Hola, aquí estoy, después de un tiempo, trayendo la corrección de esta historia porque, cuando la volví a leer, me sangraban los ojos. No voy a cambiar la historia, solo a redactar mejor los párrafos, corregir errorer y eliminar repeticiones.
Esto es un pedido de Spain x UK, pareja a la que me aficionó Ann Aseera, y que me ha pedido Wenger-iwa (A ambas podéis encontrarlas aquí en Fanfiction, buscarlas ;D)
Y bueno... Me dijo que tenía que ser yaoi, y en modo piratas... Así que eso es lo que encontraréis x'D
Dedicado a Wenger-iwa, espero que te guste ^^
Advertencia: Se utilizan los nombres humanos en su mayoría.
La luz del alba anunciaba el despertar de un nuevo día. En las costas gallegas, hace tres días, un barco había partido hacia los territorios españoles en las Américas, aunque la misión fuese totalmente desconocida para la gran parte de sus ocupantes. Los marineros caminaban de un lado a otro, comenzando con el trajín propio de la rutina en alta mar; comprobación de velas, cabos, estructuras que pudieran estar dañadas por la tormenta sufrida la noche pasada, etc. Mientras tanto, en uno de los camarotes más lujosos de aquél gran galeón español, un hombre de cabellos castaños largos, recogidos pulcramente en una coleta baja adornada con un lazo color borgoña, y de vivaces ojos verdes, observaba, compungido, el mar por el cristalino ventanal redondo de la habitación. Exhaló un suspiro y cerró los ojos, dejándose llevar por la morriña.
-Lovino… -susurró dejando que aquel nombre humano se lo llevara el viento.
Recreó en su mente la pequeña despedida amarga que había tenido lugar en el puerto con su pequeño territorio italiano.
-Lovino –dijo agachándose hasta que quedó a la altura del chico-, tengo que marcharme.
-¡Siempre te estás yendo! –se quejó cruzándose de brazos y frunciendo el ceño-. ¡Y yo me quedo solo! Maledizione, Espagna bastardo! –insultó el pequeño con amargura en la voz, sus ojos llenos de lágrimas que estaban a punto de desbordarse.
Antonio sonrió. Sabía que el pequeño era cabezota, malhablado, caprichoso y, muchas veces, desagradecido, pero aún así no podía evitar no sentir un cariño especial por él. Acarició la cabeza del menor con una pequeña sonrisa al tiempo que le secaba una lágrima rebelde que caía por su mejilla.
-Lovi –le llamó por el mote que le había otorgado, un acortamiento de su nombre que tanto le recordaba a la palabra "love" en inglés, aunque odiara ese idioma con todas sus fuerzas-, las órdenes son las órdenes y, aunque nos cueste y moleste, hay que cumplirlas –musitó con suavidad.
-Volverás herido, medio moribundo y sin la carga que te han pedido, porque eres un irresponsable –Antonio sonrió tensamente, aguantando las pullas del pequeño y dejando que se desahogara completamente.
Sin embargo, un deje de sorpresa alcanzó al mayor. El tono del pequeño sonaba preocupado, como si temiera por su seguridad e integridad. Acarició el cabello de Lovino, despeinándoselo, y negó ligeramente con la cabeza.
-Esta vez no –dijo-. Volveré sano y salvo -prometió
-Mientes –susurró, al borde de la rabieta, soltando lágrimas como borbotones por sus mejillas.
Antonio alzó en brazos al pequeño territorio y le besó en la mejilla. No recibió ningún golpe como en otras ocasiones, cosa que agradeció y aprovechó para quitar algunas de esas frías lágrimas que recorrían las sonrojadas mejillas del niño.
-Lovi, te juro por la virgen que volveré sano y salvo. Así no tendrás que preocuparte de nada.
Lo último de aquella despedida fue la visión de esos dos pequeños ojos color oliva observándole, entre lágrimas, mientras el barco se alejaba cada vez más y más del puerto, dejándole una sensación de desasosiego en su cuerpo y alma. Una pequeña punzada de dolor le atravesó el corazón al recordar los ojos de Lovino. Sabía que no volvería a verle en unos cuantos meses; cuatro, cinco, quizás seis o más. Y también sabía que era probable que no pudiera cumplir su promesa. El mar era caprichoso y temperamental, como una mujer, y no sabía los peligros a los que podía enfrentarse.
Llevaban ya más de tres horas navegando de aquel nuevo día por la interminable, cristalina y calmada superficie del océano, cuando un grito resonó en sus oídos. La puerta de su camarote se abrió súbitamente y apareció uno de sus marineros. Levantó la mirada del escritorio en el que no llevaba demasiado tiempo sentado y lo contempló.
-¡Mi señor! ¡Nos atacan!
Antonio giró la cabeza y miró por la ventana, frunciendo ligeramente el ceño. ¿Nos atacaban? ¿Tan pronto? Aquello no podía ser posible. No llevaban nada abordo, era imposible que llevasen algo de valor y, además, no se había escuchado el rugir de los cañones.
-¿Quién? –preguntó secamente.
El joven marinero, que no debía pasar de dieciséis años –o inclusive menos-, se tensó, bajó la mirada y, con voz temblorosa, habló tras un breve silencio.
-Los ingleses.
¿Los ingleses? Rumió tranquilo las dos únicas palabras del mensaje mientras asentía, sopesando las opciones. Y todas conducían al mismo sitio. Esbozó una sonrisa al tiempo que sus ojos brillaban con deje de peligrosidad. Eso sería divertido. Hacía mucho tiempo que se la tenía jurada al inglés por el asunto de la Armada Invencible, aunque realmente fuera un temporal el que acabara con gran parte de las naves. ¡Maldita mala suerte! En algún lugar de su mente existía la creencia de que le había lanzado un mal de ojo.
-Así que el perro de la reina quiere jugar… Muy bien –sonrió abiertamente-. Di a la tripulación que se prepare; vamos dar un saludo de cortesía a esos perros.
Antonio miró la pequeña cruz que llevaba al cuello y se la llevó a los labios, besándola brevemente, para después salir del camarote y unirse a sus hombres. Podría vengarse del inglés y, esta vez, la derrota no era una opción.
"Por ti, Lovi" susurró.
Desde la cubierta podía sentir el aire salino en su rostro, ropa y cabellos. Alzó una mano cuando el barco inglés estuvo en su tiempo campo de visión, a unos cien pasos y, con voz solemne, bramó:
-¡Fuego!
Los cañones del galeón español rugieron y soltaron proyectiles de fuego de su interior.
La batalla naval había comenzado. Balas de cañón silbaban en los oídos haciendo que los más cercanos al destino de la bala, sintieran su corriente de aire. Un humo acre flotaba entre los barcos, entremezclándose con la bruma y formando una cortina impenetrable para la vista humana. La madera del barco inglés crujía y los mástiles de las velas temblaban por los impactos. La tripulación del barco enemigo corría por cubierta mientras su capitán aparecía en escena.
-¡Tú! –bramó al divisar al español sonriente desde su barco-. ¡Maldita sabandija española! –gruñó con desprecio escupiendo las palabras con odio.
-Siempre es agradable observar como en Inglaterra se toman la molestia de enseñar a las mascotas a hablar –comentó divertido. La malicia se podía observar en sus ojos verdes-. Dime, Arthur, ¿ya te han enseñado a dar la patita?
Arthur apretó aún más los dientes y entrecerró los ojos. La espesa humareda levantada por la pólvora le estaba escociendo en los ojos. El rubio observó el barco español y vio que era de tres palos, con dos cubiertas artilladas y con tres veces más cañones que el suyo. Una auténtica locura el pensar en atacar semejante buque, pero él no era un cobarde. Bufó molesto por la comparación pero no pudo evitar seguir mirando el barco. Estaba decorado con suntuosos ornamentos dorados y rostros tallados que asomaban aquí y allá por los laterales envueltos en humo. Arthur no pudo evitar pensar en aquellos rostros como los seres fantásticos que le acompañaban muchas veces en casa, en la soledad de los días, y es que parecía que fueran a cobrar vida de un momento a otro.
El rubio instó a su tripulación a que siguiera atacando, sin embargo, un vaivén brusco le hizo confirmar sus peores temores. Su barco había sido alcanzado. Una nube de agua y astillas se elevó por todo el aire. La tripulación inglesa parecía nerviosa y, ese mismo nerviosismo aumentaba cuando, segundos después, un nuevo impacto procedente del barco pirata resonó por todo el océano. El proyectil lanzado por los españoles había atravesado el cuerpo del barco inglés y había alcanzado el depósito de municiones. Grandes llamas comenzaron a aflorar mientras el inglés exigía calma a sus tripulantes. Ese español se las pagaría, una por una.
Arthur empezó a dar órdenes y pusieron rumbo hacia el galeón español. Los gritos de júbilo del barco inglés resonaron en el ambiente tras conseguir encauzar el barco dirigiéndose a toda vela contra la popa del galeón español. Escasos segundos después, chocaron casco contra casco. Arpeos y sogas de piratas con pañuelos atados tapándose la nariz y la boca para protegerse del humo de la pólvora, se encaramaban por el cuerpo del barco.
Igual que si se trataran de hormigas abigarradas, se afanaron en subir a los palos, se movían por las velas colgados de las manos o pasaban, bamboleándose, desde los botalones del barco a las jarcias de su adversario.
Antonio vio de refilón al inglés. Con su cabello rubio despeinado, los ojos verdes encendidos, agarrado a una cuerda y con un sable entre los dientes, se abalanzó a toda mecha contra varios de los marineros del galeón español. Antonio supo en ese mismo momento que Arthur venía para vengarse. Lo vio en sus ojos, en aquel mismo instante en que sus miradas se encontraron, a través de los cuales irradiaba una fiera determinación y falta de escrúpulos.
La batalla sobre cubierta española había comenzado. Los sablazos y disparos se sucedían a cada segundo acabando con las vidas de los hombres. Arthur, tan convencido estaba de que ganaría a los españoles, gritó a sus hombres una orden.
-¡Cortar todas las cuerdas que nos unen con el barco en desgracia para que no nos arrate consigo a las profundidades! ¡Los otros, luchad! ¡Venceremos a estas alimañas! –gritó con una sonrisa burlona buscando al jefe de todos ellos-. ¡Antonio! ¡Da la cara como un hombre!
El filo de una daga contra su garganta le hizo mover los ojos hacia uno de los lados.
-¿Me buscabas, perrito? –preguntó burlonamente el español mientras apretaba un poco el filo de la pequeña espada contra su piel.
-¿Ahora atacas por la espalda? ¿Cómo los cobardes?
-¿Yo? Disculpa, pero no soy inglés –respondió disminuyendo la presión de la daga y dándole la oportunidad de contraatacar, al tiempo que guardaba la daga en el cinturón del traje y agarraba su alabarda.
Arthur se giró sorpresivamente rápido y le apuntó con el sable.
-Muy bien… Veamos de qué estáis hechos los… Lo que quiera que seáis.
El sonido metálico del choque entre la espada y la alabarda resonó en medio del jolgorio y los gritos de los marineros, quienes se habían agrupado alrededor de ellos, observando la pelea. Un, dos y hasta más de tres choques. La tensión se palpaba en el ambiente, el odio que refulgía de los ojos verdes de cada uno de los atacantes producía escalofríos y hacía retroceder al más valiente. Arthur le propinó un codazo en el estómago al español haciendo que se doblara por el dolor, tras lo cual, alzó la rodilla con fuerza golpeándole en la nariz y haciéndole sangrar copiosamente. Antonio retrocedió un par de pasos, sujetándose la nariz y apretando los dientes. Le fulminó con la mirada, limpiándose con el antebrazo la nariz para evitar que continuara sangrando.
-Mal nacido…
Arthur sonrió con superioridad y con desprecio. Estaba disfrutando de la derrota del español.
-¿Últimas palabras?
-¿Últimas? Debes de estar de bromando –contestó Antonio antes de lanzarse de nuevo contra el inglés-. Yo que tú, no cantaría victoria tan pronto.
Daba estocadas y movía la alabarda de un lado a otro, balanceándola peligrosamente, estando a punto de darle en las piernas en varias ocasiones. Antonio cogió el arma y, moviéndola con rapidez horizontalmente sobre la superficie del suelo de madera de la cubierta, hizo desestabilizar el cuerpo del inglés, que cayó al suelo de espaldas. El castaño se aprovechó de ello para darle una patada en la mano y lanzando así, el sable del rubio lejos de su ubicación. Sonrió contento.
-Jaque Mate. –canturreó Antonio haciendo que Arthur observara a su alrededor la situación.
Los piratas ingleses se encontraban en el suelo, en su gran mayoría muertos, con los cuerpos desangrándose sobre la madera pulida y brillante del galeón. Los pocos que quedaban con vida, soltaron las espadas y alzaron las manos en señal de rendición al ver a su líder bajo la merced del español.
-¡No! –rugió intentando, en vano, levantarse, hasta que notó el filo de la alabarda contra su garganta. Arthur dirigió su mirada hacia el español y escupió las palabras-. ¡No tiréis las armas! ¡Luchad hasta morir! ¡Cobardes!
Pero ninguno le hizo caso, bajaron la mirada y se dejaron atar por los marineros españoles.
-Arthur… Olvídalo. Esta vez has perdido –contestó Antonio antes de darle un golpe en la cabeza con el mango de la alabarda haciendo que perdiera el conocimiento.
Cuando el inglés despertó, se encontró en un camarote grande y lujoso. Cerró los ojos por la cantidad de luminosidad y por el dolor de su cabeza.
-Hm… -gruño intentando llevarse las manos a la frente cuando escuchó un sonido metálico. Abrió los ojos y contempló sus muñecas rodeadas por unas pulseras gruesas negruzcas-. ¿Cadenas?
-Exacto. Cadenas –contestó una voz y Arthur giró la cabeza encontrándose con Antonio-. ¿No pensarías que iba a dejarte libre, verdad?
Antonio bajó de la mesa sobre la que estaba sentado y se fue acercando con lentitud al español.
-Bastardo, hijo de mil putas.
El español le propinó una patada en plena boca y se arrodilló junto a él, tomándole del mentón para que le mirara a la cara.
-No voy a permitir que insultes a mi madre… Eso no está bien. Ella no tiene nada que ver en esto… ¿O quieres que meta a la tuya de por medio?
-Eres un mal nacido… -musitó para después exclamar furibundo-. ¡Suéltame!
-Eso te gustaría, ¿verdad? –preguntó más como una afirmación como otra cosa-. ¡Ay, Arthur! No se puede tener tan mal perder…
Antonio soltó el mentón del inglés y volvió a levantarse caminando hacia una de las mesas, dándole la espalda al rubio.
-¿Qué vas a hacer con mis hombres? –preguntó Arthur sintiendo como la sangre le corría por la comisura de la boca.
-¿Te preocupas por tus hombres? Y yo que pensé que no sentías empatía hacia nadie que no fueras tú mismo.
-¡Dímelo! –bramó molesto. No le gustaba que el español diese tantas vueltas para hablar.
-Sshh… -dijo Antonio girándose y poniendo un dedo sobre sus labios mandándole callar-. Tranquilo. Tus hombres se encargarán de trabajar como presos en las plantaciones de tabaco… Hasta que tú reina decida lo contrario.
Arthur alzó una ceja.
-¿Mi reina? ¿Qué tiene que ver mi reina en todo esto? –preguntó confundido.
-Tú reina decidirá si pagar por las vidas de tus hombres o no. Si paga, les liberaremos, si no… Continuarán trabajando en las plantaciones…
El rubio permaneció en silencio durante unos cuantos segundos sopesando una pregunta, la cual no sabía si se atrevería a realizar. ¿Mejoraría en algo su situación? Lo dudaba, no tenía nada que perder.
-¿Y conmigo?
-¿Contigo? –preguntó Antonio, arrastrando las palabras. Se agachó, apoyando una rodilla, mientras sonreía-. Contigo tengo pensado hacer otra cosa.
Antonio alzó el cuchillo que había cogido de la mesa y lo acercó peligrosamente a los ojos del inglés.
-Me gustan mucho tus ojos. ¿Qué crees que pasaría si te los quitara?
-¿Eres tan tonto que no sabes qué pasaría?
El español volvió a sonreír, soltando una pequeña risa, y le cortó suavemente la mejilla, haciendo una herida poco profunda que sangró levemente.
-No me insultes… No soy tan tonto como hago al mundo creer.
-Eres una despreciable rata española. Serías capaz de vender a cualquiera con tal de obtener lo que deseas… ¿Eso es lo que estás queriendo decir?
-¿Despreciable rata española? –Antonio volvió a sonreír y se acercó peligrosamente al rostro del inglés, con una mano en alto-. Te voy a enseñar yo lo que puede hacer un español, asqueroso perro inglés.
Arthur abrió los ojos ante lo siguiente que ocurrió. El español había juntado sus labios con los de él en un acto inesperado, y ahora le estaba besando ásperamente. El rubio sintió como el calor comenzaba a subir por todo su cuerpo con aquel contacto, además del cosquilleo que le recorría los labios como si estuvieran paseándose por ahí miles de hormigas. No supo cuándo comenzó a corresponder el beso, solo cuando el español se separó, rompiendo el contacto y mirándole con la burla refulgiendo en sus ojos.
-¿Qué sucede, Arthur? –preguntó socarronamente-. ¿Acaso te está gustando lo que sabe hacer esta despreciable rata española? –susurró el apelativo con el que tan… cariñosamente le había denominado el inglés cerca de los labios del otro, sin dejar ni un solo segundo de observar sus ojos.
-C-cállate –gruñó enfadado. Sabía en lo que acabaría todo aquello. Había sucedido montones de veces en sus encuentros. Él ganaba y hacía todo aquello que se le antojase al español. Cuando era el otro el que ganaba, siempre lo mantenía en un calabozo. Sin embargo, aquel movimiento le había descolocado y, muy en el fondo, excitado. ¿Así que quería jugar a ese mismo juego? Pues jugarían. O él dejaría de llamarse Capitán Arthur Kirkland. Agradeció mentalmente que el español fuera tan… compasivo como para haberle puesto los grilletes por la parte delantera de su cuerpo y no a la espalda, como solía hacer él y acercó de nuevo su rostro al del español, impidiendo como podía que este pudiera separarse.
Un beso más salvaje y pasional que el primero. Un juego de labios, lenguas… Una batalla por la supremacía del más fuerte, del que dominaba los mares en aquella época de grandes imperios. Antonio pasó una mano por su cintura y le acercó más a su cuerpo, haciendo que ambas caderas quedasen pegadas en el mismo instante que obligó a que Arthur se levantara del suelo, impidiendo que el aire pudiera pasar entre ellos. El oxígeno comenzó a faltar y se separaron ligeramente, volviendo a unirse nuevamente. Cuando se separaron, había un pequeño hilo de saliva entre ellos, brillante y translúcido, uniendo ambos labios por esa fina sustancia cristalina. Antonio bajó la mirada y sonrió.
-Vaya, viva la ironía –soltó en alto-. Parece ser que tanto asco no te doy –comentó alzando una ceja, haciendo que el inglés dirigiera su mirada hacia la parte inferior de su cuerpo y se sonrojara ligeramente.
-Me das mucho asco… -dijo entre dientes.
-Tú cuerpo no dice lo mismo –susurró maliciosamente Antonio antes de volver a acercarse-. Voy a hacerte pagar todas las vejaciones sufridas en el pasado, Arturo… -murmuró a escasos segundos de sus labios antes de volver a devorarle.
Nadie se atrevió a acercarse al camarote de Antonio. Y, quién lo hizo –pobre de él-, salió escopetado por los sonidos frenéticos que de allí salían. Nombres gritados, gemidos ahogados, maldiciones e insultos, palabras indescifrables… Al día siguiente, y haciendo caso omiso de lo que en aquel camarote hubiera podido suceder, no pudieron evitar dejar escapar unas cuantas carcajadas. A cual más cruel y burlona. El capitán inglés caminaba todo lo erguido que podía, intentando mostrar todo su orgullo y porte que quedaba a la altura del betún por sus andares, espatarrados y torpes, con las piernas flaqueando en compañía de Antonio, que se mostraba tan tranquilo como cualquier otro día normal. Ni siquiera dejaron de reír escandalosa y descaradamente cuando dejaron al inglés abandonado en una isla desierta, blasfemando contra el español.
-Tranquilo Arturo, ya nos divertiremos la próxima vez con más calma –dijo Antonio despidiéndose con un pañuelo muy melodramáticamente, tal y como había hecho Francis en alguna ocasión emulando a las damas de su corte, sabiendo que el inglés le había escuchado perfectamente. Y es que, el inglés podría tener muchos defectos pero, el oído, no era uno de ellos.
-¡NI LO SUEÑES, PUÑETERO DESHECHO ESPAÑOL! ¡MUÉRETE Y DESAPARECE!
