Capítulo 01 - Caesaraugusta
Un inusualmente lluvioso catorce de julio llegó a la vida. Según la historia que posteriormente le sería trasmitida, no fue un día especial en nada. Lo que su madre siempre recordaría sería el dolor, el sudor recorriéndole desde la sien hasta el mentón y el olor a almizcle. A su alrededor estaban sus amigas más íntimas, que le cogían la mano, que la azuzaban, que le repartían besos por el pelo y le apartaban los mechones que se aplastaban contra su piel sudada. Delante de la escandalizada comadrona, su madre dio gracias a Dios cuando por fin salió de su útero y lloró, respirando de manera acelerada. En honor a su difunto padre, Aalis llamó a su primogénito Francis.
El padre, como podía esperarse, nunca salió a la luz, a pesar de que todos los hombres con los que ella había pasado la noche sabían bien que se había quedado en cinta. Aalis era una joven que pronto se había quedado huérfana. Su madre había muerto durante un complicado parto y su padre era un borracho que a ratos se entretenía tirándole del pelo para que hiciera las tareas del hogar. Así que cuando éste se cayó en la calle y se pegó contra unos adoquines, al regresar de beber como un condenado, Aalis no derramó una sola lágrima. Después de aquello, la entonces niña había ido a vivir con unas tías cercanas, ya que el resto de la escasa familia que le quedaba, la cual había sido víctima de una enfermedad extraña, le había dado la espalda.
Sus tías, lejos de ser unas mujeres adorables que le proporcionaran un hogar digno, se convirtieron en una especie de esclavistas que aprovechaban cualquier oportunidad para endiñarle cualquier faena que ellas pudieran realizar. Mientras, ellas se dedicaban a cotillear y lanzar injurias contra el resto de la comunidad en la que vivían, lo cual les ganó mala fama y miradas de desprecio por parte del resto de los pueblerinos. Así pues, Aalis decidió huir cuando tenía doce años en busca de un futuro mejor. Entre aquellas cuatro paredes, con sus tías cada vez más enfermas, no haría otra cosa que quedarse para vestir santos. Necesitaba encontrar un esposo ya, antes de que sus carnes se tornaran fofas y ya nadie quisiera desposarla.
Sus sueños de obtener una vida mejor, a pesar de todo, se estrellaron contra un suelo duro como la piedra más fuerte que existiera sobre la faz de esa tierra plana en la que habitaban. No había para ella un príncipe que viniera a su rescate, que la acogiera en su morada, y cuando llegó a la ciudad más cercana, harapienta, sucia y con hambre, se encontró con que no tenía ni una triste moneda con la cual poder obtener lo que necesitaba. Así pues, una joven de cabellos rubios rizados, que ondeaban hacia la mitad de su espalda, con un rostro menudo, sucio, del cual destacaban unos preciosos ojos azules, se encontró sin tener a dónde ir.
Su cuerpo, delgado, parte por la hambruna, parte por ser ésta su complexión, quedaba por desgracia medio al descubierto, debido a que las ramas de los bosques habían hecho jirones aquel que antaño había sido un hermoso vestido de color azul claro. Cercana a aquella cordillera nevada que sería incapaz de sortear sin morir, Aalis se halló desamparada dentro del Reino Visigodo. No tuvo que pasar un día para que algunos hombres que pasaban por las calles se la quedaran mirando a ella y a su exuberante belleza, que había quedado parcialmente oculta tras la suciedad.
Desesperada, sin saber qué hacer, accedió al placer carnal con tal de tener ropa limpia y un baño en el cual asearse. Se podía decir que su primera vez había sido bruta y que no había sentido otra cosa que dolor pero, aún así, durmió a buen recaudo, caliente bajo una manta de borrego. En ese mundo, por desgracia, no había nada que ella pudiera hacer y fuera donde fuese nadie parecía dispuesto a emplear a una joven que pocas cualidades físicas tenía y seguro que menos inteligencia aún. Así pues, ahogada en la pobreza, Aalis siguió visitando diversas camas, obteniendo contactos por aquí y por allá, hasta que conoció a Aliénor.
En su vida, a posteriori, Aalis conocería a muchas mujeres pero ninguna se podría comparar con Aliénor. Sus caderas eran voluptuosas, su cuerpo estaba lleno de curvas y sus vestidos eran llamativos a más no poder. Siempre se desprendía de ella un confuso olor, que mezclaba el del alcohol y el de un putrefacto perfume que adoraba con todo su ser. De entre sus gruesos labios, sepultados bajo carmín rojo, se encontraban unos dientes amarillos y torcidos. Sus ojos eran marrones y sus cabellos, grasos, se recogían en un moño que, según el día, se veía despeinado. Aliénor regentaba un burdel conocido por quien necesitara de sus servicios y había escuchado hablar de una joven que se dedicaba a satisfacer a hombres con tal de conseguir comida, agua, cama y ropajes. Le tendió una mano, rechoncha, cubierta de alhajas que tintinearon por el movimiento y le ofreció un lugar en el que descansar, un trabajo del cual sacaría un jornal y en el que estaría segura.
Así pues, Aalis dejó su vida en las calles y pasó a frecuentar el burdel. Era una edificación simple, grande para la época, que siempre se encontraba llena de gente por la tarde—noche y que por la mañana sólo contaba con borrachos resacosos que dormían y clientes que se escapaban con lentitud para regresar a sus casas después de una noche ideal, con promesas de regresar. Eran noches de alcohol, de fumar, de pecar como si ése fuera el último día sobre aquel pedazo de tierra y nada les esperara al otro lado. Perdió la fe, perdió el rumbo y se acostumbró a esa vida que nunca hubiera imaginado que sería para ella. Sus compañeras, todas mujeres, se convirtieron en su familia y las amaba a todas como si fueran lo más preciado que nunca pudiera tener.
Todo había ido perfectamente durante año y medio, hasta que de repente empezó a sentirse mal cada día y no le vino la regla cuando debería de haberlo hecho. El malestar matutino se incrementó y, con mirada grave, Aliénor le anunció que estaba embarazada. Había llorado como nunca pero al final, apoyada por todas, decidieron que el niño o niña tendría que vivir y que entre todas vigilarían que nada le faltara. Así pues, un joven Francis, con el rostro regordete, las mejillas rosadas, las pestañas claras como la paja y cuatro cabellos despeinados sobre su despoblada cabeza, se convirtió en el niño de los ojos de todas las prostitutas de aquel burdel.
Poco entendería el pobre chiquillo lo que sucedía a su alrededor. Lo único que sabía era que su madre tenía muchas amigas, que todas se dedicaban a cosas de mayores y que, por la noche, él tenía que irse a dormir demasiado pronto. Se pasaba las horas leyendo libros, en un rincón, intentando alejarse de aquellos hombres que tan mal olían. Y aunque nadie le había enseñado a leer realmente, Francis imaginaba cuentos, imaginaba hazañas, imaginaba princesas, imaginaba príncipes, imaginaba romances y finales felices. Su mente, inocente, siempre visualizaba una familia feliz, alrededor de un hogar, abrazada. Ése era el sueño que nunca podría cumplir, ya que no tenía padre y su progenitora se encontraba demasiado ocupada con el resto del mundo.
Nunca tuvo una educación brillante, nunca le enseñaron matemáticas, nunca aprendió nada porque su madre, al igual que su progenie había hecho antes, no le proporcionó la oportunidad de estudiar. El niño se pasaba el rato entre maquillaje, el polvo, el cristal roto, mirando con sus ojos ingenuos aquello que pasaba, ignorante.
El día en que cumplió cinco años, Aalis se tomó unas vacaciones concedidas por su matrona y gracias al dinero que había estado ahorrando durante esos años viajaron hacia el sur y se adentraron aún más en propiedad visigoda a pesar de ser un territorio que actualmente se encontraba compartido por los romanos hispanos, que habían pertenecido al Imperio ya desaparecido, y los mismos visigodos, con los cuales ellos compartían raíces. Así pues, durante un viaje largo, Francis y su madre llegaron a una pequeña zona rural a poca distancia de Caesaraugusta. El núcleo urbano aún estaba bastante activo a pesar de que éstos, desde la caída del Imperio, poco a poco se habían ido vaciando a causa de los maleantes. El grupo con el que habían ido, desde Narbona, se separó una vez llegó a su destino. Francis y Aalis se alojaron en casa de un buen matrimonio con los cuales habían entablado conversación en el mercado y que, por su buena fe, habían decidido darles asilo.
— ¡Mamá, mamá! —gritó Francis, que hacía un rato que no paraba quieto, de un lado para otro.
La mujer, que iba ataviada con una cubierta túnica de color rojo, entornó el rostro para enfocarle. Que en sus tierras fuera una prostituta, no significara que fuera a mostrarse como tal en otros lugares.
— ¿Qué pasa, querido? —le dijo con aire paciente la mujer—. Cuidado, vas a chocar con ese señor.
El niño se detuvo justo a tiempo y miró a su madre, con sus ojos azules brillando de la emoción. El cabello del chiquillo, rubio claro, lo llevaba corto a pesar de las quejas de éste. Su madre había insistido en mantenerlo de esa manera pero el muchacho quería llevarlo largo como aquellos hombres adultos que veía cuando salía a pasear acompañado de alguna de las chicas que vivían con ellos.
— ¿No lo has visto? ¡Hay vacas fuera! ¡Y ovejas! Un señor me ha dicho que si tanto me interesa puede enseñarme a cómo llevar el rebaño. ¿Puedo? Dime, ¿puedo? —le preguntó.
— Claro, pero siempre que no vayas a molestarle, cariño.
El chiquillo gritó jubiloso por haber obtenido el permiso de su madre y corrió de nuevo hacia la calle. En su vida Francis se había sentido tan activo. Ese lugar, ese pequeño sitio era más de lo que hubiera imaginado. Había dado con un terreno vasto que no tenía fin, al igual que todas las posibilidades que éste le ofrecía. La gente era amable, a diferencia de la que había en su hogar, dispuesta a enseñarles todo lo que pudieran, dispuestos a ayudar. Aquel fin de semana en esa localidad fue lo mejor que le había pasado en años. Durante el día jugaba, correteaba e ignoraba las advertencias de su madre que tras un par de días se cansó de perseguir a ese trasto que contaba con inagotables fuentes de energía. A pesar de todo, Francis, obediente, trataba de contentar a su madre siempre que pudiera.
Cuando fue el momento de marcharse, el zagal observó la tierra que se alejaba a medida que el carro regresaba hacia Narbona con añoranza. En el lapso de pocos días había encontrado en ese lugar un mundo que había desconocido hasta el momento. A pesar de ser pequeño, en su corazón halló una tristeza inimaginable al ver cómo esa tierra que le había dado tantas alegrías en poco tiempo se alejaba de él. Regresar al burdel hizo que el pobre chico se diera cuenta de que su vida era de todo menos ideal. Su madre volvió a pasar tiempo en su trabajo y él, lejos de ir al colegio, de entablar una relación normal con niños de su edad, se encontraba aislado en un ambiente extraño.
No negaría que las trabajadoras del burdel y la matrona eran agradables con él, que lo trataban como si él fuera su hijo, pero aún así Francis empezó a no estar cómodo en ese lugar. Su disgusto se notó en su comportamiento, en esa cara de disgusto que ponía a cada rato. No pasó mucho tiempo hasta que se dio cuenta de que su madre formaba parte de esa porción de la sociedad que todo el mundo despreciaba, aunque la iglesia y diversos colectivos dijeran que era un mal necesario. Cuando comprendió a qué se dedicaba su madre, Francis notó algo semejante al disgusto en su estómago. No fue capaz de mirarla a ella o al resto de sus compañeras de la misma manera y empezó a salir con más frecuencia. Viendo que su alma, al ser hijo de una prostituta, posiblemente no tuviera salvación desde un inicio, el joven, que por ese entonces tenía doce años, empezó a frecuentar compañías no muy recomendables. Se colaban en tabernas y se las apañaban para conseguir bebidas alcohólicas. En diversas ocasiones llegó al prostíbulo borracho, a duras penas teniéndose en pie. Su madre había tenido que dejar su habitación, en la que seguramente aún descansaría algún indecente u hombre adúltero, y con un batín viejo por encima se había puesto a sermonearle acerca de su comportamiento.
Harto de la hipocresía, en un arrebato juvenil, pueril, Francis se levantó de la silla en la que su madre le había obligado a sentarse y la miró con algo parecido al desprecio. Se tambaleó de manera breve, pero pronto recuperó el equilibrio que le había faltado.
— ¡Deja ya la farsa! ¡Sé lo que eres! ¡Lo que todas sois! ¿Te crees que puedes venir, después de haberte follado a saber qué tipo, a darme lecciones morales sobre cómo debo ser? No intentes ser la madre que nunca has sido —le espetó.
La mano derecha de Aalis golpeó sonoramente la mejilla izquierda de su hijo. Usó tanta fuerza, que le giró la cara hacia el lado contrario por la inercia. Era la primera vez en toda su vida que le daba una bofetada al chico, pero en ese instante se sentía consternada. Consciente era de que nunca había sido una buena madre, de que le había abandonado, pero su vida no había sido fácil hasta el momento. En sus ojos azules, ajados por los años y las experiencias vividas, se acumularon unas lágrimas.
— Yo nunca, jamás, pedí tener un hijo. Pero alguien decidió que era algo que iba a encomendarme. No es mi culpa que no tenga madera de madre, ¿sabes? Se lo dije a todo el mundo, que lo mejor sería forzar un aborto, algo así, que el niño muriera. Y no te puedes ni imaginar la de veces que lo intenté, pero al final no lo hice. Durante estos años he pensado que no había sido tan horrible, ¿pero ahora me vienes con todo esto, Francis? Si tanto odias este lugar ahí tienes la puerta. Viendo lo desagradecido que eres con la persona que te ha dado la vida, yo tampoco quiero tenerte por aquí. No eres mi hijo, desaparece de mi vista.
A la mañana siguiente, cuando Francis pudo pensar con más claridad a pesar del dolor de cabeza, sintió vergüenza por cómo había dicho las cosas a su madre. No negaría que era verdad lo que le había espetado, que a ratos sentía dentro una ira que no sabía cómo canalizar y desearía que su situación fuera diferente, pero eso no justificaba que hubiera vejado a su madre de esa manera. Seguro que ella también había hablado con ese tono cegada por el impacto de escuchar a su progenie hablarle de esa manera. Sin embargo, cuando Francis se plantó delante de la puerta de la habitación de su madre a punto de llamar para disculparse ante ella, escuchó su voz que provenía del interior.
— Te lo dije, Aliénor, que debería haberme deshecho del niño en cuanto nació. Te juro que he intentado quererlo y a ratos me ha parecido haberlo logrado, pero cuando ayer me habló de esa manera, el muy desagradecido, quise agarrarlo y echarlo a patadas del burdel.
— No sabes lo que dices, amor. No deja de ser la sangre de tu sangre, nació de tus entrañas. ¿Cómo vas a hacer eso? —le preguntó la voz de la matrona, intentando que su chica se calmara, pues claramente estaba perdiendo los estribos.
— Lo voy a hacer, Aliénor. Estoy harta de tener que llevar esta responsabilidad sobre mis espaldas. Suficiente tengo con cuidar de mí misma. Si no tuviera que mantenerle, que alimentarle, entonces podría vivir más relajada y podría disminuir el número de clientes que tomo. Yo misma estaría menos cansada y más saludable. ¿Me puedes decir en qué me ha hecho bien tener a ese niño?
La verdad sacudió de esa manera a Francis, que se quedó ausente mirando la puerta de madera que tenía en frente. El brazo que estaba alzado, dispuesto a llamar, lentamente fue descendiendo hasta que estuvo a la altura de su muslo. En su garganta se acumulaban las ganas de llorar, pero se prohibió terminantemente el hacerlo. Primero de todo: ya era casi un adulto y debía de ser fuerte. Para terminar: si su madre no le quería, si deseaba deshacerse de él desde un inicio, ¿quién era él para prolongar durante más tiempo aquella agonía? Viró sobre sus talones y caminó a paso rápido por esos pasillos de madera que crujían, entre paredes repletas de cuadros pintados por un artista con nulo talento. Abrió su puerta, agarró una bolsa de piel y dentro empezó a meter toda la ropa que tenía, que realmente no era tanta.
Siempre estuvo encerrado, carente de una vida, carente de un objetivo y acababa de ver del todo claro que aquel no era su lugar. Frunció el ceño, aguantando como podía sus sentimientos, el dolor en el pecho que no hubiera esperado que sentiría por una madre a la que, por momentos, creía odiar tanto. Tiró de los cordones y dejó cerrada la bolsa. Se la colgó al hombro y respiró agitadamente, mirando el dosel con una colcha de borrego blanca sobre la que había estado durmiendo desde que era un enano. La idea de salir por ahí, sin ton ni son, sin un objetivo en mente, le asustaba en sobremanera. No tenía dinero, ¿qué iba a hacer?
Miró por la ventana y vio los primeros rayos de la mañana. A esas horas todo el mundo estaba medio dormido o encerrado en su habitación. Si era silencioso y hábil podría hacerse con algo de dinero. No podía salir sin más. Cruzó los pasillos intentando pisar en los tablones más nuevos, que no crujían bajo su peso, y llegó al recibidor del burdel, donde la gran mayoría de las transacciones económicas se llevaban a cabo. Se metió tras el mostrador y buscó entre los diversos enseres una pequeña caja de madera. Miro sorprendido el recipiente cuando por fin lo halló, lo abrió y dentro se encontró con unas monedas grandes, doradas, relucientes y con un símbolo grabado sobre ellas. Puede que éstas no le fuera a servir demasiado, ya que los trueques se habían vuelto la orden del día de nuevo, pero al menos podría conseguir posesiones, las cuales luego intercambiaría por otros bienes.
Cogió los tres solidi que había en la caja y los guardó en la bolsa. Su respiración sonaba en sus orejas, al igual que el latido desbocado de su corazón. Escuchó el rumor de gente en el pasillo y entonces supo que había llegado el momento de la despedida final. Apretó los dientes, que se encontraban escondidos tras sus labios, e hizo de tripas corazón antes de darse la vuelta y prácticamente correr hacia la puerta de entrada. La abrió, sin problemas, y salió a la mañana. Ni siquiera miró hacia dónde iba, lo único que supo era que tenía que alejarse de ese lugar lo antes posible para evitar que le atraparan y le trataran como a un simple ladrón. Ahora que sabía que su madre no le quería, a saber lo que ésta sería capaz de hacer con tal de deshacerse de él.
No obstante, entre tanta desesperación, Francis se aferró a lo único que parecía que podía mantenerle cuerdo en ese momento. Aunque su pasado y su presente se hubieran desmoronado, entre esos recuerdos que ahora creía como falsos encontró uno que le hizo sentir una calidez dentro de su cuerpo que por un momento había olvidado. En su mente luchó por agarrarse al recuerdo de aquel pueblo cerca de Caesaraugusta, donde había tenido los mejores días de su vida.
Si tenía que empezar de nuevo, sin duda aquel sería el mejor lugar al que podía acudir.
Los siguientes seis meses fueron para Francis los más duros que había pasado en su vida. El viaje a pie se antojaba largo y los pocos sueldos que llevaba en su bolsa se fueron prácticamente en la primera semana. Nunca hubiera imaginado que alojarse en posadas y comprar alimentos fuera tan caro. Así pues, en vista de que no podría cubrir la ruta de una sola sentada, en su camino a aquella villa cerca de Caesaraugusta el joven rubio fue deteniéndose en diferentes localidades. Viajaba acompañado la mayor parte del trayecto, llegaba a sitios, solicitaba cobijo y trabajaba para el dueño de la casa a cambio de un pedazo de pan que llevarse a la boca y un poco de agua para asearse de vez en cuando.
Siempre que fueran acompañados y evitando ciertos caminos, el sendero era tranquilo y no ofrecía demasiada resistencia. Los paisajes montañosos fueron quedando atrás, dando paso a prados de paja que en aquella época se encontraba amontonada en grandes formas redondeadas. Las manos del joven, que hasta el momento habían restado impolutas durante su vida en el burdel, se llenaron de roña y callos del duro trabajo en el campo. Sin embargo, no todo fue en vano, su recompensa tuvo cuando empezó a saber cómo hacer sus tareas sin que nadie tuviera que dirigirle. Aunque sudara, aunque su cabello rubio, más largo desde que se había marchado de casa, se le pegara al rostro, aunque hediera del esfuerzo físico, cuando terminaba y observaba lo que había hecho se sentía orgulloso.
Sin embargo, los últimos dos meses no fueron tan benevolentes con el joven visigodo, que se encontró más falto de recursos que nunca. Durante el tiempo que llevaba emancipado no había podido hacerse con nada de valor, sólo iba mendigando de casa en casa, de condado en condado, de campo a campo. Sus comitivas en grupo pronto fueron más difíciles de acometer, así que tuvo que aventurarse por los caminos él solo, ataviado con un pesado chaleco de borrego sobre los hombros para protegerse del frío. Los pies se le llenaron de ampollas, a pesar de llevarlos cubiertos, y en las manos le salieron sabañones a la altura de los nudillos por las bajas temperaturas. Sus caminatas se prolongaron por yermas tierras que nadie había intentado cosechar y en ocasiones pasó semanas sin probar ni una onza de pan. En aquellos momentos, la única compañía que tenía era el rugido constante de su estómago, que se quejaba de la falta de atención por parte de su dueño.
Por si no fuera poco, Francis se vio en aprietos en más de una ocasión. Los caminos no eran seguros y él, novato en eso de ser un peregrino, no sabía cuáles debía evitar. Así pues, cuando fue asaltado en medio de su viaje por un grupo de unos tres hombres, el rubio no supo cómo iba a defenderse de unos individuos fornidos como aquellos. En una época de creciente inseguridad tras la caída del Imperio Romano, los bandidos se habían hecho los dueños de todo aquello que vieran que les llamara lo suficiente la atención. Como parte de un juego escabroso y repugnante, habían empezado a demandar a los viajeros de todo con tal de permitirles seguir con su viaje. Por eso se habían establecido leyes para que las mujeres no viajaran solas, aunque de esto no fuera a enterarse hasta mucho después. Así pues, cuando aquellos tipos le demandaron que satisficiera sus necesidades, él no pudo dar crédito a sus oídos. Aunque aún fuera joven, Francis observó con sus ojos azules como el cielo a aquellos rufianes, desafiante, y por supuesto que se negó a cometer tal acto de pecado.
Su acto de bravuconería le costó un puñetazo en el estómago y un codazo en la nuca que lo tumbó contra el suelo. A pesar de eso, cuando le volvieron a preguntar, Francis dijo que no pensaba aceptar lo que le proponían y les exigió que se marcharan. Pero claro, ¿cómo iba un hombre que se encontraba prácticamente tendido sobre la tierra disuadir a tres varones armados y fuertes como robles? Después de una paliza que le dejó un ojo morado y un corte en un labio, Francis no tuvo otra más que acceder a ello. Si quería seguir, tendría que permitirles hacer lo que quisieran y él mismo debería acatar las órdenes. Recibió tirones de pelo, escuchó mil y un insultos y perversiones y, además, perdió la virginidad en un camino de mala muerte. Así pues, casi una hora después del desafortunado encuentro, cuando la noche amenazaba con caer en cualquier momento, el hijo de la prostituta cojeaba en un intento de alejarse de allí lo antes posible.
La vida no parecía tenerle mucho afecto, puesto que le enseñaba de la manera más brusca las cosas más crueles que hubiera podido imaginar. Ese día, por ejemplo, se dio cuenta de que, llegados a ese punto, Francis no era demasiado diferente a su madre.
Tener que pagar con su cuerpo para poder continuar con su viaje no fue algo que ocurriera una única vez y Francis, cansado, dejaba que desconocidos le acariciaran, le besaran con bocas sucias y apestosas y le penetraran en cualquier recóndito lugar de mala muerte en el que le hubieran pillado esta vez. Una vez se toca fondo se aprende algo nuevo y en su caso eso fue que encontraba atractivo en algunos hombres también. Nunca se lo contó a nadie, nunca fue a la iglesia a confesarlo. Es más, jamás consideró que fuera un crimen tan grande. Era una oveja negra, descarriada y seguro que Dios le había pedido al Diablo que le buscara el peor asiento que pudiera encontrar en ese amplio infierno en el que seguro que quemaría, entre azufre y llamaradas abrasadoras.
Para él, parecía que había pasado años hasta llegar a ese sitio en el que se encontraba en ese momento. De hecho, estaba casi seguro de que había madurado eso mismo y atrás quedaba ese niño inocente que había sido en el burdel mientras las mujeres, cubiertas en harapos, cortejaban a los borrachos adúlteros y pecadores. Tampoco podía juzgarlas, él era otro pecador que, para rematarlo, no se arrepentía de sus faltas. El sol caía por el horizonte y arrojaba tonalidades naranjas y rojizas por doquier, como si el cielo estuviera sangrando en ese momento. Llevaba seis días caminando sin prácticamente parar, había descansado cosa de tres horas cada día y la poca agua que había tomado era de un arroyo que, por suerte, parecía limpio y potable. No obstante, mientras estaba en ese pequeño monte, Francis pudo divisar a kilómetros una urbe que destacaba en ese paisaje prácticamente despoblado. En su sucio rostro se dibujó una sonrisa emocionada y los ojos se le pusieron llorosos al darse cuenta de lo que había logrado: Por fin estaba llegando a su pueblecito, a su añorada villa en la que había sido feliz.
El viento, que ululaba entre los pastos y los árboles más cercanos, hizo que el rubio se estremeciera de pies a cabeza y de manera instintiva se llevó las manos a los hombros para tirar de un chaleco de borrego que había tenido que entregar a unos ladrones con tal de que no le apuñalaran. Y a pesar de la pobreza en la que se encontraba, siguió sonriendo, observando aquel paisaje de fantasía con el que tantas noches había soñado. Sin embargo, las fuerzas le faltaban y se sentía desfallecer. Aunque no quedaban tantísimos kilómetros por recorrer, estaba seguro de que no podría llegar a su ansiada tierra. La idea de desmayarse a medio camino y dejar a la disposición de los maleantes su vulnerable cuerpo y posesiones le disgustaba por completo. Pero, cuando ya casi se rendía por completo, ladeó su rostro y se encontró con un gran edificio que cuando era más joven no había visto.
No tuvo que analizarlo demasiado para saber que aquella era su mejor opción. Quizás dentro de aquel lugar vivía gente amable que podría darle cobijo, así que, con las pocas fuerzas que le quedaban, Francis puso rumbo a la edificación de piedra clara. Una vez estuvo delante del mismo, se dio cuenta de la cantidad de adornos que había grabados en la fachada y, sobre todo, le llamó la atención una cruz, bajo la que había escrito algo. No tenía ni idea de lo que ponía, puesto que no sabía leerlo, pero le gustó la caligrafía recta y austera de la frase. Levantó el brazo derecho y con los dañados nudillos, repiqueteó contra la madera. El sonido se propagó por los pasillos internos y estuvo esperando largos minutos en aquel atardecer que cada vez se oscurecía con más rapidez.
La puerta se desencajó del marco y produjo un chirrido que le puso el vello de punta. En el marco de ésta se encontró a un hombre de cabello corto castaño oscuro con alguna cana. Sus ojos eran azabaches y se encontraban muy abiertos, sorprendidos por esa visita inesperada. Sus manos, callosas, se acercaron a él y detuvieron un brusco tambaleo. En cualquier momento se desplomaría del puro cansancio y ese hombre de Dios había sabido verlo sin ningún problema.
— Disculpe que le moleste a estas horas, padre, pero soy un pobre viajero que lleva días caminando sin descanso y, viendo que la noche está a punto de caer, me preguntaba si podíais darme asilo. Sé que son todos hombres de Dios, amables y sabios, y que tendrán compasión por un desgraciado como yo.
El objetivo de su discurso no era otro que dar pena. Los meses le habían enseñado que era uno de los mejores métodos para obtener lo que quisiera. El monje le miró de arriba abajo y examinó toda aquella evidencia que sacaba a la luz que aquel joven no había tenido una temporada demasiado fácil. Ellos, como parte de la religión cristiana, que iba en auge últimamente, no podían dejar a un muchacho en tan mal estado a su suerte por unos caminos que desde hacía tiempo que no eran completamente seguros. El hombre le sonrió, afable, y le pasó un brazo por encima del hombro para asegurar los pasos que dieran.
— Por supuesto. Dios acepta bajo su techo a todo el mundo y, además, tenemos camas de sobras para que pueda quedarse. Yo soy el padre Diago, el que dirige el monasterio y se encarga de guiar las almas de los cristianos de las vecindades. ¿Y vos, cómo os llamáis?
— Soy Francis, hijo de Aalis —cuando pronunció el nombre de su progenitora, el rubio sintió una fuerte punzada en el pecho que le hizo por un instante tener ganas de llorar. Debería de haber superado ya todo el tema de su madre, pero aparentemente seis meses no era tiempo suficiente para aceptar que la mujer que le dio la vida no lo hizo con amor y que el hecho de que él estuviera en ese mundo no era más que por el azar, por un error.
— Bien, Francis —confirmó el religioso, omitiendo el nombre de esa madre a la que no veía por ninguna parte. No era estúpido y por supuesto que había visto la sombra de la pena en el rostro de ese chico cuando había pronunciado el nombre de la mujer. No sabía exactamente el qué, pero algo le había ocurrido—. Pondremos a tu disposición uno de los cuartos de los monjes aprendices. No son demasiado grandes pero tendrás suficiente para descansar. Los baños se encuentran al fondo de este pasillo, a mano derecha. Cuando has llamado a nuestra puerta estábamos a punto de ponernos a cenar, así que te pediría que te unieras a nosotros.
— Oh, no, gracias. Con todo el duro trabajo que ustedes deben realizar, no quiero ni pensar en la posibilidad de arrebatarles el fruto de su esfuerzo —replicó de manera educada mientras iba negando, de manera breve, con el rostro.
— Insisto, Francis. Es una alegría tenerle con nosotros y se dice que cuanta más compañía, mejor. A nuestros hermanos les agradará poderle obsequiar con parte de sus alimentos para saciar su vacío estómago.
Así pues, en compañía de ese hombre, el chico fue paseando por los largos pasillos de aquella especie de monasterio. Muchos fueron los religiosos que se acercaron a él para ver quién era y que intentaron saber acerca de él. Francis, aturdido, sólo podía mirarles a medida que le iban preguntando, pero era incapaz de responderles a todos. Al final Diago se puso entre él y el resto de su hermandad, dándole la espalda al chico que había venido de fuera.
— Por favor, no molestéis al muchacho. Viene de lejos, cansado y hambriento. Si tiene fuerzas para contestaros y le apetece, que lo haga, pero si no quiere, no le atosiguéis —dijo Diago, firme. Todos se callaron de manera inmediata. Él se puso al lado de Francis, para no darle la espalda, y fue pasando la mano extendida hacia los monjes, de manera progresiva—. Se los presento: Saturnino, Jonas, Amé, Julián...
La lista de nombres prosiguió, puesto que había congregados una buena cantidad de devotos, pero cuando iba por la mitad, se perdió. Francis tenía bastante memoria pero aún así eran demasiados y su cerebro, exhausto, no estaba por la labor. Diago estiró el cuello y movió la cabeza, intentando ver algo por encima de la marea de gente. Parecía un animal que rastreaba su presa y, a pesar de no demostrarlo, Francis lo encontró de lo más gracioso. No obstante, el rostro dulce y jovial del hombre de repente se tornó una mueca molesta y su ceño, poblado por pelos que según cómo no se veían, se frunció.
— ¿Cómo no te has levantado cuando tenemos invitados? ¡No deberías ser tan maleducado! —de alguna manera fue consciente del respingo que Francis, a su lado, había dado al haber escuchado sus gritos así que entornó la mirada hacia él y sonrió apurado—. Lamento el tono, es que no aprende ni queriendo. El que está en la mesa es nuestro aprendiz, aunque visto su comportamiento diría que aún tiene mucho que aprender. ¿No es así? —la pregunta final fue lanzada con ritintín.
Pudo escuchar que una silla era arrastrada sin mucho miramiento sobre el suelo y, de manera coordinada, los monjes se apartaron para poder ver y, al mismo tiempo, no darle la espalda a la persona que faltaba. Llevaba una camisa de lino hasta las rodillas, de color rojo, y sobre ésta una larga túnica de un blanco impoluto que destacaba en contraste con la piel chocolateada del hombre. Dejó un trapo que al parecer había estado usando como servilletas y alzó su rostro, dejando que la luz de la vela se reflejara sobre sus facciones. Le llamaron la atención sus ojos, claros, amurallados tras unas pestañas largas y oscuras. Tenía el cabello corto, seña de que era un romano, y aunque tenía una tonalidad oscura, no era precisamente negro tampoco. Las cejas rubias del joven visigodo se alzaron y, sin habla, observó a ese chico que al final terminó por sonreírle de una manera que se le antojó misteriosa.
— Bienvenido al monasterio, señor extranjero, mi nombre es Antonio —le dijo, sin perder ese gesto curioso del recién llegado.
Después de medio segundo largo, quizás el más extenso de su vida, Francis parpadeó con rapidez y abrió los ojos sorprendido, por fin de regreso a la realidad. Asintió un par de veces y finalmente bajó la cabeza, en un gesto de respeto y al mismo tiempo saludo. Algo tenía claro, sus raíces no eran en absoluto visigodas y por sus ropajes, aunque fuera aprendiz, aún no había adoptado las doctrinas de sus compañeros. Era un joven que llamaba la atención mucho y no podía apartar sus ojos de él y de su misteriosa sonrisa, la cual empezó a creer que debería de ser inmortalizada.
Todos se sentaron a la mesa y empezaron a charlar acerca de su día a día. Tenía la sensación de que intentaban que encontrara su manera de vida interesante para alejarle del camino del pecado. No sabían que a él sus doctrinas religiosas le parecían ya interesantes de antes. Según explicaron, en el monasterio también había monjas pero éstas no solían pasar demasiado rato con ellos y comían en otro lugar, en diferente horario para evitar cualquier posible tentación. La responsable de coordinar a las monjas se llamaba Ana y todos los presentes la admiraron por su entereza y saber estar.
Aunque tenía unas ganas tremendas de devorar con voracidad todo lo que tenía en su plato, Francis se las apañó para comer de manera sosegada. Iba pasando la mirada clara de unos a otros mientras iban charlando y ocasionalmente la paseaba por encima del otro muchacho, que observaba con fijación su propio plato, el cual iba vaciando con diligencia. Al final, la conversación se fue difuminando y en el cuarto únicamente permanecieron los diversos sonidos de los platos, vasos y demás enseres. Antonio dejó su servilleta sobre la mesa y se frotó las manos, que estaban algo frías por las temperaturas que estaban viviendo en esa época.
— Si me disculpáis, voy a ir a dormir —anunció el joven, sonriendo con cordialidad a los presentes—. Gracias por la velada. Padre Diago, mañana en la mañana saldré con Eduardo. Dice que quiere ir a pescar y como nunca lo he hecho, le he pedido que me dé clases.
— Entiendo... Sólo te pido que no vuelvas tarde, tienes tareas que realizar. Tu aprendizaje no va a finalizar por sí solo y dijiste que querías seguir aquí con nosotros, ¿no es así?
— Por supuesto que no vendré tarde. Sé que aún tengo gran parte del libro por transcribir y, como os dije, lo terminaré antes de que llegue el otoño —contestó tras bajar la cabeza, con un aire de obediencia—. Buenas noches.
Le dio pena que cuando se marchara no le mirara, pero él mismo se dio cuenta de que quizás su obsesión con observar a ese chico tampoco era demasiado normal. Dejó el cubierto en el plato y suspiró con pesadez, sintiendo en sus huesos el cansancio, que volvía a golpearle fuerte. Francis a ratos estaba tan agotado que ni siquiera percibía su alrededor con claridad. Se frotó los ojos en un momento dado, cuando le pareció que su vista se nublaba, y aquel gesto no pasó desapercibido por los monjes, que se miraron los unos a los otros con disimulo.
— Francis, por favor, debería descansar después de un largo viaje como el que ha tenido. Venga, le acompañaré a sus aposentos por esta noche.
— Gracias, padre Diago —murmuró de todo corazón. Se incorporó e hizo retroceder el taburete en el que se había sentado. Sonrió a los presentes, con poca energía—. Gracias por su hospitalidad y sus alimentos.
Después de una despedida escueta, Francis y Diago pasearon por el monasterio. La habitación que le iba a prestar se hallaba ubicada al fondo del pasillo por el que discurrían. Si sabía dónde ponían los pies era porque el monje llevaba una vela encendida en la mano que amenazaba con apagarse con cada movimiento que realizaban. En ese momento no le interesaba su entorno, simplemente quería un lecho sobre el que caer redondo y dormir durante largas horas. La estancia pequeña contaba con una cama individual, cubierta por una gruesa manta de color gris. Sobre el dosel estaba colgado un crucifijo con la imagen de Cristo que le produjo un breve escalofrío que por suerte pasó desapercibido por su acompañante.
— ¿Cuánto tiempo va a pasar con nosotros, Francis? —preguntó antes de marcharse el hombre de Dios—. No tenemos prisa, por supuesto que puede quedarse todo lo que le plazca, sólo quiero tener informado al resto de la casa para que sepan que tenemos que alimentar una boca más.
— Oh, no se preocupe. Mi idea es marcharme en dos días. Mañana estaré por aquí, acabaré de recuperarme y pasado me marcharé. Mi objetivo es llegar a la ciudad, no creo que me tome demasiado tiempo —murmuró el rubio, esforzándose por no bostezar de manera sonora.
— De acuerdo. Si necesitáis algo, lo que sea, no dudéis en pedirlo a cualquiera de los que aquí habitan —le dijo con aire cortés—. Bien, espero que descanse a gusto en la habitación. El baño está a dos puertas de la suya, a la derecha.
— Gracias de nuevo, padre Diago. Buenas noches.
La puerta de madera se encajó y por fin se quedó sumido en un silencio sobre el cual se escuchaban los amortiguados pasos del cura, que se alejaba de allí. Sin pensárselo dos veces, Francis se fue hacia la cama y se dejó caer sobre ésta. Los ojos se habían cerrado en el proceso y al chocar contra la superficie, suspiró con pesadez. No tenía ganas de examinar la habitación, menos a la luz de una triste vela. Los ojos le ardían a pesar de tenerlos cerrados y, por fin, pudo bostezar de manera sonora. Intentó pensar en todo lo que tendría que hacer al día siguiente, pero su cerebro se atontaba por la tranquilidad de poder descansar bajo un techo y no colaboró. En menos de lo que canta un gallo, Francis se quedó profundamente dormido, bocabajo, sin siquiera cubrirse con las mantas ni quitarse la ropa.
—
Eran las seis y media de la mañana cuando se escucharon golpecitos contra la madera de la puerta. Sin embargo, lejos de atender los suaves reclamos de quien fuese, se dio la vuelta sobre la cama y se tapó hasta por debajo del mentón con la manta para guarecerse del frío matutino. La habitación se había ido enfriando ya que había perdido la principal fuente de calor, un pequeño brasero que se tiraba toda la tarde encendido para que, al volver, se pudiera vivir allí dentro. Los golpes en la puerta se repitieron y Antonio, que quería seguir durmiendo ante todo, se cubrió hasta la cabeza.
A pesar de todos sus esfuerzos, la persona que había al otro lado, Diago, no iba a rendirse con tanta facilidad. Conocía de sobras esa obsesión por dormir que el joven tenía. Había días en que era imposible despegarle de la cama, pero no iba a ser aquella mañana. Sin esperar a que le diera permiso, la mano se posó en la madera y empujó hasta dejarla contra la pared. Observó la habitación de Antonio y puso una mueca de desagrado. Le había dicho en infinidad de ocasiones que mantuviera su cuarto limpio, pero no había manera. De una forma u otra, cuando el religioso entraba en ese sitio se lo encontraba hecho una pocilga. Había ropa por cualquier sitio, ya fuera el suelo o aquel sillón que le había puesto con tal de hacer que se sintiera bienvenido. Al final aquello había sido una pérdida de tiempo, porque ambos sabían la realidad: Antonio nunca se sentiría parte de ellos y Diago tampoco podía aceptarle por completo.
Sobre el escritorio de roble que tenía en su habitación descansaban una infinidad de libros. Muchos de ellos estaban por la mitad, ya que no era un lector paciente y a veces se aburría cuando aún le faltaban más de dos tercios. Ése era el comportamiento que le exasperaba en el joven, que pronto se cansaba de todo. Estaba intentando conducirle por el buen camino, lo había intentado de veras, pero Antonio insistía en salirse de éste y en desafiarle de nuevo. Se fue hacia el ventanuco y lo abrió, dejando que el aire helado y el canto de los pájaros se adueñaran de la habitación. Para rematarlo, se plantó a su lado y tiró de las mantas hasta dejarle destapado. Obviamente, el camisón largo de Antonio no era suficiente para protegerle del frío y su primer instinto fue el de hacerse un ovillo para mantener el calor corporal. Abrió los ojos, con esfuerzo, ladeó el rostro y miró a Diago con una expresión herida.
— ¿Por qué haces esto? Me puedo morir de frío —le dijo, con un tono que buscaba inspirar pena. No sabía ni por qué lo intentaba, ya que sabía que con él no le servía. La compasión sólo le nacía cuando era el resto del mundo el que estaba en peligro de algo.
— Sabes de sobra que desayunamos a esta hora y nos vamos a rezar. No sé cuándo habrás acordado verte con Eduardo pero, de todas maneras, no puedes hacerle esperar. Eduardo es un buen hombre y suficiente con que pierda su tiempo en enseñarte a pescar.
Aquel comentario fue como recibir una puñalada verbal, aunque se las arregló para no mostrarlo abiertamente. Contó mentalmente hasta tres y respiró hondo en busca de la paz interna que por un momento le había faltado. Se levantó de la cama y se bajó el camisón. Era una prenda que había pertenecido a Diago y que le había sido entregada cuando su ropa anterior se había quedado demasiado pequeña como para llevarla. A sus catorce años, Antonio aún era un chico menudo y que estaba por dar el estirón en cualquier momento, así que el camisón le iba largo por todas partes. Tan grande le estaba, que las mangas cubrían sus manos y caían formando un arco por su propio peso. Levantó la mano derecha y se frotó la nuca, despeinando sus cabellos marrones.
— Está bien, dame quince minutos y estaré con todos vosotros para el desayuno —dijo Antonio mientras estiraba el cubrecamas para dejarlo liso. Como no adecentara el lecho, Diago pondría el grito en el cielo, al que tanto amaba, así que mejor ahorrárselo por ahora.
— Siempre te digo lo mismo y no pienso cansarme de hacerlo: Estás aquí por un motivo y si no cumples las reglas del monasterio ni miras por tu futuro, ¿entonces qué planes tienes? Desde que llegaste...
— He dicho que bajaré a desayunar, no empieces con la canción de siempre, por favor, te lo pido por todo lo que en realidad ames —murmuró entre dientes el joven de cabellos castaños, arrastrando ligeramente las palabras para contener esa rabia que hervía dentro de él. No era la primera vez que tenían esa conversación y, seguramente, no sería la última tampoco pero en ese momento no tenía ganas.
— Te estaremos esperando.
Cuando se fue y dejó la puerta cerrada, Antonio suspiró con pesadez y se frotó la mejilla derecha con la mano. Podía notar cómo ese latir desbocado, cómo esa llama candente se iba apagando hasta que de ellas no quedaba más que un tenue rastro. Menos mal que Diago no tenía ganas de discutir, si no a saber cómo hubiera terminado todo aquello. Adecentó la cama, se cambió de ropa y se puso la misma camisa de lino larga roja pero, esta vez, sobre ésta se puso una túnica más corta que la que llevaba la noche anterior para tener mejor movilidad. Fue al baño más cercano, se lavó la cara con un cántaro lleno que había a un lado y por fin descendió los escalones de piedra, en dirección al comedor. El rumor de la sala era únicamente de cubiertos, platos y vasos ya que a esas horas incluso los monjes estaban demasiado adormecidos como para charlar. Antonio se dio cuenta de que Diago le miraba apreciativamente por finalmente haber bajado, pero él hizo ver que no se había percatado.
Tomó asiento en su sitio de siempre, se hizo con una rebanada de pan y empezó a comer en el más profundo de los silencios. Suerte que había quedado relativamente pronto con Eduardo o acabarían por arrastrarle a rezar con ellos. Lentamente fue degustando el desayuno, con la vista clavada en éste, mientras su mente le daba vueltas a lo que le había dicho Diago. No quería hacerse monje, por mucho que ahora mismo fuera aprendiz de uno, ya que no se veía realmente identificado en esas enseñanzas que, al parecer, con los años se estaban tornando más rígidas. Por otra parte, Antonio no quería casarse. El motivo era más que obvio, pero no podía decirlo abiertamente y aún menos en ese lugar. Lo que estaba haciendo era tiempo. Le gustaría poder buscar un empleo que le proporcionara un sueldo bueno y, con lo que ahorrara, marcharse por ahí a empezar una nueva vida.
Finalmente, se quedó solo en el comedor. Sobre la mesa ya quedaba exclusivamente su plato, que se encontraba vacío. Suspiró y se dejó caer sobre la madera, apoyando los brazos sobre ésta y su mentón sobre los mismos. Ahora que lo pensaba: ¿dónde había quedado el extranjero? A él no le habían ido a despertar para que desayunara, ¿eh? Eran los privilegios por no pertenecer a aquella comunidad. La mano derecha dio una palmada contra la mesa y después de eso ganó impulso para levantarse. Debía empezar el día y, por suerte, su mañana iba a ser toda con Eduardo.
Como toda persona que caminara sobre la Tierra, aquel hombre tenía una historia digna de escuchar. Nacido en un verano tórrido, Eduardo había sido hijo de agricultores. Los dos habían trabajado la tierra con ahínco, día y noche, y de ésta habían sacado sus alimentos. En vista de las dificultades por las que estaban pasando, ya que los ladrones asaltaban sus cosechas y la espoliaban de toda fruta o verdura valiosa, se aliaron con un señor rico que contaba con defensores. Éstos se asentaron por las inmediaciones y día tras día salvaguardaron esa tierra y la convirtieron en una más próspera. Como tributo, le daba parte de la cosecha a su benefactor y, sin mucha más pena o gloria, la vida de esta pareja mundana se vio bendecida con la llegada de un hijo varón. Ya desde su nacimiento Eduardo fue un niño fuerte, de esos que cualquier madre estaría orgullosa. Sus piernas estaban rellenas y sus llantos despertaban sin problema a toda la casa. Fue un bebé sano y pocos quebraderos de cabeza les dio a sus padres.
Durante su niñez fue un chiquillo atlético que sobresalía por encima de sus compañeros tanto en capacidades como en altura. Muchos lo recelaban por su talento, pero otros tantos se acercaban e intentaban entablar amistad con él a pesar de que éste fuera un niño reservado. Y es que si en algo sorprendía Eduardo era en su comportamiento. Aunque a simple vista parecía serio, frío y sin sentido del humor, no tenía nada que ver con la realidad. Había creado esa especie de coraza para intentar que no le hicieran daño, para escudarse hasta ver de qué pie cojeaba cada uno y ésta eclipsaba la bondad, el cariño y la compasión que ese hombre sentía hacia sus semejantes.
Ellos se conocieron de la manera más casual posible. Antonio había salido a dar un paseo cuando, de repente, se había visto atacado por un animal salvaje salido de la nada. Intentó esquivarlo y en el proceso cayó y se torció el tobillo. Para entonces, su agresor ya había huido de nuevo hacia la espesura de un bosque cercano pero él, para su desgracia, no se podía mover. El tobillo le dolía horrores y cualquier nímio movimiento le hacía quejarse de dolor. Tan centrado estuvo, en el suelo, tocando su piel para ver el alcance de los daños, que no se dio cuenta de que había alguien que se había aproximado.
— ¿Te encuentras bien?
Su voz profunda le sobresaltó y cuando levantó la mirada se encontró con un hombre alto, fornido, que iba perfectamente arreglado con una camisa de lino verde oscura que le llegaba hasta por un poco por encima de la rodilla, dejando al descubierto parte de su muslo bien formado, y encima una túnica de una tonalidad césped tirando a negra. Los brazos, desnudos ya que no tenía que preocuparse de las inclemencias del tiempo, estaban musculados, torneados, tostados por el sol seguramente del trabajo. Su cabello era corto, negro como la noche más profunda y sus ojos, de la misma tonalidad, le observaron con fijación. El primer pensamiento de Antonio al verlo no fue nada elaborado.
— "Guau..." —pensó.
Los segundos iban pasando, en silencio, y cada gota de tiempo la pasó observando al varón como si acabara de ver una aparición. Una de las cejas pobladas de Eduardo se arqueó y ladeó el rostro, dejando al descubierto un cuello bien definido. Daba gracias porque ese escalofrío que le había recorrido no se hubiera notado a simple vista. En ese instante, Antonio pudo elaborar un segundo pensamiento, no demasiado excepcional tampoco.
— "Es muy atractivo."
Además de estar de buen ver, Eduardo mostró sin proponérselo sus cualidades desde el principio. Se presentó y se prestó voluntario para llevarle de vuelta a su hogar. Cuando vio que llegaban al monasterio, se dio cuenta de quién era él y entonces le trató incluso con más familiaridad. Al parecer, tanto sus padres como él venían cada domingo a la iglesia, adjunta al monasterio, para asistir a la misa. Ahí se dio cuenta de que tendría que ir más a menudo para poder ver al hijo de los granjeros. Diago agradeció a Eduardo su ayuda, mientras el joven de cabellos castaños pensaba que si supiera lo que se le pasaba por la mente por culpa de ese hombre de cuerpo escultural, seguro que querría fulminarle con la mirada.
Así pues, empezó a asistir con más frecuencia a las misas para ver si Eduardo venía y cada vez que podía se acercaba a él para hablar. De alguna manera, entablaron una amistad profunda a pesar de la diferencia de edad que entre ambos existía. Pero eso no le importaba realmente a Antonio quien, claramente, sentía una atracción por él desde el inicio y que había terminado por evolucionar a algo similar al amor. ¿Y cómo podía saber, a sus catorce años, qué era lo que deseaba o no? Pues porque a los diez conoció a un hombre que vino del otro lado del mar, que recorrió las tierras y que conquistó corazones, únicamente para presentarse delante de él y poner su vida patas arriba.
Nunca llegó a saber su nombre, ya que, por mucho que se lo había pedido, entre gritos nerviosos, con los puños crispados, para poder denunciarle a alguna autoridad moral para que le castigaran, él se había negado entre risas. Era un hombre alto, más o menos igual de fornido que Eduardo, pero con una belleza que no podría explicar ni aunque lo intentara durante siglos. Su cabello poseía el mismo color marrón que el suyo, pero la diferencia era que se ondulaba y provocaba curiosos rizos que parecían indomables. Sus ojos del color de la tierra seca según la iluminación que recibieran a ratos parecían color miel. En sus labios prácticamente siempre había una sonrisa, ya fuese superior o jovial, y se movía con el pecho hinchado, como si no hubiera nada ni nadie que pudiera echarle atrás. Se topó con él en diversas ocasiones, la gran mayoría cuando el padre Diago se encontraba por otro lado, atendiendo a otros menesteres. En un principio creía que su único objetivo era corromperle con aquellas ideas del diablo pero, bien visto, ¿para qué tomarse tanta molestia por un niño que, a esas alturas, estaba destinado al infierno?
De entre otras cosas, el extranjero le enseñó que todo el mundo debería amar sin importar la edad, el sexo o la raza. Consideraba estúpido el tener tantas limitaciones y se escandalizaba cuando pensaba en cómo la iglesia estaba vetando cosas que hasta el momento no habían funcionado tan mal. Sus lecciones las ilustraba con ejemplos: cogía a dos personas que paseaban, ignorantes a que eran el tema de conversación de ellos, y las ponía en una situación teórica. Al final siempre le preguntaba acerca de cómo pensaba que podría solucionarse ese escenario y, con esos simples ejercicios, Antonio se dio cuenta de que estaba equivocado en muchas cosas. Su mentalidad, de manera silenciosa, empezó a cambiar y descubrió que no era la persona que pensaba que era hasta el momento. ¿Por qué no poder amar libremente? Al fin y al cabo, el amor nacía del fondo de ese misterio que era el corazón. ¿Por qué no podían apreciar la belleza de un hombre, cuando éste la tenía? Después de aquellas charlas, fue una persona nueva y, al contárselo al hombre, éste le observó con una sonrisa satisfecha.
Se marchó poco después. Según decía, tenía asuntos que atender. Antonio le despidió con un abrazo sentido, agradecido por todo lo que había hecho por él. De aquella manera también quería disculparse por cómo se había portado con él en primera instancia, cuando había intentado denunciarle. Tras separarse, el adulto tomó sus mejillas y dejó un beso sobre su frente, en un gesto paternal que le hizo tensarse incluso. Si lo pensaba bien, él le había enseñado más que otras personas que se suponía que tenían que guiarle hacia la madurez.
Es curioso esto del mundo del fanfic. Cuando escribes algo tenso, dramático, triste, la gente me dice que si sufren, lloran, que si necesitan ser felices. Así que intentas publicar algo fluff, feliz, y descubres que echan de menos lo triste y tiene peor acogida xD Es muy irónico.
Así que aquí viene este fic largo lleno de drama y sufrimiento, be warned. Este fic lo voy a ir publicando por Wattpad (estoy buscando si hay un sitio mejor donde publicar porque aquí el feedback es muy itinerante. Y sí, sé que estoy en un pair considerado rare, pero meh) y seguramente allí actualizaré antes que aquí.
Sobre el título, tiene diversos sinificados y seguirá teniendo relación con diferentes momentos del fic.
¡Eso es todo por esta vez!
Nos leemos~
Miruru
