18 años:
-¿Te importa que haga una cosa? –me preguntó mientras me abrazaba con fuerza.
-Lo que quieras.
Pero me soltó y se apartó de mí.
-Lo que quieras, excepto eso –me quejé.
Sin hacerme caso, Edward me tomó de la mano y me levantó de la cama. Después se plató de pie frente a mí, con las manos sobre mis hombros y el gesto serio.
-Quiero hacer esto como Dios manda. Por favor, recuerda que has dicho que sí. No me estropees este momento.
-Oh, no-dije boquiabierta, mientras él clavaba una rodilla en el suelo.
-Pórtate bien-murmuró.
Respiré hondo.
-Isabella Swan –me miró a través de aquellas pestañas de una longitud imposible. Sus ojos dorados eran tiernos y, a la vez, abrasadores-. Prometo amarte para siempre, todos los días de mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?
Quise decirle muchas cosas. Algunas no eran agradables, mientras que otras resultaban más empalagosas y románticas de lo que el propio Edward habría soñado.
Antes de que cualquier palabra lograra escapar de mis labios, las piernas comenzaron a fallarme y el suelo se me hizo demasiado cercano al rostro.
Lo siguiente de lo que fui conciente era del frío que oprimía mis brazos y me sostenía la cabeza.
-¿Qué diablos te pasó? –No era difícil notar su preocupación aun con los ojos cerrados.
Intenté levantarme pero Edward no lo permitió.
-Mejor te llevo yo.
Me cargó como a una niña hasta la cama y medio segundo después me alcanzó un vaso con agua.
-Si te vas a mover a esa velocidad va a ser muy difícil controlarte para que no te escapes de mi –bromeé mientras tomaba el vaso entre mis temblorosas manos.
Pero él no parecía tener ganas de reír. Su semblante estaba duro como una roca y sus ojos aun reflejaban desesperación.
-Por favor –rogué mientras con un gesto le pedía que se sentara a mi lado-. Ya deberías estar acostumbrado a mis inesperadas reacciones. Si vas a asustarte cada vez que tropiezo o me desmayo… -no terminé la frase, conciente de que había dejado en claro mi punto.
-Me preocupa lo frágil que eres. Los humanos no tienden a desfallecer como tu. Imagina como aumenta el peligro que corres junto a mí.
-Edward, no voy a escuchar ese discurso de nuevo. Se me escapa la vida escuchándote repetir las mismas palabras una y otra vez. ¿Por qué no, simplemente, terminas con tus miedos y acabas todo de una vez por todas? –recliné la cabeza a un lado para dejar el cuello expuesto.
Sentí la piel erizarse cuando sus finos dedos recorrieron la zona de mi garganta.
-No sabes lo que me estás pidiendo –cerré los ojos con fuerza. Esperaba que diera un paso al frente y cumpliera con su palabra antes de tiempo, pero sabía que eso no pasaría y que en realidad lo único que me daría sería su monólogo del alma-. Es obvio que una parte de mi desea que te conviertas en lo que soy. De esa forma ya no tendría que ser tan cuidadoso. Todos los problemas desaparecerían. Pero… -ahí iba a empezar- perdería mucho de ti. El aroma, tus ojos, tu piel, tus torpes movimientos, el sonido constante de tu respiración, el palpitar de tu corazón, tus mejillas sonrosadas. No puedo renunciar a eso.
Me separé de él, ejerciendo toda mi fuerza para que me diera espacio. Tenía que procesar las palabras que acababa de pronunciar. Observé su rostro con detenimiento, intentando descubrir el significado oculto en sus palabras. Pero al contemplar sus ojos descubrí que había dicho todo de la forma más directa posible.
-¿Es que no vas a convertirme? –mi voz sonó en un murmullo quebradizo mientras rogaba porque las lágrimas permanecieran dentro mío.
Lo odiaba porque él no podía llorar.
Negó con la cabeza y bajó la mirada al suelo.
-¿Qué es lo que pasa? –Articulé entre llantos- ¿Es que no estás seguro de amarme? ¿Crees que la eternidad es demasiado larga para los dos? ¿Es eso?
Me sujetó por los hombros para obligarme a mantenerme sentada.
-Claro que estoy seguro de amarte. Y no, la eternidad nunca sería suficiente para estar contigo, siempre querría más de ti. El problema es ese: quiero mas de ti, de Bella, la Bella que conozco, de la cual me enamoré. Tengo miedo de que eso cambie. De que tú cambies.
Algo en mi mente consiguió encajar sus palabras de modo que algo "coherente" saliera de todo aquello.
-¿Vas a decirme que parte de lo que sientes por mi se debe al deseo de mi sangre? –Mi voz era calma, como si hubiese comprendido todo.
Volvió a posar sus obres sobre los míos. Su rostro era una mezcla entre confusión y sorpresa.
-Tu sangre
es parte de ti –admitió-, pero no la más importante.
-Tú
mismo lo haz dicho: el palpitar de mi corazón y el rubor. ¡Dios,
Edward, conviérteme o mátame, pero haz algo de una vez!
Pareció espantarse ante mis palabras.
-No voy a matarte. Eso sería lo último que haría en mi existencia.
Hizo silencio y yo hablé para remarcar lo que ya parecía obvio.
-¿Pero tampoco vas a convertirme?
-No, no voy a convertirte. Al menos no por ahora.
Me apresuré a levantarme y salir del cuarto.
-Por favor, Bella –tomó mi mano para que no siguiera caminando.
-Edward, sueltamente. No puedes tenerme así para toda la vida. Hay otros vampiros que estarán dispuestos a hacerme un favor.
-¿Quién? ¿Victoria? ¿Alguno de los Vulturis? Sí, estoy seguro de que ellos estarán encantados. Y ni siquiera pienses en mi familia. Ellos nunca harían una cosa así sin antes discutirlo conmigo.
Para ese momento las lágrimas salían a borbotones de mis ojos y los gemidos de dolor se asomaban por mis labios.
-¿No lo comprendes? Yo no puedo dejarte ir. Seré un masoquista y un egoísta, pero, en esta oportunidad, es mi decisión la que cuenta y ya he elegido.
Todo dolor fue cegado por la ira.
En ese instante no quise mirarlo a los ojos y ver su expresión victoriosa mientras yo me deshacía por dentro.
-Edward, suéltame.
En el instante en el que me liberó corrí hacía la planta baja de la casa decidida a irme de allí lo antes posible.
No me importó que el resto de la familia se encontrara en la sala; que Alice me mirara con tristeza, que el rostro de Esme reflejara preocupación, que Jasper comprendiera mis sentimientos o que Rosalie observara la escena, triunfante.
Al cruzar el umbral no tardé en darme cuenta de que no tenía forma de volver a mi hogar. Mi coche no estaba allí y la única opción que me quedaba era caminar.
Emprendí el viaje de regreso a casa, meditando.
El cielo era oscuro y se distinguían las contrastantes nubes que anunciaban una tormenta. El aire era frío, propio del lugar y la estación, y todo ruido era opacado por el golpeteo del viento contra los árboles.
Me abracé a mi misma para mantener un poco de calor. No lo necesitaba, pensé, de haber estado allí conmigo, solo me hubiese dado más frío –claro que si hubiese estado él allí no estaría caminando sino dentro de su auto, con su cazadora-.
Las lágrimas volvían a empapar mi rostro al tiempo que rememoraba nuestra discusión.
Él no estaba dispuesto a aceptarme por toda la eternidad.
No estaba pensando en lo que yo quería.
Me estaba obligando a que pasara toda una vida de mortal junto a él, con todas sus estúpidas restricciones, impidiéndome llevar una vida normal.
Estaba claro que cuando saliera con esas palabras, él se excusaría alegando que yo era libre de marcharme cuando se me viniera en gana. Como si eso fuera posible.
A ambos nos aterraba la idea de separarnos –de nuevo- y ninguno estaría dispuesto a que algo así sucediera.
Pero, ¿Qué iba a hacer?
¿Que pasaría cuando tuviera 30 años? No veía posible entregarle mi alma y mi cuerpo a otra persona que no fuera Edward.
¿Qué pasaría cuando quisiera tener hijos? No era algo con lo que estuviera soñando en ese momento y, de ser vampiro, estoy segura que no me habría importado, pero teniendo la oportunidad, toda mujer querría un bebe.
¿Y cuando tuviera 50? Él, con su perfecta figura, caminando junto a mí, una mujer que, de tener facciones perfectas, podría ser su madre.
No podría soportar llevar una vida así.
Me detuve cuando fui conciente de mi paradero.
Estaba perdida.
Me senté bajo un techo de verde naturaleza y me apoyé sobre el tronco de un viejo árbol.
Estaba segura de que, cuando se diera cuenta de que aun no había llegado a casa, vendría a buscarme.
El frío y los sollozos lastimaron mi garganta y me quede dormida cuando mi mente comenzó a dibujar mi cumpleaños numero 21.
No abrí los ojos cuando su helado cuerpo hizo presión sobre el mío y me levantó del suelo.
