Ambición de deseo.
El fragor de la batalla de sus cuerpos estaba llegando a su punto álgido; así lo delataba el abundante sudor de sus pieles, su respiración agitada y los gemidos que inútilmente ella trataba de sofocar. Príncipe y plebeya. Ahora mismo no había más distinciones sociales, ni etiquetas, ni protocolos absurdos, ni obligaciones de uno hacia con el otro… ni ropa. Nada. Absolutamente nada que no fuese la luz de las estrellas de la media noche, el gentil pasto que acariciaba sus cuerpos desnudos y uno que otro animal nocturno del bosque que pasaba sin la menor intención de interrumpirlos.
— ¡Joven amo! —se le escapó susurrar, en medio de jadeos y gemidos contenidos, a la agraciada guerrera, al sentir cómo las embestidas de su príncipe eran cada vez más profundas y vertiginosas. Sus entrañas se estremecían por completo, al compás de los vaivenes del miembro viril de su príncipe.
Aún a estas alturas del partido, Lan Fan no paraba de preguntarse como fue que ella había terminado en tan comprometedora situación.
Y es que nunca, pero nunca se lo hubiese siquiera imaginado. Jamás de los jamases se le habría cruzado por la mente, ni en sus sueños más extraños y desquiciados, que semejante circunstancia se llegaría a dar entre ella y su joven maestro; ni aunque el mundo entero se volteara patas arriba, y lo negro se tornara blanco, y lo moral en inmoral. Pero ahora la realidad era que estaban ahí los dos, despojados de sus ropas; con su piel en perpetuo contacto con la de él, recibiendo sus caricias y embriagándose a raíz de éstas de una pasión hasta ese momento desconocida para ella. Entregándose por completo a los deseos de su amo, volviéndose la compañera carnal de a quien su vida le ha pertenecido desde el día que nació. Escéptica al principio, trató de resistirse, de evitarlo, pero ella simplemente no podía ir en contra del más mínimo deseo de su príncipe. Si él le pidiese ahora mismo que se quitara la vida, lo haría sin cuestionar —aunque sabía muy bien que su amo sería incapaz de exigirle tal atrocidad—. ¿Por qué tendría que ser distinto con su cuerpo, que al fin y al cabo no era más que el de una insignificante vasalla que no valdría ni para aspirar a convertirse en una de sus concubinas? Ya bastante feliz se había puesto hace un par de horas cuando su joven príncipe había logrado recuperar el control de su cuerpo —siendo que, desde aquel día en que se había fusionado con ese horrible monstruo, éste siempre acaparaba la mayor parte del tiempo relegando a su dueño original a breves lapsos ocasionales antes de volverlo otra vez su prisionero—, si ahora además él podía darse ese pequeño gusto, ¿quién era ella para negarse? Su satisfacción siempre radicaría en serle de utilidad, en complacerlo, en hacerlo feliz. Y eso mismo estaba pasando; entonces, creía, estaba bien. Pero…
Las quimeras, aquel alquimista amestriano llamado Edward Elric, y su padre —¡Su padre! ¡Qué pensaría de su propia hija si se llegara a enterar de esto! ¿Qué explicaciones podría darle?— no se encontraban muy lejos. Pensar en ello derivaba en dos cosas completamente opuestas: por un lado, en ganas de no preocuparse, dejarlo pasar; y por el otro en un terror en demasía severo para ignorarlo. Pues si bien estaba lejos de desear que esto se viese interrumpido por el miedo de ser descubiertos en flagrante, las consecuencias que habría si aquello llegara a ocurrir serían desastrosas.
— ¡Amo…! ¡Amo…!
Se suponía que si se lo estaba consintiendo era meramente para no ir en contra de sus designios, dejarlo saciar sus necesidades propias de un joven de su edad, y nada más. Pero la realidad era innegable. No quería reconocerlo, porque eso sería equivalente a interponer sus propios deseos con los de su príncipe y una completa infamia contra sus votos de servirle siempre por encima de ella misma, pero lo cierto es que gozaba y deseaba esto tanto como su príncipe. Sí: estaba disfrutando al máximo de esta relación pasional, como jamás imaginó que sería posible. Un placer inconmensurable, hasta hace poco desconocido para ella, y que no se comparaba ni de lejos a cualquier otra experiencia que haya tenido antes en su corta vida.
Su rostro, enrojecido de la vergüenza y pudor, reposaba a escasos centímetros del de su joven príncipe mientras éste la sujetaba con fuerza de sus caderas y ella recibía sus envites. Sus ojos, que permanecían cerrados de la pena, no vislumbraban la cínica y desfachatada sonrisa que se pintaba en los labios del príncipe de Xing mientras su miembro viril golpeaba hasta el fondo de sus entrañas.
— Amo… amo… ¡Amo Ling! —Se le escapó llamarlo por su nombre por primera vez en su vida. Ya no tenía sentido guardar las apariencias a estas alturas donde el protocolo ya se había roto de maneras mucho más atroces, así que lo dejó pasar.
—Lo siento, pero no soy él.
Aquella voz pastosa y altanera la hizo salir de su trance. Abrió los ojos y miró a los de su joven príncipe. Entonces se encontró con aquella mirada odiosa y esa sonrisa cínica que tanto despreciaba.
— ¡Tú, monstruo!
Intentó zafarse, pero Greed la tenía bien sujeta. La presionó con fuerza, asegurándose de permanecer bien adentro de su intimidad. Lan Fan sintió una fuerte arcada. Su deshonra y asco fueron tales que un par de lágrimas colgaron de sus ojos sin caer a sus mejillas. Se sentía impotente, sucia y ultrajada. Greed, al ver sus expresiones, soltó una potente carcajada y se dispuso a seguir penetrándola, esta vez de una manera más violenta. Lan Fan intentó defenderse pero en esa posición y con la fuerza que poseía el homúnculo era inútil. Por más que intentó apartarlo, tanto con su brazo de carne como con su automail, el cuerpo del homúnculo ni se inmutaba. Su piel, ahora ennegrecida desde los brazos hasta el torso, cuello y parte de la quijada, se había vuelto más dura que cualquier otro material existente en el mundo. Las garras del monstruo se encajaron en sus caderas, haciéndola sangrar.
—Entonces… —susurró una derrumbada Lan Fan— Tú… Todo este tiempo tú…
Greed rió. —No, no es lo que piensas, jovencita. Realmente fue tu príncipe quien te invitó a hablar a solas. Incluso fue él quien te robó ese primer beso. Pero ya no fue él quien terminó de quitarte la última prenda, fue ahí cuando tomé el control.
—¿Por… por qué?
—¿Preguntas porqué? —El homúnculo detuvo su faena y tomó el rostro de su víctima con ambas manos para obligarla a mirarlo a los ojos—. ¡Porque yo soy el codicioso Greed! Quiero riquezas, quiero mujeres, quiero poder, ¡quiero todos y cada uno de los tesoros que hay en este mundo! Y por supuesto: ¡Quiero también placer! De todos los placeres que existen, los quiero todos. ¡Y el placer de la carne no es la excepción!
Apenas acabó de decir esto, levantó y estampó a Lan Fan en el tronco de un árbol, y la continuó embistiendo con más desenfreno, al punto de lastimar la piel de su espalda. Ella dejó escapar un grito pero de inmediato fue silenciada por la mano negra y dura del homúnculo. Éste se puso a mordisquear su pequeño y terso busto, mordiendo sus areolas como si tratara de arrancárselas; luego se prendió de uno de sus pezones y succionó tan fuerte que le causó severo daño. Lan Fan podía en cualquier momento tratar de defenderse, atacarlo, pero no lo hacía; ella simplemente no podía dejar de verlo como el cuerpo de su amo, y lastimarlo sería un crimen imperdonable. Lo único que podía hacer ahora era rogar.
— ¡Sal del cuerpo de mi amo, monstruo!
— ¿Sabes? —le susurró en el oído con una tonalidad tierna y sobrecargada de lujuria—. Él dice estar muy molesto, no para de maldecirme. Pero intuyo que en el fondo tu príncipe también lo está disfrutando mucho. En cierta forma, cada caricia que te doy, cada parte que tocó de tu cuerpo, tu aroma y tu sabor, la calidez y la humedad de tus entrañas, y la manera en que te contraías del placer hace tan solo unos momentos… él también puede sentir todo eso.
La volvió a tirar al pasto, incrementando aún más la ferocidad de sus embestidas. Le encantaba mirar como hacía lo imposible por acallar sus gemidos; tal parece que lo último que deseaba era que los demás los descubriesen. Lan Fan ya sufría de un fuerte escozor en su parte íntima, que hasta hace poco aún era terreno inexplorado, pero a Greed no parecía importarle o siquiera darse cuenta, pues su arremetidas eran cada vez más atroces, excesivas para una jovencita cuya experiencia en las artes lúbricas era nula.
—Desde la primera vez que te vi, sentí unos grandes celos de tu príncipe por tenerte —le dijo Greed—. Desde ese entonces juré que también serías mía… A decir verdad, no había tenido la oportunidad de gozar de una mujer desde que me hice con este cuerpo. Me alegra tanto haber roto mi mala racha contigo.
Lan Fan sacudía la cabeza de lado a lado y apretaba los dientes. Greed presintió que el momento estaba cerca y se preparó para el acto final. Volvió a tomar por la cintura a la joven y se echó al suelo, quedando él bocarriba y con su victima ahora montándole; y haciendo uso de todas sus fuerzas, pegó las caderas de Lan Fan hacia las suyas, introduciéndole su miembro hasta el fondo. Sus garras se enterraron en la piel de Lan Fan al punto de hacerla sangrar borbotones —era necesario para asegurarse que en esa postura ella fuese incapaz de escapar—. Y acto seguido, se descargó en sus entrañas. La joven arqueó la espalda al momento de sentir la ardiente y espesa semilla invadir su organismo y se le escapó un alarido, el cual Greed de inmediato silenció con su mano.
Agotado y satisfecho, el homúnculo se recostó sobre ella, pues aun quería sentir su tersa piel.
Lan Fan, al no verse capaz de más, cayó en llanto.
—No llores…
Abrió los ojos y volteó a mirar el rostro de su príncipe. Por un momento creyó haber oído la dulce y confortable voz de Ling, pero en su lugar se encontró de lleno con el cínico gesto del homúnculo usurpador. Resignada, volvió a cerrar los ojos y ladeó la cabeza. Las lágrimas continuaron derramándose en silencio.
