DE CASTA LE VIENE AL GALGO

Disclaimer: El Potterverso es de Rowling. La idea del mundo mágico hispánico es de Sorg-esp.

Regalo de Porque-Tú-Lo-Vales para Sorg-esp.

Abril de 1974

—Me tiene usted harto, Vallejo. Estire las manos.

Ricardo apretó los dientes y obedeció. El primer reglazo le vació los pulmones de aire, pero su rostro permaneció impasible. No pensaba darle a ese viejo cabrón la satisfacción de saber que le había hecho daño. El segundo golpe fue más difícil de soportar, pero Ricardo ya tenía experiencia en esas lides y consiguió aguantar el castigo hasta el final. En esa ocasión, don Tomás se conformó con darle diez reglazos en las palmas de las manos y lo dejó marchar afirmando que limpiaría los retretes durante un mes.

"Eso habrá que verlo", pensó Ricardo mientras avanzaba por el pasillo a buen paso. Un par de lágrimas rebeldes se le escurrían por las mejillas, pero el chico no quería sucumbir al llanto. Llorar era cosa de niñas y de debiluchos y él no era ni lo uno ni lo otro. Ricardo era un chico fuerte perfectamente capaz de arreglárselas por sí mismo y que estaba hasta los cojones de don Tomás, de sus reglas y de aquel orfanato de mierda. Pensaba largarse de allí en ese momento. Sólo tenía que recoger un par de cosas de su habitación y volvería a ser libre para poder hacer lo que le diera la gana.

Porque eso era lo que Ricardo Vallejo más odiaba de aquel lugar, el tener que seguir un montón de reglas estúpidas. Él, que se había criado en las calles de Madrid sin nadie que le mandara cosas, no soportaba que don Tomás se creyera con el derecho de regañarle cada vez que le venía en gana. ¿Y qué si el día anterior se había escapado del centro y se había metido en una sala de cine sin pagar? Era algo que solía hacer antes de llegar al orfanato y don Tomás no tenía ningún derecho a recriminarle su actitud. ¿Quién se creía ese viejo? ¿Su padre? Porque a su padre nunca le había importado que Ricardo se colara en los cines. Había cosas más importantes que comprar que una maldita entrada y Ricardo no hacía daño a nadie porque, aunque fuera pobre, él también tenía derecho a ver películas. ¿Verdad?

Pues no. Don Tomás le había dicho que colarse en el cine era como robar y decidió castigar a Ricardo. El muy imbécil pensaba que así iba a hacerle cambiar de actitud pero don Tomás no sabía nada de la vida. Ni siquiera tenía idea de lo que era robar. En cambio, su padre era todo un profesional del negocio y había enseñado a Ricardo muy bien. Que don Tomás le llevara alguna vez a la Plaza Mayor y le demostraría cómo hacer bien las cosas. Seguramente armaría un terrible escándalo e incluso podría llegar a sufrir un infarto, porque había que ver lo frenético que se había puesto por la tontería del cine.

A pesar de que le hubiera gustado ver la cara de don Tomás en semejante tesitura, Ricardo podía renunciar a ese pequeño placer. Llevaba más de un año viviendo en ese sitio asqueroso, desde que metieron a su padre en la cárcel. Al chico no le gustaba pensar en eso porque lo ocurrido fue una auténtica mierda. Todo había terminado con él internado en el orfanato y lo que vino después. Don Tomás se había quejado afirmando que Ricardo estaba salvaje y se había propuesto meterlo en cintura. Ricardo podía presumir de haberse resistido a todos los intentos por convertirlo en un hombre de bien y ahora iba a retomar las riendas de su vida. Volvería a las calles, buscaría a los colegas de su padre y tiraría para adelante como solo un Vallejo podía hacer. A Ricardo no le daba ningún miedo afrontar su futuro y, además, contaba con una ayudita extra que a su padre no le hubiera venido nada mal.

Ricardo tenía la varita perfectamente guardada entre la ropa. Aunque su padre no fuera un brujo, nunca se cansó de repetirle lo importante que era llevar siempre la varita consigo. Ricardo sabía que existían colegios donde se enseñaba magia a los chicos como él. Recordaba que un día, poco después de que su madre se muriera, un tipo del Ministerio de Magia había ido a hablar con su padre para explicarle cómo se educaba a los niños mágicos. A Ricardo le había parecido fascinante que existiera un mundo como aquel y, aunque nunca le gustó demasiado ir al colegio, en aquel momento no le hubiera importado ir a una de esas escuelas especiales. Pero su padre no quiso. El tipo del Ministerio insistió y su padre decidió que lo único que podían hacer para librarse de él era mudarse. Desde entonces, Ricardo hacía magia en contadas ocasiones y siempre a escondidas. Gracias a los libros escolares de su madre, una bruja inglesa que contaba maravillas de un sitio llamado Hogwarts, Ricardo había ido aprendiendo algunos hechizos y a esas alturas sabía que, llegado el momento, la magia le sería de mucha ayuda.

Ricardo tocó su varita por instinto, ansioso por asegurarse de que seguía en su sitio. Cuando llegó al dormitorio que compartía con varios chicos más, se acercó a su cama y buscó sus escasas pertenencias personales. Tan solo tenía unas prendas de ropa bastante viejas, un reloj de pulsera que no funcionaba y unas zapatillas con las suelas desgastadas. El libro de su madre estaba escondido bajo el colchón, junto a un par de fotografías en las que aparecía él de pequeño junto a sus padres. No era mucho lo que Ricardo tenía, pero no pensaba dejarse nada allí. Asegurándose de que estaba solo, lo metió todo en un almohadón e inició la huida definitiva. Quizá hubiera sido conveniente pasar por la cocina para hacerse con algo de comida, pero el chico no quería quedarse allí ni un segundo más. Cada vez que veía sus manos enrojecidas y sentía el escozor llegando en oleadas, se sentía furioso con todo y con todos. Con don Tomás por pegarle, con los idiotas que le enviaron allí por apartarlo de su hogar, con su padre por dejarse cazar y consigo mismo por no haber sido capaz de defenderse un rato antes.

Todas esas ideas revoloteaban por su cabeza cuando Ricardo llegó al patio trasero. Sabía que era el mejor sitio para escapar porque allí casi nunca había vigilancia. Don Tomás debía ser idiota por no haber previsto que Ricardo intentaría algo así, pero era de agradecer que esa tarde tampoco hubiera nadie por allí. Ricardo arrojó el almohadón por encima del muro trasero y trepó hasta saltarlo y quedar al otro lado. ¡Dios! Había sido ridículamente fácil. Le apetecía un montón ponerse a reír a carcajadas, pero aún no estaba completamente a salvo y no podía arriesgarse a que lo pillaran por andar haciendo el idiota. Necesitaba encontrar un buen sitio en el que esconderse hasta que amainara el temporal porque lo más seguro era que don Tomás avisara a la policía en cuanto descubriera que Ricardo se le había escapado. Esperaba de todo corazón que los peces gordos le echaran la bronca por ser incapaz de vigilar a unos cuantos huerfanitos. Y si le despedían, mejor que mejor.

Ricardo echó a correr. Lo ideal sería poder llegar al barrio antes de que la policía empezara a buscarle, pero estaba bastante lejos y el chico no quería arriesgarse a coger el metro o el autobús. Seguramente le buscarían allí en primer lugar y lo último que necesitaba era ponerle las cosas fáciles a nadie. Existía un escondite perfecto, un sitio en el que podría pasar un par de días tranquilamente y en el que los policías nunca podrían encontrarle: el Madrid mágico.

No había estado allí demasiadas veces, pero sabía perfectamente dónde estaba y cómo entrar en él. Apretó el paso, temeroso de que pudieran descubrirle y preguntándose cuántos policías se encargarían de buscarle. Seguramente tendrían cosas más importantes de las que ocuparse, pero don Tomás iba a ponerse bastante pesado. Era un hombre bastante dado a exigir cosas y Ricardo podía imaginárselo gritándole a todo el mundo. Si le pillaban, Ricardo podía darse por muerto. Don Tomás debía estar muy cabreado y no quería ni pensar en el castigo que podría imponerle. El hecho de que fuera a pegarle era lo de menos. Al parecer, don Tomás ya no pegaba tanto ni tan fuerte como antes, pero tenía formas bastante crueles de hacer que la vida de los rebeldes fueran desgraciadas. Y Ricardo no quería que su vida fuera desgraciada. Era un chaval fuerte. Su padre le había educado para que se ganara la vida, no para que un soplagaitas descerebrado pretendiera mandar sobre él.

Al cabo de un rato Ricardo se cansó de correr. Los pulmones le ardían y estaba llamando la atención más que si fuera caminando. Si la policíale veía, creerían que estaba huyendo de algo e irían a por él. Y no se equivocarían. Ricardo dedicó un par de minutos a recuperar el aliento y después continuó su camino andando como si no pasara absolutamente nada. Alguna gente arrugaba la nariz al verlo pasar y Ricardo consideró que era algo normal teniendo en cuenta que la ropa que llevaba puesta había conocido tiempos mejores. Pero. ¿Qué esperaban? Había pasado un año entero encerrado en ese maldito antro, no era como si allí uno pudiera vestirse a la moda. En cuanto don Tomás y la policía se olvidaran de su existencia, se colaría en el Corte Inglés y se agenciaría unas cuantas prendas guapas de verdad. ¿Qué un chaval de la calle no podía tener estilo? Eso habría que verlo.

En cualquier caso, la ropa era lo que menos le preocupaba en ese momento. No había probado bocado desde el día anterior y la carrera que se acababa de dar sólo había contribuido a que tuviera muchísima hambre. Ricardo también estaba acostumbrado a eso. Quizá, una de las pocas cosas buenas que tenía el orfanato era que siempre había un plato de comida en la mesa al menos tres veces al día. En la calle la comida no era algo seguro y Ricardo se lamentó por no haberse pasado por la cocina del orfanato antes de escaparse. No era como si la fruta le apasionase, pero un par de manzanas y un pan le habrían ayudado a llenar el estómago hasta que llegaran tiempos mejores. Sin embargo, Ricardo era un chico con recursos e interrumpió su excursión al Madrid mágico para colarse en la primera tienda que vio.

Había media docena de mujeres haciendo la compra y todas ellas le miraron con cara de pocos amigos. Sí, Ricardo sabía que sus pintas no invitaban a nadie a confiar en él, pero le molestó un poco que arrugaran la nariz de esa manera. ¿Qué se habían creído? Seguramente se pensaban que no era más que un ladronzuelo y el dueño de la tienda no le quitó ojo de encima mientras Ricardo se paseaba entre los estantes repletos de comida enlatada. El chico sabía perfectamente como coger cosas sin que se notara demasiado, pero necesitaba que toda esa gente dejara de prestarle atención durante un par de segundos. El tendero sonreía y atendía a las mujeres con amabilidad y todo eso mientras le miraba a él. Ricardo le sonrió intentando aparentar inocencia. Resultaba un poco irónico porque él había perdido la inocencia hacía ya mucho tiempo, pero disimular era algo que su padre también le había enseñado. Su pinta era una calamidad, cierto, pero al menos debía aparentar que era un chico educado e incapaz de hacer cosas malas.

Lamentablemente sus intentos por ganarse la confianza de los presentes no estaban dando buenos resultados. Llevaba ya unos minutos dando vueltas entre los estantes y las mujeres de antes ni siquiera habían terminado de hacer sus compras. En realidad estaban esperando a que él se marchara o se decidiera a robar de una vez, en cuyo caso no dudarían a la hora de darle una paliza a Ricardo utilizando sus enormes bolsos de mano. Durante un segundo el chico se planteó la posibilidad de irse sin llevarse nada, pero sus tripas rugieron en protesta y analizó detenidamente sus opciones. Si cogía algo del fondo de la tienda, esa panda de neuróticos se abalanzaría sobre él antes de que pudiera llegar a la puerta, le detendrían, llamarían a la policía y esa misma noche Ricardo estaría de vuelta al orfanato para enfrentar el terrible castigo que don Tomás le impondría. Si por el contrario cogía algo que estuviera más cerca de la salida, tendría tiempo de salir a la calle antes de que lo cogieran y podría escaparse sin problemas porque, aunque ese estúpido dependiente y sus clientas le persiguieran, Ricardo siempre fue un chico rápido y ninguno de ellos tendría opciones frente a él en una carrera.

El problema era que las cosas que estaban más cerca de la puerta no le atraían demasiado. Tan solo había un cajón de madera con manzanas y una bolsita con bollitos de crema. Él hubiera preferido algo más consistente como unas sardinas o un par de tabletas de chocolate, pero los bollitos seguramente no estarían del todo mal. Así pues, Ricardo volvió a sonreírle al dueño de la tienda y se dirigió a la salida con más o menos decisión para dar la impresión de que se largaba así, sin más. El tendero entornó los ojos y las señoras se pusieron en alerta, pero Ricardo ya no se echó atrás. Abrió la puerta de la calle y de un movimiento rápido cogió dos bolsas llenas de bollos.

-¡Eh! -El tendero gritó y sacó un larguísimo palo de madera de debajo del mostrador-. Maldito ladrón.

Ricardo podría haberse reído en la cara de ese atajo de imbéciles, pero su padre también le había enseñado que no estaba bien regodearse cuando las cosas salían bien. En el arte del robo, era muy importante saber huir a tiempo. Ser presumido sólo podía traerte disgustos así que, aunque lo que más le apetecía era decirle a esa gente que se había salido con la suya, consideró que salir corriendo era mejor opción. Ni siquiera miró atrás mientras corría calle abajo y doblaba la primera esquina que encontró. Se imaginaba perfectamente a esa gente gritando para que alguien le detuviera, pero ya era tarde. Ricardo había dejado muy claro que era un chaval muy rápido.

Aún así no se detuvo hasta que las piernas empezaron a temblarle. Estaba teniendo una mañana absolutamente frenética y debía tomarse un respiro si no quería que el corazón se le saliera del pecho. Además, seguía teniendo hambre. Cuando se detuvo, se inclinó un poco sobre sí mismo y luchó por recuperar el aliento. Después sonrió y se fijó en sus dos bolsitas repletas de bollos. La crema nunca le gustó demasiado, pero en esa ocasión devoró una bolsa entera en apenas unos minutos. Decidió que la segunda la disfrutaría algo más y buscó un banco en el que sentarse. Esperaba que allí no pudieran verle los policías en caso de que ya estuvieran buscándole. Sólo necesitaba tomarse un respiro antes de reemprender la marcha hacia el Barrio Mágico. Estaba bastante cerca y seguramente no tardaría más de veinte minutos en llegar.

¿Qué haría cuando estuviera allí? Sin duda lo primero sería buscar un lugar en el que pasar la noche, un sitio que le permitiera esconderse bien. Si algún brujo adulto le veía se pondría hacer preguntas molestas y Ricardo no necesitaba que nadie más volviera a meterse en sus asuntos. Sabía por experiencia que la gente mayor, brujos o muggles, acostumbraban a ponerse muy pesados si le encontraban por ahí vagando solo. Como si Ricardo fuese un niño pequeño que necesitara protección. En el orfanato había dejado muy claro que él no estaba indefenso en absoluto y en la calle ya lo sabían desde hacía tiempo. Era hijo de Ramiro Vallejo. No podía ser de otra manera.


Ricardo había dormido en la parte trasera del Hotel Warlock, muy bien escondido entre unos cubos de basura. Ciertamente no era una de las habitaciones del lujoso hotel, pero tendría que ser suficiente durante unos días. Aunque la noche había sido bastante fría, Ricardo se las apañó para lanzarse un par de hechizos para entrar en calor. Temió que los tipos del Ministerio de Magia pudieran detectar que un menor de edad andaba haciendo magia por allí y fueran a buscarle, pero al parecer el Barrio Mágico era un sitio demasiado mágico como para que esas cosas se notaran. Por fortuna Ricardo había estado demasiado cansado como para preocuparse por no tener una almohada y no tuvo tiempo para recordar su cama del orfanato, que no era la más cómoda del mundo pero que invitaba a dormir en su interior sin demasiados problemas. En cuanto el chico se recostó, se quedó dormido. El cansancio tras un día tan ajetreado y el hambre que nuevamente atacaba su estómago no le permitieron hacer otra cosa.

Sin embargo, una vez se hizo de día las cosas cambiaron. Cuando Ricardo se dio cuenta de que no podría desayunar y de que ni siquiera tenía un sitio en el que poder lavarse la cara, estuvo a punto de arrepentirse por haberse escapado de aquella manera. Su padre siempre le había dicho que cuando uno pensaba hacer algo debía tener un plan. En realidad a él no le había servido de mucho planificar las cosas porque la policía lo detuvo igual, pero si Ricardo no hubiera sido tan impulsivo y hubiera planeado su fuga con más detenimiento habría sacado un par de conclusiones. Por un lado estaba el asunto de la comida y por el otro el dinero.

Ricardo había abandonado el orfanato sin una peseta en los bolsillos. Ese había sido su error. Si tuviera dinero podría coger el autobús y lo más importante: podría tomarse un chocolate con churros en La Floriana. Ricardo era lo suficientemente listo como para saber que robarle a esa mujer no era tan fácil como robar en una tienda muggle. El chico sólo había estado allí una vez, cuando su madre estaba viva, y se había dado cuenta de que la Floriana era demasiado lista como para dejar que alguien se fuera de su local sin pagar. Ricardo podría haberlo intentado, cierto. Podría haber pasado a la chocolatería y haberse zampado un copioso desayuno antes de fingir que tenía que ir al baño y desaparecer del mapa, pero sabía que ese plan tan sencillo estaba destinado al fracaso. La Floriana era una pitonisa. Seguramente podía adivinar sus intenciones con sólo verlo a través del escaparate de su local.

Ricardo se llevó las manos a la tripa cuando éstas rugieron con ferocidad. Odiaba tener hambre. El Barrio Mágico no era un lugar tan seguro porque las dueñas de sus chocolaterías eran adivinas y podían saber con sólo mirarte si pensabas robarles o no. Ricardo agitó la cabeza y se alejó de las ventanas acristaladas de La Floriana procurando no pensar en su estómago vacío. No. Lo que tenía que hacer era mantener su mente ocupada con otras cosas, planear cuál sería su próximo movimiento.

Si quería volver al barrio tenía dos opciones. Por un lado podría ir caminado, pero seguramente tardaría una eternidad y se arriesgaba a que la policía le viera y le detuviera. Por otro podría coger el autobús, pero sabía por experiencia que no era nada fácil colarse. Los conductores eran un atajo de tipos gruñones capaces de echarte a patadas si no presentabas tu billete correspondiente. Así pues, lo que Ricardo Vallejo necesitaba era dinero y sólo tenía una forma de conseguirlo. Y no trabajando precisamente. El chico sonrió ante la perspectiva porque si algo se le daba especialmente bien era mangar las carteras de la gente. Su padre, carterista profesional antes de volverse un ambicioso ladrón de tiendas y bancos, empezó a meterle en el negocio antes de que Ricardo cumpliera los nueve años, después de la muerte de su madre. Y no lo había hecho antes porque a ella no le hacía ninguna gracia que su marido se dedicara a aquello. De hecho, si Ramiro Vallejo había sido un ciudadano relativamente honrado durante unos cuantos años fue gracias a la influencia de su mujer. Sin embargo, cuando ella murió esa honradez desapareció y el hombre decidió que su hijo debía seguir sus pasos. En aquel entonces Ricardo se emocionaba por cosas como la escuela y aprender magia, pero su padre le había guiado por el camino correcto y el chico había aprendido muy bien. Demasiado bien.

El Barrio Mágico era el lugar perfecto para sorprender a algún mago o bruja despistado. Había mogollón de gente haciendo sus compras, yendo de un sitio para otro sin preocuparse porque un chaval como Ricardo se acercase a ellos con intenciones poco claras. Lo único que el chico debía hacer era elegir a la víctima adecuada. Robar a gente mágica no era lo mismo que robar a muggles. Mientras que una anciana muggle era un objetivo perfecto, una bruja anciana podía ser un engorro si se decidía a usar la magia. Los hombres no eran una buena idea, ni entre magos ni entre muggles, así que quizá tendría que localizar a alguna mujer que pareciera ocupada. Una madre que estuviera pendiente de sus hijos o una chica que se despistara mirando escaparates o algo así. O tal vez lo mejor fuera salir al mundo muggle y recurrir a las víctimas de siempre. El padre de Ricardo le había enseñado que no era bueno correr riesgos, que debía medir siempre sus acciones y seleccionar a alguien que no fuera a causarle problemas. A su padre nunca le había gustado ponerse agresivo con la gente, no antes de atracar bancos y tiendas, y Ricardo aprendió que el mejor robo era el robo que pasaba desapercibido.

Con las manos metidas en los bolsillos, Ricardo echó un vistazo a su alrededor antes de decidirse a salir al mundo muggle. No necesitaba dar un golpe demasiado grande. Le bastaba con obtener el dinero suficiente para comprarse algo de desayuno y un billete de autobús. Después, cuando llegara al barrio, los amigos de su padre se encargarían de él. Seguramente le felicitarían por haberse escapado y alguien le invitaría a comer. Los primeros días serían los peores, pero una vez que se hubiera instalado Ricardo podría volver a su vida normal. Se reincorporaría al negocio y cuando tuviera dinero podría alquilar alguna habitación con una cama de las de verdad y un cuarto de baño. Sí. Darse una ducha le haría mucho bien, de eso no cabía ninguna duda.

Lo que pasó después fue inesperado. Se dio media vuelta para regresar al mundo muggle y se dio de bruces con una mujer, haciendo que su bolso cayera al suelo y todas sus cosas se desparramaran a su alrededor. Había sido sin querer, pero los ojos de Ricardo no tardaron ni un segundo en localizar la cartera. ¡Oh, aquello debía ser una señal del cielo! Alguien ahí arriba debía quererle muchísimo. Consciente de que si prestaba demasiada atención al monedero esa mujer podía sospechar de sus intenciones, Ricardo se fijó en ella y la evaluó internamente, preguntándose si sería lo suficientemente tonta como para dejarse robar con facilidad. Era una mujer de mediana edad, con el pelo castaño y los ojos cálidos como la miel. Ricardo no pudo evitar pensar en su madre, recordando la forma que ella tenía de mirarle, y se estremeció. Sin embargo, esa extraña sensación duró un segundo, hasta que el chico reaccionó y se agachó para ayudarla a recoger sus cosas. Debía ser rápido y despistar a la mujer para que no se diera cuenta de nada. Ya había visto que tenía guardada la varita entre la ropa y no sería bueno para nadie que tuviera que recurrir a ella. Ricardo también tenía la suya escondida en la parte trasera del pantalón, pero era demasiado inexperto para enfrentarse a un brujo adulto. En caso de que lo peor ocurriera, no tendría ninguna oportunidad frente a esa mujer.

—¡Lo siento mucho, señora! —Dijo mientras se agachaba y cogía una barra de labios—. No la había visto. ¿Le he hecho daño?

—No te preocupes, hijo. Estoy bien.

La mujer le sonrió y Ricardo respondió a la sonrisa mirando de reojo la cartera. Esa mujer tenía un montón de cosas en el bolso y tardaron un minuto largo en recogerlas todas. Ricardo se apresuró a la hora de hacerse con el monedero y mientras ambos volvían a levantarse fingió que lo metía en el bolso. Lo que hizo en realidad fue esconderlo en uno de los bolsillos traseros de su pantalón.

—Lo siento, señora. ¿De verdad está bien? —Preguntó, ansioso por largarse de allí lo antes posible.

—No ha sido nada. Un tropezón sin importancia.

—Entonces yo…

Ricardo dio dos pasos atrás y ya se disponía a salir corriendo cuando la mujer le detuvo. Tenía los ojos entornados y le miraba con suspicacia. El chico maldijo entre dientes, preguntándose si era posible que ella se hubiera dado cuenta de algo. Estaba bastante seguro de que había actuado con muchísimo disimulo, pero empezaba a tener sus dudas. Cuando la mujer siguió hablando, Ricardo no supo si sentirse aliviado o no.

—¿No tendrías que estar en el colegio?

La pregunta le sorprendió mucho, tanto que Ricardo no tenía una respuesta preparada. Los únicos muggles que se preocupaban por si iba a la escuela o no eran los policías y los tipos como don Tomás, así que Ricardo nunca había tenido que buscar esa clase de excusas. Por fortuna era bueno pensando rápido y después de un par de segundos de duda encontró algo que decir.

—Estoy enfermo. Esta mañana he estado en el hospital y después he venido a comprar unas pociones a la botica con mi madre.

—¿De verdad? ¿Y dónde está ella?

Ricardo se mordió los labios, molesto por la insistencia de la mujer. En buena hora se había tropezado con ella.

—Ahora viene.

La mujer sonrió y Ricardo creyó que le dejaría irse, pero otra vez se equivocó.

—¿Crees que me estás engañando, niño? —Ricardo no tuvo tiempo de decir nada. La mujer extendió una mano y le miró con dureza. Parecía un poco molesta y Ricardo no supo muy bien qué iba a pasar ahora—. Devuélvemelo.

¡Mierda! ¿Valdría la pena disimular un poco más? Quizá si ponía su mejor cara de chico bueno la mujer pensaría que estaba equivocada.

—¿Qué?

—El monedero.

No. No había funcionado. Ricardo sintió el miedo paralizándole casi del todo y se preguntó si tendría tiempo de escaparse antes de que la mujer pudiera detenerle, pero ella no parecía muy dispuesta a dejarle ir. Lamentando que todo hubiera salido tan rematadamente mal, Ricardo suspiró y echó mano de la cartera casi robada. La depositó con algo semejante a la timidez sobre la mano de su casi víctima y agachó la mirada, sintiéndose bastante avergonzado. Y eso era bastante raro porque por norma general robar no le daba ninguna vergüenza.

—Y ahora que empezamos a entendernos. ¿Vas a decirme qué estás haciendo aquí?

Ricardo negó con la cabeza. ¿Acaso no era obvio?

—¿Dónde está tu madre?

El chico miró a la mujer con fiereza y escupió la palabra.

—Muerta.

La mujer frunció el ceño. Obviamente no se esperaba una respuesta como aquella y hubo un fugaz destello de pena en su mirada. Ricardo odiaba que le tuvieran lástima y se alegró de que la mujer optara por mantenerse inflexible. Había intentado robarle y lo más normal del mundo era que estuviera molesta con él. Ricardo sólo esperaba que no llamara a los aurores porque seguramente éstos serían más difíciles de esquivar que la policía. Además, si le detenían. ¿Qué harían con él? No tenía muy claro a partir de qué edad enviaban los magos a los criminales a la cárcel y no le apetecía mucho que le encerraran. Para eso casi prefería volver al orfanato y aguantar el castigo que don Tomás quisiera imponerle.

—¿Y tu padre?

La voz de la mujer lo sacó de sus cavilaciones y Ricardo también respondió con más o menos franqueza.

—Es un muggle.

—¿Y sabe él lo que estás haciendo?

Seguramente se lo podría imaginar con bastante claridad, pero Ricardo se encogió de hombros.

—No sabe que estoy aquí.

—Pues me gustaría hablar con él.

Suerte con eso. Esa mujer se llevaría una pequeña desilusión si esperaba que su padre le echara la bronca por robar. Hasta era posible que sintiera un poco de pena por Ricardo y todo. Y hablando de pena, quizá podría convencer a la mujer de dejarle marchar si actuaba con la suficiente astucia. Las mujeres normalmente se ablandaban ante los pobres niños desamparados.

—Por favor, señora. A él no le gustaría saberlo.

Ricardo consideraba que, aparte de buen ladrón, también era buen mentiroso. Mientras pronunciaba aquellas palabras, el chico se esforzó muchísimo por aparentar que tenía miedo y confió en que la imaginación de la mujer hiciera el resto. La vio fruncir nuevamente el ceño y se preguntó si su pequeña actuación daría buenos resultados.

—¿Qué quieres decir, hijo?

—Yo —Ricardo miró a su alrededor simulando angustia—. Prometo no volver a hacerlo —Aquel era un buen punto para detenerse, pero quizá podría tensar un poco más la cuerda y esperar algo más de esa mujer. Así pues, agachó la mirada y fingió timidez—. Tengo hambre.

La mujer alzó una ceja. No parecía estar creyéndose ni una sola palabra y Ricardo se maldijo internamente. Un año en el orfanato le había hecho perder muchísimas facultades. Eso no estaba nada bien. Todo era culpa de don Tomás.

—¿De eso se trata?

Ricardo asintió. Estaba convencido de que no había funcionado y ya se temía que la mujer fuera a llamar a los aurores, pero entonces ella hizo algo inesperado: abrió su bolso y le dio unas monedas, dinero más que suficiente para el desayuno y el autobús. Ricardo contuvo un salto de alegría y se esforzó por seguir mirando a la mujer con lástima.

—Tengo que irme —Anunció mientras consultaba la hora—. Pero me gustaría escuchar un poco más sobre tu padre. ¿Vienes por aquí muy a menudo?

Ricardo sólo podía mirar las monedas y asintió distraídamente. Escuchó el suspiro de la mujer y notó cómo le ponía una mano en el hombro.

—Espero volver a verte muy pronto.

—Claro.

La mujer le echó un último vistazo y reanudó su camino, andando con bastantes prisas. Ricardo sonrió y corrió hacia la chocolatería de La Floriana. Definitivamente aquella mañana había sido muy provechosa para un chico como él.


Sara no pudo quitarse al chico de la cabeza en todo el día. Si no hubiera tenido tanta prisa por reunirse con Amparo en el hospital podría haberse quedado a averiguar qué era exactamente lo que ocurría con él, pero su hija parecía bastante ansiosa por verla. Después de sufrir varios abortos, el nuevo embarazo de Amparo parecía ir perfectamente, pero esa mañana había tenido un pequeño sangrado y la pobrecita estaba muy nerviosa. Seguramente sólo eran los nervios ocasionados por la proximidad de la boda de Ana y José Ignacio, pero después de lo mal que lo había pasado la pobrecita Amparo era mejor no correr riesgos.

Sara había pasado toda la mañana corriendo de un lado para otro, pero a pesar de lo preocupada que estaba por todo y por todos, no dejó de pensar en el chaval en todo el día. El muy pillo había intentado quitarle el dinero y Sara no se había creído nada de lo que le había dicho. Únicamente pareció rabiosamente sincero cuando le dijo que su madre estaba muerta y que su padre era un muggle, pero ni por un segundo consiguió que se creyera que el chaval le tenía miedo a su progenitor. Allí había gato encerrado y lo que era absolutamente inadmisible era que un chiquillo tan jovencito anduviera metido en esa clase de líos. Si el muchacho era huérfano y su padre muggle no podía ocuparse de él, tal y como Sara se imaginaba, lo mejor sería que los magos se encargaran de echarle un vistazo.

Lo ideal hubiera sido no quitarle ojo de encima. Sara no era tan ingenua como para creer que el chico fuera a aparecer por el Barrio Mágico al día siguiente y, sin embargo, allí estaba esa mañana, buscándole. Por supuesto que no dio con él. Incluso fue a hablar con la Floriana para ver si la mujer había visto al chaval, pero lo único que ella pudo decirle fue que el día anterior se había dado un gran atracón. Eso y que tenía un futuro oscuro con una pequeña y brillante luz justo al final del túnel. Sara no prestó demasiada atención a la parte de la adivinación y al final tuvo que darse por vencida. El chico no estaba por allí y seguramente no se dejaría ver por el Barrio Mágico en mucho tiempo. Era una lástima.


Mayo de 1992

Ricardo sintió un extraño escalofrío mientras mecía a su hijo entre sus brazos. Darío fue un bebé prematuro, nacido cuando Clara sólo tenía siete meses de embarazo. A pesar de ser tan pequeñito, el niño ya había demostrado una fuerza y una determinación por seguir vivo propias de un Vallejo. Había pasado un par de meses en el hospital, rodeado de artefactos mágicos y enfermeras. Había mirado cara a cara a la muerte y había salido victorioso. Ese mismo día su madre había podido llevárselo a casa y lo único que tenía que hacer ahora era crecer, convertirse en un hombre fuerte y lograr que sus padres olvidaran la ordalía por la que acababan de pasar.

Ricardo besó la frente de su hijo y se sintió profundamente orgulloso de él. Nunca pensó que alguna vez podría llegar a sentir tanto amor por alguien que no fuera él mismo, pero desde el mismo momento en que supo que Clara iba a tener un hijo, a su hijo, su visión del mundo cambió por completo. El hombre nunca tuvo demasiado claro lo que significó la paternidad para su progenitor, pero él tenía las cosas muy claras. Por nada del mundo deseaba que Darío tuviera una vida semejante a la suya. No. Él quería que Darío creciera siendo un niño sano y feliz, un pequeño brujo como todos los demás. Quería que fuera al colegio y tuviera amigos con los que compartir sus juegos y junto a los que aprender. Quería llevarlo a comprar su primera varita cuando tuviera siete años. Quería que fuera a los campamentos mágicos y tuviera ocasión de disfrutar de su magia como cualquier otro niño mago. Definitivamente no quería que tuviera que vagar solo por el mundo, asustado y desamparado, ni que hiciera ninguna de las cosas que Ricardo tuvo que hacer para llegar al punto en el que se encontraba actualmente su vida. Y si para conseguir todo eso tenía que cambiar algunas cosas, lo haría encantado.

Aunque lo que más disfrutaba durante esos días era estar al lado de su pequeño y valeroso bebé, Ricardo no podía quedarse en casa de Clara todo el tiempo. A pesar de que el lazo que Darío había creado entre ellos era muy fuerte y prácticamente imposible de romper, a ninguno de los dos se les pasó por la cabeza la idea de casarse. Eran demasiado diferentes y no estaban enamorados. Ricardo quería a esa mujer porque era la madre de su hijo, pero sabía que si se empeñaban en unir sus vidas todo terminaría siendo un desastre. Clara odiaba cierta faceta suya y Ricardo podía entenderla porque él mismo en ocasiones también se sentía asqueado.

Lo único que lamentaba era que esa mujer tan cabezota insistiera en vivir en el pequeño apartamento ubicado justo sobre su tienda de calderos. Ricardo le había ofrecido una casa adecuada en la que Darío pudiera crecer y disfrutar, pero Clara era orgullosa. Si Ricardo se comprometía en mantener a salvo al niño, Clara no tendría problemas a la hora de dejar que se lo llevara a alguna de las lujosas propiedades que el hombre tenía repartidas por toda la geografía peninsular, pero no quería nada para ella misma. A Clara siempre le había gustado ganarse las cosas con su propio trabajo y Darío no iba a cambiar eso. Ricardo se había esforzado mucho por comprenderla y durante todo el tiempo que Darío estuvo en el hospital dejó de insistir. Lo único que quería era formar parte de la vida del pequeño. Si Clara era una cabezota orgullosa era su problema.

Ricardo observó el bullicio reinante en el Barrio Mágico desde una de las ventanas del apartamento. Clara había decidido contratar un ayudante temporal para que le echara una mano con la tienda mientras Darío fuera pequeño y en ese momento estaba haciéndoles compañía. Empezaba a anochecer y pronto sería la hora de cerrar. Ricardo tenía que viajar a Bilbao para reunirse con uno de los encargados del puerto mágico. Tenía bastante interés porque el asunto de la fábrica le saliera bien. Ahora que tenía la certeza de que Darío iba a crecer sano y feliz, debía proporcionarle un futuro lo más alejado posible del presente de su padre.

-Bueno, campeón. Papá tiene que irse -Ricardo besó la frente del bebé y lo depositó con cuidado en su cunita. Darío había estado dormido todo el rato y lo único que hizo fue arrugar un poquito la nariz. Ricardo aún no terminaba de creerse que un hombre como él hubiera sido capaz de hacer algo tan bueno como esa criatura-. Mañana vendré a verte otra vez.

Era una promesa que pensaba cumplir. Intercambió una mirada con Clara para dejarle bien claro que ella no podía hacer nada para evitar una nueva visita y se marchó después de una breve despedida. Le dolía la cabeza. Ver a Darío despertaba al mismo tiempo lo mejor y lo peor de él y a menudo pensaba en lo que hubiera sido de su vida si en algún momento hubiera aceptado la ayuda de todos los que habían querido ayudarle en su adolescencia. Seguramente hubiera sufrido menos de haber crecido bajo la tutela de don Tomás, ese viejo cabrón, pero ahora eso ya no tenía solución. Ricardo había hecho lo que había hecho y su única esperanza consistía en ser capaz de cambiar aquello que estuviera por venir.

El hombre iba tan concentrado en sus propios pensamientos que no vio venir a la mujer. Se chocaron con bastante brusquedad y ninguno de los dos cayó al suelo porque se sujetaron el uno al otro. Lo que sí salió volando por los aires fue el bolso de ella, cuyo contenido terminó desparramado por todas partes.

—Lo siento mucho, señora —Dijo Ricardo mientras se agachaba para ayudarla a recoger todo. Ni siquiera se había dado cuenta de quién era ella hasta que la mujer le habló.

—Hola, Ricardo.

—¡Sara!

Ricardo recordó que la primera vez que vio a esa mujer fue en unas circunstancias similares a las de aquel día. Naturalmente él ya no era un crío ni tenía intenciones de robarle, pero no pudo evitar sentirse muy avergonzado. Aunque su intención inicial fue la de alejarse para siempre de esa mujer, ella terminó por encontrarle. Fue una de las brujas que intentó convencerle para que creciera como un mago normal. Intentó guiarle por el buen camino, se preocupó por él e incluso lo llevó a los campamentos mágicos para demostrarle todo lo que se estaba perdiendo por culpa de la vida que había elegido, pero Ricardo no le había hecho caso. Una parte de sí mismo, la del niño que echaba muchísimo de menos a su madre, había querido dejarse arrullar por la buena de Sara y se había sentido protegido y querido mientras ella intentaba cuidar de él, pero el alma de los Vallejo se había hecho fuerte y Ricardo fue incapaz de aceptar su ayuda. A lo largo de esos años se habían encontrado en alguna ocasión. Sara parecía ser consciente de lo que Ricardo no era un tipo del todo honrado, pero nunca había dicho nada. Ricardo simplemente había sido incapaz de mirarla a los ojos, ni en el pasado ni esa tarde. A pesar de que había decidido que quería cambiar, convertirse en un hombre mejor, no pudo evitar sentirse como un chaval asustadizo ante la mirada cálida de esa mujer.

—¿Qué tal estás? —Preguntó ella mientras los dos se afanaban por recoger las cosas—. He oído que acabas de ser padre.

Hablar de Darío siempre le hacía sentir bien y no pudo ni quiso contener la sonrisa que iluminó su rostro. Durante demasiado años las sonrisas habían brillado por su ausencia y siempre era agradable tener algo de lo que sentirse orgulloso. Ignoraba cómo era posible que Sara supiera aquello, pero entonces recordó que una de sus hijas trabajaba en el hospital y no le costó demasiado atar cabos. Seguramente Sara también sabía que Darío había estado muy enfermo y que gracias a Dios había podido sobrevivir.

—Acabamos de traer a Darío a casa —Ricardo ofreció la información como si no tuviera importancia y Sara sonrió.

—Es un bebé fuerte. Espero que todo vaya bien a partir de ahora.

—No hay ninguna razón para creer lo contrario.

Sara asintió y se incorporó. Ya tenía todo de vuelta al bolso. Todo excepto el monedero que Ricardo sostenía con una mano. Ambos intercambiaron una mirada cómplice y ella frunció el ceño y Ricardo supo que la conversación no había terminado.

—Me alegra que el pequeñajo esté bien pero. ¿Qué hay de ti?

—¿De mí?

—Sería conveniente que cambiaras algunas cosas. ¿No crees?

Quizá Sara no tuviera conocimiento de todo lo que había hecho durante esos años. De hecho, Ricardo estaba bastante seguro de que esa mujer sería capaz de denunciarlo si supiera la mitad de barbaridades que había cometido, pero indudablemente sabía lo suficiente. Ricardo se sintió extraño al comprobar que Sara, la bruja que tuvo que sufrir su rechazo en más de una ocasión, aún tenía ciertas esperanzas puestas en él. Y aunque realmente ya no necesitaba que la gente creyera que era capaz de cambiar, se sintió bien.

—Estoy trabajando en ello.

—Me alegra oír eso —Sara extendió una mano y Ricardo le devolvió el monedero—. Nos vemos, Ricardo.

—Eso espero.

Sara le sonrió y desapareció entre la marabunta de gente. Ricardo creía firmemente que el si hubiera no existía, pero ese día no pudo evitar pensar en lo que habría sido de su vida si no hubiera sido tan estúpido. Cuando conoció a Sara aún tenía salvación, no había hecho nada lo suficientemente grave como para que sus sueños se plagaran de pesadillas y sus pesadillas de figuras acusadoras, pero seguramente nada hubiera resultado ser como finalmente fue. Ricardo odiaba tener que lamentarse por las cosas, pero no se sentía especialmente a gusto con el muchacho estúpido que un día fue y deseaba con todas sus fuerzas evitar que Darío siguiera sus pasos. Iba a dedicar el resto de su vida a evitar que así fuera.


Octubre de 2011

Ricardo estrechó la mano de Miquel Ferré a modo de despedida y le aseguró una vez más que la mercancía de Moltó S.L. llegaría a su destino a la mayor brevedad posible. El accidente que había tenido lugar en el puerto de Bilbao aquella misma mañana le había dado a Ricardo más de un dolor de cabeza, pero por suerte había llegado a un buen acuerdo con el señor Ferré. Julia ya le había advertido sobre la forma de trabajar de aquella empresa y a Ricardo no le pilló por sorpresa que el señor Ferré llegara con exigencias. De hecho, le había venido muy bien para demostrarle a Darío cómo era una buena negociación empresarial.

El chico estaba en pie tras él y en cuanto la puerta del despacho se cerró aprovechó para aflojarse un poco el nudo de la corbata. A pesar de que ya estaba hecho todo un hombretón, Darío no perdía la oportunidad de quejarse cada vez que tenía que ponerse un traje. Al parecer los odiaba y ya le había dejado claro a su padre que no pensaba utilizarlos en un futuro próximo. La corbata al menos. Ricardo sonrió mientras observaba a Darío. Era un chaval listo, responsable y muy simpático, la clase de chico que se hacía querer. Ricardo nunca había dudado de él, pero durante cierta parte de su adolescencia le dio por ponerse rebelde y ese simple hecho bastó para que el pobre hombre temiera por él. Darío únicamente hizo cosas propias de chicos de su edad, como emborracharse, armar bulla en la calle o fumarse unos porros (e introducir nogtails ilegales en el país), pero Ricardo había temido que pudiera ir un paso más allá tal y como él hiciera en su juventud.

—Son huesos duros de roer los de Moltó. ¿Verdad? —Comentó Darío mientras se dejaba caer en una silla—. ¿Te he dicho ya que este verano conocí a José Ignacio Pizarro? Es un hacedor de pociones de los buenos y abuelo de uno de los amiguitos de Amelia. Tuvimos una conversación bastante interesante.

—¿En serio? —Ricardo se acomodó en su butacón—. Las pociones nunca han sido de mi agrado.

—Yo creo que lo que pasa es que no se te dan nada bien. Por eso no querías echarme una mano cuando te pedía ayuda para hacer los deberes del cole. Menos mal que mamá no sólo sabe de calderos, que si no la tenía clara.

Ricardo sonrió y se cruzó de brazos, pensando en todo lo que había ocurrido a lo largo del día.

—¿Dices que tu hermana es amiga del nieto de Pizarro?

—Sí. ¿Por qué?

—Yo conocí su suegra. Era una mujer interesante. Lástima que muriera hace unos años.

Darío asintió y se preguntó a qué vendría aquella tristeza que apareció de pronto en el rostro de su padre. Aunque sabía muchas cosas relacionadas con su pasado, el chico tenía la sensación de que Ricardo Vallejo nunca podría dejar de sorprenderle.

—¿Erais amigos?

—Algo así. Sara quiso ayudarme cuando era un chaval.

Y ahí terminaron las explicaciones de Ricardo. Darío pensó que Sara debió haber sido una gran mujer porque no todo el mundo era capaz de preocuparse por los chicos de la calle. Entonces recordó a Isabel, otra de las nietas de José Ignacio Pizarro, y se preguntó si ella también tendría algo digno de tener en cuenta. A pesar de su juventud, la chica le había llamado poderosamente la atención y no podía olvidarse de sus ojos. Eran los más bonitos que había visto en mucho tiempo. Lástima que Isabel fuera tan jovencita. Si solo hubiera tenido un par de años más Darío podría haberse animado a trabar una amistad con ella, pero dadas las circunstancias quizá sería mejor mantenerse apartado. Podría haberlo consultado con su padre, pero él permanecía ensimismado, pensando sin duda en la tal Sara. Sí. Definitivamente debió ser una mujer interesante si había sido capaz de causar tanto impacto en un hombre como su padre.


Y hasta aquí voy a leer. Este fic está dedicado a Sorg-esp.

Te prometí otro regalito y aquí lo tienes. Espero que lo encuentres medianamente agradable y que me perdones por haberme apropiado de Sara de esta manera. No sabes el miedo que me da cargarme al personaje, pero no me costaba nada de trabajo imaginármela mientras intentaba ayudar a un elemento como el bueno de Ricardo. Espero no haberme pasado de la raya y ojalá que te guste. Si hay algo que desentona, no dudes en decírmelo, guapetona.

En cuanto al resto de posibles lectores del fic, es evidente que el Potterverso no ha aparecido. Supongo que la mayoría ya sabéis de qué va esto, pero si tenéis duda podéis pasaos por las historias de Sorg. Son geniales y originales y a mí no me importa ni un poquito que no aparezca Harry Potter en ellas. De hecho, ahí es donde reside su encanto.

Y me dejo de rollos. Espero que os haya gustado, especialmente a ti, Sorg.

Besetes.