En la hermosa París en una de sus colonias adineradas, se erguía imponente una mansión de líneas limpias y algunos detalles que recordaban a la antigua Grecia.

De las grandes paredes se escurrían las gotas de lluvia que anunciaban que Octubre había llegado una vez más a los calendarios, creando su propia melodía que era perfectamente audible en todos los rincones de aquel hogar que parecía desierto casi en su totalidad, a excepción de dos habitaciones de todo el lugar.

En la planta baja, se encontraba el estudio donde trabajaba un hombre rubio que poseía una mirada con la capacidad de helar a cualquiera en el más caluroso verano y en la segunda planta, en la esquina del gran ventanal que no parecía tener fin estaba un chico rubio de cálidos ojos verdes, recostado en la pared del inmenso closet viendo cómo la lluvia se estampaba contra el ventanal de su habitación.

Las luces del dormitorio estaban apagadas, pero a pesar de eso era perfectamente visible todo lo que había en el lugar por la luz que entraba desde el exterior. Adrien Agreste se encontraba cabizbajo, aquellas fechas le eran poco agradables a pesar del tiempo y solo aumentaban su nostalgia.

A pesar de eso no podía evitar sonreír de vez en cuando, la presencia de la lluvia lo hacían sentirse tranquilo; desde temprana edad le habían fascinado y ahora que era un poco mayor solo sabía relacionarlo con buenos momentos. Pues, aunque el clima significaba que no podía salir a jugar cuando era niño, daba pie a otras actividades igual de divertidas como hacer un fuerte en medio de la sala, ver una película animada o tomar un buen chocolate caliente acompañado de unas cuantas golosinas para brindar calor.

Todas estas incluían la bella sonrisa de su madre que en tan solo una mirada podía transmitir todo el amor que le profesaba. En ese entonces pensaba que la felicidad era infinita, lo cual le hizo más difícil recibir el primer golpe de realidad.

Ese mismo día, pero hace mucho tiempo atrás su madre había fallecido, dejándolo en su situación actual.

Podía recordar perfectamente toda esa etapa de su vida y cómo se había iniciado abruptamente.

Se dio un lunes, en la tarde. Cuando Adrien tenía nueve años y se disponía a jugar en el patio trasero; el olor de galletas recién horneadas había intervenido su camino y con una enorme sonrisa desvió sus pasos hasta la cocina. Su madre siempre había sido una mujer sencilla, que disfrutaba de consentir a su familia; por lo cual era fácil encontrarla en la cocina, preparando galletas de mantequilla que eran sus favoritas.

Y aunque su esposo siempre le recordaba que el chef podía hacerlas amablemente si ella se las pedía no lo hacía. Disfruta realizar esas pequeñas muestras de dulzura.

Adrien giraba en sus manos el balón de futbol con el que pensaba jugar, dejándolo escapar de entre sus manos cuando entró a la cocina. En ella se veía a su madre, desplomada frente a la mesa para cortar, a su alrededor la charola junto con las galletitas que aún estaban calientes al apenas ser sacadas del horno.

La sonrisa que el niño tenía en sus labios se borró en un segundo. Nunca le había costado tanto moverse, pero se obligó a hacerlo mientras gritaba el nombre de Natalie implorando su ayuda. Ignorando las lágrimas que recorrían su rostro por el shock y deseando que alguien le asegurara que todo iba a estar bien, aunque no fuera a ser así.

Ahora que lo veía en perspectiva se sentía un idiota, había permitido al miedo calarle hasta los huesos en su día. Al mismo tiempo no se lo recriminaba, era un niño después de todo.

Ese año había sido toda una odisea, que pasaba lentamente ante sus ojos incapaz de poder cambiarla.

Pasó de un día a otro sin poder ver a su madre cada día, pues esta se encontraba en el hospital y el único que tenía permitido ir a verla eran su padre, mientras que él se quedaba a cuidado de Natalie. Y sin importar cuantas veces lo pidiera, nunca le dejaban ir a verla; siempre tuvo miedo de saber si realmente se trataba de una norma del hospital o si era su padre que no quería que él fuera. O peor aún, que su madre no quisiera verlo.

A veces es mejor no saber la verdad.

En esa temporada de su vida se había visto obligado a escuchar desde los rincones oscuros las conversaciones que su padre mantenía a través de su teléfono celular, pues nadie le decía nada sobre el estado de su querida madre ni cuándo iba a volver. Escuchando que su padre permitía las cirugías necesarias para la mejoría de la mujer amada.

Gabriel Agreste había cambiado mucho en ese tiempo, dando un cambio drástico junto con las circunstancias, nunca había sido el padre más amoroso del mundo; siempre tenía una expresión sería en su rostro después de todo. Pero cuando sonreía siempre era para él y para la mujer que era la luz de sus vidas.

Ahora era un hombre con una mirada vacía por aquella situación mezquina donde sus esperanzas se veían derrumbadas tras cada operación que se le hacía a su esposa; descansando pobremente en el sillón de la habitación de aquel hospital donde se encontraba su emujer, preocupándose por darle ánimos a la fémina cuando eran él y el pequeño Adrien quienes más los necesitaban.

Para el joven chico su situación era simple; lo mejor que podía hacer era no causar problemas de ningún tipo. No podían llamarle la atención en el colegio, que no se le pasará por la cabeza no realizar cualquier actividad que le dictará Natalie, ni siquiera tirar y por ende romper accidentalmente un vaso de cristal puesto que notaba el estrés en el que se encontraba su padre. A veces hasta le daba miedo respirar en su presencia.

Se decía a si mismo que esa era la única forma de ayudar en medio de aquella situación en la que se sentía inútil. Pero es que no había nada que él, ni siquiera su padre pudieran hacer contra el mal que albergaba a la señora Agreste. Solo podían esperar una mejoría.

Llego un día en el que dirigiéndose a su habitación tras regresar del colegio escuchó estruendos en la que era la oficina de su padre, estos habían parado tan abruptamente como se iniciaron dando lugar a un sonoro llanto que no duro más que un minuto, pero que no por eso habían sido menos impactantes para Adrien.

Vio a Natalie pasar a un lado de él sin siquiera ser notado, viendo como entraba en la oficina para después escuchar gritar a su padre que todo estaba bien, que él lo limpiaría. Aquel grito se convirtió rápidamente en un susurro, Natalie tan rápido como entro se fue, ignorando nuevamente la presencia de Adrien que se había quedado inmóvil en medio del vestíbulo principal de la mansión.

El señor Agreste había sentido como la cordura se le escapaba entre las manos en ese instante, pero logro tomarla de vuelta antes de terminar de perder el poco control que aún mantenía, él sabía que aún no podía dejarse vencer, que a pesar de que los doctores dieran una negativa ante la mejoría de su esposa el fin podía darse dentro de años o esa misma noche.

Claro que esta información no había llegado a los oídos del joven Agreste que ahora escuchaba a su padre ordenar lo que fuera que hubiera tirado en su oficina.

Nuevamente lo escucho hablar por el teléfono de su oficina, diciendo que no le importaba lo que dijeran los médicos, ella se mantendría en el hospital y no regresaría a casa sin importar el tiempo que pasara. Ese era el único control que el hombre tenía en todo el asunto y no estaba dispuesto a abandonarlo.

Aquella noche Adrien no pudo dormir, de algún modo entendió que no volvería a ver a su madre y esto oprimía constantemente su pecho mientras lloraba silenciosamente escondido en su cama.

El tiempo siguió su curso, dando paso a días que parecían más tranquilos y que le permitían a Adrien imaginar que ese podía ser el día en el que vería a su madre pasar por el umbral de la mansión, correría hacia él y lo rodearía con sus brazos, llenándolo de besos y diciéndole cuánto lo amaba y cuánto le hacía falta mientras que su padre los veía desde el mismo umbral con un rostro cansado pero una sonrisa sincera y el brillo de regreso en sus ojos.

Llenando el vacío que sentía en su pecho y que todo volvería a ser pura felicidad.

Pero así como ese pensamiento le calentaba el corazón, una pequeña voz llamada conciencia le susurraba muy bajito que eso no pasaría nunca y él volvía a concentrarse en cualquier actividad que estuviera haciendo, cada vez más cabizbajo.

A veces aparecía Chloé en su casa para jugar, la pequeña podía hacerlo olvidar, aunque fuera por efímeros momentos lo que pasaba a su alrededor; hija de uno de los grandes amigos de su padre, o al menos eso entendía Adrien que no sabía exactamente cómo funcionaba la amistad entre adultos.

Ella seguía siendo una niña bastante mimada a pesar de su edad, cosa que nunca decía en voz alta pues sabía que era un comentario grosero y que aunque fuera real no debía decirlo o podría lastimarla y no podía hacerlo, no a ella que siempre sería su primera amiga.

Pasaron tres meses después de aquel día en el que su padre había perdido el control, era un tres de Octubre, donde el sol brillaba radiante anunciando un gran día. O eso pensó Adrien antes de notar un traje de vestir completamente negro en vez de su característica ropa para el colegio preparada para él cuando salió de darse un baño.

Algo dentro de él le daba mala espina toda esa situación, pero se puso el traje intentando ignorar lo que aquello significaba. Al salir de su habitación para ir a desayunar noto todo lo que sucedía a su alrededor; vio todos los arreglos florales inundando el vestíbulo principal. Después de aquello Adrien sudó frío mientras veía cómo metían al mismo vestíbulo un cajón funerario.

Ese día solo pico su desayuno antes de afrontar el día que le deparaba.


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