El tesoro de Severus.
Severus sintió como la mordida de Naggini hacía su trabajo por todo sus sistema, y vaya que si lo hacía. Todavía trataba de procesar que el mismísimo Harry Potter estaba arrodillado, a su lado con el séquito de inútiles que tenía como amigos. Era ahora, ahora tenía que desvelar la verdadera vulnerabilidad de Voldemort.
—Tómalas—farfulló como pudo el profesor mientras sentía que sus pulmones se llenaban de sangre.—¡tómalas!—exclamó con las pocas fuerzas que le quedaban.
Vió como el chico tuvo la suficiente inteligencia para coger la lágrima que se le caía de su rostro y lo guardaba en una diminuta botella. Agarró con fuerza las solapas de Harry acercándole aún más a su rostro.
—Mira… a… me— Susurró Snape.
Oh, aquellos ojos verdes que tantos recuerdos le traían. Suspiró, y exhaló su último aliento y dejó que su alma se fuera a cualquier lugar. Lejos de la guerra, lejos de la tiranía, lejos… de todo. Sentía como sus músculos estaban agarrotados, como su mente le fallaba. Como su propia visión le quería alejar de aquella mirada esmeralda.
Los ojos negros, que tanto miedo infundaron se cerraron en busca de algo de paz.
Severus hizo eso, los cerró y dejó que su alma se fuera o donde quisiera que fuera. El, ya había cumplido con su trabajo, ya había cuidado del chico. Ahora, podría descansar finalmente.
Severus sintió una voz que rondaba por su cabeza. Era infantil, alegre. Una voz femenina.
Abrió los ojos con lentitud, con pereza. Y se sorprendió al darse cuenta de que estaba en una cama mullida y cómoda. Hacía calor y era de día.
Lo que no esperaba, era ver a una niña pequeña delante de su cama. Era pelirroja y con la piel blanquecina con cientos de pecas a su alrededor. Poseedora de unos brillantes ojos negros.
—¿Estás despierto?—preguntó aquella pequeña niña.
Severus quiso hablar, pero apenas tenía fuerzas para hacerlo. Por el momento, se limitó a tratar de procesar toda la situación que estaba viviendo. Por alguna extraña razón, sintió que su alma temblaba con algo similar a la felicidad. No, era algo más. Pero no sabía el que. Ver a esa niña que no tendría mas de seis años era… alentador.
—Si.—fue todo lo que pudo decir.
La niña pecosa sonrió y se subió a la cama con un camisón blanco propio de las brujas. Severus no supo el porqué de aquella acción. Pero su propio cuerpo le demandó que acariciara la cabeza de esa chica.
Tal vez, en parte, porque quería cerciorarse de que todo aquello era real. Que no era un lívido recuerdo o tan solo una simple y buena alucinación. Cuando tocó a la muchacha, se dio cuenta que en efecto. Aquello era real.
¿Que era esa extraña sensación que surgía de su pecho? Esa extraña alegoría de protección. Esa extraña cantata que le decía que aquello, aquella niña era la perfección. Era suya.
—Mama a dicho que las madalenas están listas.—añadió con una sonrisa aún más ancha.
Era su hija.
Su pequeño tesoro.
