A la sombra de la Acrópolis.

(Grecia-Antigua Grecia)

Nota del autor: pequeño drabble especialmente para las madres en su día. Especialmente dedicado a todas las madres que consuelan a sus hijos en los días de angustia, (incluso a la mía, que aunque no la lea, sé que le gustaría).

Grecia y Antigua Grecia le pertenecen a Himaruya.

Espero que les guste este pequeño regalo del día de las madres.

Los últimos años habían sido bastante nefastos para Grecia. La crisis económica y la inestabilidad política lo estaban carcomiendo, del lozano chico de otras épocas quedaba poco. Estaba demacrado, débil, cada vez más cerca al cansancio, enfermo.

Y se había vuelto neurótico, desconfiado y algo amargado.

Había tenido que confiarle sus gatos a Japón para que no padecieran los estragos de la crisis. Solo quedó con Amaltea, su gata más vieja. Recordaba que Amaltea era un obsequio especial de su madre, según ella la gata había sido concedida por los mismos dioses para que protegiera a su hijo. De entre todos sus gatos Amaltea era la consentida de Heracles.

Su madre. No podía evitar extrañarla en aquellos tristes momentos.

Había decidido subir hacia la Acrópolis de Atenas, necesitaba un momento de tranquilidad, olvidarse de todos sus problemas, olvidarse de la maldita presión de tener encima a Alemania y al resto de la eurozona para que aceptase el plan de ayuda, olvidarse de su jefe, el señor Venizelos y sus infructuosos intentos de hacer funcionar la moribunda coalición de gobierno, olvidarse de la maldita crisis que lo estaba corroyendo, de las repetidas quejas de su gente, de los disturbios y motines, del desgobierno salvaje que lo estaba acabando, de todo.

Llevaba consigo a Amaltea y una botella de ouzo, para ahogar sus penas. Había comenzado inevitablemente el ascenso, recordando con algo de nostalgia los días en los que ascendía con su madre hacia los templos de la colina durante los festivales en homenaje a la diosa Atenea.

Siguió ascendiendo, mientras la gata caminaba al lado suyo. Amaltea era una gata de lustroso pelo plateado, con algunas manchas grises, y unos ojos verde oliva similares a los del griego. Al llegar al Partenón, otrora templo sagrado de atenea, mirando nostálgico el panorama de la ciudad, no pudo evitar reprimir el llanto, y dos lagrimas cristalinas rodaron por sus mejillas.

Se recostó en uno de los pilares del templo, mientras bebía largamente del ouzo, acariciando a la gata, la cual se acurruca a su lado, como si quisiera consolar la pena de su amo, mientras el intenta ahogar la pena de no tener a su madre en alcohol.

Necesitaba sentir unas palabras de afecto. Recibir y fundirse con ella en un cálido y reconfortante abrazo. Oír una voz de consuelo.

La extraña, de eso no hay duda.

La gata se acerca, frotándose en el brazo del helénico, a modo de consolación. Repica el celular del griego, no hay duda que sea Alemania presionándolo para que acepte los planes de ayuda. O quizás sea el señor Venizelos.

—Que Alemania se encargue de sus malditos problemas —espeta el griego con rabia, lanzando el celular al vacío del precipicio.

Después de dos tragos más de licor, que le corroen la garganta, se tiende a dormir.

Y sin embargo, distingue claramente a la mujer de larga túnica azul clara, de larga y frondosa cabellera café, ojos verde oliva y sutil sonrisa.

— ¿madre?

Helena simplemente sonrió, mientras llevaba consigo una frazada transparente de color azul nocturno, con bordados plateados en forma de estrellas.

—mi pequeño, ¿por qué estás entregado a los placeres de Dionisio? —le decía la mujer a modo de sutil reprimenda, mientras lo acobija con la frazada.

El griego sonrió sutilmente en medio de su embriaguez.

—Ya no soy un niño, madre. —Respondió sonriente— He crecido, y con el ouzo al menos ahogo mis problemas.

La hermosa mujer lo mira de forma severa, pero sonríe dulcemente, mientras le quita la botella de licor al griego de cabellera café.

—no debes evadir así tus problemas mi Heracles, debes enfrentarlos con valor y astucia

—pero no quiero seguir luchando más madre —le contesta Grecia desesperado— todos esperan cosas de mi que no puedo hacer, estoy cansado, no quiero seguir viviendo esta vida más.

Luego antigua Grecia le acaricia con cariño el cabello, limpiándole las desesperadas lágrimas, intentándolo consolar con ese cariño intuitivo de madre, que puede aliviar los peores dolores del cuerpo y del alma.

—no llores mi niño, todo tiene solución en esta vida… —le dice la antigua Grecia a su hijo de forma pausada— tienes que seguir viviendo por ti, por ellos.

—no sabes cuánto te extraño.

E inmediatamente Grecia se abraza desesperado a su madre, intentando buscar consuelo en su regazo, intentando buscar algún consuelo a su desesperada situación, a las constantes reprimendas de Alemania, a los reclamos de su gente, a la inestabilidad política de su gobierno.

Simplemente quería dormir, dormir en el regazo de su madre como en aquellos días cuando era pequeño, y ella velaba por su sueño, acomodando su grácil cabellera y contemplándolo. Simplemente quería dormir para nunca despertar. Y olvidar aquella agobiante crisis que lo carcome.

—siempre estaré contigo, mi niño… siempre.

Y dicho esto, ella se esfuma en el viento, como si fuese una simple ilusión.

…..

Japón estaba realmente preocupado por el griego. La crisis económica de este lo estaba golpeando gravemente, y lo estaba afectando demasiado.

Pero al ver a la gata del griego, Amaltea, en su casa, sintió que algo sucedía con Heracles.

Sin embargo, no se explicaba el hecho de que la gata del heleno se apareciese repentinamente en la puerta de su casa. Amaltea era uno de los gatos más fieles de Grecia, mantenía a su lado todo el tiempo, la gata prácticamente no se despegaba de él.

E inmediatamente parte en un vuelo directo hacia Atenas, junto con la gata, la cual se había sentado en las piernas del japonés. Pero al llegar al aeropuerto, Amaltea se escapa, por lo que Japón la intenta buscar infructuosamente, aunque pareciera que ella lo orientara hacia un lugar en específico.

Solo al ver que la gata sube al funicular de la Acrópolis, entiende sus intenciones.

Japón corre desesperado hacia las ruinas de la Acrópolis buscando al griego de ojos verde oliva, pues no por nada la gata preferida de Grecia había llegado a la puerta de su casa.

Y después de horas y horas de buscarlo entre los diferentes templos, lo encuentra recostado al pie de uno de los pilares del Partenón, dormido y arropado con una manta traslucida azul oscura con bordados de estrellas.

—Japón, ¿Qué haces aquí?

—etto… Grecia-san, su gata apareció en mi casa. —Respondió el oriental— vine a traerla de vuelta.

— ¿Amaltea?, ¿en tu casa?

El griego había quedado perplejo. La gata por su parte estaba al lado del japonés, no dudaba de eso. Miró la frazada, la misma del sueño.

—Japón ¿tú me arropaste con esta frazada?

—no, Grecia-san, cuando vine usted ya estaba así.

Miró con atención la frazada de delicada factura. Y al sentir el suave y transparente lino no pudo evitar sonreír, mientras recordaba nostálgico las palabras de su madre en un tenue susurro.

Siempre estaré contigo, mi niño… siempre…