Ella corrió.
Eso no era inusual. Siempre corría, normalmente de la policía ya que tenía la costumbre de entrar en tiendas, disparar un par de balas al dependiente si le apetecía y llevarse todo el dinero de la caja.
Ni siquiera necesitaba ese dinero. Tenía más que suficiente para vivir una buena vida en varias cuentas en el extranjero y, si necesitaba más, siempre podía pedir dinero a su padre. Lo que realmente la interesaba era la adrenalina de robar, de sentirse como una diosa comparada con un pakistaní o un chino o un hindú o cual fuese la nacionalidad del dependiente, siempre y cuando no fuera blanco. Después de todo, los blancos tenían que ayudarse mutuamente contra las razas inferiores.
Había sido por esa razón por la que había tratado de convencer a una chica blanca con la que se había cruzado unos minutos antes para que se convirtiese en una nueva recluta para su jefe, Káiser, quien lideraba la mayor célula de la resistencia blanca en el estado contra los judíos, asiáticos, negros y otros subhumanos que intentaban robarles los trabajos a los blancos. Si aceptaba, la chica recibiría una pistola, un uniforme y una máscara para que sus enemigos no la reconociesen tras haber superado una prueba que la convertiría en miembro oficial de la banda. Si no aceptaba o fallaba la prueba, la matarían para evitar que los denunciase a la policía.
Ella sabía al respecto, dado que, como parte de su rito de iniciación, había secuestrado a su mejor amiga, una chica negra que parecía creerse mejor que otras personas porque estaba con ella, un mes antes y le había rajado la garganta ante el resto de la banda, que aplaudieron al verla desangrarse. La mirada de traición que le había enviado mientras agonizaba era uno de sus recuerdos favoritos, una prueba de que era poderosa y no la necesitaba.
La chica no reaccionó a su diatriba hasta que terminó de hablar y sus miradas se cruzaron. Sus ojos rojos brillaban como los de un gato en la oscuridad producida por su capucha, su largo pelo negro cayendo sobre su pecho y la luz de una farola estropeada que se encontraba cerca.
Ella la sonrío de una forma extrañamente familiar, permitiéndola ver dos filas de dientes afilados como cuchillos que no parecían ser capaces de caber en su boca, antes de sacarle la lengua, lo que la había dejado paralizada dado que esta era muy larga, con al menos veinte centímetros saliendo de su boca, de color verde oscuro y acabada en dos puntas, dándole una extraña apariencia serpentina.
Asustada, ella desenfundó su arma y disparó contra lo que claramente no podía ser un ser humano tres, cuatro, cinco, seis veces. Su cargador se vació sin hacerle ningún daño a la criatura, que la miró con lo que parecía ser aburrimiento.
Fue en ese momento cuando había empezado a correr, notando todo el tiempo al monstruo detrás suya a pesar de no poder verlo, en dirección al almacén abandonado que su banda, el Imperio 88, usaba como base de operaciones.
Ella cerró la puerta, algo que confundió a los pandilleros que estaban de guardia, y intentó explicarse. Todos se habían reído al escucharla hasta que algo arrancó la puerta de sus goznes y la lanzó en su dirección.
Nadie vio qué había hecho eso, pero el hecho de que la puerta estaba completamente cubierta con arañazos que la atravesaban de un lado al otro, lo que era alarmante dado que estaba hecha de acero y tenía un grosor de aproximadamente diez centímetros, y había sido aplastada en los lugares donde algo claramente la había agarrado para arrancarla les hacía sentirse como extras en una película de terror.
En ese momento empezaron a escuchar gritos en distintos lugares de la base y los pandilleros violaron una norma básica del sentido común al separarse para ir a investigar qué pasaba. Ella sabía que iban a morir, por lo que se escondió en un armario de la limpieza y esperó a que sus compañeros dejasen de gritar.
Pasaron diez, quince, veinte minutos desde que había dejado de escuchar los gritos de agonía de sus compañeros o los disparos que algunos de ellos hicieron contra lo que fuese que los estaba atacando, por lo que lentamente abrió la puerta y repentinamente su mirada se cruzó con la de Káiser. O, más bien, con la de la cabeza decapitada y parcialmente aplastada de Káiser.
Mirando a su alrededor lo vio todo cubierto de sangre y piezas de miembros de la banda, aunque lo que más llamó su atención era que los torsos tenían un enorme agujero a la altura del corazón. Darse cuenta de que la criatura que la había seguido se había tomado su tiempo para arrancar los corazones de sus compañeros la hizo sentirse enferma.
Entonces alguien habló detrás suya, haciendo que se diese la vuelta lentamente y gritase al ver quién estaba tras ella, cubierta de sangre y lamiendo sus labios con una enorme lengua de serpiente.
Se dijo a sí misma que esa visión era imposible, pero no podía negar varías cosas. Como que tenía la misma cabellera de rizado pelo negro cayendo por su espalda, continuaba siendo algo más alta y delgada que ella y llevaba puesta la misma sudadera con capucha, pantalones y zapatos que había llevado el último día que la había visto con vida, aún cubiertos con tampones y compresas usados.
La basura que ella, otra chica blanca y su sacrificio negro habían acumulado para esa broma, la última broma que hicieron a su víctima favorita tres meses antes.
Tras un segundo vistazo percibió ciertas diferencias. Su piel era mucho más pálida, lo que hacía que una serie de jeroglíficos egipcios que tenía tatuados en sus manos resaltasen como el sol a medianoche. Su falta de gafas permitía ver claramente que sus ojos ya no eran verdes, sino de color rojo sangre y con escleróticas negras que parecían absorber la poca luz que había en la habitación.
Fue en esos ojos donde vio su vida. Vio reflejada su infancia, su primera reunión con la chica que tenía delante, su intento de violación por parte de unos asiáticos hasta que la negra la salvó, la campaña de acoso que hicieron contra su antigua mejor amiga hasta que esta murió de un infarto dentro de su propia taquilla, el momento en el que había traicionado a la mujer negra que la había ayudado y todos sus robos, junto con lo que había pasado durante la última hora.
Sabiendo que no saldría viva del almacén, le hizo una última petición antes de morir. Le preguntó cómo había vuelto de entre los muertos.
La criatura con la cara de su antigua amiga le dijo que Taylor Hebert era solo un avatar, al igual que muchas otras personas habían sido a lo largo de los siglos, donde su esencia podía regenerarse de forma que eventualmente pudiese volver al lugar al que pertenecía después de que algo que llamó Apep la desgarrase milenios antes. Tras morir en la taquilla, ella había aparecido ante una momia y un hombre con cabeza de lobo, a los cuales llamó Osiris y Anubis respectivamente, quienes habían arrancado su corazón y estaban a punto de comprobar si pesaba menos que una pluma cuando cambió de forma ante ellos y devoró el alma de un condenado a muerte recientemente ejecutado que estaba esperando su turno para ser juzgado.
Ambos hombres, que aparentemente eran sus jefes, habían decidido permitirla volver temporalmente a la Tierra para terminar cualquier asunto pendiente que tenía entre los vivos, que Taylor decidió aprovechar para matar al resto de su banda porque, tarde o temprano, ellos acabarían siendo condenados a ser devorados por ella igualmente. Sabiendo que ella era uno de esos asuntos y que no tenía escapatoria, cerró los ojos y pidió que fuese rápida. Poco después notó algo atravesando y aplastando su pecho como si fuese plastilina, rompiendo órganos y huesos en el proceso y ahogándola en su propia sangre hasta que Taylor arrancó su corazón y se lo mostró, haciéndolo lo último que vio durante los pocos segundos que le quedaban de vida.
Cuando despertó, se encontró tumbada en una sala de piedra con las paredes cubiertas de jeroglíficos. Sus ojos se acostumbraron pronto a las luces eléctricas que la iluminaban y se levantó, lo que la permitió ver a una momia, seca y envuelta en vendas amarillentas, sentada tras un púlpito como si fuese un juez. Ella tragó saliva nerviosamente ante su mirada, aunque no tenía ni idea de cómo podía verla a través de esas cuencas secas que tenía en el cabeza.
A la derecha del cadáver vio a un hombre enorme calvo con la piel tan negra como la noche y orejas puntiagudas tan largas que le daban unos centímetros más de altura colocando una pluma en una balanza mientras sostenía un corazón humano en la otra mano. Cuando giró su cabeza para hablar con la momia, ella miró su largo hocico de perro y dedujo que debían ser Osiris y Anubis.
Dándose la vuelta para buscar una salida encontró a Taylor, aunque ahora solo se parecía ligeramente a un ser humano. Lo primero que notó fue que estaría totalmente desnuda de no ser por una falda de cuero que tapaba sus genitales. Se dijo a sí misma que no era piel humana, pero le costaba creérselo.
Su pelo seguía siendo el mismo, pero ahora era tan alta que su cabeza rozaba el techo. Toda su piel era de color gris piedra, como si fuese una estatua de granito que acabase de cobrar vida. Sus piernas y cintura eran de aspecto humano, pero sus pies parecían los de un elefante o hipopótamo, ya que eran discos circulares de los que salían cinco uñas amarillentas. Su torso y brazos, al igual que el resto de su cuerpo, eran musculosos y estaban cubiertos de jeroglíficos tatuados y marcas que le recordaban a las de un leopardo. Sus manos solo tenían cuatro dedos y acababan en garras parecidas a las de un águila. Su cara era la peor, con ojos rojos como rubíes mirándola con odio y hambre desde una cara escamosa que se parecía mucho a la de un cocodrilo, sobre todo cuando sonrió y mostró todos sus dientes.
La momia carraspeó para llamar su atención y los ojos de ambas cayeron sobre la balanza. Ella rezó para que no se desequilibrara cuando el hombre con cabeza de lobo colocó su corazón en uno de los platillos.
La balanza se inclinó hacia abajo y Emma Barnes gritó de terror por última vez cuando Taylor Hebert abrió su boca, mostrando todos sus dientes, y la atacó.
