Ninguno de los personajes en esta historia me pertenece.

La marca de Dios

El tiempo aún no existía, y no existiría hasta que Él creara la vida mortal, el día, la noche, el Edén. En cuanto el tiempo naciera, sus hijos aprenderían a contar los años, diferenciarían a los primeros como "los mayores" y se acostumbrarían a medir su existencia con números. En cuanto el tiempo naciera, sus hijos serían capaces de afirmar que Él pasó largos siglos perfeccionando, contemplando y modificando lo que Él llamaba «su más grande obra».

Pero los ángeles aún no conocían al tiempo.

—¿Cómo va la creación especial de papi? —preguntó Lucifer con sorna.

Miguel, el mayor, que observaba los progresos de su padre desde una distancia respetuosa, le dedicó una mirada de reproche.

—Está tomando forma.

—«Está tomando forma» —burló su hermano—. Bah. Será otro fracaso, como los engendros que salieron la última vez, ya verás.

—No te atrevas a cuestionar a nuestro padre. —Miguel apoyó una mano sobre el mango de su espada, desafiante en pose y expresión.

Lucifer se hizo hacia atrás con falsa petulancia. Era aún joven, y aún se sentía intimidado por su hermano, cosa que jamás admitiría.

—Tranquilo, Mike. Él ni siquiera me oye —murmuró antes de retirarse.

Pero su padre oía todo. Con dolor, podía escuchar la amargura en la voz de su hijo predilecto, producida por la marca que la Oscuridad le había dejado al momento de encerrarla, esparciéndose por la gracia de Lucifer como un veneno corrosivo. Saber que poco a poco perdía a su hijo era un martirio que no tenía solución, pero su pesar se aligeró cuando tuvo en sus manos el producto final del trabajo al que tanto empeño había puesto. Observó en sus manos el resultado de su esfuerzo, disfrutando del calor y la pureza que emanaba.

La luz atrajo la atención de los pocos ángeles que tenían permiso para estar en Su presencia, pero Miguel fue el único con el valor suficiente para acercarse sin invitación previa.

—¿Qué es? —preguntó.

Su mirada estaba fija en el vapor luminoso que giraba sobre sí mismo, y la fascinación en su expresión llenó de orgullo a Dios, pues lo que tenía en sus manos era lo que a los Leviatanes les había faltado.

—Un alma.

Notó que su hijo no entendía, mas el ángel asintió con tal de complacerle. No importaba, el concepto acababa de nacer; Miguel, y el resto de sus hijos, no tardarían en comprender la belleza del alma, el valor que había depositado en ella. Incluso Él, su creador, no podía dejar de admirarla embelesado. Era tan… frágil. Entonces le embargó algo que nunca antes había experimentado: temor. No un temor por su existencia, como la Oscuridad había sentido al comprender lo que Él y sus arcángeles le hacían, ni tampoco un temor como el que sus ángeles sentían al enfrentarse a la mirada cruel de Rafael, las bromas de Gabriel, los abusos de Lucifer o los gritos de Miguel. No. Su temor recaía sobre aquella pobre e indefensa creación que dependía de sus manos para continuar brillando.

El alma acababa de nacer, pero Él ya la amaba. La amaba incluso más que a su hijo favorito. Eso le asustaba. Quería protegerla, hacerla feliz, ¿pero cómo podía Él ofrecerle eso? ¿No se sentiría sola, diferente, separada de los ángeles debido a su debilidad?

Con determinación tomó el extremo contrario y jaló. El alma brilló con potencia, tanto que incluso Miguel debió entrecerrar los ojos. A Él no le afectó; su concentración estaba en no causarle ningún daño a su recién nacida. Cuando terminó, el alma quedó dividida en dos.

—¿Por qué…? —comenzó a preguntar Miguel, pero contuvo su curiosidad. No era su intención cuestionar a su padre.

—Para que no esté sola. Para que tenga el modo de ser feliz, sin importar qué.

—¿Feliz?

No esperaba que su hijo lo entendiera. Con un movimiento de mano le indicó que se marchara, pues debía terminar los últimos detalles de su obra maestra. Necesitaba crear la contención perfecta para que su preciosa creación pudiera desarrollarse en todo su esplendor.

Creó la tierra, pero no sirvió. Creó las plantas, pero no sirvió. Creó insectos, creó mamíferos, creó vida de todo tipo, pero el alma no lograba anclarse por completo, aunque una pizca quedaba en cada recipiente, expandiéndose por su cuenta en una figura nueva, propia, que no alcanzaba la grandeza del alma pura pero sí asemejaba su belleza y valor. Asombrado, comprendió que su creación tenía la capacidad de multiplicarse.

Así, dio vida al Edén. Así, nació Adán, y nació Eva. Estaban vacíos, hasta que Él los nombró perfectos para contener su creación; extendió sus manos, y con un fragmento del alma en cada una, tocó a los primeros humanos, volviéndolos únicos y hermosos. En sus antebrazos aparecieron letras, una marca similar a la que Lucifer cargaba, pero pura y buena. Los vio conocerse y, para su desconcierto, descubrió que los fragmentos del alma deseaban unirse. Adán no podía ser sin Eva, y Eva no podía ser sin Adán; dónde quiera que fueran, se añoraban, se llamaban, se buscaban.

Entonces Lucifer, lleno de envidia, aprovechó la circunstancia, el pequeño "fallo", y les enseñó a buscarse de un modo impensado: por medio del contacto físico. Sus cuerpos se encontraron en un intento barato por unir al alma, por breve que fuera.

—Somos felices cuando estamos cerca, nos sentimos completos cuando estamos juntos. Pero cuando nos tocamos, algo inexplicable sucede en nuestro interior, y se siente mejor que cualquier otra cosa que pueda existir. —Era la explicación que ellos daban.

Era aberrante. Él no podía tolerarlo; a sus ojos, su creación estaba corrupta. La marca en sus brazos no era más que una variación de la marca que la Oscuridad había dejado en su hijo, mientras que en Lucifer el odio y el rencor no hacían más que aumentar. Entonces, algo increíble sucedió: su creación fue capaz de dar vida. Pero con el nacimiento de Caín y Abel, las intenciones de Lucifer se tornaron más oscuras.

Y su hijo marcó a Caín.

Y ese fue el comienzo.