Llevaba un tiempo observando cómo cada tarde se acercaba a ese rincón junto al bosque, la larga melena al viento, descalza o con zapatos dispares, para darles de comer y pasar un rato con ellos. Porque, sí, ella podía verlos. Era evidente, a pesar de su eterna mirada perdida, pues sabía bien como encontrarlos, y le bastaba con susurrarles algunas palabras con su dulce vocecilla para que se dejaran acariciar y trotaran felices a su lado.
Jamás habría podido expresar lo unido que se sentía a esa pequeña y extravagante personilla, con la que apenas había cruzado cuatro palabras en toda su vida. Le fascinaba su amor por la naturaleza, el hecho de que ella también pudiera verlos y supiera apreciarlos tal y cómo ellos lo merecían, pero admiraba mucho más su eterna sonrisa, su afabilidad constante, a pesar de todo. Él no era tonto, de vez en cuando oía los comentarios que circulaban por el colegio sobre ella, sólo bastaba mirarla para saber que era distinta. Era curioso que en uno de los lugares más particulares del mundo pudiera existir una persona que destacara por ser más peculiar que todos ellos, pero allí estaba. Y sonreía.
Seguramente fue su sonrisa la que le animó a acercarse una de esas tardes en las que la veía escabullirse hacia el bosque. Compartieron un atardecer precioso mientras los veían juguetear y acercarse de vez en cuando para reclamar su comida.
Él le enseñó sus nombres y le habló de cómo había encontrado al primero de todos. Ella simplemente sonrió y le dijo que lo sentía mucho, pero que ya había pensado en otros nombres que a ellos les gustaban más. Resultó ser cierto.
Desde entonces fueron muchos los atardeceres que compartieron juntos. A veces él le hablaba de todas las criaturas que había tenido y de las que le hubiera encantado tener, mientras ella murmuraba que lo que verdaderamente debería encontrar era un snorkack de cuerno arrugado. Otras veces simplemente compartían el tiempo en silencio, viendo pasar los últimos rayos del sol entre las copas de los árboles.
Después, la invitaba un rato a su cabaña, donde ella fingía muy cortésmente que el té de ortigas estaba bueno y que el pastel casero no se le pegaba a los dientes. Y él no podía menos que sonreír ante su alegre parloteo y su mirada soñadora, contra viento y marea.
Sí, la admiraba, pues, como ella, sabía bien lo que era ser joven, sentirse extraño y encontrarse completamente solo, a pesar de vivir rodeado de gente.
