El fantasma de la Gárgola roja
Capítulo 1: Introducción
Un chasqueo de dedos lo sacó de su trance. Molesto, siguió la dirección de aquella mano hasta mirar a su compañero. Y preguntó, con ceño fruncido:
¡Oe, Kakuzu! ¿Qué demonios te pasa ahora?
Kakuzu, el hombre que estaba frente a él, lo miraba con calma, pero cansancio a la vez. Era un hombre conocido por su avaricia. Sus ojos de esclerótica roja e iris verdes se clavaron en los suyos, con ese ceño fruncido que tanto lo caracterizaba.
Es hora de irse – informó ajustándose una especie de antifaz que solo dejaba ver la franja del rostro que incluía los ojos, desde la frente hasta por encima de la mitad de la nariz.
Por los primeros rayos del sol se podía ver perfectamente su tez tostada.
Pero si aún no he acabado de rezar, déjame en paz – espetó el otro con mal genio.
Ya llevo un buen rato esperando a que termines. Estoy cansado – respondió su compañero. – Y no pienso perder más tiempo con lo tuyo. Tenemos que volver ya.
Que te den. Bueno, aunque con esa cara que tienes, sería difícil.
Kakuzu frunció aún más el ceño.
No te pienso esperar más, con o sin ti, me voy. – espetó.
Haz lo que te dé la gana.
Bufó después mientras lo veía alejarse por el camino entre árboles. No lo soportaba.
Cerró los ojos de nuevo con un colgante plateado entre sus pálidas manos y acercó los labios a ellas centrándose en su dios y dándole esos minutos que eran solo suyos, tal vez disculpándose por no haber hecho los sacrificios suficientes durante aquella misión.
En realidad no había sido una misión, tan solo otra de aquellas estúpidas búsquedas de dinero por el intercambio de cabezas. Estaba harto de ese tipo de trabajos, siempre eran iguales, y no se entretenía lo suficiente ni tenía tiempo para su lado devoto, y en adición, tenía que aguantarle a él.
Sabía que no podía matarle, no por fuerza, si no por resistencia. Deseaba matarle, y en más de una ocasión habían tenido fuertes encontronazos entre ellos que habían sido amonestados por el Líder, el mismo que los había puesto juntos.
Para Kakuzu, eso era un castigo, ya que reconocía interiormente que el que hubiese matado a tantos compañeros por no controlar sus impulsos y su mal genio, habían hecho al Líder llegar al punto de colocarle como compañero, alguien que, simplemente, no podía morir ni aunque le descuartizaran.
Suspiró pesadamente sacudiendo la cabeza.
"Más le vale alcanzarme pronto." Pensó aquel hombre, sin ni siquiera mirar atrás para comprobarlo, sabía de sobra lo testarudo que era, y que no le haría caso hasta que terminase de realizar aquellas oraciones grotescas que tanto lo cansaban.
Pocos minutos después, el muchacho abrió los ojos y volvió a colgarse el plateado y brillante medallón al cuello y se levantó mirando al frente para localizar a su compañero.
Vio que éste ya estaba bastante lejos, como una sombra en el horizonte. Suspiró frustrado sacudiéndose las ropas negras de nubes rojas.
Al contrario que Kakuzu, él prefería llevarla abierta hasta debajo del pecho para así siempre enseñar su orgullo, lo que más apreciaba: aquel medallón, el símbolo de su religión y su estilo de vida.
Emprendió la marcha con paso aminorado, distraído mirando a su alrededor, ya que era la primera vez que pasaba por allí. El cielo aún estaba de un tono rosa rojizo por los primeros rayos de la mañana, y la brisa matinal de otoño era fresca. Ésta hizo que se espabilase un poco brindándole un aire húmedo que penetró hasta sus pulmones, provocándole una leve tos.
Bostezó después. No habían dormido la noche anterior para avanzar más rápido por el camino de vuelta. Echaba de menos un colchón sobre el que dormir, pero sobre todo, sobre todo echaba de menos la almohada. Se frotó un ojo.
"Tengo ganas de llegar ya, aunque tenga que aguantar a todos esos paganos de mierda." Pensó con expresión somnolienta.
Se hizo crujir el cuello hacia los lados soltando un pequeño gemidillo de placer ante la sensación liberadora que esto dejó en sus cervicales, advirtiendo a Kakuzu de que ya casi lo había alcanzado.
Una vez que lo hubo hecho, el muchacho preguntó:
¿Cuánto falta para llegar?
Unas horas – respondió tajante Kakuzu.
Joder.
Si no hubiéramos perdido tanto tiempo con tus tonterías, Hidan, hubiéramos avanzado más. – dijo mirándole de reojo denotando tensión en su ya grave voz.
No me vengas con esas – abrió la boca para insultarle, pero prefirió pasar del tema y no tirar más del hilo, echó un escupitajo al suelo como desprecio, cosa que Kakuzu ignoró.
Hidan era alto, como su compañero, pero sin llegar a superarlo, era fácilmente identificable por su aspecto físico, ya que era albino: sus ojos eran violetas, su tez marmólea y su cabello blanco siempre estaba peinado hacia atrás.
El silencio reinaba en ese instante, solo roto por el sonido de las hojas secas quebrándose bajo los pies de ambos con cada paso.
Estaban siguiendo un camino poco transitado, tan solo por algunos comerciantes para atajar y gastar menos energía en el camino.
Tal y como había dicho Kakuzu, pasaron varias horas sin dejar de caminar hasta que divisaron el hogar donde ambos vivían, pero no solos.
Era una especie de cueva alejada de la mano de Dios. Nadie sabía de su existencia, y los pocos desafortunados que se acercaban, ya por estar perdidos o por curiosear, eran rápidamente asesinados para que así no pudiesen contar nunca a nadie lo que habían visto. Era su modo de vida.
El hombre de ojos verdes disminuyó la velocidad de sus pasos a medida que se acercaban hasta detenerse frente a la puerta, inquebrantable.
Hidan se estiró de nuevo y ambos realizaron los sellos correspondientes para abrirla, pasando luego por esta, que se cerró detrás de ellos dejándolos a oscuras durante varios segundos en los que atravesaron un largo pasillo hasta desviarse por otro, dirigiéndose al despacho del Líder para entregar el informe correspondiente junto con el dinero.
Oe, Kakuzu… - dijo el albino, sin mirarle.
¿Qué? – preguntó sin interés el mencionado.
Cuando entreguemos el informe yo me voy, lo de dinero lo llevas tú. – respondió aburrido Hidan, mirándole con desgana.
El otro ni se dignó a contestar, nunca se habían llevado nada bien, cruzaban pocas palabras, y las que cruzaban siempre estaban llenas de tensión. Y es que era muy cierto que no eran hombres tratables, ni Kakuzu, ni Hidan.
Poco después, Kakuzu se detuvo frente a una puerta la cual golpeó tres veces con los nudillos de su mano derecha, mientras que de la otra colgaban por ese momento dos maletines metálicos.
Una voz masculina, serena y calmada, habló desde el otro lado.
Pasad – ordenó.
Ambos hombres obedecieron sin decir nada, entrando en una sala similar a un despacho.
Un hombre los miraba detrás de un escritorio con deseo de saber.
¿Y bien? – preguntó con interés.
Los dos se acercaron mientras que Kakuzu posaba sobre la madera del mueble que los separara los dos maletines con el dinero.
Todo ha salido como lo planeado. – respondió, mirando a los ojos violetas del Líder, el cual apartó suavemente un mechón naranja de su frente, paseando sus orbes por los dos maletines.
Muy bien. – dijo el Líder con su enigmático tono de voz. - ¿Ha habido…? – hizo amago de mirar a Hidan, el cual sacudió suavemente la cabeza poniendo los ojos en blanco - ¿…algún contratiempo? – finalizó.
Kakuzu negó con la cabeza, causando cierta sorpresa en el hombre de cabellos ígneos, el cual disimuló perfectamente y entrecruzó sus largos y cadavéricos dedos. Y es que era muy bien sabido que el albino resultaba bastante impulsivo y escandaloso en lo que su religión se trataba.
Permaneció así unos instantes, esperando al informe que posteriormente entregó el equipo con todo lujo de detalles.
El hombre de ojos verdes se aproximó a los maletines de nuevo para ejercer su trabajo como contable de la asociación mientras que Hidan se dirigía audaz a su cuarto.
Una vez allí, cerró la puerta tras de sí dejando su guadaña de tres hojas a un lado. Dejó caer la gabardina sobre el suelo a medida que avanzaba y se dejó caer sobre la fría y acolchada cama, enterrando el rostro en la almohada.
Se giró incorporándose para quitarse los zapatos tirándolos suavemente al suelo y volvió a echarse de nuevo, con las manos en la nuca, mirando al techo.
Todas aquellas misiones empezaban a aburrirle, bueno, en realidad no era una misión, se cansaba sobre todo de esos estúpidos trueques de cabezas por dinero. No era lo suficientemente "divertido" para él. No podía aportar los sacrificios suficientes para su dios. Suspiró silenciosamente, cansado, y se recostó de lado.
"Bueno, en realidad no tengo nada más que hacer fuera de aquí" pensó.
Cerró los ojos, acariciando el medallón que caía sobre las sábanas y respiró profundamente, en silencio, hasta sumirse en los dominios de Morfeo.
