John Watson cerró a toda prisa la puerta del 221-B de Baker Street antes de que la ventisca le acompañara al interior. Saludó calurosamente a la señora Hudson y tomó con alegría la bandeja con sopa caliente de sus manos. Advirtió que sólo había un tazón, pero cuando quiso preguntar por el de su compañero de piso, descubrió que se dirigía a un espacio vacío. Se encogió de hombros y subió las escaleras con la bandeja hacia sus habitaciones.

A medio camino oyó a su compañero de piso tocando furiosamente el Stradivarius. Watson suspiró, empujó la puerta con la espalda y colocó la bandeja en la mesilla. Observó, de paso, que ésta estaba cubierta de diminutos granos negros que conferían a su superficie un tono más oscuro. Decidió no preguntarle a su amigo al respecto; sabía que se arrepentiría. También vio pequeños fragmentos de cristal. Igualmente, decidió no preguntar.

Alzó la cabeza y vio a Sherlock Holmes de espaldas a él, tocando ante la ventana. Watson cogió su tazón de sopa y se sentó en su butaca, confortado por la calidez del fuego encendido en la chimenea. Aun así, se notaba un ligero relente en el aire, y Watson buscó la causa. La descubrió al darse cuenta de que Holmes tenía ambas ventanas abiertas, lo que permitía la entrada de pequeños copos de nieve en el apartamento. Como si su cuerpo quisiera hacer hincapié en ello, Watson estornudó.

Holmes dejó de tocar y se volvió hacia él, y, como si acabara de darse cuenta de su presencia (cosa que a Watson no le habría sorprendido), cerró rápidamente ambas ventanas. Volvió y se sentó junto a Watson en su silla favorita.

—¿Se ha resfriado, Watson? —preguntó sin mucho interés.

—No, es sólo que este lugar necesita una limpieza general.

Holmes puso los ojos en blanco, divertido ante la idea de que el doctor no reconociera sus propios síntomas.

—Pues será eso —dijo por lo bajo.

—De todos modos, ¿por qué tenía las ventanas abiertas, Holmes?

—Bueno, es una historia muy graciosa, y se va a reír con ella, se lo aseguro, Watson.

—Ilústreme —dijo Watson con sequedad.

—Estaba haciendo un experimento para sopesar los efectos de la harina con bicarbonato sódico, mantequilla y huevos, y…

—¿Estaba haciendo un pastel? —preguntó Watson, incrédulo.

—Yo no lo llamaría así.

Watson sonrió para sí mientras tomaba su primer sorbo de sopa.

—Como le iba diciendo —continuó Holmes—, parece que eché demasiada harina a la mezcla, y estaba intentando encontrar la forma de quitar un poco. Fui a buscar mi pipa y al prender una cerilla para encenderla… No he acabado, Watson. ¿Por qué está rezongando?

—Porque conozco el final.

Watson había comprendido lo ocurrido al recordar a la señora Hudson dejándolo con la palabra en la boca cuando él quiso preguntarle por qué había sólo un tazón de sopa; y los granos quemados sobre la mesa; y las ventanas abiertas.

—¿Por qué diablos encendió la pipa encima del cuenco?

—Aún podemos hacer de usted un detective, Watson —dijo Holmes sin inmutarse—. ¿De dónde ha sacado esa sopa? —preguntó con inocencia.

—Me la dio la señora Hudson.

—Ah.

—Quizá, si se disculpa, le dé un poco —lo tentó Watson.

Holmes lanzó un bufido.

—Si ella no hubiera entrado aquí tan descuidadamente, yo no habría dejado caer la cerilla.

—Si usted no hubiera encendido la cerilla encima de su pequeño experimento, éste no habría explotado.

—¡No, pero entonces habría tenido que apagar la alfombra!

—¡Mejor eso que una explosión!

—¡No, no es mejor!

—¡Sí, sí lo es!

—¡No, no lo es!

—¡Sí lo…!

Watson fue interrumpido por el breve tintineo de la campanilla en la planta baja. Holmes lo miró con petulancia, mientras aguardaba a oír los pasos que se detendrían ante su puerta. Poco después, un golpe en la puerta les anunció que su visitante había llegado. Watson dejó el tazón de sopa ya vacío sobre la mesa y abrió la puerta. En el umbral apareció una joven de aspecto aturullado. Era de estatura mediana y de cabello castaño, que colgaba en bucles sobre sus hombros. Llevaba un vestido ligero, a rayas negras y azul marinas. Sus guantes cortos y el sombrero, del que sobresalía una larga pluma negra, también eran azul marinos.

Watson la ayudó a despojarse de su largo chal y la condujo hasta su silla. Sin que se diera cuenta, Holmes la convirtió en objeto de una de sus penetrantes miradas.

Le resultó interesante observar que, aunque las botas que ella llevaba no se diferenciaban a primera vista entre sí, no pertenecían al mismo par; una lucía una sutil filigrana en la puntera, mientras que la de la otra era lisa. Cada bota tenía cinco botones, pero una sólo tenía abotonados los dos primeros, y la otra, el primero, el tercero y el quinto. No era difícil deducir que si una joven dama, por lo demás correctamente vestida, había salido de casa con botas de un par diferente y abotonadas a medias, era porque lo había hecho a toda prisa. Observó, de paso, que había escrito una nota antes de salir de su casa, pero después de estar completamente vestida, porque tanto el guante de la mano derecha como el fragmento del dedo índice que asomaba bajo un agujero en la tela estaban manchados de tinta violeta. Había escrito deprisa, hundiendo mucho la pluma en el tintero. Debió de ser esa mañana, o la mancha ya se habría atenuado. Holmes decidió no comentárselo a la mujer, ya que parecía alterada y exhausta, y sabía que Watson lo desaprobaría. Así que, en lugar de eso, dijo:

—¿Puedo preguntar cuál es su nombre y qué la trae aquí, querida?

La mujer lo miró con los ojos muy abiertos.

—Mi nombre es Beatrice Reynolds, y creo que mi marido es un asesino.

Watson alzó las cejas. Holmes bostezó. Ambos esperaron a que prosiguiera.

—Mi marido, William, trabaja en los muelles cada día. Lo ha hecho durante los dos últimos años, y hemos tenido una vida feliz. Nunca hemos tenido que preocuparnos por el dinero, porque mi sueldo como institutriz es bastante bueno. Cada fin de semana paseamos por el parque, y en Navidad visitamos a la familia…

—Señora Reynolds —la interrumpió Holmes—, ¿tendría la bondad de decirnos por qué sospecha que su esposo es un asesino? No necesito que me cuente toda su vida.

Watson le dio una patada con disimulo.

—S-sí, lo siento —dijo la señora Reynolds—. Durante las últimas semanas, William ha cambiado. Su comportamiento se ha vuelto sombrío, y a menudo me evita. Cada vez que le pregunto algo, me responde con monosílabos. Ya no camina con la cabeza alta, sino más bien… con un aire de culpa o remordimiento. He intentado preguntarle qué le preocupa, pero no me hace caso.

»Una noche volvió a casa con un reloj de bolsillo. Yo sabía que no era suyo, y cuando le pregunté a quién pertenecía, me miró con unos ojos muy tristes.

»—Es de alguien que trabajaba en una panadería —me dijo—. Murió hace tres horas. Un amigo suyo me lo dio.

»Entonces William me tendió el reloj. Iba a preguntarle por qué no se lo había quedado la esposa del pobre hombre, pero William ya había empezado a subir las escaleras. Decidí no insistir, así que lo dejé con sus cosas.

»Sin embargo, a lo largo de la semana siguió llegando a casa cada noche con otras posesiones, diciendo que tal o cual amigo había muerto de repente, que habían sido todos víctimas de una enfermedad. Empecé a sospechar cada vez más, y anoche, finalmente, me enfrenté a él. Lo acusé de hacer daño a esas personas y de ser un asesino despiadado. Mientras yo gritaba, él me miraba con expresión taciturna, como si yo ni siquiera estuviera ahí. Cuando al fin acabé, dijo: "Bueno, ya veo que aquí no soy bienvenido", y… y entonces se marchó.

En los ojos de la señora Reynolds habían empezado a brillar las lágrimas, y se las enjugó rápidamente antes de que escaparan. Holmes alzó los ojos con expresión de fastidio.

—Señora Reynolds, lo que nos ha contado no demuestra que su marido sea un asesino —dijo.

—No, no, se equivoca, señor Holmes. Mire, yo que ha cometido esos asesinatos. Y aunque no lo hubiera hecho, ¿por qué no lo negó cuando me enfrenté a él?

La señora Reynolds estaba al borde de la histeria, y Watson se apresuró a servirle un vaso de agua mientras fulminaba a Holmes con la mirada.

—¿Podríamos ver las posesiones que su marido reunió? —preguntó Watson con suavidad.

—Oh, por supuesto. ¿Q-quieren ir ahora a casa?

—Bueno, eso sería de lo más útil —murmuró Holmes.

Watson le lanzó otra mirada.

Los tres cogieron sus abrigos y Watson llamó un coche.

Durante el viaje, permanecieron en silencio; la señora Reynolds jugueteaba con sus guantes, Watson daba palmaditas ausentes a su bolsillo, donde tenía su viejo revólver militar (sólo por si acaso), y Holmes miraba por la ventana, pensando que todo aquello era una pérdida de tiempo.

Finalmente llegaron a su destino. La casa de la señora Reynolds era de tamaño medio, e idéntica a las que había a ambos lados de ella a lo largo de la calle.

La señora Reynolds se disponía a meter la llave en la cerradura cuando se quedó inmóvil. Holmes se dio cuenta y se adelantó, inspeccionando la puerta. Había sido forzada; la cerradura ya no estaba allí, y en su lugar había un agujero. Holmes abrió la puerta lentamente y se asomó al vestíbulo. Se volvió hacia Watson, con la intención de aconsejarle que sacara su revólver militar, pero descubrió que ya estaba junto a él con el arma en la mano.

Entraron juntos en la casa. Holmes indicó a la señora Reynolds que se quedara junto a la puerta, y a Watson que registrara el primer piso mientras él se ocupaba del segundo. Silenciosamente, ambos hombres se adentraron en el laberinto.

Watson miró hacia atrás mientras andaba por el pasillo y vio que la señora Reynolds se movía ansiosa en la entrada. La pobre mujer se había visto sometida a mucha presión durante los últimos días y, si sus sospechas eran ciertas, en breve se quedaría sin marido.

Se detuvo ante una puerta, a su derecha, y la abrió despacio. Miró dentro y vio que era la sala de estar. Una escena hogareña habría mostrado un sofá en medio de la estancia, unas estanterías en la pared sur, donde se alineaban libros viejos y nuevos, y en la mesita un tablero de ajedrez, con las piezas congeladas en medio juego. Pero los libros estaban esparcidos por toda la habitación y las piezas de ajedrez yacían desperdigadas por el suelo. El respaldo del sofá mostraba un gran tajo, como si lo hubieran rajado con un cuchillo. Watson se aseguró de que no hubiera nadie en la habitación antes de salir de espaldas y cerrar la puerta. Echó un vistazo a la señora Reynolds y meneó la cabeza. A continuación, avanzó hacia la cocina, que estaba al final del pasillo.

En el centro había una mesa grande, llena de utensilios de cocina y libros de recetas. Watson caminó alrededor de la mesa, buscando lugares en los que alguien pudiera ocultarse. En la pared de la izquierda vio la puerta de la despensa y se acercó. Apoyó en ella la oreja para escuchar. No había nadie. Aun así, no haría daño mirar. Cogió el pomo de la puerta y la abrió.

Durante un momento, no ocurrió nada. Pero entonces algo pesado cayó sobre Watson y no pudo evitar lanzar un grito.

XXX

Holmes estaba a medio camino del dormitorio principal cuando oyó gritar a Watson. Bajó escaleras en un instante, pasó como una exhalación ante la paralizada señora Reynolds y entró corriendo en la cocina.

Al fondo estaba Watson, tirado en el suelo, con el cuerpo de William Reynolds encima de él. Holmes dejó escapar el aliento, sin darse cuenta de que había estado conteniéndolo, y se acercó al doctor para quitarle a Reynolds de encima. Le dieron la vuelta y Watson se inclinó sobre él para examinarlo, aunque la causa de la muerte era bastante obvia. El señor Reynolds tenía una bala en la cabeza.

—Watson —dijo Holmes—, este caso empieza a ponerse interesante.