N de la A:
Escribí esta historia cuando tenía 15 años. Espero que os guste.
Antes de leerlo, debéis saber que hay muchos parecidos con Diez negritos de Agatha Christie e incluso el principio es exactamente igual. Por favor, no os enojéis por ello, dado que nunca tuve intención de publicarlo y por eso no me importaba copiar. El argumento lo saqué de Detective Conan, así que yo no he inventado nada, solo le he dado forma. De todas formas, aunque hayáis leído ambos libros, hay muchas diferencias.
Un abrazo,
Capítulo I
Reunión de grandes detectives
En un asiento del vagón de primera clase para no fumadores, el detective Bernard de Andrézy, conocido únicamente en Francia (y desde hacía relativamente poco) leía con interés las noticias de la mañana del The Times.
Dejó el periódico y miró por la ventanilla. En ese momento el tren atravesaba el condado de Croydon. Consultó su reloj: todavía quedaba una hora de viaje.
Recordó entonces los artículos publicados en la prensa sobre la isla de Kinnaird. Comprada en 1805 por el conde Clover Hawkins, hizo construir una mansión a la cual, más tarde, denominarían la Mansión del Crepúsculo. Fue el propio conde quién diseñó los planos de la casa. Todo lo que había en ella, los pomos de las puertas, el suelo, incluso la vajilla y los cubiertos llevaba su emblema.
Pero hacía 40 años, en una noche tormentosa, ocurrió una tragedia capaz de helar la sangre en las venas.
Se celebró en la mansión una fiesta para conmemorar la muerte del conde, a la que se invitaron grandes nombres del mundo de las finanzas. Aunque en realidad encubría una subasta de las valiosas piezas artísticas que el conde Hawkins había coleccionado en vida. Había más de 300 objetos y se preveía que la subasta durara unos tres días.
Pero la noche del segundo día acudieron a esta mansión dos hombres empapados. Los dos dijeron que se habían perdido en plena tormenta y querían refugiarse en la mansión hasta que pasara. El organizador de la subasta se resistió al principio a dejarles pasar. Pero los dos hombres le dieron una hoja como pago y cambió repentinamente de opinión. El organizador, siguiendo sus instrucciones, lió la hoja y se la fumó como un cigarrillo. Al poco rato su humor era excelente, así que les aceptó en la mansión. Los demás invitados también recibieron hojas y la mansión se llenó inmediatamente de humo.
Al cabo de poco rato uno de los invitados empezó a discutir con otro por los objetos artísticos y pronto se formó el caos en la sala. Al amanecer del día siguiente los dos hombres desaparecieron, llevándose las obras de arte, y dejando tras de sí a más de una decena de personas inconscientes.
Y aquella era la estrambótica historia de la mansión a la cual se dirigía Andrézy. No pudo evitar una sonrisa ¿Por qué no? La cosa prometía. Además estaba la firma de la carta que había recibido. Necesitaba saber quién era.
En ese momento el tren paró en la estación de East Croydon y una señorita entró en su compartimento. Era rubia, con el pelo recogido en un peinado muy elaborado, tenía el semblante serio y una mirada fría.
― ¿Puedo? ―le preguntó al detective señalando el asiento vacío.
― Por favor ―contestó él cordialmente.
La dama se sentó, sacó una carta y se dispuso a leerla, cuando Bernard de Andrézy reconoció la escritura.
― ¡Oh! ¿Usted también se dirige a la Mansión del Crepúsculo en la isla de Kinnaird?
La señora levantó la vista sorprendida.
― Así es ―contestó
― ¡Ah, caramba! ¡Menuda casualidad! ¿Pero cómo? ¿Usted también es detective? ―prosiguió Andrézy emocionado.
― En efecto ― volvió a contestar ella, mujer de pocas palabras.
― Vaya ¡Qué extraño! ¿Para qué querrá el señor a dos detectives? Con uno ya bastaría ¿No cree? Lo cual, madeimoselle, no significa que tuviera que ser yo, no me mal interprete. ¡Ni mucho menos! Todo lo contrario, yo sólo soy un detective principiante ¿Sabe? Pero la verdad es que toda esta historia de los ladrones macabros me tiene intrigado. ¡Cuadros, copas, vajillas, alhajas…! ¡Todo robado! ¡Qué maestría, qué delicadeza! Aunque nunca podría apreciar sus métodos, claro, tan… poco sutiles, por así decirlo ¡Pero qué diablos! ¡Si aún no nos hemos presentado! Bernard de Andrézy, para servirle.
― Cornelia Gray ―dijo ella simplemente, con esa brevedad tan característica.
― ¡No me diga! He oído muchas cosas sobre usted en los diarios, ¡la famosa detective que es capaz de resolver un crimen sin salir de su habitación o formulando una simple pregunta! Seria y trabajadora no hay misterio que se le resista. Con usted en la mansión poco voy a poder hacer yo. Me siento afortunado de poder conocerla al fin en persona… ― hizo una pequeña pausa, pero al ver que no contestaba, continuó su monólogo― ¿Y bien? ¿Sabe usted qué es lo que quiere el señor de nosotros? No querrá que encontremos los objetos artísticos, ¿no? Los robaron hace mucho tiempo…
― No lo sé ― contestó Gray aburrida.
Andrézy, al ver que era imposible entablar una conversación con ella, se rindió, y con un suspiro, se bajó el sombrero y se puso a dormir.
Joseph Rouletabille, sentado en un vagón de tercera en compañía de cinco pasajeros, cerró los ojos con la cabeza recostada hacia atrás. ¡Qué calor más sofocante hacía dentro de aquel compartimento…! ¡Qué ganas tenía de llegar! Últimamente no tenía nada que hacer y eso le frustraba. Desde que dejó el periodismo y se dedicó en pleno a la investigación, le habían surgido pocos casos interesantes. Nada como el Cuarto amarillo. Quizás por eso había aceptado su último trabajo, el cual le había llegado gracias a una carta que decía así:
Señor Rouletabille,
He oído hablar mucho sobre usted, dicen que es el mejor detective de Francia y estoy convencido de que podrá ayudarme. Mi caso es muy particular y creo que puede ser de su interés. Estoy dispuesto a pagarle los honorarios que usted suele solicitar y cuento con que podrá venir el 8 de agosto. Tome el tren de las 12.40 en la parada de London Victoria y se le irá a recibir en el muelle de Brighton Marina.
Atentamente,
Lauren Sipoin
En el remite ponía: isla de Kinnaird. ¡Isla de Kinnaird! ¡La misteriosa mansión del conde Hawkins! ¡Los dos extraños invitados de las hojas de marihuana! ¿Es que había vuelto a ocurrir una desgracia en la mansión? ¿O es que quería que buscara los objetos?
Lo único que veía claro era la identidad de Lauren Sipoin, el cual, por supuesto, no se llamaba así. Pero no conseguía entenderlo. ¿Qué pretendía conseguir reuniendo a los mejores detectives del mundo en esa isla? Aquel hombre era un descarado. Sabía que más detectives habían recibido esa carta, puesto que las fechas en las que habían salido de viaje (de las cuales se enteró gracias a su antiguo trabajo en la prensa) coincidían. Que la carta fuera una trampa era, sin duda, lo más lógico. Pero ¡Qué diablos! ¡Rouletabille una aventura como esta no se la perdería por nada en el mundo! ¿Manipularnos? ¿Secuestrarnos? ¡Tanto mejor! Así tendría el placer de conocer al señor "Sipoin". Además, sabía que no debía preocuparse, puesto que aquel hombre era incapaz de matar a nadie, aunque eso sí, era preferirle no llevar nada de valor encima, ya que podría desaparecer fácilmente.
Miró por la ventanilla y vio que acababan de pasar Gatwick. Aún quedaban tres cuartos de hora de viaje. Miró a los pasajeros de su compartimento y se preguntó si los demás detectives también viajarían en aquel tren.
El traqueteo del tren casi hizo perder el equilibrio al padre Brown cuando intentaba entrar en su compartimento. Puso su paraguas y su sombrero de cura en el guarda equipajes y se sentó a duras penas en el asiento. El hombre de delante esbozó una sonrisa bajo su cuidadoso bigote a modo de saludo y éste se lo devolvió. Estuvieron un rato en silencio hasta que el padre Brown dijo con infinita educación:
― Perdóneme usted, señor, pero su cara me resulta vagamente familiar. ¿Es posible que nos hayamos visto con anterioridad?
El hombre levantó la vista abriendo sus pequeños ojos. Era bajito, si se hubiera puesto de pie apenas mediría cinco pies y cuatro pulgadas. Su cabeza tenía exactamente la forma de un huevo y la ladeaba un poco. La pulcritud de su vestimenta era espectacular, una mota de polvo le habría causado más dolor que una herida de bala.
― Es posible que me haya visto en diarios, monsieur, ocasionalmente salgo en algunos—contestó con una sonrisa.
El padre Brown no insistió. Miró por la ventanilla y vio que estaban llegando a Haywards Heath. Consultó su reloj. Aún quedaba media hora para llegar a Brighton. Suspiró, no le gustaban los largos trayectos, a menudo se sentía claustrofóbico en los vagones del tren. Aunque todo fuera por una buena causa, porque ayudar a los demás era lo que más placer le producía y siempre estaba dispuesto a hacerlo.
La isla en sí no le interesaba en absoluto. Decían que allí se encontraba un grandioso tesoro y que la mansión era la clave para descubrirlo. ¿Pero quién quería tantas riquezas? Desde luego si ese era el motivo de haberle enviado esa carta, no iba a ayudarle. ¡Faltaría más! Gente pobre, muerta de hambre y desdichada repartida por el mundo y él, el padre Brown, buscando un tesoro para un noble. Ni hablar. Si había decidido a ir a la mansión no era por ese motivo. Era una frase de dicha carta lo que le había convencido: "estoy rodeado y obligado a proceder". ¿Quién le obligaba a hacer qué? ¿A buscar el tesoro? Lo dudaba. Además no firmaba un cualquiera, no. Firmaba nada más y nada menos que Lauren Sipoin, el más conocido ladrón, chantajista y tramposo de toda Francia.
― Perdone, padre ¿Usted también se dirige a la isla de Kinnaird? —le preguntó de pronto el hombre del bigote.
― Pues sí, señor ¿Pero cómo lo ha sabido? —le contestó él sorprendido
― Nada más simple, monsieur. Este tren tiene pocas paradas y la siguiente es de aquí a cinco minutos. Usted ha consultado su reloj hace un instante y, acto seguido, ha suspirado. Si se bajara en la siguiente no lo hubiera hecho, dado que falta poco para llegar. Así pues, se tendría que bajar en la posterior, a la que llegaremos de aquí a media hora.
― Impresionante. Pero eso no bastaría para saber que voy justamente a la isla de Kinnaird ¿No?
― Naturellement. Sobre eso me han llamado la atención dos hechos. El primero es que me ha reconocido. Es verdad que salgo a veces en la prensa, pero si uno no se fija en mi fotografía, es muy difícil reconocerme. Así pues, dado que soy detective, los que más se fijan en mí son los criminales o los propios detectives. Y dudo mucho que usted sea lo primero —añadió con una sonrisa— Además, también me he fijado que usted estaba muy concentrado, como si le preocupara algo. ¡Y qué mejor cosa en que pensar que en el señor Lauren Sipoin! ¿N'est pas?
― ¡Bravo señor! ¡Es usted excelente! —le felicitó el padre Brown—aunque no soy detective de profesión, es cierto que a veces ayudo a la policía hasta el punto de que ahora es la gente la que acude a mí. Por cierto, mi nombre es Brown.
― Encantado. Hércules Poirot, para servirle —dijo él estrechándole la mano
― ¡Hércules Poirot! ¡Por supuesto! ¡Cómo no he podido reconocerle! —dijo el padre Brown visiblemente emocionado— sí, sí, he oído hablar mucho sobre usted.
Hubo una pausa en la que el padre Brown parecía estar pensando profundamente en algo y al final agregó:
― ¿Y qué piensa usted sobre ese hombre, Lauren Sipoin?
— ¡Oh! Una persona interesante, desde luego. Nunca se sabe qué es lo que planea hacer hasta que por fin lo hace. Y suele ocurrir que entonces ya es demasiado tarde. —contestó Poirot intrigante.
― ¿Pero qué podría querer un hombre como ese de alguien como nosotros? ¿No es extraño? Es como si nos estuviera pidiendo a gritos que lo arrestáramos —dijo Brown achicando los ojos.
― Sí… es extraño de veras…
Sherlock Holmes viajaba en el tren procedente de London Victoria mirando con los ojos en blanco por la ventanilla. En su compartimento se encontraban dos personas: el doctor Watson, su fiel amigo, que dormitaba moviendo la cabeza de un lado para otro y un borracho que hipaba cada dos por tres balbuceando algo.
― En el mar no se puede prever nada —dijo el borracho
― Cierto. Nunca se sabe qué nos espera —replicó Holmes refiriéndose a otra cosa.
― Se acerca una tormenta —prosiguió el viejo con voz lastimera, sacudido de nuevo por el hipo.
― No, no, amigo —respondió Holmes saliendo de su trance — hace un tiempo espléndido
― Le digo que la tormenta está en camino. —el viejo se enfadó— puedo olerla.
― Quizás tenga razón —dijo Holmes en apenas un susurro
« Nunca se sabe qué nos espera» pensó Holmes. Era realmente así. No tenía ni idea de qué era lo que le esperaba en la isla de Kinnaird. Y eso le molestaba mucho. Se había pasado muchas horas examinando aquella carta minuciosamente pero no podía descubrir nada más de lo que parecía a primera vista. Una carta impertinente, molesta y frustrante. ¿Lauren Sipoin? Un payaso. ¿El tesoro? Una necedad. Pero había algo más, tenía que haberlo a la fuerza. Holmes ya tenía sus ideas al respecto, pero no podía esperar a llegar a la isla y comprobarlo.
Sus dedos repiqueteaban en el borde de la ventanilla, nerviosos. El tren se paró bruscamente en una estación lo que hizo que Watson se sobresaltara y se despertara de golpe. Miró el compartimento un tanto desubicado y luego pareció recordar qué hacía ahí.
― ¿Por donde vamos? —preguntó buscando el nombre de la estación por el andén.
― Por Burguess Hill. Sólo nos quedan veinticinco minutos para llegar. —contestó Holmes.
― ¿Ha descubierto algo nuevo sobre la carta? —preguntó Watson viendo que la llevaba en la mano.
― En absoluto. Es tan extraña como todo lo que la rodea.
― ¿Cómo? ¿Y qué la rodea?
― Un misterio, Watson. Como por ejemplo, ¿Por qué citarnos en el muelle de Brighton Marina? ¿No habría sido más fácil ir directamente a la isla de Kinnaird?
― Quizás quieren facilitarnos el acceso a la isla. Es posible que no hayan demasiadas embarcaciones que vayan allá. —aventuró Watson.
― Cierto. Para nosotros es mejor. Pero para los que vienen de Francia es una molestia ¿No cree?
― ¿Qué? ¿Los que vienen de Francia? ¿Quién viene de Francia? ¿Y cómo lo sabe? —se sorprendió Watson abriendo mucho los ojos.
Holmes no pudo evitar reírse ante el desconcierto de su amigo.
— Después de tantos años y aún se sorprende de estas pequeñeces. Querido, ya sabe que soy un perfeccionista. Cuando leí la carta no pude evitar hacerme una pregunta ¿Seré el único que la haya recibido? Partiendo de esto le pedí al taquillero si podía hacerme llegar la lista de las personas que habían comprado un billete para Brighton a esta hora, haciéndome pasar por agente de policía. Le dije que podía haber un ladrón entre los viajeros —volvió a reírse— nada más lejos de la verdad.
― Y por los nombres descubrió que había franceses. —concluyó Watson— ¿pero por qué irían a la isla de Kinnaird?
― Porque eran detectives. —contestó Holmes con una sonrisa.
― ¿Detectives? ¿Ese hombre, Lauren Sipoin, ha citado a más detectives a parte de usted? ¿Por qué?
― He ahí el misterio, amigo.
Estuvieron un rato en silencio donde Watson asimiló la nueva información y la puso en orden.
― Pues si usted sabía que eran detectives tenían que ser famosos, porque dudo que en la lista que le dio el taquillero saliera su profesión. —dijo Watson
― En efecto. Se llaman Joseph Rouletabille y Bernard de Andrézy.
― ¡Oh sí! ¡He oído hablar de Joseph Rouletabille! Trabajaba en el diario de L'Èpoque ¿verdad? Sí… es bueno según dicen…Pero Bernard de Andrézy… no me suena.
― Éste no es demasiado famoso, apenas ha resuelto algunos casos… pero leí sobre él en Echo de France…
Watson intentó no preguntarse porqué Holmes había leído un diario francés.
Apenas hablaron durante el trayecto que les quedaba. Holmes casi se durmió mientras Watson le daba vueltas al asunto.
― Holmes —lo llamó Watson, despertándole— ¿Por qué dijo antes que podía haber un ladrón entre los pasajeros?
Holmes abrió los ojos perezosamente y sonrió. Pero acto seguido volvió a cerrarlos sin contestar. Watson, extrañado, suspiró y miró por la ventanilla. Estaban llegando a Brighton.
Los tres pasajeros del compartimento se levantaron para salir pero en una sacudida el borracho se cayó sobre Holmes. Éste le ayudó a salir al andén, casi llevándolo a rastras.
― ¡Velad y orad! —dijo entre sacudidas de hipo— ¡Velad y orad! ¡El día del Juicio final se acerca!
Al salir del tren tropezó y Holmes no tuvo tiempo de cogerlo. Desde el suelo el borracho le miró.
― Le hablo a usted, señor —le dijo muy digno— El día del Juicio está muy cercano.
Watson y Holmes se miraron extrañados.
«Me parece que usted está más cerca que yo del día del Juicio» pensó
Pero Holmes se equivocaba…
