Garganta de algodón.

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Lágrimas apasionadas brotan una tras otra de los ojos bermejos. Hinami no entiende por qué llora. Hinami deja que las lágrimas caigan sin compasión y formen estrías saladas en sus mejillas pálidas ahora cubiertas de sangre.

Sangre que no es suya pero desearía que lo fuera. Todo movimiento cesa y su alma cesa también, tal pareciera que el corazón se detiene de la misma manera; su cuerpo no duele a pesar de que probablemente es una de sus extremidades la que ha terminado a treinta metros lejos de ella, pero no lo sabe. Las lágrimas se aglomeran en sus ojos de manera compulsiva y luego mira cada hueso roto y el cuerpo destazado que ha apoyado en sus piernas.

A veces no entiende por qué se cuestiona el que la gente se vaya o se quede. Su padre, su madre, Kaneki, Touka ¿Qué le hizo creer que con ese conejo embustero y mentiroso sería diferente? Puede que nadie lo sepa, teme contar la realidad por temor a las burlas en esa organización llena de sujetos incorrectos; pero el significado de la palabra "alejarse" se la ha enseñado el peli-violáceo. Por eso son sus manos las que se aferran a la ropa maltrecha y son sus ojos los que gotean como si estuviera descompuesta.

Hinami siempre estuvo descompuesta.

Siempre creyó que los finales felices venían acompañados de un príncipe encantador sobre un corcel blanco galopando tan rápido y tan fuerte hasta la torre más alta. Fue tarde cuando se dio cuenta de que odiaba los cuentos con finales felices, fue tarde cuando Kaneki le mostró el calor que el horror y la miseria podrían traerle de una lectura sumida en la angustia y el dolor. Porque esto era la vida real.

Esto era el cuerpo de Ayato completamente desmembrado y los ríos de sangre que se confundían con los ríos de sus lágrimas. Por un momento Hinami volvió a ser la mocosa llorona que ahora odia y que vio a sus viejos morir y que mató a tanta gente. Ésta era su vida, esto era su mundo y era todo lo que las novelas de ficción y romance no te cuentan: a veces el amor no lo puede todo.

El amor no te va a devolver a tus seres queridos ni los litros de sangre o las extremidades que has perdido en la batalla aun cuando los años pasen y vuelvas a ver rostros conocidos, aun cuando haya peleas entre distritos o tus padres mueran. Esto era la realidad asquerosa y cruel que los libros de Kaneki reflejaban y la poesía de la vida, Ayato era el réquiem de su vida que se componía forzosamente por los lazos de la sangre que ahora brotaba sin descanso del cuerpo maltrecho.

Pero fue precisamente quien ahora yacía como peso muerto entre sus brazos quien le enseñó otro tipo de horror, uno que le carcomía cada órgano y que le hacía despertar cada noche sudorosa gimiendo de dolor: el horror de conocerlo. El horror de conocerlo hizo que se quedara para siempre grabado como una huella en su piel y esta le intoxicara cada célula hasta que las palabras de esos estúpidos libros de ficción romántica cobraban sentido.

Nunca pensó que él, de verdad estuviera tan loco como para sacrificarse por ella.