscarla y convencerla, por lo que investigue la señorita Granger vive como una muggle normal, se ha cambiado el nombre, actualmente trabaja para una compañía de informática.

- ¿Una que? –pregunto Draco confundido

- la verdad no se mucho de lo que trabaja, y se que tiene que ver con algo sobre esas cosas muggles que las llaman computadoras, o algo parecido, pero en fin eso no va al caso. Ella es fundamental –reiteró Dumbledore- pero antes de seguir ¿acepta?

Draco lo medito un poco, la verdad era que no le agradaba mucho encontrar y convencer a la sabelotodo Granger, pero si a través de ella podría llegar a su padre lo haría.

- Acepto profesor.

- Sabía que no me iba a defraudar. Bien antes que nada necesito contarle un par de cosas y présteme mucha atención – el profesor tomo un poco de té antes de continuar, se acomodo en la silla y comenzó su relato.

El relato del profesor Dumbledore.

En la primavera de 1790 en la Abadia de Montglane, Francia. Todas las mañanas las monjas se desplazaban por la niebla oscura que rodeaba el valle y, en mudas parejas, se dirigían hacia el sonido de la grave campana que llamaba desde las colinas.

Designaban a esa primavera "Le Printemps Sanglant", la primavera sangrienta. Los cerezos habían florecido temprano, mucho antes de que se derritieran las nieves de las altas cumbres. Sus frágiles ramas caían hacia la tierra por el peso de los capullos rojos y húmedos. Algunos consideraron esa floración prematura como un buen augurio, símbolo de renacimiento tras el prolongado y cruel invierno.

En lo más alto del valle, la abadía de Montglane erigía como un descomunal saliente rocoso en la cima de la montaña. Hacía casi mil años que la estructura crecida a una fortaleza no había sido tocada por el mundo exterior. Estaba formada por seis o siete capas de pared construidas una sobre otra. Con el correr de los siglos, a medida que las piedras originales se desgastaron, se instalaron nuevas paredes en el exterior de las antiguas, provistas de contrafuertes suspendidos. El resultado fue una melancólica mezcolanza arquitectónica cuyo aspecto dio pábulo a los rumores sobre el lugar. La abadía era la más vieja estructura eclesiástica de Francia que permanecía intacta y contenía una antigua maldición que muy pronto se reavivaría. A medida que la ronca campana retumbaba en el valle, una tras otra las monjas que aún quedaban desviaban la mirada de sus labores, dejaban a un lado azadas y rastrillos y cruzaban las largas y simétricas filas de cerezos para ascender por el escarpado camino que llevaba a la abadía.

Por ese sendero caminaban las dos mas jóvenes novicias, creaban un extraño contraste con la ordenada fila de monjas. Mireille, alta, pelirroja, de piernas largas y hombros anchos, parecía más una sana granjera que una monja. Sobre el hábito llevaba un pesado delantal de carnicero y del griñón escapaban rizos rojos. A su lado, Valentine resultaba frágil pese a tener casi la misma estatura. Su tez clara parecía transparente y su blancura quedaba acentuada por la cascada de cabello castaño que le caía sobre los hombros. Había guardado el griñón en el bolsillo del hábito, caminaba de mala gana junto a Mireille y hundía las botas en el lodo.

Las dos muchachas, las monjas más jóvenes de la abadía, eran primas por parte de madre y tanto una como otra quedaron huérfanas a edad temprana a causa de una plaga horrorosa que había asolado Francia. El anciano conde de Remy, abuelo de Valentine, las encomendó al cuidado de la Iglesia, y a su muerte les dejó el abultado saldo de sus propiedades para garantizar su buena atención.

Ambas hicieron un alto ante las puertas para quitarse el barro de las botas, se persignaron deprisa y franquearon el elevado pórtico. Ninguna de las dos alzó la mirada hacia la inscripción tallada con toscas letras francas en el arco de piedra que circundaba el pórtico, si bien las dos sabían qué decía, como si las palabras estuvieran cinceladas en su corazón:

«Maldito sea quien derribe estos muros, al rey sólo lo detiene la mano de Dios.»

Debajo de la inscripción estaba tallado el nombre en mayúsculas: "CAROLUS MAGNUS". Fue el artífice tanto del edificio como de la maldición dirigida a los que intentaran destruirlo. Máximo soberano del imperio franco hacía más de mil años, conocido en toda Francia como Carlomagno.

Los muros interiores de la abadía estaban oscuros, fríos y húmedos a causa del musgo. Desde el santuario llegaban las voces susurrantes de las novicias que oraban y el suave roce de los rosarios al contar los padrenuestros, los avemarías y los glorias. Valentine y Mireille cruzaron deprisa la capilla, mientras la última novicia hacía una genuflexión, y siguieron el hilillo de murmullos hasta la pequeña puerta detrás del altar, donde se encontraba el estudio de la reverenda madre. Una monja mayor empujaba hacia el interior a las rezagadas. Valentine y Mireille se miraron y entraron.

Era extraño que la abadesa las convocara a su estudio de esa forma. Muy pocas monjas habían estado en esa habitación y casi siempre se había debido a razones disciplinarias. Valentine, a la que constantemente castigaban, había estado en el estudio con bastante asiduidad. Sin embargo, habían hecho sonar la campana de la abadía para convocar a todas las religiosas. ¿Era posible que quisieran reunir simultáneamente a todas en el estudio de la reverenda madre?

Cuando entraron en la amplia estancia de techo bajo, Valentine y Mireille comprobaron que todas las hermanas de la abadía estaban presentes: más de cincuenta. Murmuraban sentadas en las hileras de duros bancos de madera que habían colocado delante del escritorio de la abadesa.

Todas las monjas esperaban ansiosas las noticias que daría a conocer la Abadesa. Al lado de ella había otras dos mujeres que habían cruzado toda Francia disfrazadas para traer un comunicado de suma importancia.

La Abadesa hizo las presentaciones correspondientes y la mujer de cabello castaño se levantó y se dirigió a todas ellas.

—Hermanas en Dios, la historia que venimos a contaros no es para las medrosas. Entre nosotras están aquéllas que se acercaron a Cristo con la esperanza de redimir a la humanidad. Otras lo hicieron con la esperanza de escapar del mundo. Y otras lo hicieron contra su voluntad, pues no tenían vocación. —Luego de pronunciar estas palabras, dirigió sus ojos oscuros y luminosos hacia Valentine, que se ruborizó hasta las raíces de su cabellera castaña—. Al margen de cuál fuera vuestro propósito, a partir de hoy ha cambiado. Durante nuestro viaje, la hermana Charlotte y yo hemos recorrido toda Francia, atravesado París y todas las villas intermedias. No sólo hemos visto el hambre, sino la inanición. El pueblo se amotina en las calles reclamando pan. Hay matanzas, las mujeres pasean por las calles cabezas guillotinadas y clavadas en picas. Hay violaciones y actos más graves. Se asesina a niños pequeños, algunos ciudadanos son torturados en plazas públicas y desmembrados por muchedumbres airadas...

Las monjas susurraron entre ellas antes las palabras que acababan de escuchar. Luego continuó.

—Estamos en abril. En octubre pasado, una multitud enfervorizada secuestró a los reyes en Versalles y los obligó a regresar a las Tullerías, donde fueron encarcelados. El monarca tuvo que firmar un documento, la Declaración de los Derechos del Hombre, que proclama la igualdad de todos los hombres.

Ahora la Asamblea General controla el gobierno y el rey no tiene poderes para intervenir. Nuestro país está más allá de la revolución. Vivimos en un estado de anarquía. Por si esto fuera poco, la Asamblea ha descubierto que no hay oro en las arcas del estado, el rey ha llevado a Francia a la bancarrota.

En París opinan que no vivirá para ver el nuevo año.

Las monjas se estremecieron en sus bancos y un nervioso murmullo recorrió el estudio. Mireille apretó suavemente la mano de Valentine mientras miraban a la oradora. Las mujeres que ocupaban esa estancia jamás habían oído expresar esas ideas y ni siquiera podían imaginar que semejantes cosas existieran.

Tortura, anarquía, regicidio. ¿Era concebible?

—Un hombre nefasto es miembro de la Asamblea. Se hace llamar representante del clero y está sediento de poder. Me refiero al obispo de Autun. En Roma lo consideran la encarnación del demonio.

Se afirma que nació con la pezuña hendida, señal de Lucifer; que bebe la sangre de tiernas criaturas para conservar la juventud y que celebra misas negras. En octubre este obispo propuso a la Asamblea que el

Estado confiscara todas las propiedades de la Iglesia. El 2 de noviembre el gran estadista Mirabeau defendió ante la Asamblea el proyecto de ley de confiscación, que fue aprobado. El 13 de febrero comenzaron las incautaciones. Todos los sacerdotes que se resistieron fueron arrestados y encarcelados.

El 16 de febrero el obispo de Autun fue elegido presidente de la Asamblea. Ahora nada puede detenerlo – hizo una pausa respiro profundo y continuo —Mucho antes de presentar el proyecto de ley, el obispo de Autun hizo pesquisas sobre el emplazamiento de las riquezas de la Iglesia a lo largo y ancho de Francia. Aunque el proyecto puntualiza que los sacerdotes han de caer primero y se ha de perdonar a las monjas, sabemos que el obispo ha puesto sus ojos en la abadía de Montglane. La mayoría de sus indagaciones se han centrado en torno a Montglane. Por eso hemos venido a toda prisa a comunicároslo. El tesoro de Montglane no debe caer en sus manos.

La Abadesa se levanto de su silla y ella tomo la palabra…

—Ahora conocéis la situación tan bien como yo —dijo la abadesa—. Aunque hace muchos meses que estoy enterada de esta crisis, no quise alarmaros hasta tener claro qué camino debía tomar. En su viaje de respuesta a mi llamada, las hermanas de Caen han confirmado mis peores temores. —Las monjas guardaban un silencio parecido a la quietud de la muerte. No se oía más sonido que la voz de la abadesa—. Soy una mujer entrada en años que tal vez sea llamada por Dios antes de lo que cabe imaginar.

Los votos que pronuncié al entrar al servicio de este convento no sólo fueron ante Cristo. Al convertirme en abadesa de Montglane, hace casi cuarenta años, juré guardar un secreto y, si era necesario, mantenerlo a costa de mi vida. Ahora me ha llegado el momento de ser fiel a ese juramento. Para hacerlo, debo compartir parte del secreto con cada una de vosotras y pediros que os comprometáis a guardarlo. Mi historia es larga y os pido paciencia si tardo en contarla. Cuando haya terminado, sabréis por qué cada una de vosotras tiene que hacer lo que hay que hacer.

—Hoy es 4 de abril del año de Dios de 1790. Mi historia comienza otro 4 de abril de hace muchos años. El relato me fue narrado por mi predecesora tal como cada abadesa se lo contó a su sucesora en el momento de su iniciación, y tiene tantos años como los que esta abadía lleva en pie….

El 4 de abril del año 782, en el palacio oriental de Aquisgrán se celebró una fiesta extraordinaria para conmemorar el cuadragésimo cumpleaños del gran monarca Carlomagno. El rey había invitado a todos los nobles del imperio. El patio central, con su cúpula de mosaico y las escaleras circulares y los balcones de varios pisos, estaba repleto de palmeras traídas de tierras lejanas y festoneadas con guirnaldas de flores. En los grandes salones, en medio de faroles de oro y plata, sonaban arpas y laúdes. Los cortesanos, engalanados de púrpura, carmesí y dorado, se movían a través de un país de ensueño formado por malabaristas, bufones y titiriteros. En los patios había osos salvajes, leones, jirafas y jaulas con palomas. Reinó un gran júbilo en las semanas que precedieron al cumpleaños del rey.

El apogeo de la fiesta tuvo lugar el mismo día del cumpleaños. Por la mañana, el monarca llegó al patio principal en compañía de sus dieciocho hijos, la reina y sus cortesanos predilectos. Carlomagno era sumamente alto y poseía la gracia del jinete y el nadador. Su piel estaba bronceada y su cabellera y su bigote teñidos de rubio a causa del sol. Parecía en cuerpo y alma el guerrero y gobernante del reino más grande del mundo. Vestido con una sencilla túnica de lana y una ceñida capa de marta y portando la omnipresente espada, atravesó el patio saludando a cada uno de sus súbditos e invitándolos a compartir los profusos refrescos situados en las tablas chirriantes del salón.

El rey había preparado una sorpresa. Maestro de la estrategia bélica, sentía peculiar predilección por cierto juego. Se trataba del ajedrez, conocido también como juego de guerra o juego de los reyes.

En éste, su cuadragésimo cumpleaños, Carlomagno pretendía enfrentarse con el mejor ajedrecista del reino, el soldado conocido como Garin el franco.

Garin entró en el patio al son de las trompetas. Los acróbatas saltaron ante él y las jóvenes cubrieron su camino de frondas de palma y pétalos de rosa. Garin era un joven esbelto y pálido, de expresión severa y ojos grises, soldado del ejército occidental. Se arrodilló cuando el monarca se puso de pie para darle la bienvenida.

Ocho criados negros vestidos de librea morisca entraron a hombros el tablero de ajedrez. Estos hombres, así como el tablero que llevaban en alto, fueron regalo de Ibn-al-Arabi, gobernador musulmán de Barcelona, para agradecer la ayuda que el monarca le había prestado cuatro años antes contra los montañeses vascos. Fue durante la retirada de esta famosa batalla, en el desfiladero navarro de Roncesvalles, cuando encontró la muerte Hruoland, el querido soldado real, héroe de la Chanson de Roland. Como consecuencia de este doloroso recuerdo, el monarca nunca había utilizado el tablero de ajedrez ni se lo había mostrado a sus vasallos.

La corte se maravilló ante aquel extraordinario juego de ajedrez mientras lo depositaban sobre una mesa del patio. Aunque realizado por maestros artesanos árabes, las piezas mostraban indicios de su origen indio y persa. Algunos opinan que dicho juego existía en la India más de cuatrocientos años antes del nacimiento de Cristo y que llegó a Arabia, a través de Persia, durante la conquista árabe de este país en el año 720 de Nuestro Señor.

El tablero, forjado exclusivamente en plata y oro, medía un metro entero por cada lado. Las piezas, de metales preciosos afiligranados, estaban tachonadas con rubíes, zafiros, diamantes y esmeraldas sin tallar pero perfectamente lustrados, y algunos alcanzaban el tamaño de huevos de codorniz. Como destellaban y resplandecían a la luz de los faroles del patio, parecían brillar con una luz interior que hipnotizaba a quien los contemplaba.

La pieza llamada sha o rey alcanzaba los quince centímetros de altura y representaba a un hombre coronado que montaba a lomos de un elefante. La reina; dama o ferz iba en una silla de manos cerrada y salpicada de piedras preciosas. Los alfiles u obispos eran elefantes con las sillas de montar incrustadas de raras gemas y los caballos o caballeros estaban representados por corceles árabes salvajes; las torres o castillos se llamaban rujj, que en árabe significa carro. Eran grandes camellos que sobre los lomos llevaban sillas semejantes a torres. Los peones eran humildes soldados de infantería de siete centímetros de altura, con pequeñas joyas en lugar de ojos y piedras preciosas que salpicaban las empuñaduras de sus espadas.

Carlomagno y Garin se acercaron al tablero. El monarca alzó la mano y pronunció palabras que azoraron a los cortesanos que lo conocían bien.

—Propongo una apuesta —dijo con voz extraña. Carlomagno no era hombre propenso a las apuestas.

Los cortesanos se miraron inquietos—. Si el soldado Garin me gana una partida, le concedo ese territorio de mi reino que va de Aquisgrán a los Pirineos vascos y la mano de mi hija mayor en matrimonio.

Si pierde, será decapitado en este mismo patio al romper el alba.

La corte se estremeció. Era de todos sabido que el monarca amaba tanto a sus hijas que les había rogado que no contrajeran matrimonio mientras estuviese vivo.

El duque de Borgoña, el mejor amigo del rey, lo cogió del brazo y lo llevó aparte.

—¿Qué tipo de apuesta es ésta? —preguntó en voz baja—. ¡Habéis hecho una apuesta digna de un bárbaro embriagado!

Carlomagno tomó asiento ante la mesa. Parecía hallarse en trance. El duque quedó anonadado. El propio Garin estaba perplejo. Miró al duque a los ojos y, sin mediar palabra, posó la mano sobre el tablero, aceptando la apuesta. Se sortearon las piezas y la suerte quiso que Garin escogiera las blancas, lo que le proporcionó la ventaja de la primera jugada. Comenzó la partida.

Tal vez se debió a lo tenso de la situación, pero lo cierto es que, a medida que se desarrollaba la partida, parecía que ambos ajedrecistas movían las piezas con una fuerza y precisión tales que trascendía al mero juego, como si otra mano, invisible, se cerniera sobre el tablero. Por momentos dio la sensación de que las piezas se movían por decisión propia. Los jugadores estaban mudos y pálidos y los cortesanos los rodeaban como fantasmas.

Luego de casi una hora de juego, el duque de Borgoña notó que el monarca se comportaba de una manera extraña. Tenía el ceño fruncido y estaba distraído y aturdido. Garin también era presa de un desasosiego poco corriente, sus movimientos eran bruscos y espasmódicos y su frente estaba perlada por

un sudor frío. Los ojos de ambos contrincantes estaban clavados en el tablero como si no pudieran apartar la mirada.

Súbitamente Carlomagno se incorporó de un salto, lanzó un grito, volcó el tablero y los trebejos rodaron por el suelo. Los cortesanos retrocedieron para abrir el círculo. El monarca estaba dominado por una ira sombría y espantosa, se mesaba los cabellos y se golpeaba el pecho como una bestia enardecida.

Garin y el duque de Borgoña corrieron en su auxilio, pero los apartó a puñetazos. Hicieron falta seis nobles para. sujetar al. rey. Cuando por fin lo sometieron, Carlomagno miró azorado a su alrededor, como si acabara de despertar de un largo sueño.

—Mi señor, creo que deberíamos abandonar esta partida —propuso Garin con serenidad, alzó una de las piezas y se la entregó al monarca—. Las piezas están desordenadas y no recuerdo una sola jugada.

Majestad, le temo a este ajedrez moro. Creo que está poseído por una fuerza maligna que nos obligó a apostar mi vida:

Carlomagno, que descansaba en un sillón, se llevó cansinamente la mano a la frente pero no pronunció palabra.

—Garin, sabes que el rey no cree en ese tipo de supersticiones y que las considera paganas y bárbaras —Intervino el duque de Borgoña con suma cautela—. Ha prohibido la nigromancia y las adivinaciones en la corte...

Carlomagno lo interrumpió, con voz tan débil que parecía sufrir un agotamiento extremo:

—Si hasta mis propios soldados creen en brujerías, ¿cómo extenderé por toda Europa la fe cristiana?

—Desde tiempos remotos se ha practicado esta magia en Arabia y en todo Oriente —replicó Garin—. Ni creo en ella ni la comprendo, pero... vos también la sentiste. —Garin se acercó al emperador y lo miró a los ojos.

—Me dejé llevar por un ardiente arrebato —admitió Carlomagno—. No pude dominarme. Sentí lo mismo que en la alborada de una batalla, cuando la soldadesca se lanza al combate. No sé cómo explicarlo.

—Todas las cosas del cielo y de la tierra tienen un fundamento —dijo una voz a espaldas de Garin.

El franco se volvió y vio a un moro negro, uno de los ocho que habían acarreado el juego de ajedrez.

El monarca autorizó al moro a.proseguir su discurso.

—De nuestro watar o lugar de nacimiento procede un pueblo antiguo conocido como badawi, los "habitantes del desierto". Los badawi consideran un alto honor la apuesta de sangre. Sostienen que sólo la apuesta de sangre acaba con la habb, la gota negra vertida en el corazón humano y que el arcángel

Gabriel quitó del pecho de Mahoma. Vuestra alteza ha hecho una apuesta de sangre sobre el tablero, se ha jugado una vida humana, la forma de justicia más elevada que existe. Mahoma dice: "El reino soporta la kufr, la infidelidad al Islam, pero no tolera la zulm, es decir, la injusticia."

—La apuesta de sangre siempre es una apuesta maligna —respondió Carlomagno.

Garin y el duque de Borgoña miraron sorprendidos al rey, pues hacía tan sólo una hora él mismo había propuesto una apuesta de sangre.

—¡No! —exclamó el moro—. Sólo mediante una apuesta de sangre se conquista el ghutah, nuestro oasis terrenal o vuestro paraíso. Cuando se hace una apuesta de sangre sobre el tablero de Shatranj, en el mismo Shatranj se cumple la sar.

—Mi señor, Shatranj es el nombre que los moros dan al ajedrez —explicó Garin.

—¿Qué significa "sar"? —preguntó Carlomagno, se puso lentamente en pie y descolló por encima de todos.

—Significa venganza —respondió el moro sin inmutarse.

El árabe hizo una reverencia y se alejó.

—Volveremos a jugar—anunció el monarca—. Esta vez no habrá apuestas. Jugaremos por el placer de jugar. Esas ridículas supersticiones inventadas por bárbaros y niños no tienen importancia.

Los cortesanos acomodaron el tablero. La estancia se pobló de murmullos de alivio. Carlomagno se volvió hacia el duque de Borgoña y le cogió del brazo.

—¿Es cierto que hice una apuesta semejante? —preguntó en voz muy baja.

El duque lo miró sorprendido.

—Así es, señor. ¿No lo recordáis?

—No —repuso el monarca con pesar.

Carlomagno y Garin se sentaron a jugar otra partida de ajedrez. Luego de una batalla extraordinaria,

Garin alcanzó la victoria. El rey le concedió la Propiedad de Montglane, en los Bajos Pirineos, y el título de Garin de Montglane. El emperador estaba tan satisfecho con el magistral dominio que tenía Garin del ajedrez, que se ofreció a construirle una fortaleza para proteger el territorio que acababa de ganar. Muchos años después, Carlomagno envió de regalo a Garin el maravilloso ajedrez con el que habían jugado aquella famosa partida. Desde entonces lo llamaron "el ajedrez de Montglane".

El profesor Dumbledore terminó su relato miro a Draco que estaba frente de él.

- Muy interesante su historia profesor, pero la verdad no entiendo a que viene todo ese fantástico relato- comentó.

- Bueno la cosa allí no termina, se llamaba Abadia de Montglane por un motivo joven Malfoy, Garin siempre creyó que el ajedrez de Montglane estaba relacionado con una horrible maldición. Había oído rumores de males vinculados con ese ajedrez mucho antes de que pasara a su poder. Se decía que Charlot, el sobrino de Carlomagno, fue asesinado mientras jugaba una partida con el mismo tablero. Corrían extrañas historias de matanzas y violencia, incluso de guerras, en las que ese ajedrez había intervenido. Los ocho moros negros que trasladaron el ajedrez de Barcelona a las manos de Carlomagno rogaron que les permitieran acompañar las piezas cuando éstas fueron a Montglane. El emperador accedió. Poco después Garin se enteró de que, por la noche, en la fortaleza se celebraban arcanas ceremonias, rituales en los que, no le cabían dudas, habían participado los moros. Garin llegó a pensar que el ajedrez de Montglane era un instrumento de Satanás. Hizo enterrar las piezas en la fortaleza y pidió a Carlomagno que inscribiera una maldición en los muros para impedir que fueran retiradas. El emperador reaccionó como si se tratara de una broma, pero, a su manera, accedió a la petición de Garin. Esta es la historia de la inscripción que hay en las puertas de la Abadia- finalizó Dumbledore.

- Aun sigo sin entender profesor, que se supone que tengo que hacer yo.

- Luego de que la Abadesa contara la historia todas las monjas desenterraron las piezas, y se las entregó a varias novicias para que las escondiesen en el caso de que llegaran a atacar la Abadia, luego las piezas fueron pasando de mano en mano, muchos hablan de ese ajedrez, lo que usted tiene que hacer es tan fácil como rastrear las piezas, encontrarlas, descifrar los secretos escondidos, se dice que tiene un extraño poder, y un gran secreto.

- ¿Tan fácil? –dijo indignado Draco- tan fácil como rastrear las piezas y todo eso que dijo, y a todo esto ¿Qué tiene que ver Granger? Para que la voy a necesitar.

- Eso también lo va a tener que averiguar usted señor Malfoy –dijo Dumbledore con una sonrisa.

- ¿Se volvió loco profesor? –pregunto- no lo tome como una ofensa pero realmente todo lo que me dice es tan extraño.

- Los mortifagos están buscándolo, se dice que el secreto que esta escondido es esas piezas tiene el poder de resucitar a Voldemort.

- Genial ahora si –dijo Draco- además de descifrar las esas cosas que usted dice, también tengo que cuidar mi culo por que los mortifagos también están detrás de ese maldito ajedrez.

- Draco se que es complicado, pero si realmente ese ajedrez tiene ese poder podríamos utilizarlo para el beneficio de todos, mas aun para una persona en especial.

- ¿No me diga que es quien yo pienso? – pregunto contrariado Draco.

- Si Draco, si todo sale bien con ese secreto podremos rehabilitar a Harry Potter.

Draco tenia una batalla internar, odiaba a Potter, odiaba a Granger, ¿Qué debía hacer? Obviamente que no quería que los mortifagos encontraran ese estupido juego de ajedrez, así que miro nuevamente a su ex director que lo miraba con una sonrisa y sus dedos entrelazados esperando su respuesta.

- Perfecto profesor cuente conmigo, igualmente ya le había dicho que aceptaba, haré mi mejor esfuerzo, aunque no le seguro nada.

- Es la mejor decisión que pudo tomar señor Malfoy, pero debe saber que no podrá usar la magia, se dice que hay infiltrados en el ministerio y que siguen todas las pistas que se refieren al ajedrez.

- ¿Cómo que no podré usar la magia? – Draco estaba indignado – ¿por favor dígame que no lo tengo que hacer al estilo muggle? – rogó.

- Me temo que si, podrá usar su magia en el caso de peligro, pero sino todo será a la manera muggle, es por seguridad, cualquier persona que lo conozca a usted sabrá que jamás haría cosas muggles, es una coartada perfecta.

- Como usted diga – dio un sonoro bufido.

- ¿Me imagino que sabe jugar ajedrez no es así? – pregunto el profesor Dumbledore.

- Por quien me toma, por supuesto que juego ajedrez desde los tres años –dijo Draco.

- Mucho mejor, le aconsejo que practique un poco…

- ¿Y por que debo practicar profesor?

- Por que lo inscribí en un torneo muggle de ajedrez parte dentro de dos días – y puso sobre la mesa ratona un boleto de avión.

- ¿Usted sabia que le diría que si?

- Por supuesto – se levanto – bueno cualquier duda me envía una lechuza, que tenga suerte señor Malfoy - y con dejando a Draco allí se metió en la chimenea y desapareció en las llamas verdes.

Draco se quedo mirando como desaparecía el profesor en su chimenea y susurró…

- Estoy loco… completamente loco…