Cambio de reglamento: melissa


La melissa es un género con cuatro especies de plantas con flores perteneciente a la familia Lamiaceae. Es originario del sur de Europa hasta Malasia.

Puede indicar una relación social recién establecida o una simpatía creciente hacia alguien.


John H. Watson miró el reloj, suspirando: quince minutos. Quince minutos más y se terminaba su jornada laboral. Ordenó la pila de papeles que reposaba a su derecha, chequeó su correo electrónico por última vez y se levantó, quitándose la bata. Le gustaba su trabajo, sí, desde pequeñito había querido ser médico, sí, pero hay días en el Barts que resultaban agotadores a más no poder. Salió de su consulta, colocándose la camisa por dentro de los pantalones, cuando la vio: risueña, sonriente, tan bonita como siempre. Allí estaba Mary. Como sintiendo su mirada la muchacha se dio la vuelta, y al verle su sonrisa se amplió aún más:

-¡John! ¿Qué tal tu día?

-Monótono –respondió, encogiéndose de hombros-. Lo de siempre.

-Hmm… entonces, sobre lo de esta noche… ¿sigue en pie?

Tan directa como de costumbre. John ladeó la cabeza, intentando que no se notase mucho la sonrisa de idiota que estaba a puntito de esbozar.

-Sí, por supuesto. ¿A las nueve?

-A las nueve.

Y le dio un casto beso en la mejilla de forma fugaz, desapareciendo como si nunca hubiese estado ahí. El médico miró su reloj otra vez: tenía cuatro horas para prepararse.

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Había probado ya cuatro camisas distintas y dos pantalones. El pelo de un lado, el pelo del otro. Diez minutos para domar ese mechón rebelde e inoportuno. Al final se decidió por una camisa a cuadros, sencilla, nada pretencioso. Eso sí, estuvo un buen rato decidiendo si llevarla por dentro o por fuera.

No recordaba la última vez que tuvo una cita. Llevaba tanto tiempo a dos velas que prefería ni pensarlo. Se atrevería a decir que siempre había habido algo entre él y Mary, alguna miradita, sonrisas al verse, saludos matutinos, pero nunca nada más. Hasta que un buen día Mary le invitó a salir y le faltó tiempo para decirle que sí. Era su primera cita. Y estaba muy nervioso.

Intentó tranquilizarse: John, todo va a salir bien. La conoces desde hace mucho tiempo, no es como si fuese una completa extraña, es tu amiga. Se miró al espejo una última vez, hasta que se dio cuenta de que o salía de su apartamento y dejaba de darle vueltas a su aspecto, o se volvería loco. Agarró su abrigo, sus llaves y su cartera y cogió el metro.

Habían quedado cerca del hospital, para tener un punto de referencia claro. John miró el reloj: llegaba con casi media hora de antelación, así que le tocaba hacer tiempo. Observó la calle, un poco perdido, hasta que vio al otro lado de la carretera una pequeña floristería y tuvo una iluminación. ¿A qué cita no le gustaban unas flores? Era un detalle tradicional que nunca pasaba de moda, y le venía perfecto. Cruzó y se quedó observando el escaparate unos instantes antes de decidirse a entrar.

Realmente era como poner los pies en un universo paralelo. Pasabas del frío de Londres, gris, cenizo, húmedo a… a algo totalmente distinto. Nunca había visto una floristería así. Daba igual dónde posases la mirada, había flores y vegetación por todos los rincones, incluido el suelo (estuvo muy cerca de tirar un par de tiestos). No era una floristería normal, con ramos ordenados por colores y por tipos, donde toda planta tenía su sitio y su categoría, no: era un caos, pero un caos bonito. Había cactus, plantas trepadoras, macetas colgando del techo. Si le prestabas atención vislumbrabas una pequeña estantería a rebosar de libros que se camuflaba entre las hojas. Algunos visiblemente no cabían en los estantes y habían sido apilados poco a poco por el suelo, invadiendo las esquinas. Tenía cierta armonía, cierto orden, cierta… paz. Era como salpicar con un pincel, colores esparciéndose por todas partes, manchas iluminadas en un trasfondo verde. Miró a su alrededor, sobrecogido ante tanta flora, ante tanta belleza inusual. La tienda parecía estar vacía. Carraspeó, rompiendo el silencio absoluto que reinaba hasta entonces.

-¿Hola? –dio un par de pasos, acercándose al mostrador. Había varios libros abiertos, llenos de anotaciones desordenadas en los márgenes, a pie de página y hasta por encima de los párrafos. Pequeños tiestos aparentemente vacíos pero seguro que repletos de semillas y un montón de botellas y tarros con fertilizantes y sabe dios qué más. El suelo de madera crujió bajo sus pies.

-Un momento –dio un respingo, sobresaltado por la respuesta que provenía de detrás de una espesa cortina. Era masculina, sin duda alguna, y no se parecía en absoluto a nada que hubiese escuchado antes. Era suave, era profunda, era… John no sabía lo que era. Y el hombre que surgió acto seguido tampoco se parecía en absoluto a nadie que hubiese visto antes.

Era esbelto, bastante más alto que él. Le sacaba casi una cabeza sin esfuerzo. Llevaba unos pantalones oscuros y apretados que estilizaban aún más (si es que era posible) su figura, y una camisa púrpura arremangada por los hombros. Su piel pálida brillaba en contraste con el verde que tenía detrás. En cuanto John alzó la cabeza en lo primero que se fijó, irremediablemente, fue en su mirada: unos ojos azules, traslúcidos, límpidos, llenos de luz. A ambos lados de la cara le caían sin remedio unos bucles negros como el café más amargo, remarcando unos pómulos prominentes.

-¿Y bien? –un escalofrío le recorrió la columna vertebral y John volvió en sí. Dios, cómo podía ser tan maleducado. ¿Cuánto tiempo llevaría ahí parado observando, casi cinco minutos? Tragó saliva, poniéndose nervioso. No solía ponerse nervioso nunca, delante de nadie, pero ese hombre tenía un nosequé, una presencia, un porte que intimidaba.

-Eh… quería flores.

El florista esbozó una sonrisa sarcástica.

-Sí, a eso viene normalmente la gente.

-Para una cita.

-Obviamente.

John frunció el ceño, molesto. Qué borde.

-¿Cómo que obviamente? Podría haber acudido por cualquier otro motivo.

-No.

-¿No?

El dependiente suspiró, poniendo los ojos en blanco, como si estuviese profundamente aburrido.

-Es obvio que quiere usted flores para una cita. Se habrá cambiado de camisa como mínimo tres, no, perdón, cuatro veces, y prefiero ni mencionar la ropa interior. Se ha puesto su mejor colonia y no deja de lamerse los labios y retorcerse las manos –diría que está empezando a desarrollar un tic-, lo que muestra su nerviosismo e indica que esta es su primera cita con, por supuesto, una chica de su trabajo, es decir, del hospital de enfrente. Huelga decir que las últimas dos semanas ha procurado ir al gimnasio regularmente, en un intento de recuperar la forma física de su época militar, lo cual explica que el pantalón le quede levemente más ancho que cuando se lo compró –dijo todo aquello a una velocidad pasmosa y con un tono que se debatía entre arrogante y hastiado, como si le estuviese explicando a un niño pequeño que dos más dos son cuatro-. Resumiendo, es su primera cita y no se le ha ocurrido nada mejor que intentar impresionar a la chica que cree que le gusta con el cliché de comprarle flores.

John abrió un poco la boca, haciendo una pequeña "o" con los labios. Todo lo que acertó a decir fue "wow". Ahora le tocó al florista fruncir el ceño, molesto, como si le extrañase su reacción. Entrecerró los ojos, observándole con un renovado interés; el médico sintió que le estaban pasando por una máquina de rayos X.

-¿Cómo ha hecho eso? –se atrevió a preguntar, una vez recuperado de la impresión. El dependiente se encogió de hombros.

-Simple y pura observación –acto seguido se despegó del mostrador, ignorándole y acercándose a un enorme mural de flores. Estuvo dos minutos observándolo, paseando la mano con cuidado entre lo que parecían cientos de pétalos distintos. John le miró, sin atreverse a decir nada ni a moverse siquiera. Apreció sus dedos largos y finos deslizarse entre las flores con cuidado, casi con cariño-. Primera cita, entonces… -oyó que murmuraba, más para sí mismo que para su cliente. De repente y con un ademán rápido sacó una flor rosa palo como por arte de magia, volviéndose hacia él:

-Los ramos están muy vistos y son muy aparatosos. El simple hecho de llevar flores a una cita ya es un cliché completamente banal y desprovisto de originalidad, pero al menos asegúrate de llevar la apropiada –había pasado a tutearle como si nada. Le tendió la flor y el médico casi que la cogió con miedo, como si se fuese a romper al más mínimo roce. Cuando quiso darse cuenta el dependiente estaba junto a él, concentrado en la flor mientras que seguía hablando-. ¿Ves la forma de las hojas? –Pasó uno de sus dedos por ella, acariciándola con suavidad, y John se estremeció- Se asemeja a una espada romana llamada gladius, de ahí su nombre, gladiolo. En su época esta flor se entregaba a los gladiadores que triunfaban en la batalla. Simboliza la victoria, y al ser rosa asociada al amor, así pues el éxito de tu cita. Un gladiolo rosa. Es la flor perfecta –finalizó, con un tono orgulloso.

-Gr… gracias –soltó el médico, mirando la inofensiva flor con otros ojos. Cuando levantó la vista su misterioso dependiente ya estaba de nuevo detrás del mostrador, como si no hubiese sucedido nada, esperando-. ¿Cuánto es?

-Tres libras.

John dejó las monedas en el mostrador. Después miró respectivamente la flor que descansaba en su mano y al florista, sin saber muy bien qué hacer. Estaba completamente descolocado, desorientado, sin procesar del todo lo que acababa de ocurrir. Carraspeó, incómodo ante la mirada inquisitiva del moreno, murmuró un segundo "gracias" (sintiéndose un poco ridículo y poniéndose rojo) y se encaminó hacia la puerta.

No obstante antes de cruzar el umbral se armó de valor, dándose la vuelta.

-Soy John, por cierto –dijo, sin saber muy bien por qué.

-Sherlock –respondió el hombre al cabo de un momento.

Entonces sucedió algo que no había pasado hasta entonces: el florista sonrió. Fue algo muy leve, casi inapreciable, pero sonrió. Y pasó de ser tan inalcanzable y altivo como el David de Miguel-Ángel a ser alguien mucho más humano, cercano…, por una fracción de segundo. Tan fugaz que John pensó que se lo había imaginado. Parpadeó y Sherlock ya había desaparecido tras la cortina del mostrador, dejándole solo en la tienda con un gladiolo rosa entre las manos.

Atravesó la puerta y volvió a Londres, al frío, gris, húmedo Londres, y sintió que una parte de él ya echaba de menos el calor acogedor de la floristería repleta de vegetación. Una alarma resonó en su cabeza, recordándole por qué había entrado ahí en un primer lugar: Mary. Miró su reloj y se percató de que ya llegaba cinco minutos tarde. Mierda. Maldijo entre dientes, cruzando la carretera sin prestarle atención al semáforo en rojo, pasándose una mano por el pelo despeinado. Mary ya estaba ahí, esperándole, tan bonita como siempre.

-Perdón por la tardanza.

-No te preocupes, solo han sido cinco minutos –replicó, con una sonrisa. Aun así por detrás podía apreciarse un sutil "llegan a ser más de cinco y sí tendrías que preocuparte". John le tendió el gladiolo a modo de disculpa, con una sonrisa de circunstancias, y los ojos de su cita se iluminaron un poquito.

-¡Oh, una flor! Muchas gracias. Qué bonita –dijo, sin más, llevándosela a la nariz para olerla-. ¿Nos vamos?

John no lo pudo evitar. No pudo evitar pensar "no es una simple flor, es un gladiolo rosa. Fíjate en las hojas, son como espadas romanas. Fíjate en la suave curvatura de los pétalos. Fíjate en el pálido color rosa, moteado de blanco en el corazón".

Casi podía ver de nuevo las manos de Sherlock deslizándose por la flor, enseñándola como quien enseña lo más bonito del universo, con cuidado divino, con una dedicación absoluta, y un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

Pero la rubia le cogió del brazo con una sonrisa de oreja a oreja, sacándole de sus pensamientos calle arriba, hablándole sobre su día, y poco a poco el incidente del gladiolo rosa se quedó relegado a un segundo plano, olvidado dentro del bolso de Mary Morstan.


ESTRENAMOS AU. La idea de Sherlock como florista me seduce muchísimo, no lo puedo evitar. A ver qué tal me va.

Qué duro es eso del amor a primera vista al creerte hetero, ¿eh?