Aun sin importar que se trataran de las seis con veinticinco, Él, tanto Karamatsu, el segundo hijo, se encontraban recostados sobre el alfombrado piso de color verde pastel. La anaranjada luz de la tarde entraba de manera caprichosa por entre las cortinas y, aunque la noche no llegara completamente, estas se mantenían a medio cerrar, resguardando a los únicos habitantes tanto de la habitación, como del hogar.

Ahora, mientras sus ojos se mantenían puestos en el contorno del hombro del segundo hijo, pensaba que lucía algo lindo el color rosáceo que coloreaba la punta de uno de sus oídos, aquel que sobresalía por sobre la tela de color azul.

Suspiró, con ambos brazos descansando sobre las rodillas, sintiéndose algo solo, aún si Karamatsu se encontrase recostado a un par de centímetros de él.

Desde que no había podido tragarse el corazón y mantener la farsa del supuesto odio desmesurado que profesaba sentir sobre su persona, habían mantenido aquel tipo de extraño tiempo compartido cuando todos abandonaban las paredes del hogar para ir a hacer sabía dios que cosas.

Aun si felizmente solo se tratase de recostarse espalda contra espalda y quedarse en silencio, compartiendo oxígeno, quería poder explicarle, hacía ya un tiempo, a que se había querido referir con las palabras que había, literalmente, vomitado aquella noche en que habían estado compartiendo junto con los demás, como era habitual, en el puesto de Oden de Chibita, hacía ya un par de semanas atrás.

Entre risas y risas se habían emborrachado hasta las orejas y, debido a su pésima resistencia al alcohol, había caído primero, como cae soldado joven al ser impactado por la bala del arma enemiga; directo al suelo, frío como un témpano. Consiguió un raspón en la frente y la ayuda de Karamatsu, quien no había bebido más que la mitad de un vaso. «Engreído», había sido lo primero en pensar cuando le vio campante sobre ambas piernas. Pero agradeció de corazón en aquel momento que hubiera sido el único en brindarle una mano. Jyushimatsu se había desligado completamente de su obligación como el polo opuesto y escapado con Todomatsu y compañía, pero no importaba, porque gracias a ello tuvo en frente a quien solía saltar encima todo el tiempo. Si Karamatsu fuera un indefenso ratón, ya habría sido devorado. Estaba seguro de ello.

En el momento en que le ayudó a caminar, como quien ayuda a un herido de guerra, se sintió aún más atraído por su figura. Su persona en si. Si se quitaba todo lo que le adornaba se podría ver a un hombre que claramente pedía a todo pulmón el ser notado, simplemente el serlo. Quienes compartían el mismo rostro sabían lo doloroso que era el no ser tratado como un individuo único. En aquellos momentos, bajo las embriagadas pupilas, Karamatsu lo era. No culpaba a los engorrosos sentimientos de atracción y admiración por su persona por esto, o a aquel insano fetiche por estar todo el tiempo acechándole, presentando su persona frente a él cada vez que podía, como un recordatorio que pese a lo que hiciese, jamás podría liberarse de él. El lazo de sangre unía a los seis, pero si se trata del número dos, el lazo que les correspondía era aún más grueso, aunque tenía bastante claro que solo podía hablar por el lado de la cuerda que le correspondía.

En el silencio de la noche, mientras las risotadas y comentarios mal formulados se disipaban con forme avanzaban, sintió que una densa atmósfera de seguridad les devoró vivos, manteniendo ese falso sentimiento de indivisibilidad. El hombro de Karamatsu se sintió cálido, pero más cálido fue el silencio y naturalidad con la cual mantuvo su mirada en frente, ocupándose de que el camino a casa estuviese seguro para su inestable ser.

Si tan solo no fuera tan patético y miserable. Egoísta consigo mismo y con el resto. Prefería, claramente, el auto dominarse como un realista consciente de si mismo y del entorno que le rodeaba. Pero era aquella misma realidad aliada quien solía golpearle cada noche directo en la frente, recordándole que no importaba cuanto calificativo ocupara para justificar sus sentimientos, la retorcida verdad se encontraba allí, justo frente a él, durmiendo a su lado.

Así era, Matsuno Ichimatsu, estaba totalmente perdido por Matsuno Karamatsu, su hermano mayor.

Tras un momento, en que su pequeño soliloquio interno terminó, pudo darse cuenta de que una de las oscuras pupilas de Karamatsu le observó, allí ,asomándose por el filo del ojo.

Estuvo consciente de él, después de todo.

—¿Estás mejor, Buraza?

Fue la pregunta de Karamatsu que volvió a traerle al plano terrenal y permitió que diera el siguiente paso con más firmeza.

—Algo…

Conciso, por no decir apático. Mucho no pudo agregar, no estando totalmente cargado contra su persona. Había suspirado un poco más, sintiéndose mareado y con un ardor en la boca del estómago. La vejiga la sintió llena, tal como sintió la boca seca, como si en el paladar estuviera mantenido arena y cargando también esta en la vejiga.

—Eso es bueno, también lo es.

Karamatsu añadió y muy a su pesar fue lo último que oyó de él.

El silencio, la honestidad y el coraje que solo el alcohol pueden dar a un hombre carente de ello, arrebató de sus manos el auto control que había mantenido por casi cinco años. Y no estuvo seguro del porque.

—No te odio.

Lo dijo y sintió, en aquel lapso de silencio, que en cualquier momento la burbujeante acidez se le escaparía de la boca.

—…¿Eh? Bura-

—¿No me oíste bien? ¡No te odio! …Maldición…¿Estás sordo? ¿Lo estás?

Con hastió y el rostro hirviendo, pero no por la borrachera, sino la vergüenza por haber dicho lo que había dicho. ¿Lo había dicho? ¡Claro que lo había dicho!

Estuvo un momento con la mirada directa a sus pies, planeando el momento correcto para salir corriendo, pero el titubeo de los labios de Karamatsu le atrajo nuevamente a él, a mirarle con el corazón en la garganta.

—No lo estoy…¿Cómo podría estarlo? Bura- Digo, Ichimatsu, yo…

Tragó saliva cuando la mirada brillante y humedecida de Karamatsu le miró fijamente. Sintió como apretó su muñeca ligeramente.

Por un instante se sintió ser tragado por aquel semblante de felicidad. Karamatsu estaba feliz, al parecer.

El recordatorio de aquel momento se le esfumó por los orejas cuando escuchó como Karamatsu se acomodaba para ya sentarse, aún dándole la espalda. Había despertado, si es que había dormido algo.

Abrazó sus rodillas y pretendió no tomarle importancia. Karamatsu volteó, dedicándole una mirada fugaz, para luego centrar su mirada en el alfombrado.

—…¿Dormiste bien, Ichimatsu?

Dejó pasar un silencio entre ambos. Ya sus espaldas no se encontraban cercanas y comenzaba a sentir bastante frío.

—…Algo. ¿Tú?

Sus ojos, en contra de su voluntad, recorrieron la estancia hasta dar con el rostro algo adormilado del segundo hijo. Se restregaba los ojos mientras bostezaba un poco, desperezándose. Karamatsu había dormido y aquello le hizo sentir un poco mejor. Aquello indicaba que realmente se había sentido cómodo a su lado.

En un principio, cuando Karamatsu comenzó con este extraño ritual, lucía tenso, como si temiera darle la espalda. Aquel gesto de desconfianza le había herido un poco el supuesto orgullo que se recalcaba no tener. La basura no tiene orgullo, no puede optar por ello, por lo que fue una batalla interna bastante ardua, con muchos sentimientos contradictorios caídos en el lapso en que esta duró. Pero finalmente la guerra había terminado una vez Karamatsu, un día de aquellos, pudo finalmente conciliar el sueño, inclusive hasta roncado de manera descarada. En ningún momento sonrió porque no era algo por lo que sonreír. Podía decir que se encontraba contento, pero no se formaría sonrisa alguna en su rostro por ello.

—Dormí bien. No hay nada como una siesta revitalizante para mantener al corazón joven, heh. Te sientes de la misma manera, ¿verdad? Ah, claro, el corazón joven siempre buscará el palpitar tranquilo, pidiendo una tranquila siesta con buena compañía. Claro, Claro.

La dolorosa mirada de Karamatsu reafirmó el motivo por el cuál no podía sonreír por nada de lo que se refiriese a él. Gruñendo por lo bajo, solo chasqueó la lengua, como si se quitara el mal sabor de la boca.

Sonreír estaba prohibido. Era algo que había aprendido cuando había comenzado a sentir aquello tan enfermizo.

Negó con la cabeza y giró su mirada, ocultando su boca sobre la tela púrpura que cubría sus brazos. Escuchaba la voz de Karamatsu lejana en aquel punto y solo se centró en pensar.

El cariño que se le tiene hacía los hermanos es bastante diferente al que puedes sentir por tus padres o familia cercana, como primos, tíos, abuelos.

Desde que tenía memoria había compartido todo con otras cinco personas. Con el mismo rostro, con la misma ropa, las mismas cosas, los mismos padres, la misma casa, los mismos conocidos. Todo, absolutamente todo era una copia en seis, si se contaba así mismo.

No se había percatado de esto hasta que la pubertad le golpeó en pleno rostro y se dio cuenta que no era lo mismo que los cinco. Era algo totalmente diferente.

Al parecer su silencio incomodó a Karamatsu, quien simplemente miró de soslayo al piso alfombrado y frunció el ceño con un deje de entendimiento. Se levantó y estiró sus jeans en silencio.

Parpadeó para solo notar como lentamente, con incomodidad, caminaba hasta la puerta y abría esta tratando de no emitir el más mínimo ruido. Para no perturbarle, Ichimatsu supuso.

—Bueno, he de dejarte, Buraza. La tarde aún es joven para admirarla. Ah…

Escupió romanticismo barato y se marchó.

Ichimatsu soltó un suspiro ahogado y apretó los dientes.

La culpa era de Karamatsu. Cada una de aquellas desgracias con las cuales tuvo y tenía que lidiar eran culpa suya. Si era sincero sentía algo de rencor hacía él, pero sin querer admitirlo, podría ser incluso una manera de autoprotección el pensar de esta manera.

Quién nunca le había perjudicado en nada, pero aún así, inconscientemente, le había perjudicado en todo y continuaría haciéndolo hasta que aquello desapareciese. Si es que algún día lo hacía.

Dicen que la única manera de olvidar a alguien es dejar pasar el doble de años por los cuales se pasó pensando en esta persona. Y si era sincero ya estaría contando once dentro de la bolsa.

Once años para poder olvidar que alguien existe. Lucía más a un dogma que una simple terapia infantil para curar el corazón.

Si tuviera que encargarse de ello, de sanar su propio corazón, le dejaría secarse antes de comenzar con dicho ritual, que únicamente le recordaría, que no importa que, está prohibido sentir "amor romántico" por un igual.

Independiente de ser hombre, era un hermano.

Ichimatsu suspiró para ponerse en pie y mirar fijamente el ventanal que daba a los edificios vecinos. Lo que alguna vez fue una zona residencial, ahora era pleno centro. Veinte años no pasan en vano, ni treinta, ni cuarenta.

Mientras observaba el edificio de ventas, aquel que se ubicaba a dos cuadras de su manzana, pensó en esos once años y no se les hizo demasiados.

«Si puedo solucionar esto en este momento solo serán once. Si llegan a veinte estaré perdido», pensó con un sabor amargo en la boca.