Capítulo 1


Hola a todos, primero que todo, gracias por leer!

Quiero aclarar que todos los personajes le pertenecen a la bella y muy talentosa Cassandra Clare, igual que cierta parte de los hechos mencionados.


De repente todo lo que era oscuridad, brilló.

Amatis sintió que abría los ojos, no reconocía aquel lugar. El suelo no se sentía como debía, y el aire le refrescaba los pulmones.

Se incorporó lentamente, estudiando lo que tenía a su alrededor. Era un bosque, lo sabía por el susurro del viento entre los altos arboles, las flores de múltiples colores, y los rayos de luz blanca que se colaban a través de las hojas y se reflejaban en el bien cuidado pasto que se enroscaba a su largo vestido blanco.

¿Que era aquel lugar? ¿Brocelind? No lucía como siempre.

¿Y por qué tenía ese vestido blanco? No recordaba habérselo puesto, para ser sincera, no recordaba nada.

Se levantó de un salto del suelo y avanzó a paso lento por el bosque, a pesar de no saber dónde estaba, parecía saber muy bien a dónde debía dirigirse. El bosque era denso, pero no había manera de perderse.

En medio de su camino apareció un pequeño lago, el agua de este era tan clara y brillante que bien podría ser de plata, o un espejo.

Amatis se agachó cerca de la orilla y metió una mano en las suaves y frías aguas. El reflejo que el lago le brindó la hizo echarse para atrás de un salto.

¿Cómo era posible?

Se miró la mano con atención, era suya, sin duda. Pero no se veía como siempre, se veía más joven, pálida, fuerte.

Con cautela se acercó una vez más al lago, y esta vez se quedó embobada por su reflejo. La mujer que le devolvía la asustada mirada azul era ella, pero mucho mas joven, tal vez de dieciocho o diecinueve años, y se veía terriblemente bonita.

Amatis se dio cuenta de que su largo vestido blanco tenía algunos destellos dorados, como el del vestido de novia de una cazadora de sombras, y que en su cabeza, portaba una sencilla corona de flores. Lilas, muchas lilas.

— Me gusta ese color, resalta tus ojos—dijo una voz familiar.

Amatis pegó un brinco y se echó hacia atrás de nuevo. Del otro lado del pequeño lago, frente a ella, se encontraba Stephen Herondale.

Él también lucía joven, y feliz, como cuando se habían casado. Tenía el cabello rubio un poco más largo y sonreía, como si siempre estuviera feliz de verla.

— Es un sueño — aseguró ella, las lagrimas amenazaban con bañar sus mejillas— Siempre estás en mis sueños. ¿No puedes salir? ¡Hasta cuando tengo que torturarme!

Amatis cerró los ojos con fuerza e intentó despertar o pensar en otra cosa, como siempre hacía cuando Stephen aparecía en sus sueños. Había intentado de todo para sacarlo, no pensar en él, no leer sus cortas o ver sus cosas, había tomado pociones para dormir placenteramente, pero de una u otra manera Stephen siempre lograba aparecer.

Era, suponía ella, porque en el fondo de su corazón, nunca quiso que él se fuera.

La mano de Stephen se posó en su hombre y la sensación fue tan dolorosamente real que le hizo abrir los ojos.

Él la veía, como nunca la había visto antes. Sabiduría, le decían sus ojos. pero él no podía ser sabio, apenas era un muchacho.

— Mi querida, Amatis. Esto no es un sueño, me temo — dijo él con voz dulce— es mucho mejor que eso, será dificil que te lo explique. Pero debes acompañarme.

La mano de Stephen abandonó el hombre de ella, solo para moverse más abajo, para intentar entrelazar sus dedos con los de ella. Amatis apartó la mano instintivamente, un gesto que les dolió a ambos.

— Sé que no confías en mí, y con toda razón — dijo él, dolido— te dejé una vez, y creeme, lo he lamentado todos los días de mi vida, incluso mientras estuve aquí, dónde se tiene todo, dónde no hay dolor, yo lo lamentaba Amatis. No hubo un sólo día en el que no te estuviese viendo.

— Yo te amaba — dijo ella, sin poder contener las palabras, ni sus lágrimas— y tú te fuiste.

Para sorpresa de ella, él también lloraba. No recordaba haberlo visto llorar nunca, nunca.

Lo había visto feliz, triste, enfadado (con frecuencia), orgulloso, melancólico. Pero nunca había derramado una sola lágrima. Al menos delante de ella.

— Lo sé, cariño. Lo sé — aseguró— y acepté mis consecuencias, mi condena sería no tenerte en ninguna vida, pensé que no tenía perdón. Pero estoy aquí, y ahora...tú también estás aquí, contra todo pronostico...conmigo. No voy a perder otra oportunidad. No te merezco, pero aquí estás...debe de ser por ti, ¿Aún me amas, Amatis? Necesito saber...

Ella no lo dejó terminar, se arrojó sobre él y comenzó a golpearlo, con la mayor fuerza que pudo. En los brazos, en el pecho, en la cara. Con las palmas abiertas, para no perderse ni un centímetro de la piel de él.

—¡CLARO QUE TE AMO! — gritó entre sollozos— ¡Siempre lo he hecho! Desde que te conocí, no hay ni un sólo día de mi vida en el que yo no te amara, te amo y lo haré por siempre.

A pesar de los golpes, Stephen sonrió. Como si eso fuera justo lo que quería oír.

— Entonces esto es para ti — concluyó— yo soy para ti, estoy aquí por ti.

Ella iba a preguntarle a que se refería, tomó aire para sacarle las respuestas a golpes pero se quedó pasmada cuando vio lo que había a un lado de ellos.

Una mansión, de color blanco, con altos ventanales y un jardín precioso, se encontraba no muy lejos de ahí. Amatis la conocía, puede que la pintura fuera diferente, y que cambiaran los vidrios. Pero ella la conocía.

De repente, la imagen de ella y Stephen corriendo por la casa, dándose besos y riendo, entrando al dormitorio de él y cerrando la puerta con llave hasta que las criadas se enojaban, le rondó la mente.

Se sintió sonrojar.

— La ves — dijo Stephen incorporándose y tomándola por la cintura— Eso significa que tenía razón. Es para ti.

Amatis dejó de llorar y le puso ambas manos sobre sus anchos hombros. No se había fijado en lo perfectamente blanca que era la camiseta de Stephen. Él estaba ahí, siendo tan arrebatadoramente guapo y perfecto como era siempre, y su mansión solariega, la casa en la que iban a vivir, estaba ahí.

— Si no es un sueño, ¿Qué es esto? — preguntó con un hilo de voz.

Stephen suspiró y le dio un besito en la mejilla. Haciendo que Amatis se sonrojara aún más.

— Es una larga historia — le dijo— vayamos a la casa y te la contaré toda.

Amatis asintió y se levanto del regazo de Stephen, este hizo lo mismo.

Amatis vio que se sacudía el pantalon negro, aunque no tenía ni un solo residuo del pasto, lo que era curioso.

— ¿Vamos? — le preguntó él, arqueando una ceja de un color tan dorado como el sol.

Y esta vez, cuando él le tendió la mano, ella la aceptó.