El escenario era una lujosa mansión en la zona más elegante de San Petersburgo.

Desde sus majestuosas ventanas, se podía admirar una exclusiva vista del río Fontanka. La enorme sala estaba repleta después del funeral, aunque la mayoría de los asistentes ni siquiera habían conocido al finado. La razón por la que todos estaban allí era Itachi Uchiha, el magnate del petróleo, cuya enorme fortuna era casi legendaria.

Como siempre, a él le resultaba completamente indiferente ser el centro de atención y estaba completamente ensimismado en una llamada de negocios. Su figura era alta, poderosa, con cabello negro muy corto y ojos tan oscuros y duros como la pizarra. Era un hombre muy atractivo, con un abrasador carisma sexual que irradiaba una profunda masculinidad. Las mujeres lo observaban con descarado apetito y sus guardaespaldas lo protegían de todo contacto no deseado. Pocos de los presentes recibían algo más que un distante saludo de su anfitrión, pero muchos presumirían durante semanas por haber sido invitados a su fantástica casa.

Itachi ignoraba prácticamente a todo el mundo. Hombre frío e implacable, se dejaba llevar por sus propias reglas. Odiaba a los que perdían el tiempo y aborrecía los acontecimientos sociales. Lo único que le empujaba era la consecución de poder y beneficios. Había asistido al funeral de su difunto padre simplemente porque eso era lo que se esperaba de él. De hecho, ni siquiera recordaba la última vez que había hablado con su progenitor. Su padre lo había odiado prácticamente desde el día de su nacimiento y los dos hermanastros de Itachi lo temían y envidiaban. Sin embargo, nada de eso les había impedido suplicarle que se hiciera cargo de los enredados asuntos del finado y asegurarse de que todo quedara solucionado sin que ellos sufrieran ningún inconveniente. Jamás se les había ocurrido pensar que Itachi podría haber tenido una motivación íntima y personal para ocuparse de aquella ingrata tarea.

Cuando una deslumbrante belleza rubia apareció en el umbral de la puerta, el cuerpo de Itachi, esbelto y poderoso, se tensó. No obstante, esa sensación sólo duró un instante. Una mirada al rostro de Sveta le dijo que ella era portadora de malas noticias: la búsqueda de los efectos personales de su padre había resultado infructuosa. Todas las preguntas que lo habían acosado desde niño iban a permanecer sin respuesta.

—Nada —susurró Sveta, llena de frustración cuando llegó junto a él. Al igual que sus colegas Olya y Darya, no se resignaba a no tener resultados positivos.

Nichivo, no hay problema.

No veía razón alguna para que el misterio de su venida al mundo lo mantuviera despierto por las noches. Todos los documentos que su padre había dejado habían sido examinados. Se habían abierto las cajas fuertes, se habían vaciado los escritorios y se había rastreado todas las cajas de seguridad que su padre pudiera tener. Lo que había parecido ser una fabulosa oportunidad no había revelado información alguna. No conocía el nombre de su madre y no sabía dónde había nacido ni cuáles habían sido las circunstancias de su nacimiento. Seguramente ya no lo sabría nunca.

¿Y qué importaba? Esos datos resultaban completamente irrelevantes para un hombre que sabía perfectamente quién era y adonde se dirigía. A sus treinta y tres años, su ambición no tenía límites. No tenía que disculparse de nada ni había nadie a quien deseara impresionar. Investigar para averiguar la identidad de su madre era una pérdida de tiempo y energías.

En el preciso instante en el que Itachi llegó a esa conclusión, se produjo una conmoción al otro lado de la sala. Poco después, se le informó de que su actual pareja, Brigitta Jansen, acababa de entrar en la sala. Había llegado desde París sin que se la invitara. Una profunda frialdad se apoderó de él. Consideraba la presencia de Brigitta una intrusión imperdonable. Con una sonrisa en su rostro perfecto, la actriz holandesa se dirigió hacia él, gozando con la atención que atraía hacia su persona.

Quince minutos más tarde, Itachi se dirigía al aeropuerto. Solo. Había dejado a Brigitta presa de un ataque de histeria. Si la intención de la actriz había sido conseguir que él se sintiera culpable por haberla abandonado, Brigitta había fracasado estrepitosamente. El chantaje emocional resultaba tan despreciable para Itachi como las exigencias femeninas que consideraban que él ya no era un hombre soltero, libre de tener la compañía que se le antojara. Él jamás mentía. Decía claramente lo que quería. El sexo era una necesidad para su salud, como lo era la comida. No tenía nada que ver con el amor, que era a lo que las mujeres se aferraban cuando querían cambiar las reglas. La palabra amor no existía en su vocabulario.

Una hora después de cenar en su avión privado, Itachi dejó a Sveta y a las demás empleadas y se fue a tomar una ducha. Quince minutos después, alguien llamaba a la puerta de su dormitorio. Él salió a responder con tan sólo una toalla enrollada en torno a sus esbeltas caderas. Frunció el ceño al ver que Sveta entraba. Se había quitado el traje y su hermoso cuerpo iba ya tan sólo cubierto por un corsé y unas braguitas de seda color albaricoque.

—¿Qué diablos…?

—Por favor, no diga nada hasta que yo haya terminado, señor. A Olya, a Darya y a mí nos pareció que le apetecería distraerse un rato —murmuró Sveta suavemente.

Olya, una voluptuosa morena entró en aquel momento en el dormitorio, ataviada con un atuendo similar pero en color esmeralda.

—Ha tenido una semana algo complicada. Un rato en la compañía femenina adecuada podría ayudarle a relajarse.

Darya, la tercera de sus ayudantes, una rubia de cabello corto y hermoso rostro, apareció ataviada con lencería color turquesa. Inmediatamente, realizó una provocadora pose.

—Nosotras sabemos lo que necesita y sabemos que se lo podemos proporcionar. Elija a una de nosotras y no habrá ningún tipo de repercusión, ni emocional ni de ningún otro tipo.

Itachi las observó a las tres con rostro impertérrito. ¿Ningún tipo de repercusión? ¿A quién se creían que estaban engañando? Inteligentes y eficientes, sus tres ayudantes eran a la vez muy leales a su jefe. Ningún hombre habría podido igualar aquella devoción. Y, como él, ellas jamás se olvidaban de dónde venían.

—Sin embargo, si considera que elegir a una podría ser demasiado personal o que podría dividir nuestro espíritu de equipo… —ronroneó Sveta, al tiempo que se reclinaba provocativamente contra la puerta y le dedicaba una comprensiva sonrisa —no tenemos objeción alguna a compartirlo a usted y a cualquier expectativa que pueda surgir en este desafío…