Era extraño, pensaba Jon Nieve, enredando las yemas de sus dedos en los pelos ásperos, que al tacto de sus manos encallecidas por el arduo trabajo, parecía seda, tan suave como la ropa de su cama y la de sus medios hermanos en el castillo de piedra de Invernalia. Fantasma era tan blanco como la nieve, lo único que no era blanco, eran sus ojos escarlata que parecían refulgir más que los rubíes de Rhaegar Targaryen, y la espesura de pelaje, parecía de un hielo más grueso que el de la suave nieve de verano en el norte, como el del muro. Pero aún así, dentro de ese oscuro lugar, donde el frío calaba hasta los huesos como si fuera magia siniestra tratando de asesinarlo, encontraba un calor que podía volver el negro de la noche en algo más reconfortante que los rayos del sol, al abrazar aquél cuerpo canino que poco a poco crecía más que él. Y se dormía arrullado por el vaivén de su pecho al respirar, y así, se olvidaba de todo. De que era el bastardo de Eddard Stark, de que era un Guardia de La Noche. Porque, Fantasma, que parecía nieve, era más cálido que cualquier manta, que cualquier fogata.
