Disclaimer: Los personajes de esta historia no me pertenecen, son propiedad de Rumiko Takahashi.


I. Gloria y sangre, Naraku.

"Es extraño lo que el deseo lleva a hacer a los necios…"

Un zumbido en el inquieto aire que soplaba frío por culpa del invierno le despertó y le hizo abrir despacio los ojos, la neblina eran espesa que el panorama poco se distinguía frente a él.

Observaba el apenas visible paisaje desde una de las ramas más altas de uno de los tantos árboles que había en ese milenario bosque, todo estaba cubierto de nieve mientras esta no dejaba de caer del cielo oscuro. Sin lugar a dudas en ese lugar reinaba la paz.

Dibujó en la comisura de sus labios una sonrisa cuando el impecable blanco de la niebla comenzó a tornarse poco a poco de un tono púrpura que se intensificaba cada vez más, escuchó a los animales que habitaban aquel bosque soltar alarmantes chillidos antes de caer en el suelo manchando el nevado con tonos amarillentos y rojos que comenzaron a vomitar los cadáveres ahora muertos, todo se volvió de pronto un completo caos. Pero incluso el caos está premeditado.

Y era su llamado a escena.

Avanzó entre la niebla como si él mismo fuera simple vapor de agua, como una ligera sombra, avanzó saltando entre las altas copas de los árboles que conformaban aquel espeso bosque, mientras estaba más cerca de su destino sentía su pecho golpear cada vez más fuerte.

El destino estaba escrito, las runas habían sido echadas. Incluso desde antes que él mismo naciera.

Un golpe.

Pudieron intentar detenerlo, tantas veces como sus almas testarudas desearan, pero el mundo era suyo. La victoria era suya.

Otro golpe más fuerte.

Pero no era el mundo lo que él deseaba, esa victoria con sabor a la sangre de su más acérrimo enemigo no le sabía a nada comparado con lo que realmente deseaba. Y que se había negado a sí mismo por tanto tiempo.

Los golpes se hicieron más repetitivos, más dolorosos. Como el galope de cientos caballos desbocados.

Claro, no estaba acostumbrado a esa sensación, hacía poco había colocado esa distante pieza de él de vuelta en su lugar. Ese elemento que había rechazado con tanto asco y ahora aceptaba de vuelta.

Su pútrido corazón humano.

Ese que sólo era capaz de sentir envidia, rencor, un profundo odio pero, sobre todo, un incontrolable deseo.

No sólo por el poder, por la gloria o por la supremacía absoluta. Esa maldita e irracional obsesión por ella…

Detuvo tan repentinamente su avance que cimbró por completo el árbol donde aterrizó provocando que toda la nieve que resguardaba en sus ramas cayera al suelo.

Deslizó su fría mano entre sus ropas, deteniendo sus dedos al tocar un trozo de tela maltratado, húmedo y aún caliente, sonrió de par en par hurgando un poco más entre las prendas sacando de ellas una esfera apenas más grande que una nuez la cual estaba cubierta de sangre, aún a través del líquido rojo y espeso podía notarse que era de un profundo color negro con destellos morados apenas distinguibles: la legendaria perla de Shikon invadida por la maldad.

Recordó las viejas leyendas que existían sobre tan milenaria perla, contaban que dentro de ella se debatía una guerra infinita entre la miserable sacerdotisa que la creó y los miles de demonios que utilizó para lograrlo: la eterna lucha del bien contra el mal. La propia leyenda rezaba que el color de la perla obedecía a quien estuviese venciendo en ese momento.

Y sabía perfectamente que ahora quienes llevaban la delantera eran aquellos demonios, se mordía los labios de sólo imaginarse a esa infeliz sacerdotisa siendo rodeada de bestias de aspectos repulsivos y afilados dientes con los que mordisqueaban los pezones para justo después arrancarlos de la piel viva, desgarrandola, dejando la carne expuesta.

Jugó con la perfecta pelotilla entre sus dedos, sin importarle que estos quedaran manchados de la sangre que la cubría.

Entre el mar de certeza que era ahora su cabeza sólo una pequeña duda fue capaz de brotar, como un narciso de entre toda la nieve que cubría el suelo.

¿Por cuánto tiempo más podría disfrutar de la sensación fina y fría de la perla en su mano? Si sus planes resultaban tal y como él había calculado, y por supuesto que así sería, no había más tiempo.

Cerró su mano en un puño aprisionando la oscura gema y retomó su avance, esta vez a un ritmo más tranquilo, con sus ideas más claras y su meta más cerca.

Avanzó despacio entre los árboles hasta llegar a un claro en el bosque donde la nieve que no dejaba de caer se mezclaba con otras orbes más grandes y luminosas entre las cuales bailaban a un ritmo simple y despreocupado unas criaturas blancas muy similares a las serpientes, entonces supo que había llegado a su destino. Dio un paso con precaución antes de avanzar más solo para asegurarse que no había ninguna clase de energía protectora que estuviese sirviendo de barrera a quien era la dueña de aquellas serpientes, y que él conocía perfectamente.

—Causaste tanto dolor innecesario sólo para atraerme hasta aquí —escuchó la voz de Kikyo en si típico tono inalterable, como si no estuviese rodeada de un miasma tan venenoso que si se atrevía a intentar escapar el gas púrpura quemaría su cuerpo falso hasta derretirlo. Lo primero que vio de ella cuando se acercó lo suficiente fue su semblante pacífico, como si estuviese disfrutando de la apacible nieve que caía sobre ella.

—Querías ver a InuYasha por última vez, ¿te dolió darte cuenta que a quien esperabas era a mí, Kikyo? —se burló sin atreverse a bajar de la copa del árbol desde donde la veía. Ella permanecía sentada bajo el milenario árbol del tiempo, donde ella misma había muerto hace cincuenta años. Se acurrucaba en las enormes raíces que salían del suelo mientras sus serpientes caza almas la rodeaban buscando protegerla del miasma que aún no alcanzaba a tocarla.

—Sabía que eras tú —sentenció la sacerdotisa señalando el suelo frente a ella, Naraku fijó su vista hacia donde Kikyo le guiaba: apenas cubiertos por la nevada estaban el espejo hecho añicos de Kanna y el abanico inservible de Kagura—. Cuando las mataste sentenciaste tu propio final.

Naraku no respondió de inmediato, observó por un momento más la escena percatándose que justo frente a ambas armas estaba el arco de Kikyo sobre la nieve, el arco estaba en perfectas condiciones, listo para ser usado, y solo una flecha útil al lado de él. Para Naraku fue inevitable pensar si acaso esa flecha estaba destinada a él. Pronto lo sabría.

—Al contrario, Kikyo, para empezar mi verdadero reinado había que pagarlo con sangre. Kanna Y Kagura fueron apenas una parte de lo que me hacía falta para lograrlo.

—¿Para eso me trajiste aquí?, ¿crees que puedes matarme? —preguntó Kikyo sin alterar su tono de voz, sin siquiera darle la satisfacción de levantar la mirada hacia él. Mantenía la vista fija en su arco y en la sola flecha con la que contaba. La falsa seguridad de la sacerdotisa le causó gracia, no pudiendo evitar una fina carcajada desde lo más profundo de él.

—No, Kikyo, te dije que yo no iba a matarte —le respondió al mismo tiempo que bajaba de la copa del árbol desde donde observaba a la mujer de barro, aterrizando entre el resto de árboles que se asfixiaban en el gas venosos que ahora invadía todo el bosque—. Prometí que iba a romperte…

Le supo a gloria ver el cambio en el semblante de Kikyo, la sacerdotisa abrió los ojos llena de duda. Naraku hurgó de nuevo entre sus ropas volviendo a sentir las prendas bañadas en sangre aún fresca, haló del maltratado trozo de tela para justo después arrojarlo hasta los pies de Kikyo.

La tela roja voló hasta caer justo a un lado de las armas destruidas de las que fueran sus hijas, la capa roja de rata de fuego estaba tan empapada en sangre que cayó rápidamente al suelo cubierto de la impoluta nevisca entintando lentamente el blanco de carmín.
Vio a Kikyo levantarse de entre las formas del árbol que la acunaban como una madre a su recién nacido tan rápido que la mujer perdió el equilibrio cayendo sobre sus rodillas en la fría nieve, la vio acercar sus manos temblorosas hacia el raído trozo de tela hasta que pudo tomarlo. Sus manos no dejaban de temblar mientras se estaban se llenaban de la sangre que bañaba toda la capa.

Cuando la sacerdotisa por fin fue capaz de levantar la tela de ella cayeron las perlas negras y blancas que pertenecían al rosario que llevaba InuYasha. Naraku sonrió, era su manera de decirle que esta no era otra trampa, ni mucho menos un engaño.

InuYasha, y todo aquel que hubiese intentado detenerlo, ya no lo intentaría jamás…

La desgraciada mujer lanzó un grito tan agónico hacia el cielo que a cualquier otra persona le hubiese desgarrado la garganta y le hubiese provocado vomitar sangre, la vio llevar el trozo maltratado de tela hacia su rostro sin poder parar de gritar llenado su rostro entero con la sangre del miserable mitad bestia al que tanto amó.

—Aún si te desprendieras de ese inútil cuerpo de barro, Kikyo, no te reencontrarás con InuYasha —le dijo sin ningún tipo de empatía por el dolor que ahora invadía a la sacerdotisa de pies a cabeza—. InuYasha no logró salvar tu alma, ni tú la de él.

Tuvo que contener las ganas de reír cuando Kikyo apartó la tela roja de su rostro para dedicarle una mirada llena de furia que rebasaba su dolor, la vio limpiarse la sangre de su rostro con la manga de sus ropas para inmediatamente buscar su arco y su flecha.
La mujer apenas había tensado el arco hacia Naraku le extendió su mano abierta con la perla de Shikon en ella. Kikyou miró la perla completamente aturdida para después dedicarle la misma mirada a Naraku.

—Aquella vez que me entregaste los fragmentos de Shikon que le robaste a Kagome me encomendaste que reuniera los que hacían falta. Lo hice. —Explicó Naraku al ver que Kikyo no podía entender por qué ahora le entregaba la perla de Shikon—. Sé que tus planes en ese momento eran destruirme cuando así lo hiciera. Aquí está, tienes solo una oportunidad para hacerlo, Kikyo. ¿O acaso tu amor por InuYasha será de nuevo más fuerte que tu deber?

Conocía perfectamente los caminos que tenía Kikyo para elegir, después de todo había sido él quien los había trazado, y fuera cual fuera la elección de Kikyo él obtendría lo que realmente anhelaba.

Su más profundo deseo…

—Las cosas que puedes hacer por amor son horrendas, ¿no, Kikyo? —le aseguró sin titubear. La sacerdotisa volvió a bajar la mirada hacia la perla aún extendida frente a ella cuando una lágrima escapó de su ojo izquierdo, bajando por su mejilla y mezclándose con la sangre que no pudo limpiarse y que comenzaba a secar.

—Horrendas, retorcidas, llenas de arrepentimiento —complementó Kikyo, apretando los dientes con furia volviendo a levantar su mirada hacia Naraku, los ojos de Kikyo era oscuros pero aun así era posible notar el brillo de una llama potente y rabiosa que destellaba de ellos—. Este amor te quema, te mutila, te retuerce al revés. Pero era mi destino, Naraku. Era nuestro destino, Onigumo…

El tiempo no le permitió preguntarse a qué se refería Kikyo con aquello, pues todo tiempo terminó cuando la sacerdotisa acercó su mano a la suya y tomó la perla entre sus pálidos y ensangrentados dedos

—Es un amor monstruoso, y nos convierte a ambos en monstruos —fue lo último que escuchó.

Fin de la primera parte.


Este fic ya lo tengo terminado así que sólo es cuestión de actualizar el siguiente capítulo que será el final de esta historia. Muchas gracias a todos los que llegaron hasta acá, si deciden dejarme un comentario lo leeré con mucho entusiasmo y les enviaré una respuesta llena de todo el amor que mi podrida alma es capaz. Nos leemos en otras historias. Un besote!