• EL LENGUAJE DE LOS IDIOTAS •
El travieso Gunji
I.
Me pareció que transcurrían siglos allí de pie frente al escritorio, apreciando los contornos de la madera. Tuve la impresión de que la sala se enfriaba repentinamente cuando oí que alguien abría la puerta tras de mí. El más alto de los sirvientes de Árbitro se levantó para verificar de quién se trataba…
Si bien el inesperado visitante no fue suficiente para hacer que me diera la vuelta, lo fue el balbuceó de sorpresa que emitió Kiriwar. Se había quedado de piedra y yo también.
—¿Dónde está? —dijo sin alteración alguna en la voz—. Díganle que traigo lo que me pidió.
Como siempre erguido en silencio. Un tipo de inaudita calma, rodeado de misterio. Todos los presentes enfocamos nuestra atención en él. Había logrado cautivarnos… de nuevo.
—¡Shikitty! —exclamó el único que se atrevía a llamarlo de esa manera tan descarada—. Árbitro se fue hace tres horas y no ha regresado.
—¿Cómo que "se fue"? ¿A dónde pudo irse sin que lo maten? —Shiki avanzó hasta donde estaba yo y dejó su recado sobre el escritorio. Instintivamente dejé de respirar. Él pareció vacilar unos instantes y luego reparó por primera vez en mi presencia. Tuve algo así como un escalofrío cuando me miró examinándome—. Creí que eras el perro sin ojos de Árbitro.
Erguí el cuello ofendido y alterado, pero no le respondí.
—No me digas que lo esperas también —continuó—. Si es para lo que creo, me voy a quedar sin trabajo.
—No sé de qué me hablas.
—Nunca sabes de qué hablo, perrito.
El diminutivo no pudo causar mucho más en mí que asco y resentimiento. Viejas heridas comenzaron a abrirse. De pronto supe que no sería capaz de soportar más tiempo cerca de ese sujeto. Sin embargo, cuando hice ademán de alejarme, me sujetó por el brazo; y entonces, preso del impulso, le mandé un puñetazo que esquivó con desconcertante facilidad.
—Muy lento —dijo y se echó a reír.
Después adoptó una actitud serena, como si mi repentino intento de golpearlo hubiese sido una venia amistosa para él. Me observaba a través de unos ojazos que denotaban experiencia. Sus mejillas eran más tersas y su cara más blanca de lo que recordaba, daban ganas de acariciarla para comprobar que no se trataba de un muñeco de plástico.
—¿Qué tal la vida sin mí? —musitó con prepotencia.
—Gratificante —respondí sin rencor.
—Puedo ver que estás más delgado.
—Y tú más... no, tú sigues igual.
Mientras hablábamos nos habíamos situado de tal forma que nuestros cuerpos se rozaban, sin mirarnos, porque así era la única manera en que podíamos respirar el mismo aire.
—¿Y esos cortes? —preguntó en lo que indicaba con la mirada unos rasguños en mi brazo izquierdo que él mismo me había ocasionado—. ¿Tanto me has echado de menos?
Intenté reponerme para seguir el juego sin enojarme.
—Claro, no sabes lo mucho que añoro sufrir, llorar, curarme los chipotes... y ah, recoger el cabello que me arrancabas cuando te corrías. Pero dime, ¿es cierto eso de que me has extrañado tanto que has tenido que preguntar por mí?
—Pues sí. Ya no hay a quien joderse por las noches… Salí a buscarte al prostíbulo un día pero me dijeron que te habían despedido por sucia —compuse una mueca de fastidio. Shiki siempre tendría algo abusivo para decir. Acercó el rostro a mi oreja y su voz adoptó el tacto de un paño de seda—. ¿Aún la tienes? —murmuró al ver que yo no contestaba.
—¿La cruz?
—Ajá.
—Uhm, tal vez —me rasqué el cuello para mostrar con disimulo la cadena plateada.
Shiki me empujo suavemente con su hombro, sonriendo, en un gesto íntimo de amor.
—Tú me debes una cosa.
—Te ofrecí mi calcetín y me pegaste.
—Porque yo quería la chaqueta…
Iba a replicar con algo meloso pero me detuve al darme cuenta de que habíamos estado hablando en susurros, como suelen hacer los amantes antes de disponerse a compartir la cama. Eso sumado al hecho de que estábamos tan cerca… Miré en derredor para cerciorarme de que nadie nos prestaba atención antes de cualquier cosa. Kiriwar estaba en el sofá, pero Gunji…
De pronto, la cabeza del rubio apareció entre las nuestras. Solo su boca y nariz eran visibles.
—Ho-la —saludó. Luego gritó haciendo que nos sobresaltáramos.
—¿Qué quieres? —mascullé tratando de apartarlo.
—A ver, poned las manos así.
—¿Para qué?
—Ahh... Solo háganlo.
Shiki desvió la mirada fastidiado:
—No tengo tiempo para estas tonterías.
Gunji compuso una mueca de decepción, estiró el labio hacia mí y después de gruñir un poco hice lo que me pedía.
—¿Qué con eso?
El rubio volvió a sonreír, como Shiki no había querido cooperar, le agarró el brazo a la fuerza y lo puso junto al mío. Lo malo vino cuando sacó unas esposas metálicas y deliberadamente las enganchó a nuestras muñecas, uniéndonos. Todo en un segundo. Comprendí lo que estaba ocurriendo al rato, Gunji nos abrazó toscamente por los hombros.
—Listo, estáis casados.
Comencé a tirar de la cadeneta con ahínco. Shiki al percatarse también de la situación, se volvió con elegancia y le metió a Gunji el mango de la catana en la boca con tal fuerza que lo sentó en el sofá.
—Agradece que fue por ése agujero y no por otro, hijo puta.
Miré el empaque que antiguamente contenía las esposas, ponía una imagen supremamente afeminada seguida de un letrero corriente: "Esposas mágicas, cásese con quien guste."
—No trae las llaves —anuncié.
Shiki me arrebató la caja y se la arrojo a Gunji, que ya se reponía, dejándolo sentado otra vez.
—¡Te quedas ahí!
—Tal vez puedas romperlas —sugirió Kiriwar, uniéndose al caos.
—No se puede —habló Gunji— ¡Son máaagicas!
Shiki estuvo a punto de lanzarle el escritorio. Tomó las esposas por cada extremo sin importarle si me lastimaba y tiró de ellas, pero el metal ni se inmutó.
—¿Qué diablos…? —dijo Kiriwar—. ¿Perdiste la hombría Shiki?
—¡Es el amor! —continuó su amigo partiéndose de risa. Yo me sonrojé, adolorido.
—No se rompen, ¿no escuchaste? Son máaagicas —comenté imitando el peculiar acento de Gunji.
—Cállate, ¿cómo puedes creerle a ese retrasado?
Los sirvientes de Árbitro continuaron carcajeándose mientras Shiki intentaba cortar la cadena con la catana, con sus manos, tirando de ella, de mí.
—Pon un poco más de resistencia —se quejó.
—¡Me duele!
—No se romperán dándole besos, tonto. O aguantas esto o te corto la mano.
Tragué saliva.
—Gunji, ¿dónde están las llaves? —le pregunté.
—No tengo idea.
—¡Ahhhh! —se exasperó Shiki lanzándose hacia él, llevándome consigo y a los objetos que se nos atravesaban.
Kiriwar gozaba con el sufrimiento ajeno.
—¡Shiki! —gritaba yo aferrándolo, pero él me levantaba sin problemas y mi patético intento por contenerlo parecía más un abrazo.
—Me enferma tenerte tan cerca por más de diez minutos al día, Akira. Aléjate.
—Oigan, ¿por qué no buscar la llave en lugar de estrujarse los cabellos como mujercitas?
—¿Y tienes alguna idea de dónde puede estar? —Shiki replicó con cinismo.
Kiriwar sonrió. Se apartó lentamente, dejando ver una puerta marrón que estaba detrás. El despacho de Árbitro.
