La habitación sudorosa, goteando los últimos suspiros de la larga noche agobiante y vertiginosa. Un mareo tremendo los había dominado por largo tiempo en esa alcoba de estrechas paredes oscurecidas. Las dos personas se miraron entre la incertidumbre de la penumbra, adivinando el mensaje de la respiración de ambos. Los ojos de ambos centellaron por la rara luz interior.
Ella ojos azulísimos.
Él con el azabache haciendo remolinos en sus pupilas.
Las arrítmicas respiraciones encontraron el camino a la comunión: tenues, lentas. Unidas.
Él que era un demonio sanguinario, con las mismas manos que mataban, acarició la espalda cálida de la rubia.
Y de ella, de sus labios duros emanaban delicados suspiros.
Pero qué aberración tan hermosa.
La rubia pasó con cuidado sus dedos sobre las nuevas cicatrices en la espalda del otro.
Y suspiraron cada vez más.
Es que mientras la razón volvía a su lugar, en ellos cuajaban las vivencias de hace, apenas, varios minutos.
La fugaz delicia se perpetuaba ahora que se tocaban las pieles.
Músculos mallugados, por eso el hombre de pelo negro besó cuidadosamente los glúteos de la ninfa sobre la cama.
Había sido una noche con una bruma rojiza, hermosa como solo él podría crear. Ahora el rojizo se trasmutaba en un tenue naranja. Ella se abalanzó sobre él, con las manos firmes intentando arreglar el marullo de pelo negro del hombre.
La penumbra se disipaba. El naranja cada vez cambiaba a un claro amarillento. Cada vez más era más visible el rostro de ambos. Cada vez era más visible la blasfemia.
—Se supone que eres un espectro del mal. El que negó a Dios…
¡Oh! ¡Cómo se le ocurrió tocar con manos profanas esa alma luminosa!
Ella entornó los ojos, sosteniendo con ambas manos la cara de él, intentando mirar más allá que las pupilas oscuras, sin poder descifrar el interior del abismal infierno de almas en el hombre sonriente.
Aurora impertinente. Él besó el dorso canela de la doncella. La depositó sobre las acolchonadas sábanas, ella se dejó, mirándolo tenazmente. Pero cuanto se había arriesgado.
El primer rayo del Sol. Él se volvió una niebla oscura, ella entre doceles corintos aterciopelados, con el cuerpo como una virgen y las manos mirando al cielo. Los ojos rendidos al sueño eterno.
Qué repudiable.
Ambos sabían que si sus pieles chocaban con tan impuro deseo, ella perdería su alma.
El demonio sangriento se preguntó si había valido la pena. Ya no había caminos por cambiar. Las sensaciones trémulas y tibias quedarían en el recuerdo del vampiro, como tantos otros, de quién sabe cuánto tiempo.
Mejor hubiera quedado como un vouyerista todas las noches antes que haber consumido su vida.
O quizá no. El sentimiento tal vez era por haber vivido algo por vez primera… pero eso tampoco era cierto.
Con las alas de negrura se encaminó hacia la luz de la brutal mañana ¡Tan odioso el fuego que sentía por dentro! ¡El fuego del Sol no le hacía nada comparado con el del interior! Allí, de frente a la poderosa lumbre, intentó hacerse migajas, volverse polvo. Erradicarse.
