VESPERTINO
— El terror que habita mi piel —
Foro: ¡Siéntate!
Mediodía
Rezó algo ininteligible y se aferró con fuerza al rosario en sus manos. No le pasaron desapercibido las miradas de los otros monjes, que recorrían el templo con parsimonia y con sus manos unidas, las cadenas pareciendo extensiones de sus brazos.
Suspiró. Retomó el aire y elevó su vista oscura al cielo. Comenzaba a clarear, algunas nubes rebeldes se suspendía en el cielo, pero no más que eso. Días como aquel parecían tan extensos, tan interminables. Los días previos, los días intermedios, hasta lograr el silencio y paz de los días posteriores… si lograba sobrevivir.
Tal vez se honraba y buscaba la paz de aquellos que habían partido del mundo terrenal, pero para él, que estaba aún atado a esa tierra maldita, el O-Bon significaba un pequeño infierno que perduraba más allá de la celebración. Y creía que ningún rezo, ni ningún tiempo escondido en aquel templo hecho un monje, borraría de sí aquella sensación. Tampoco lograba ocultarla ya a vistas de otros monjes.
—Renkotsu —saludó uno de los ancianos, parándose a su lado. No pudo menos que hacerle una pequeña reverencia y susurrar su nombre a modo de saludo—. Te ves fatigado.
—No encuentro paz ni en la meditación ni en los rezos. Ni en el aislamiento ni en los estudios… no durante el O-Bon.
—Comprendo.
La voz del anciano era calma. Le trasmitía inseguridad estar a su lado, de todos modos. Era, tal vez, lo que no estaba bien consigo mismo. No durante esas fechas, aunque sea.
—Tal vez debas meditar el doble durante estos días —siguió. Renkotsu giró su rostro hacia él, concentrándose en cada arruga, en el modo en que su boca se movía y sus ojos seguían fijos en él—. Llegar al fondo de ese dolor que te carcome.
—No creo poder con esto, Isamu. Preferiría que algunas cosas desaparecieran de mí por completo.
—Algunas cosas son simplemente parte de nosotros.
Con esas palabras y una última mirada azulada, el anciano se giró y caminó a paso lento hacia otro jardín, allí donde fuera que le necesitarían luego. Renkotsu lo observó durante un momento y luego no pudo evitar fruncir el ceño. Estaba seguro que el anciano no entendía. Algunas cosas, parte de uno o no, era mejor olvidarlas.
El modo en que el animal se retorcía parecía resolverle todos los problemas. En realidad, era muy simple estar así, observando, siendo un mero testigo y teniendo la libertad de terminar con aquello o dejarlo pasar. Tener autoridad, poder. Estaba bien.
—¿Qué estás haciendo?
La voz de su hermano le sacó de su ensimismamiento y tuvo que volver la cabeza atrás. No le observaba, no a él, solo tenía grandes ojos asustados para el pequeño zorro que había quedado inmovilizado en la trampa de algún cazador. No era de extrañar después de todo (ese gorjeo, ese lastimoso sonido y los movimientos bruscos que realizaba para intentar escapar… eran hipnotizantes).
—¿Por qué no lo liberas? —preguntó. Renkotsu se encogió de hombros, pero eso solo provocó que el chico frunciera el ceño con fuerza y se acercara para liberar al animal. Renkotsu estuvo a punto de detener el avance de un buen golpe, pero se contuvo a tiempo. Después de todo, no podría ganar una batalla si decidía pelearse con su hermano. Era más grande que él, tenía más fuerza y, incluso si lograba golpearle y escapar a un lugar seguro, terminaría recibiendo una paliza por parte de su madre.
Observó con cierto fastidio cómo desataba al zorro de la trampa. El animal no tardó demasiado en alejarse corriendo, y Renkotsu lo siguió con la vista tan solo un rato, sin importarle demasiado su destino. Luego volvió el rostro hacia su hermano y se encontró con que le observaba nuevamente con esa mueca entre curiosa y miedosa. Le daba asco esa expresión en su estúpido rostro, pero también algo de gracia. Después de todo, el miedo era mejor que nada.
—¿Qué haces aquí de todos modos?
—Nada —respondió, resuelto—. ¿A qué has venido, Hideo?
El chico se cruzó de brazos frente a él y volvió a adoptar esa expresión de superioridad que mayormente adornaba su rostro. A esa edad comenzaba a ser atractivo para muchas jovencitas de la aldea, sumado a sus agraciadas facciones y el modo de hablar (de ver, de ser) solo lograba que todo en él molestara a Renkotsu.
—No puedes irte simplemente cada vez que quieres. Madre nos quiere en casa.
—Madre no nos quiere en ningún lado, solo nos necesita.
Hideo rodó los ojos, hastiado.
—Todos dicen que estás 'atravesando una etapa', pero yo creo que eres igual de estúpido que cuando tenías cinco años. ¿Por qué no dejas ese modo de ser tan horrible que tienes e intentas ayudar en casa?
—Ayuda tú.
"Después de todo, eres al único al que quieren ver", quiso agregar, pero no pudo. Algunas palabras nunca lograban salir de su boca.
—Eso hago, idiota. Pero también trabajo y no podré estar con madre y cuidar de nuestro nuevo hermano. No me mires así —agregó luego, sonriéndole con socarronería—. Alguna vez tenías que hacerte hombre. ¿Qué dicen por ahí? ¡No hay mejor momento que el presente!
—Piérdete.
—Sí, sí, tal vez algún día. Levanta tu sucio culo de ahí y acompáñame a casa, ¿quieres?
La pregunta fue mucho más retórica de lo que Renkotsu hubiera querido. Hideo se acercó hasta él y le levantó con fuerza de la oreja, lo que sacó un gemido de su parte. "Deja de lloriquear", le dijo. Y Renkotsu lo hizo. Se quedó callado y lo siguió con la vista fija en sus pies, pensando en el modo en que el animal se retorcía con fiereza en la trampa y en cómo dependía de él
(solo de él
nadie más tomaba decisiones
nadie más le decía qué hacer
solo él)
si vivía, si moría o si quedaba su cuerpo consumido atado en la trampa, días y noches enteras por venir.
Algún día tendría todo ese poder. Algún día, todo dependería de él.
Fue el único pensamiento que le hizo sonreír ese día.
Como había supuesto, los días no pasaban. Si lo hacían, la tortuosa marcha parecía jamás acabar. Se ahogaba en rezos y en libros, y aprendía día a día nuevas cosas (y todos esos conocimientos no servían de mucho para acallar las voces de los muertos que querían visitarle).
Isamu le sugirió celebrar el O-Bon, pero Renkotsu lo negó de lleno. Otros monjes le susurraron (como serpientes venenosas) que dejara durante un momento las ropas y costumbres de monje y visitara la aldea que se encontraba no tan lejos de ese templo (aquella de las interminables luces). Que posiblemente le serviría estar con personas lejos de ese recinto en donde el silencio ocupaba cada espacio. Renkotsu estuvo mucho más de acuerdo con esa sugerencia, pero si se atrevía a pisar fuera del templo le dejaría espacio a esa parte de él que creía haber asesinado tiempo atrás (y no debía jugar con fantasmas aquellos días, él lo sabía).
De modo que no hizo nada. Se concentró el triple en rezos, oraciones, en libros de finas páginas, en pergaminos ancestrales, en meditaciones, y en paseos sin fin. Se afeitó nuevamente la cabeza, alejando de sí aquellos pocos cabellos que querían crecer (tanto como la parte de él que quería lejos). Comió poco y durmió aún menos. Y a pesar de sus mil y un actividades, el día aún parecía tan lejos de terminar como las guerras que consumían a los humanos y demonios por igual.
Finalmente, aquella noche, escondido su cuerpo bajo aquellas frágiles sábanas e incapaz de cerrar los ojos, escuchó el llanto del bebé que había muerto tantos años en el pasado.
El O-Bon no hacía más que comenzar.
Se recostó sobre el suelo, escondido entre los pastos y observó con ojos llenos de pánico alrededor (intentando por todos los medios no respirar demasiado fuerte), porque no importaba cuán lejos estuviera, le encontraría.
—¡Renkotsu! ¡Ven aquí, niño! —La voz pastosa de su madre correteaba entre las filas de cultivo y llegaban hasta él con fuerza. El pequeño cerró los ojos con fuerza y comenzó a contar mentalmente del número cien al cero, con la esperanza de que antes de llegar al ochenta su madre se hubiera ido. No sucedería así, por supuesto. Tardaría, por lo menos, hasta llegar al cuarenta. Solía ser muy persistente estando borracha.
—¡Renkotsu! ¡Tu jodida hermana te necesita, ¿es que no entiendes?! Ven, tu madre te llama y será mejor que aparezcas ahora.
El grito seguía perpetuándose. ¿Por qué nadie aparecía por allí? Todos los estúpidos aldeanos agachaban la cabeza, se concentraban en sus asuntos y dejaban que todo eso siguiera ocurriendo, y él solo quería irse. Pero, ¿por qué le sorprendía? Todos le despreciaban ahí. A él y a su problemática madre. Tal vez su perfecto hermano fuera más aceptado, y el bebé definitivamente merecía la pena de todos, ¿pero él? No, no debería sorprenderse.
Estaba llegando al treinta cuando su madre le dedicó una nada pintoresca maldición y desapareció a paso rápido y torpe en el interior de su vivienda.
Renkotsu olía tierra y le ardían las manos.
No creía que rememorar lo ocurrido sirviera para nada. Pero cuando los rezos no eran suficientes (por mucho no lo eran), y cuando el llanto del bebé le destrozaba la cordura poco a poco, no pudo menos que pensar una segunda vez sobre lo que su maestro le dijo.
—No has dormido, Renkotsu —murmuró Isamu con su voz grave. Se paró justo a su lado, observando junto a él el mar de árboles bajo el templo, que se extendía tanto como su vista lograba abarcar.
Renkotsu asintió, aunque comenzaban a fastidiarle los comentarios obvios con intención de ser filosóficos. Sus ojeras sin duda dejaban a descubierto el infierno de su noche. El bebé no había dejado de lamentarse hasta que finalmente la actividad en el templo volvió a nacer.
—Los fantasmas aman hacer visitas en el anochecer —siguió el maestro, jugando un momento con el rosario en sus manos. Renkotsu abrió los ojos de la sorpresa, pero intentó rápidamente retomar la tranquilidad.
—Supongo —contestó, evasivo. No sabía cuánto Isamu conocía de él, pero no podía ser demasiado. Su lugar de origen quedaba muchos kilómetros lejos de ese lugar y, al llegar al templo con intenciones de convertirse en el monje que era, no había dicho nada sobre su pasado. Porque el pasado no importaba, el futuro era incierto y el presente era un estado de transición constante. O una estupidez por el estilo le había dicho su maestro, y él la había aceptado gustoso (cómo no, con las ganas que tenía de escapar de todo lo que había sido).
—¿Has meditado?
—No lo suficiente —aseguró Renkotsu. Dirigió su vista a las cuencas de su rosario, inseguro de todo. Tal vez Isamu sí sabía. Sí sabía todo lo que su pasado le torturaba, todo lo que había vivido. Tal vez eran las capacidades de un anciano monje. Y si sabía y aún estaba a su lado, tal vez no todo era tan terrible.
—Medita más. Reza el doble. Encuentra la paz antes del anochecer. Y abraza a los fantasmas, Renkotsu.
El joven monje lo observó con curiosidad. ¿Abrazar los fantasmas? ¿Los mismos que de día le acechaban y de noche torturaban? Habría que verse.
—Abrázalos, porque no puedes escapar. No puedes esconderte.
» Pero puedes convivir con ellos. Aprendes a convivir con ellos. ¿Comprendes?
—Comprendo —respondió él.
Pero la idea no le agradó en lo absoluto.
Sus manos se aferraban en el borde de la cuna, sus ojos observaban con una indiferencia casi inquietante. Se iluminó la mirada y una insana curiosidad pareció brotar junto al suspiro de su boca.
Qué simple sería, y luego un pensamiento incoherente que cruzó por su mente le hizo moverse inquieto en el lugar. Su madre despertaría luego, comenzaría ese maremoto emocional que tanto le molestaba. Y su perfecto hermano jodería también, y todo sería tan, tan molesto.
Cómo odiaba todo eso.
Luego de un paseo en la silenciosa compañía de otros tres monjes por los alrededores del templo, Renkotsu se permitió hundirse en recuerdos vagos y sensaciones perdidas del pasado. No era mucho más lo que podía hacer. Sabía que los espectros (llantos, palabras, voces) volverían al oscurecer, lo sabía porque pasaba cada año por esas épocas. Podía probar algo distinto una vez.
Podría intentar abrazarlos.
Pero intentar sentirse un niño otra vez (un niño pobre, despreciado, con un padre ausente, una madre borracha y dos hermanos que sin duda tenían más atención) no era algo que deseara, no era algo que lograría hacer fácilmente… no sin consecuencias. Y había consecuencias
(había cosas parte de uno o que no lo eran
había cosas que olvidar
había cosas que era mejor no tener
había cosas malas)
que no quería afrontar, que no podía si quería seguir siendo algo parecido a lo que era.
Y, sin embargo, cuando esa noche a los llantos de la criatura se le unieron en coro las quejas de su madre
(esa voz que se arrastraba cómo la aborrecía
porqué simplemente no se callaba como debía estar callada finalmente para
siempre)
, no pudo menos que intentarlo. No, quiso intentarlo. Necesitaba hacerlo, porque si no se volvería loco y terminaría matándose antes de que terminara aquella ridícula celebración.
—Cállate —rezongó Hideo. Le tendió el bebé (que sonreía, ajena a absolutamente todo) y la soltó antes de que las manos de Renkotsu se afirmaran al cuerpo rechoncho de su hermana menor. Por desgracia, el bebé no se cayó ni se partió la crisma como Renkotsu hubiera deseado—. Haz el favor de ser útil y encárgate de Atsuko. Madre despertará en algún momento.
Hideo le dirigió una mirada asqueada a su madre, que estaba tirada en el suelo y con el rostro y parte de sus ropas sucias con su propio vómito. Su hermano mayor dejó de observarla para pasar a mirar a Renkotsu con cansancio cuando al fin se decidió a rugir algo en respuesta.
—¿Tú te largas con una de tus novias y yo tengo que cuidar al engendro?
—Es nuestra hermana.
Renkotsu soltó una risa hiriente. No consideraría a la mocosa su hermana jamás. Sí, su padre había pasado por allí como hacía de cuando en cuando (sobre todo cuando no tenía dinero y venía a sacarles lo poco que tenían y a tirarse a su madre un par de veces antes de desaparecer de nuevo), pero creía que la niña era producto de los diversos amoríos de su madre. Podría ser del tipo del comercio del pueblo, o del enano sucio que les dejaba vivir en esa casucha asquerosa. Por lo que a él le constaba, la niña podría ser de cualquiera. No era como si su madre se escondiera mucho para follar (ni que todo el pueblo se hubiera guardado los comentarios al respecto).
—Como sea, yo he trabajado y tú no —siguió—. Así que, por una vez, solo una vez, sirve para algo.
Hideo se marchó sin que él pudiera ofrecer mucha resistencia. Atsuko le tomaba los cabellos negros con el cuidado propio de un bebé y reía en sus brazos, sin saber en la mierda en la que había nacido. "Bien por ti", murmuró Renkotsu. La llevó hasta su cuna y la dejó allí sin cuidado. Después de todo, ¿por qué debía tenerlo? Nadie lo tenía con él. Ni su madre, que borracha le insultaba (o golpeaba, dependiendo del día) y sobria le ignoraba; ni su padre, que únicamente le observaba con curiosidad las pocas veces que llegaba (como si fuera un bicho algo feo e inesperado que salió de la vagina de una mujer); ni su hermano mayor, que normalmente detestaba estar con él, y pasaba el mayor tiempo posible lejos de su casa y familia (trabajando, haciendo favores a los aldeanos o follándose a sus hijas —para Hideo todo eso estaba bien—); ni ninguna persona que conocía, ya que preferían alejarse de él ya fuera porque (es el hijo de la puta) estaba sucio o (tiene esa mirada rara) porque era pobre (su hermano es tan lindo y trabaja tanto porqué debe ser un vago
porqué es un vago y es tan grosero realmente no se parece en nada a Hideo
qué será de la niña con ese chico y esa madre
solo aléjate de mí, fenómeno
Simplemente aléjate).
Daba igual.
Se alejó de la cuna de su hermana —que casi inmediatamente comenzó a llorar— y pasó por encima del cuerpo inconsciente de su madre, que para entonces había comenzado a roncar y el vómito en el suelo se movía ante su fuerte respiración. A pesar de que sentía ganas de pisarle (las manos o la cara, cualquiera de las dos, pero con fuerza), la esquivó. Porque despertarle solo serviría para empeorar su ya (bastante feo) día.
Iría a buscar algún insecto que aplastar con el dedo. O tal vez, a algún animal sufriendo en alguna trampa y sentarse a observar y meditar sobre si debía dejarlo escapar o debía aplastarle la cabeza con una piedra y liberarlo al fin.
Le ayudó recordar (sentir) lo que antaño había vivido. La disgregación del resto de la aldea, el profundo odio que guardaba tanto hacia su madre como hacia su padre, el rencor hacia Hideo y el resentimiento hacia su hermana más pequeña (una beba que poca culpa tenía en el camino que definió su infancia y gran parte de su vida).
Un gran peso se escapó de su pecho y la fuerza con la que agarraba el rosario había desaparecido. Observó desde lo alto del templo las celebraciones en el pueblo cercano (las luces, los lejanos sonidos que llegaban hasta él amortiguados), con una tranquilidad inusual. Era el final del O-Bon. Aquella noche arderían hogueras para acompañar los espíritus hacia su mundo (y nuevamente le abandonarían los fantasmas, dejando solo secuelas que se desvanecerían lentamente hasta resurgir de las cenizas el próximo O-Bon).
Si todo seguía como durante los largos años, aquella noche también le visitarían las quejas de los difuntos, pero sería la última noche, eso ya era motivo suficiente para sentirse más relajado. No solo eso, por supuesto que era de ayuda recordar al pequeño Renkotsu, aquel lleno de odio y envidia, aquel que ya no era (era un monje y estaba mejor, estaba definitivamente mejor).
Antes de que se pudiera observar los fuegos y el fin de la celebración, Renkotsu volvió al interior del templo junto con el resto de los monjes, en una marcha silenciosa y tranquila, completamente respetuosa. Fue Isamu quien le regaló una singular mirada y una ligera sonrisa, que desapareció casi instantáneamente, como si pudiera comprender o tal solo vislumbrar la tranquilidad que comenzaba a apoderarse de él.
Se recostó sobre su cama en la habitación vacía (todo estaba tan vacío en el templo como debía estarlo). Se tapó el cuerpo cubierto por aquellas ligeras prendas de dormir y cerró los ojos, ocultando las tinieblas, luces y sombras que la proyección de la luna lograba en el recinto.
El llanto del bebé se volvió a oír como si viniera de varios pisos abajo, muchas habitaciones a la izquierda. Se sumó rápidamente el grito lejano de su madre ("¡Ven aquí, niño!
¡Ven, tu madre te llama y será mejor que aparezcas ahora!
¡Ahora!")
y más cerca, en esa misma habitación, la voz confiada y molesta de Hiteo ("Sé qué tú lo hiciste. Yo lo sé.
Lo sé.").
—No —murmuró Renkotsu entonces, con el sonido incesante de aquel llanto de Atsuko (no lo dejaba en paz
simplemente no aprendía a dejarlo en paz).
Abrió los ojos para encontrarse con el interminable techo de aquella habitación.
—Sé que fuiste tú —habló su hermano de nuevo. "No", repitió Renkotsu entonces. No es cierto, porque esos son fantasmas de una celebración que comienza a extinguirse. "Hasta el próximo año, hermanito".
"Yo lo sé."
Cerró los ojos con fuerza hasta lograr ver manchitas que molestaron su vista. Los abrió luego porque los gritos de su madre le retumbaban en el oído y el llanto inagotable de su hermana logró que apretara los dientes tantos que su mandíbula y cabeza dolían como hacía tiempo no sentía.
"Lo sé."
"¡VEN AQUÍ!"
—Márchense —murmuró, tapando sus oídos con sus grandes manos—. Solo váyanse.
No importaba cuanto rogara, porque hasta que no se apagara la última de las hogueras aquel ruido infernal seguiría oyéndose en su cabeza,
(siempre siempre siempre siempre
Hasta el final
Hasta el mismísimo final)
hasta que no pudiera soportarlo más y simplemente estallara, dejando un rastro de sus sesos en las paredes inmaculadas de aquel lugar. ¡Y, diablos! ¡Ningún muerto necesitaba paz! ¿Por qué seguir con aquella estúpida celebración? ¡ÉL necesita paz y lo merecía más que los malditos cadáveres y fantasmas amorfos!
Silencio.
El llanto de su hermana desapareció solo unos segundos después de que se escuchara apaciguado, solo unos segundos y su hermana se calló para siempre. Y los gritos de su madre se apagaron y los reclamos de su hermano desaparecieron en la noche, junto al fuego de la última hoguera.
Silencio.
—Maldita malcriada —rugió. El lamento de su (media) hermana se escuchaba incluso fuera de su cabaña. Giró la cabeza atrás, con el ceño fruncido. ¿Qué tenía que hacer para que le dejaran en paz?
—¡Niño! ¿Dónde está tu madre? —Era el enano que les dejaba dormir bajo ese techo que se caía a pedazos. Renkotsu se encogió de hombros y agregó que no tenía idea, porque estaba terminantemente prohibido hablar de la borrachera de su madre, incluso cuando todo el mundo sabía exactamente todo lo que ocurría en esa casa. El hombre le dedicó esa mueca de exasperación con la que normalmente le respondían a todo lo que él decía
(les generaba exasperación pues muchas gracias y de nada ustedes también a mí)
, y luego esa otra expresión que significaba que no creía una sola de sus palabras. Al final miró nuevamente la cabaña y rugió—. ¿No es esa tu hermana? ¿La dejaste sola allí dentro?
Renkotsu observó alrededor. No había más gente alrededor que ese sucio hombre y él. Todos trabajaban (su madre estaba inconsciente y su hermano solo quería fornicar, pero todos trabajaban). El llanto de su hermana seguía oyéndose alto.
—Solo necesitaba un poco de aire.
—Tienes aire de sobra en esa cabeza. Atiende a tu hermana, muchacho —bramó el hombre y le dirigió otra de esas miradas de "volveré luego, ¿eh? Avísale a la puta de tu madre" que conocía bien. Luego se marchó de vuelta a su cabaña, que estaba en mejores condiciones que la suya, por mucho.
—Jódete —susurró Renkotsu, con el ceño fruncido.
Como lo detestaba, a él y a su mujer (a quien no parecía importarle demasiado que metiera su sucio juguete en el cuerpo de su madre), y también a sus hijos, que siempre le observaban con esa expresión de superioridad. Los odiaba a todos, porque ellos tenían cosas que él no. Como silencio. Ellos tenían silencio si lo querían, y él tenía que seguir oyendo los gritos de su madre aunque se escondiera en el mismísimo inframundo, o escuchar el parloteo incesante de su hermano mayor, o tenía que seguir escuchando el llanto de su hermana, o ser un maldito payaso para que se callara, simplemente para que dejara de llorar todo el puto rato.
No dijo nada mientras volvía los pasos atrás, olvidándose de lo mucho que ansiaba ver a un animal a su merced, directo hacia su casa, donde su madre aún estaba tendida en el suelo y su hermana lloraba con la boca tan abierta que podía verle la maldita campanilla.
—Cállate de una puta vez —le gruñó, parándose frente a la cuna. Los ojos negros de Atsuko se abrieron, húmedos. El llanto remitió durante un momento, mientras sorbía y observaba a su hermano.
Las manos de Renkotsu se aferraron con fuerza al borde de la cuna, tanto como para dejarle los nudillos blancos. Tal vez era el nerviosismo, el miedo a llevar a cabo la idea desorganizada que atacaba su mente. Tal vez era la ansiedad que le carcomía. Tal vez era simplemente el intenso resentimiento que brotaba en su pecho, esa aversión que le hacía apretar los dientes y aferrarse más fuerte de la cuna.
Los ojos de su hermana seguían mirándole, brillantes y grandes. Eran ojos oscuros y redondeados. No se parecían a los suyos (y a los de su padre, alargados), sino más bien a los ojos de su madre. Aquellos ojos que aborrecía tanto como los suyos propios.
Sería tan simple. Sería muy rápido. Funcionaría bien, y todo volvería a estar como antes. No mucho mejor que su situación actual, pero sí volvería a algo conocido. Y, además, tendría finalmente el silencio que quería, y una persona menos que le molestara (que obtendría más atención que él).
El agarre disminuyó. Comenzó a mover sus manos al mismo tiempo que su pequeña hermana estiraba sus regordetes brazos en su dirección.
NOTA
&'Mediodía' es el capítulo que corresponde a la etapa 1 de 'El terror que habita mi piel', actividad temática del foro ¡Siéntate! por el mes del terror. Anímense a participar ;)
#Cantidad de palabras: 4198 y contando…
Espero que hayan disfrutado de este vistazo a la vida de Renkotsu [vida previa a los Siete Guerreros], tal y como me imagino que podría haber pasado… bueno, puede que el mes del terror haya influencia a una vida llena de temor por actos pasados…
Si les gustó, dejen un review. Hasta el próximo capítulo,
Mor.
