¡Hola! ¿Qué tal? He vuelto a escribir un fic Ulquihime. Este fic lo he hecho gracias a la inspiración que me dio una imágen de Rusky-sama, donde Ulquiorra y Orihime representan Hades y Perséfone. Supongo que ya conocéis el mito, así que no me explayaré. Cuando vi la imagen no pude resistirme a versionar el mito del rapto de Perséfone a Bleach, y aquí está. El fic tendrá más o menos tres capítulos, quizá cuatro. De momento os dejo con el primero. Obviamente hay partes que me he inventado basándome en el mito, porque si no quedaría demasiado corto.

Quiero avisar que, no sé por qué, pero al poner los signos bilaterales, cuando hay admiración e interrogación juntos, uno de los de interrogación [?] no sale. Intenté arreglarlo, pero no me funciona, vuelven a desaparecer, lo siento.

Bleach y sus personajes le pertenecen a Tite Kubo-sensei. Si fueran míos, Ulquiorra y Orihime ya tendrían bebés y el Rey de la Soul Socety habría muerto.

¡Espero que les guste!


El rapto de Perséfone

Capítulo 1 - Negro, esmeralda y naranja

Los mortales conocían la tierra de los dioses como Olimpo. Pero lo cierto es que los mismos dioses lo conocían con otro nombre: Seiretei.

El mundo de la antigüedad estaba gobernado por los poderosos dioses. Las deidades más importantes eran, también, las que más tiempo llevaban con vida. Eran aquellos que, hijos de Cronos y Rea, habían sido engullidos por su propio padre. Todos, claro, excepto uno, el que los había salvado, aquél que había hecho pedazos a Cronos y lo había arrojado a las profundidades abismales del Tártaro, el que ahora era el dios más venerado y el más poderoso: Aizen.

Después de la derrota de los titanes, tres de los hermanos varones se repartieron sus reinos. Aizen, aquel que viste de blanco inmaculado, se quedó con el vasto cielo y sus tormentas, pudiendo controlar el rayo a su antojo. Grimmjow, llamado el dios de azul, vestido con bonitas ropas celestes, se quedó con el extenso mar y sus violentas olas. A causa de esto, su otro hermano, a pesar de la frustración que le causaba eso, tuvo que quedarse con el mundo de los muertos; Ulquiorra, el llamado dios de negro y esmeralda, gobernaba en el inframundo, viviendo alejado del resto de los inmortales, residentes en el Seiretei.

En esos instantes, la apuesta diosa de la agricultura, llamada Rangiku, hija de Cronos, caminaba tranquilamente por una isla del mundo mortal llamada Rukongai, donde la habían invitado a una celebración. Detrás suyo iba una hermosa joven, de brillante pelo naranja, vestida con una fina tela de seda de color rosa suave: era Orihime, hija de Aizen y suya. Rangiku estaba estrechamente ligada a ella, y casi no se separaban. En cambio, a su padre no parecía importarle mucho. A la diosa de la fertilidad de la tierra no le gustaba recordar cómo había acabado embarazada de esa chica a la que tanto apreciaba, pues le resultaba doloroso: su hermano había abusado de ella después de fulminar con un potente rayo a su verdadero amor, un humano llamado Gin, que había conocido en uno de los campos verdes del mundo mortal. Pero a Rangiku no le importaba el hecho de haber dado a luz a Orihime, pues la quería.

Las dos mujeres iban acompañadas por algunas ninfas, amigas de Orihime. Cuando se pudo ver claramente un bonito palacio, una chica se acercó a Rangiku y le hizo una reverencia, a ella y a Orihime. Era una buena amiga de ellas dos, y se llamaba Hinamori; era una de las anfitrionas de la fiesta que se iba a celebrar. Rangiku y Hinamori se enfrascaron en una conversación sobre la fiesta y qué invitados habría. Orihime hablaba con las ninfas, pero su vista se detuvo en un hermoso campo de flores que se extendía delante suyo, al lado de un brillante mar. La pelirroja y las ninfas no pudieron resistir la tentación de ir a ver ese campo y coger algunas de sus flores. Rangiku no se dio cuenta, pues seguía hablando, así que las chicas aprovecharon la oportunidad y corrieron hacia esa mezcla de suaves colores. Cogieron diferentes tipos de flores, amapolas, margaritas, rosas, claveles… La vista de la sonriente Orihime se clavó en un precioso narciso blanco. Se acercó a él y extendió su mano; sus pétalos eran suaves, y desprendía un dulce olor. Hizo un poco de presión para conseguir arrancarla, y justo en el momento en que la bonita flor dejaba de tocar el suelo…

La tierra se abrió.

El suelo de la isla se resquebrajó, y Orihime no tuvo tiempo a reaccionar cuando una blanca mano le agarró el brazo y la obligó a subir en un carruaje, tirado por negros caballos. Las ninfas chillaron asustadas. Orihime gritó, pidiendo socorro, suplicándole ayuda a su madre. Por desgracia, Rangiku ya se había alejado bastante, por lo único que llegó a escuchar fue un último grito de la voz de su preciada hija, llamándola. Con los ojos abiertos por el temor, corrió por donde habían venido. ¿¡Cómo no se había dado cuenta de que no las seguían! Su expresión de horror de acentuó cuando llegó al campo de flores y alcanzó a ver parte de un carruaje negro, adornado con llamas verde esmeralda, adentrándose en la tierra. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos, y lanzó un grito desgarrador, llamando a Orihime. Se acercó a las ninfas, y con una expresión de tristeza y furia combinadas, les habló.

― Cómo… Decidme, ¿¡cómo habéis podido dejar que esto ocurriese! ―les gritó, cayendo de rodillas de la tristeza― ¿¡No habéis hecho nada, aun habiendo ocurrido delante mismo de vosotras, a unos escasos metros! ―el dolor de la madre hacía que las ninfas se afligieran, las lágrimas de la diosa caían sobre la hierba y las flores.

― Nosotras… Cuando nos dimos cuenta, ya era demasiado tard… ―intentó decir una de ellas, mas no pudo acabar.

― No quiero oír vuestras excusas… ―la cortó Rangiku. Alzó una mano y apuntó hacia ellas. Al instante en que liberaba una luz, las ninfas soltaron un grito; sus piernas se estaban convirtiendo en colas de sirena. Su cuerpo entero estaba cambiando, hasta que llegaron a convertirse completamente en mujeres del agua, ya no del bosque― Es vuestro castigo… Desapareced de mi vista, abandonad los bosques y vivid en los mares… Hasta el fin de vuestras vidas ―sentenció la diosa con voz grave y amenazante, aun en medio del llanto. Dicho esto, se levantó, se limpió las lágrimas y se acercó a la brecha que había en la tierra.

Desesperada, la joven vio como su madre aparecía, ya demasiado tarde, pues un segundo después, ese carruaje se adentraba en las profundidades de la tierra, privándola de luz. Aun así, ella seguía gritando. Lloraba, esperaba algún indicio de que pudiera volver a ver la luz del sol. No sabía por qué le pasaba eso, ni siquiera sabía quién era el culpable de que estuviera allí.

De pronto sintió una mano tapándole la boca. Antes de que pudiera reaccionar oyó como su secuestrador le hablaba.

― Deberías dejar de gritar, mujer…

Su voz grave y tranquila le susurraba estas palabras cerca de su oreja, por lo que podía sentir su aliento en el cuello. La chica, aterrorizada, obedeció. Los gritos cesaron, y ahora sólo se oía el galopar de los caballos. El carro avanzaba rápidamente por un pequeño camino tierra, en medio del vacío.

― Creo que no nos hemos visto nunca, a pesar de ser familiares, ¿verdad, mujer? ―continuó ese hombre.

― Quién… ¿Quién eres? ―la chica habló con voz muy débil, el miedo estaba ahogando su alma.

― Poco a poco tus ojos se acostumbrarán a la oscuridad, así podrás verme ―le respondió―. Pero si quieres saberlo ahora, puedo decírtelo. Yo soy hermano de Aizen y Grimmjow…

La joven abrió sus ojos desmesuradamente. No podía ser. Era imposible. Era irreal, eso no le estaba pasando a ella… ¡No podía estar pasándole esto!

― Por tu expresión, veo que ya sabes quién soy ―dijo el hombre―. Así es, soy Ulquiorra, conocido en algunos lugares como Cifer… Soy el dios del inframundo, y tengo poder absoluto sobre los muertos.

Orihime se atrevió a mirarlo por primera vez, no por valentía, al contrario, estaba aterrada; pero ese terror hizo que quisiera ver al que le provocaba esa sensación de pánico. A pesar de la oscuridad, pudo distinguir el brillo de dos ojos de color esmeralda que la miraban fijamente; era extraño como esos ojos brillaban incluso sin luz alguna, al punto de poder distinguir su color. Por unos momentos, Orihime se perdió en la profundidad de esa mirada que la atravesaba. Se fijó que, debajo de sus ojos, tenía dos finas líneas, como si fuesen lágrimas eternas, que brillaban con el mismo fulgor que los ojos. Pero su expresión no transmitía emoción alguna. No parecía sentir nada. La fría mano de ese dios se acercó al rostro de la chica y le secó lágrimas que habían quedado atrapadas entre tres sentimientos: la tristeza, el terror y la sorpresa.

Orihime se alejó instantáneamente al sentir la piel de su secuestrador en su mejilla. Pero no pudo hacer demasiado, pues el carruaje no era demasiado grande. Ulquiorra volvió a acercarse, lentamente, hasta que estuvo acorralada entre él y el vacío del inframundo.

― ¿Me tienes miedo, mujer? ―le preguntó, para sorpresa de Orihime.

Ella no respondió. Esa pregunta la había descolocado. Claro que tenía miedo, ¿acaso no lo veía? La secuestraba en medio del campo, la arrastraba bajo tierra y ahora le decía que era Ulquiorra, ¿¡en serio esperaba que estuviera tranquila!

Un movimiento brusco del carro desvió la atención de Ulquiorra, salvando a la chica de esa pregunta. Los caballos disminuían la velocidad, haciendo que el carruaje hiciera movimientos extraños y peligrosos. Un caballo cayó, y el carro pasó irremediablemente por encima de él, volcando. Orihime se intentó agarrar al extremo del vehículo, pero todos cayeron al vacío, sin poder hacer nada. La chica cerró los ojos. ¿Ese sería su final? No podía morir asesinada, pero… ¿Estaría cayendo en la nada hasta llegar al fondo y acabaría sucumbiendo al hambre, todo por culpa de Ulquiorra, qué la había secuestrado? ¿No vería más a su madre? Las lágrimas se negaban a abandonar sus ojos y volvieron a aparecer. Lamentaba no haber seguido a Rangiku, lamentaba haber ido a ese campo de flores, lamentaba no haber podido conocer a un hombre al que amar… Lamentaba no poder hacer lo que le gustaba nunca más.

Inesperadamente sintió otra vez esas frías manos, tomándola de la espalda. Aun no tocando su piel directamente, Orihime podía sentir que estaban heladas. Pero no tuvo tiempo de pensar en eso, ya que sintió como su cuerpo era impulsado hacia adelante y ya no caía, sino que ascendía. Ulquiorra juntó sus cuerpos, para poder aferrarla mejor, haciendo que la piel de la chica se erizara. Volteando la vista, miró al dios del inframundo. Seguía estando oscuro, pero pudo distinguir dos enormes alas de murciélago en su espalda. Ulquiorra estaba volando. Le había salvado la vida.

― Tendremos que llegar a mi castillo así ―dijo el chico, bajando su vista hacia ella―. Los caballos, que han vivido toda su vida en la oscuridad, estaban sufriendo ceguera desde que han visto la luz del sol, al salir al exterior. De hecho, han aguantado bastante ―le explicó el dios, con su voz pausada y grave ― Así que, por ahora… Ven conmigo, mujer.

Orihime abrió mucho los ojos al oír esas últimas tres palabras, pero permaneció en silencio, pensando en qué podían significar esas palabras. Podían simplemente decirle que vaya con él a su castillo, pero también había peores posibilidades… Como la de "estar" con él, en muchos sentidos posibles.

Ulquiorra parecía haber olvidado el hecho de que le había preguntado si tenía miedo. Estuvieron sin decir nada unos minutos, hasta que Orihime habló.

― ¿Por qué? ―preguntó con voz afligida. El hombre la miró desde arriba, con una mirada que intimidaría a cualquiera― ¿Por qué me estás llevando a tu castillo?

Ulquiorra alzó mínimamente una ceja, casi imperceptiblemente, pero era la primera expresión que mostraba desde que se había presentado, y eso ya era algo.

― ¿Por qué? ―Ulquiorra repitió la pregunta de Orihime― Es muy sencillo. Porque…

El dios acercó su rostro a la nuca de la chica, de manera que ella pudiera sentir su aliento en la piel. Orihime se puso tensa, odiaba cuando hacía eso, le causaba incomodidad. Pero olvidó esa sensación cuando oyó las palabras que le susurró Ulquiorra, al lado de su oreja, con sus labios rozando el lóbulo.

― Quiero que seas mi esposa.

Había dicho esas palabras con la misma indiferencia que había mostrado anteriormente. Orihime abrió los ojos y se tapó la boca con una mano para reprimir un grito. Más que una declaración, era una orden. Ella se negaba a creer que le hubiera dicho eso. No quería aceptarlo, quería que fuese todo una pesadilla. ¿Ella, esposa del dios del inframundo? No tenía sentido, o al menos no quería creer que lo tenía. Una vez más, volvió a llorar. No hacía más que llorar. No quería estar ahí. No quería estar con él. No pertenecía a ese lugar. Era imposible, ella no estaba destinada a esto…

Sumida en sus pensamientos y su pena, Orihime no se dio cuenta de cuando llegaron a un lugar más o menos iluminado. De hecho, seguiría sin fijarse en ello si no fuera por Ulquiorra.

― Ahora estamos en una parte del inframundo que los mortales llaman Campos Elíseos, pero los inmortales lo conocemos como Hueco Mundo ―explicó, devolviendo a Orihime a la realidad―. Mi castillo ya está cerca de aquí.

Orihime miró hacia abajo. Vio miles de almas en pena, caminando lentamente por esos… ¿Campos? Desde luego el paisaje no tenía nada que ver con un campo; era como un desierto de arena plateada, con algunos… ¿Eso eran arboles? Orihime se fijó en que parecían hechos de piedra de cuarzo. Además, curiosamente no había ningún techo de roca, sino que había cielo. La joven supuso que el cielo, nocturno y con una gran luna menguante, era obra del poder de Ulquiorra. Se preguntó si las almas que ahí caminaban eran simples almas inocentes, condenadas a vagar por siempre en ese desolado paraje. Si esas eran almas que no habían hecho nada… ¿Qué clase de castigo tendrían los criminales? No quería ni imaginárselo, pero podía hacerse una ligera idea, viendo el resplandor del fuego que ardía ya fuera de Hueco Mundo, en otros lugares del reino de los muertos, digno de ser llamado infierno.

― Ya hemos llegado ―anunció Ulquiorra―. Bienvenida a mi castillo, mujer.

El dios descendió y Orihime volvió a tocar de pies al suelo, tanto literal como figuradamente. Observó el edificio que se alzaba delante: tenía una enorme cúpula, y en los extremos había cuatro torres. Era enorme, y todo blanco.

― Este palacio es nombrado Las Noches ―le dijo Ulquiorra―. De hecho, no lo construí yo, sino que es obra de tu padre, Aizen, como compensación por obligarme a permanecer aquí. A partir de ahora vivirás en este castillo, conmigo.

Orihime observó con una mezcla de maravilla y aflicción el lugar donde ahora residiría. El edificio era bonito, sí, pero… No le gustaba para nada el hecho de estar aquí.

Ulquiorra avanzó, con pasos suaves, pero firmes a la vez. Tocó con un dedo la puerta y esta abrió. Una vez estuvo del todo abierta, se giró hacia Orihime. La joven diosa observó al hombre que tenía delante, ahora que podía verlo bien, gracias a la (poca) luz que había. Se fijó en que sus alas habían desaparecido. Su pelo era negro, como el cielo nocturno, y lo llevaba desarreglado, con algunos flecos de cabello que le llegaban a la nariz y otros que le caían por la frente. Le llamó la atención el hecho de que tenía un extraño cuerno que quizá formaba parte de una máscara, y que le cubría el lateral izquierdo de la cabeza; puede que representara los huesos de un esqueleto o la misma muerte. Su piel era totalmente blanca, haciendo contraste con su oscuro cabello. Las lágrimas eternas, al igual que sus ojos, como hubo podido observar antes, brillaban con un extraño fulgor, pero, ahora que se fijaba más detenidamente, ese brillo era, a la vez, oscuro; no porque fuera negro, sino que no transmitía ninguna emoción, brillaban con la oscuridad de la muerte, algo digno del dios del inframundo. Se fijó en la ropa, y vio que vestía una túnica negra, como su pelo, con el interior y los bordes de las largas mangas y el cuello de color verde oscuro; además, unas piezas de fino metal con esmeraldas incrustadas adornaban el cuello la túnica.

― ¿Hay algún problema? ―la voz de Ulquiorra la sacó una vez más de su mundo. Ella negó con la cabeza ― En ese caso, entra.

Orihime avanzó lentamente, apenada, pues cuando entrara, quizá ya no saldría de ahí, ya que un intento de escapar supondría una tortura peor que la muerte. Una vez la chica estuvo dentro, entró el dios, cerrando la puerta. Ahora ella estaba definitivamente encerrada, en el inframundo, en Las Noches, con Ulquiorra.

El interior del palacio era algo inquietante. Las paredes eran todas blancas y desde la entrada se podían ver largos pasadizos, pero, a pesar de esa aparente calma, se respiraba un ambiente tétrico. No había decoraciones en las paredes así como tampoco muchos muebles. Tampoco parecía que hubiese nadie, ningún ser viviente o muerto. Sólo había, habitaciones y algunas ventanas sin cristal, que dejaban ver la plateada luna, adornado el oscuro cielo del mundo al que ahora, desgraciadamente, pertenecía.

― Te acompañaré a nuestra habitación ―le dijo Ulquiorra, avanzando majestuosamente hacia ella, con los ojos cerrados.

― ¿Nuestra? ―Orihime abrió los ojos, rogando a todos los dioses que conocía en persona, y especialmente al que tenía delante, que hubiera oído mal.

Pero no, había oído perfectamente.

― Si, nuestra habitación, mujer ―afirmó el de pelo negro, que siguió avanzando―. Te recuerdo que serás mi esposa ―una vez más, las palabras del chico sonaron como una orden.

― Pero… Yo no… ―intentó replicar, pero no le salían las palabras de la boca. No sabía qué decir delante de su secuestrador sin poner en peligro su vida.

― ¿Tú no? ¿Tú no qué? ―cuestionó Ulquiorra, alzando levemente la cabeza. Estaba acercándose cada vez más a la chica, que al tenerlo justo delante intentó retroceder, con la mala suerte que chocó contra la pared que tenía a su espalda. Estaba acorralada. Sabía lo que él iba a hacer. Y no quería― Me gustaría aclararte una cosa, mujer ―continuó diciendo―. Los demás dioses no harán absolutamente nada ante el hecho de que te haya llevado a mi reino. Es más, mi hermano, que también es tu padre, no se opuso para nada, más bien al contrario, tengo su permiso para hacer esto. Y dudo mucho que tu madre se atreva a venir aquí, sabiendo los peligros con los que puede encontrarse.

Esas palabras cayeron sobre Orihime como agua helada, aceite hirviendo o un cuchillo atravesándole el corazón. Aizen… ¿Aizen le había dado permiso? ¿¡Acaso se había vuelto loco! ¿¡Tanto deseaba perder de vista a su propia hija para permitir a Ulquiorra secuestrarla! Su madre… Era cierto, ella no podría venir aquí, pues había muchos vigilantes que podían advertir a su rey sobre cualquier intruso.

Pero esta vez, Orihime se resistía a llorar. Nunca había estado apegada a su padre, y saber eso, más que dolerle, la hizo enfurecer. Pero guardó su ira en lo más profundo de su alma, quizá ya tendría oportunidad de dejarla salir. Ahora era más importante concentrarse en no perder la cordura ante las palabras de su tío, que parecía querer torturarla mentalmente.

Ulquiorra se sorprendió de que esa vez no llorara. Al parecer, no era tan débil y frágil como había pensado. Mejor, sería aburrido si no opusiera resistencia.

Cuando Orihime se dio cuenta, ya era demasiado tarde. Ulquiorra había mantenido la atención de la chica en sus palabras y en no perder el control de sí misma, por lo que no se había percatado de que la distancia de sus rostros iba disminuyendo a cada palabra pronunciada por el dios. Unos escasos centímetros separaban sus labios, y la chica podía sentir el aliento del rey del inframundo en su rostro. Muy poco a poco, Ulquiorra acabó con la distancia que los separaba. La chica se resistió e intentó alejarlo, pero las manos del dios agarraron con fuerza las muñecas de la chica. Ella estaba apoyada en la pared, intentando, en vano, zafarse del agarre del hombre, quien juntó las manos de ella y las llevó por encima de su cabeza, aferrándolas con sólo una mano. Sus labios continuaban unidos, aunque Orihime se negaba a corresponder. Pero Ulquiorra no se daría por vencido con una negación, ni mucho menos. Lamió los labios de la chica y, con la mano que tenía libre, tiró suavemente de su pelo, pero lo suficiente para hacer que su boca se abriese por apenas un segundo. Ulquiorra no desaprovechó ese segundo e introdujo su lengua en la boca de la diosa. Pronto sus lenguas se encontraron, jugaron y pelearon. Ulquiorra siguió explorando la boca de la chica hasta que se separaron. Fue entonces cuando Orihime se dio cuenta de algo horrible. En el momento en que Ulquiorra había conseguido profundizar el beso, ella le había correspondido.

― ¿Ahora lo entiendes? ―susurró Ulquiorra en el cuello de la joven― Esa ha sido la prueba de que, aunque quieras, nunca podrás escapar de aquí, mujer.

Orihime no quería aceptarlo, pero en lo más profundo de su corazón, sabía que el dios tenía razón; le había correspondido el beso, sin ni siquiera darse cuenta. Ese hecho hablaba por sí solo: Ulquiorra la persuadiría, de una manera u otra, y al final acabaría aceptando. No tenía ninguna escapatoria. Era suya.

― Ven conmigo, mujer ―aunque, esta vez, quizá esas palabras no tuvieron doble sentido, pronunciadas por Ulquiorra, parecía, una vez más, que le ordenasen que "estuviera" con él, en todos los significados posibles de la palabra―. Como he dicho, te acompañaré a nuestra habitación. Pero antes volveré a preguntártelo… ¿Me tienes miedo, mujer?

Orihime se sorprendió de que le volviera a hacer la misma pregunta. Pensó su respuesta. ¿Le tenía miedo? Antes le aterrorizaba, sí. Pero, ¿ahora?

― No tengo miedo ―respondió finalmente. De hecho, aunque prefería mantener las distancias, el beso que le había dado y el hecho de salvarle la vida le decían que quizá no debería tenerle miedo. Claro que estaba el haber arruinado su vida, pero dado que aún no tenía muy claro si le temía o no, optó por no mostrarse débil como antes.

― Ya veo ―el hombre se giró y empezó a caminar hacia uno de los pasadizos―. Sígueme.

Orihime siguió al dios del inframundo por largos pasadizos. A pesar de que intentaba memorizar el camino, se le hacía imposible. En cambio, Ulquiorra parecía saberse los recorridos del palacio de memoria. Después de caminar un buen rato y de subir y bajar escaleras, Ulquiorra se detuvo en una de las puertas y la abrió, silenciosamente. Luego se hizo a un lado para dejar entrar a la diosa. Orihime entró y observó, maravillada, la habitación. Las paredes eran blancas, como todas, pero estaban decoradas con algunas sencillas pinturas, algunas abstractas, y otras con representaciones de batallas entre dioses y titanes. Una bella alfombra de color esmeralda con acabados negros cubría parte del suelo. Una mesa y dos sillas blancas reposaban encima de esta alfombra, al lado de una cortina de color verde que cubría un gran ventanal. Pero lo que más llamaba la atención de Orihime era la majestuosa, aunque a la vez sencilla cama, donde otra vez eran presentes los colores verde y negro, y que, en eso se fijó Orihime, era para dos personas.

― Esta es nuestra habitación ―dijo Ulquiorra, haciendo énfasis en la palabra "nuestra"―. De hecho, llevo usándola desde que resido aquí, pero no creo que haya problema en compartirla con mi esposa ―al nombrarla como "su esposa", Orihime notó un ligero temblor en el labio inferior―. Puedes quedarte aquí siempre que quieras, pero también puedes venir conmigo a la sala donde tengo mi trono. Tú elijes ―eso último se lo dijo en un susurro, con su aliento rozándole la nuca.

― Si… Si no te importa, me gustaría estar sola un rato ―pidió Orihime, intentando reprimir su nerviosismo. ¿¡Qué rayos le pasaba!―. Y también necesito dormir… ¿Aquí es siempre de noche?

― Así es ―respondió Ulquiorra―. En ese caso, me debo ir a la sala del trono, pues seguramente tendré informes rutinarios de los guardias, sobre las almas que llegan aquí. Si quieres venir, no está muy lejos de aquí.

― No creo que venga, al menos no hoy… ―dijo Orihime, realmente estaba demasiado cansada con todo lo que había pasado.

― Bien entonces ―pero Ulquiorra, en lugar de ir hacia la puerta, se acercó aún más a Orihime y le puso una mano en la cintura―. Tarde o temprano me aceptarás, es inútil que te resistas… Orihime ―dijo su nombre, peligrosamente cerca de su oreja, apoyando su pecho contra la espalda de la chica, que permanecía inmóvil, con los ojos cerrados, intentando controlarse.

Dicho esto, el dios del inframundo se separó de su futura esposa, para salir majestuosamente por la puerta de la habitación.

Continuará...


Espero que os haya gustado el primer capítulo. A mi me gusta como ha quedado, espero que a vosotros igual... Aunque no sé, noto como que ha todo demasiado rápido...

No sé para cuendo tendré el segundo, pero intentaré que no tengais que esperar mucho.

Como ya dije, algunas partes me las he inventado, como cuando están en el castillo, además de que me lo he hecho venir bien para combinar los personajes... Aunque se me hace demasiado raro Ulquiorra vestido de negro.

Os dejo el link de la imágen que me inspiró, ya sabeis, unid los espacios: http : / / .net / fs71 / i / 2011 / 207 / 6 / a / ulquihime _ persephone _ hades _ by _ fatal _ drug-d41ryns .jpg

¡Nos leemos!

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~ Yume-chan ~