Cuando llegaron ella estaba dormida. A día de hoy todavía es capaz de remembrar las lechuzas ululando en el bosque que circundaba a la aldea y la oscuridad que envolvía dulcemente sus ojos. Todavía siente el tacto de las cálidas pieles sobre las que se acurrucaba entre sus hermanos y los suaves besos de su madre en su mejilla, un 'que descanses tesoro' tan quedo que ni el aire se movía entre las palabras.
No sabría decir lo que la despertó, pero sí lo que vio al abrir los ojos: un resplandor rojo, ardiente como el mismo infierno, que se abalanzaba sobre ella. Ruidos de lucha en el exterior, grandes monstruos luchando contra los suyos, su familia, y destrozándolos. Explosiones seguidas de gritos de almas rotas que lloraban sus pérdidas.
Dyagohgwenni, descalza y con las ropas manchadas de barro, supo entonces una cosa.
Su mundo acababa de cambiar para siempre.
