Y entonces me vi, por primera vez, mis ojos redondos, color chocolate me observaban, derritiéndose en la curiosidad: ¿te veías también tú?
Me habría gustado conocerte, incluso después de saber todo de ti, pero lo único que pude ver todo ese tiempo fue a mí misma, lo único que pude encontrar al verte cada día, nada distinto a lo que veía en el espejo cada noche.
¿Qué habría dado por que tu sintieras algo remotamente parecido?, pensé yo en un momento tan corto que pudo no ser cierto.
Ansiar tu presencia, e invocarla en mis sueños. Los robaste no se de dónde, porque parece que nunca me pertenecieron.
Contrario a la opinión general, no hablaba mucho de ti, nunca hablé de ti tanto como te pensaba.
Prefería figurarte como una obsesión, nunca escribí tu nombre junto al mío encerrados por algún símbolo que declara lo que sentía, ni siquiera en mi propia mente.
Una montaña rusa de emociones, que nunca admití, las desprecié, como desprecio a quienes lloran, porque de haber aceptado solo una, también habría aceptado que tenías el poder de destruirme. Y vaya que lo tenías, secretamente te lo permití, ¿por qué? ¿Por iluminarme a la mitad de la noche?
Realmente solo sé que él me salvó, recordándome quién era yo, lo he sobrevalorado todo este tiempo, vislumbro otras maneras de verme a mi misma y no sólo a través de sus ojos.
Sobrevalorado o no, él fue mi primer, mi primer, mi primer.
Y es que cuando logre responder a esto, tal vez él valga la pena, y así podría llorar sin despreciarme, porque las chicas fuertes, las grandes chicas … lloran.
En sus propios ojos.
